A pesar del decepcionante resultado de la jornada, la moral era alta entre la tropa, y muy alta en la tienda de mando cuando Pompeyo, Craso y Varrón Lúculo fueron a conferenciar con el general al anochecer. La mesa estaba llena de mapas desordenados, lo que daba a entender que el Meneítos los había estado consultando profusamente.
—Bien —dijo—, quiero que echéis un vistazo para estudiar el mejor modo de burlar a Carbón.
Se apiñaron en torno a la mesa, y Varrón Lúculo acercó una lámpara de cinco llamas. El mapa de piel de carnero mostraba la línea costera del Adriático entre Ancona y Rávena y el territorio del interior hasta las cumbres de los Apeninos.
—Nosotros estamos aquí —dijo el Meneítos, señalando un punto al sur del Aesis—. El siguiente río importante es el Metaurus, peligroso de vadear. Todo esto es el Ager Gallicus, y aquí está Ariminum, en el extremo norte, y algunos ríos, pero fáciles de vadear, según las indicaciones. Menos éste entre Ariminum y Rávena, ¿lo veis? El Rubico, que hace de frontera natural con la Galia itálica —el Meneítos había ido señalándolo todo, metódico como era—. Es bastante obvio por qué Carbón se ha situado en Ariminum. Desde allí puede desplazarse hasta la Galia itálica por la vía Emilia y bajar por la carretera Sapis hasta la vía Casia en Arretium y amenazar a Roma desde el valle superior del Tíber; y de allí puede llegar a la vía Flaminia y a Roma para descender por el Adriático hasta Picenum, y, en caso necesario, hasta Campania a través de Apulia y Samnio.
—Pues debemos desalojarle —dijo Craso, expresando la pura evidencia—. Y podemos.
—Pero hay un inconveniente —dijo Metelo Pío, frunciendo el ceño—. Por lo visto, Carbón ya no está acuartelado del todo en Ariminum. Ha hecho algo muy acertado enviando ocho legiones al mando de Cayo Norbano por la vía Emilia a Forum Cornelii. Aquí. No lejos de Faventia. No está muy lejos de Ariminum; habrá unos sesenta y cuatro kilómetros.
—Lo que significa que puede contar con esas ocho legiones en Ariminum en una jornada de marcha forzada, si fuera preciso —dijo Pompeyo.
—Sí. O llevarlas a Arretium o a Placentia en dos o tres días —añadió Varrón Lúculo, que nunca perdía de vista la situación general—. Tenemos a Carbón al otro lado del Aesis con Carrinas y Censorino… y dieciocho legiones más tres mil soldados de caballería, Norbano está en Forum Cornelii con otras ocho legiones, y otras cuatro guarnecen Ariminum con una caballería de varios miles de hombres.
—Es necesaria una buena estrategia para seguir avanzando un solo palmo —dijo Metelo Pío, mirando a sus legados.
—Esa estrategia es fácil —dijo Craso, tintineándole mentalmente las cuentas del ábaco—. Tenemos que impedir que Carbón enlace con Norbano, separarle de Carrinas y Censorino y separar a éste de Carrinas. Evitar que se unan. Fragmentación, como dijo Sila.
—Uno de nosotros, yo seguramente, tendrá que cruzar el Ariminum con cinco legiones, interceptar a Norbano y tratar de dominar la Galia itálica —añadió Metelo Pío, frunciendo el ceño—. Cosa nada fácil.
—Sí que es fácil —terció Pompeyo decidido—. Mirad, aquí está Ancona, el segundo puerto del Adriático. En esta época del año está lleno de barcos en espera de que los vientos del oeste permitan iniciar el comercio de verano hacia oriente. Si llevas las cinco legiones a Ancona, Pío, las embarcas en esas naves y las llevas a Rávena. Es un viaje seguro en el que nunca pierdes de vista la tierra y evitas las tempestades. Serán unos ciento sesenta kilómetros y puedes hacerlo en ocho o nueve días, aun contando con que haya que remar. Y si tienes viento de popa, cosa bastante probable en esta época del año, puedes hacerlo en cuatro días —añadió, dando una palmada al mapa—. Y en una marcha rápida de Rávena a Faventia impides que Norbano pueda enlazar con Ariminum.
—Habrá que hacerlo en secreto —dijo el Meneítos con los ojos brillantes—. ¡ Sí, saldrá bien, Pompeyo! Ni en sueños se les ocurrirá que vayamos a mover tropas de aquí a Ancona, porque todos sus vigías estarán al otro lado del Aesis. Pompeyo, Craso, vosotros permaneceréis en donde estamos ahora fingiendo que contáis con cinco legiones más hasta que Varrón Lúculo y yo zarpemos de Ancona. Entonces, avanzáis. Si es posible, lo claváis en el terreno, igual que a Censorino. Carbón seguirá de momento con ellos y cuando sepa que he desembarcado en Rávena se dirigirá hacia allá para auxiliar a Norbano. Claro que puede optar por quedarse y enviar a Carrinas o a Censorino en ayuda de Norbano. Pero no lo creo. Carbón necesita mantener una posición central.
—¡Ah, va a ser muy divertido! —exclamó Pompeyo.
Y tal era el entusiasmo en el puesto de mando, que nadie consideró exagerado el comentario, ni siquiera Marco Terencio Varrón, que estaba sentado apaciblemente en un rincón tomando notas.
La estrategia dio resultado. Mientras Metelo Pío se ponía febrilmente en marcha con Varrón Lúculo y las cinco legiones hacia Ancona, las otras seis legiones y la caballería fingían ser once. Luego, Pompeyo y Craso salieron del campamento y cruzaron el Aesis sin oposición. Al parecer, Carbón había decidido atraerlos hacia Ariminum, pues, sin duda, planeaba una batalla decisiva en un terreno más conocido para él.
Pompeyo abría la marcha con la caballería, pisando los talones a la retaguardia de Carbón, constituida por la caballería al mando de Censorino, al que fue acosando con patente regularidad, una táctica que sacaba de quicio a Censorino, que era poco paciente. Cerca de la ciudad de Sena Gallica, volvió grupas y presentó batalla. Venció Pompeyo, que estaba mejorando sus capacidades de mando de la caballería. Censorino se apresuró a refugiarse en Sena Gallica con caballería e infantería, pero no estaría mucho tiempo, porque Pompeyo tomó al asalto sus modestas fortificaciones.
Y Censorino hizo lo lógico: sacrificó a su caballo y huyó por la puerta trasera de la ciudad con ocho legiones de infantería en dirección a la vía Flaminia.
Por entonces, Carbón había tenido noticia de la desagradable presencia del Meneítos con su ejército en Faventia, con lo que Norbano quedaba interceptado para acudir en auxilio de Ariminum. Y Carbón se puso en marcha hacia Faventia, haciendo que Carrinas le siguiera con ocho legiones, y dejando a Censorino a su propio albur.
Pero en éstas se presentó Bruto Damasipo en pleno avance de Carbón y le dio la noticia de que Sila había aniquilado al ejército del hijo de Mario en Sacriportus. Ahora Sila avanzaba por la vía Casia hacia Arretium, en el límite de la Galia itálica, aunque sólo disponía de tres legiones. Y en ese momento, Carbón cambió de plan. Sólo podía hacer una cosa. Norbano tendría que renunciar a acudir en ayuda de la Galia itálica ante el ataque de Metelo Pío; Carbón y sus legados irían a detener a Sila en Arretium, cosa nada difícil, dado que sólo contaba con tres legiones.
Pompeyo y Craso supieron la noticia de la victoria de Sila sobre el hijo de Mario casi al mismo tiempo que Carbón, y se entusiasmaron. Giraron en dirección oeste para seguir a Carrinas y a Censorino, que acudían con ocho legiones cada uno para reforzar a Carbón en la vía Casia de Arretium. Fue una persecución tenaz y furiosa. Y Pompeyo se dijo, mientras avanzaba con Craso hacia la vía Flaminia, no era una campaña para caballería, pues se dirigían a terreno montañoso, por lo que hizo regresar al Aesis a sus tropas a caballo y volvió a tomar el mando de los veteranos de su padre. Había descubierto que Craso parecía contento en hacer lo que él dijese siempre que sus sugerencias casaran bien con las ideas de su dura cabezota.
De nuevo la presencia de tantas tropas veteranas fue decisiva; Pompeyo y Craso alcanzaron a Censorino en un diverticulum de la vía Flaminia, entre Mevania y Spoletium, y ni siquiera hubo necesidad de entablar batalla. Agotadas, hambrientas y acobardadas, las tropas de Censorino se dispersaron, y lo único que pudo conservar fueron tres de las ocho legiones, remanente valiosísimo que decidió salvar saliendo de la vía e internándose a campo través hacia Arretium, en donde estaba Carbón. La tropa de las otras cinco legiones se dispersó de tal modo, que fue imposible rehacerla en unidades.
Tres días más tarde, Pompeyo y Craso capturaban a Carrinas en las afueras de la gran ciudad fortificada de Spoletium. Esta vez si que hubo combate, pero Carrinas lo dirigió tan mal que se vio obligado a encerrarse en Spoletium con tres de sus ocho legiones; las otras tres huyeron a Tuder, donde se refugiaron, y las otras dos desaparecieron y nunca más se supo de ellas.
—¡Magnífico! —dijo el eufórico Pompeyo a Varrón—. ¡Voy a ver como despido al viejo estúpido de Craso!
Y lo hizo insinuándole que debía ir con sus tres legiones a Tuder para ponerle sitio, mientras él con sus tropas se llegaba a Spoletium. Así, Craso se dirigió a Tuder, feliz como nadie pensando que dirigía su propia campaña; y Pompeyo tomó rápidamente posiciones ante Spoletium, a sabiendas de que allí cosecharía la mayor gloria posible por ser la plaza en que se había refugiado el general Carrinas. Pero las cosas no salieron como Pompeyo había previsto. Astuto y audaz, Carrinas escapó de Spoletium durante una tormenta nocturna y reforzó a Carbón con sus tres legiones intactas.
Aquella huida de Carrinas afectó a Pompeyo, y Varrón fue testigo asombrado de lo que era una rabieta de pompeyano: lágrimas, puños cerrados, mechones de pelo arrancados, pataleo, copas y platos rotos, y muebles destrozados. A continuación, igual que la tormenta nocturna tan favorable a Carrinas, la furia de Pompeyo cesó.
—Vamos a unirnos a Sila en Clusium —dijo—. ¡Vamos, Varrón, muévete!
Varrón asintió con la cabeza y se puso en movimiento.
Era a principios de junio cuando Pompeyo y sus tropas veteranas llegaron al campamento de Sila en el río Clanis y encontraron al comandante en jefe algo amargado y abatido. Las cosas no le habían ido muy bien al marchar Carbón desde Arretium hasta Clusium, estando a punto de ganar la batalla que se produjo a raíz de un encuentro casual y que, por consiguiente, no había podido ser planificada. Sólo la presencia de ánimo de Sila, tomando la iniciativa para retirarse a su fortificado campamento les había salvado.
—Pero no importa —dijo Sila muy animado—. Ahora estás tú aquí, Pompeyo, y Craso no anda lejos. Con vosotros dos será muy ¡distinto. Carbón tiene las de perder.
—¿Qué tal le ha ido a Metelo Pío? —inquirió Pompeyo, poco satisfecho de que Sila hablase de Craso como si fuese igual a él.
—Se ha apoderado de la Galia itálica; obligó a combatir a Norbano en las afueras de Faventia, mientras Varrón Lúculo, que había tenido que huir para refugiarse en Placentia, se enfrentó a Lucio Quintio y a Publio Albinovano cerca de Fidentia. Todo ha ido muy bien. El enemigo está disperso o muerto.
—¿Y Norbano?
Sila se encogió de hombros; nunca le importaba gran cosa lo que les sucedía a sus adversarios una vez derrotados, y Norbano ni siquiera había sido un enemigo personal.
—Imagino que se retiraría a Ariminum —contestó, volviéndose para dar las órdenes de acampar a las tropas de Pompeyo.
Como era de esperar, Craso llegó al día siguiente procedente de Tuder, al mando de tres legiones bastante hoscas y malhumoradas; corría el rumor en sus filas de que Craso se había apoderado de una fortuna en oro del botín tomado en Tuder.
—¿Es cierto? —preguntó Sila, apretando de tal modo los labios que casi desaparecieron en aquel rostro de acentuadas arrugas.
Pero nada inmutaba aquella fisonomía bovina. Craso abrió mucho sus ojos grisáceos y puso cara de natural sorpresa.
—No —respondió.
—¿Estás seguro?
—En Tuder no había nada, aparte de unas viejas, y no me gustaba ninguna.
Sila le dirigió una mirada de suspicacia, pensando en si era insolencia premeditada, pero no podía saberlo.
—Eres tan cerrado como enrevesado, Marco Craso —dijo finalmente—. Te concederé el privilegio de tu familia y tu posición, y optaré por creerte, pero te haré una firme advertencia. Si descubro que te has aprovechado a expensas del Estado, en contra de mis planes y deseos, no volveré a verte.
—Muy bien —replicó Craso, asintiendo con la cabeza y marchándose.
Publio Servilio Vatia había escuchado el diálogo y sonrió a Sila.
—Resulta antipático —comentó.
—A mi me resultan antipáticos casi todos —añadió Sila, pasando el brazo por los hombros de Vatia—. ¡Tú tienes suerte, Vatia!
—¿Por qué?
—Porque me resultas simpático. Eres buena persona, no abusas de tu autoridad y nunca me discutes y haces lo que te digo —dijo, bostezando hasta saltársele las lágrimas—. Estoy seco. ¡Necesito una copa de vino!
Hombre esbelto y atractivo, de tez algo oscura, Vatia era de la familia patricia de los Servilios, de raigambre más que probada capaz de cumplir los máximos requisitos sociales, y su madre era de la augusta familia de los Cecilios Metelos, hija de Metelo el Macedónico, lo que significaba que estaba muy bien relacionada, incluso con Sila, por matrimonio. Por ello se sentía muy halagado con aquel pesado brazo sobre los hombros, y de esa guisa caminó con Sila hasta la tienda del puesto de mando. Sila había estado bebiendo bastante aquel día y necesitaba un poco de descanso.
—¿Qué haremos con esa gente cuando Roma caiga en mi poder? —preguntó, mientras Vatia le servía un vaso del vino especial y él se escanciaba de otra frasca, añadiéndole bastante agua.
—¿Qué gente? ¿Te refieres a Craso?
—Sí, a Craso. Y a Pompeyo Magnus —contestó Sila, con una sonrisa que le descubrió las encías—. ¿Te das cuenta, Vatia? Magnus! ¡A su edad!
Vatia sonrió y tomó asiento en una silla plegable.
—Bueno, si él es demasiado joven, yo soy demasiado viejo. Habría debido ser cónsul hace seis años, y supongo que ya no podré serlo.
—Si triunfo serás cónsul. No te quepa la menor duda. Yo soy mal enemigo, Vatia, pero soy buen amigo.
—Lo sé, Lucio Cornelio —dijo Vatia con voz afable.
—Entonces, ¿qué hago con ellos? —insistió Sila.
—Con Pompeyo, comprendo el inconveniente. No me le imagino retirándose tranquilamente cuando todo termine, ¿cómo podrías impedirle que aspire a cargos precozmente?
—¡A él no le interesan los cargos! —dijo Sila, riendo—. Él quiere la gloria militar. Y creo que intentaré procurársela. Puede ser muy útil —añadió, estirando el brazo para que volviera a llenarle la copa—. ¿Y Craso? ¿Qué hago con Craso?
—Ah, él ya se las arreglará solo —contestó Vatia, sirviéndole otra vez—. Se hará rico; y lo comprendo. Cuando murieron su padre y su hermano Lucio, habría debido heredar algo más que una viuda rica. La fortuna de Licinio Craso estaba valorada en trescientos talentos; pero, claro, fue confiscada. ¡Cinna se apoderó de todo! Y el pobre Craso no tenía la influencia de Catulo.