Sila estaba sobrio y no parecía afectado por el picor. Su rostro ya había adquirido cierta costra y se encontraba tranquilo y afable, e, indudablemente, fascinado con Pompeyo. No puedo equivocarme con Pompeyo si Sila también advierte su valía, pensó Varrón.
Considerando lo más adecuado mantener la mirada concentrada en la proximidad en vez de escrutar a todos los presentes, Varrón sonrió a su compañero de camilla, Apio Claudio Pulcher, un hombre al que estimaba.
—¿Sigue siendo Sila capaz de dirigirnos? —preguntó.
—Es tan genial como siempre —contestó Apio Claudio—. Si logramos que no se embriague arrollará a Carbón por muchas tropas que traiga —añadió temblando con una mueca—. Varrón, ¿no sientes las presencias diabólicas en esta sala?
—Ya lo creo —contestó Varrón, aunque no creía que el ambiente que él notaba fuese exactamente el que decía Apio Claudio.
—He estudiado un poco el tema —añadió Apio Claudio— a través de los templos y cultos menores de Delfos, y estamos rodeados de dedos de poder… invisibles, indudablemente. La mayoría de la gente lo ignora, pero personas como tú y yo, Varrón, somos hipersensibles a las emanaciones de otros lugares.
—¿Qué otros lugares? —preguntó Varrón, sorprendido.
—Por abajo, por arriba; por todos lados —respondió Apio Claudio en tono sepulcral—. ¡Dedos de poder! No sé cómo explicártelo mejor. ¿Cómo se pueden describir cosas invisibles que sólo los hipersensibles sienten? No me refiero a los dioses, ni al Olimpo, ni a los numina…
Pero otros de los que estaban en la sala habían atraído la atención de Varrón, que, absorto en escrutar a los legados de Sila, ya no escuchaba al pobre Apio Claudio.
Filipo y Cetego, los grandes tergiversadores. Cada vez que la Fortuna favorecía a alguien nuevo, Filipo y Cetego cambiaban de toga en consonancia, impacientes por servir a los nuevos amos de Roma, y llevaban haciéndolo treinta años. Filipo era el más franco de los dos; había sido cónsul tras varios intentos vanos, y hasta había logrado el cargo de censor con Cinna y Carbón, el cenit de la carrera política para un romano. Por el contrario, Cetego —un patricio de los Cornelios, pariente lejano de Sila— había permanecido en la sombra, prefiriendo ejercer su poder manipulando a sus colegas pedarios del Senado. Los dos ocupaban la misma camilla, hablando en voz alta y sin hacer caso de nadie.
Había otros tres jóvenes tumbados juntos e ignorando también a los demás. ¡Vaya trío! Verres, Catilina y Ofellas. Tres malvados; estaba seguro. Aunque a Ofellas le preocupaba más su dignitas que los futuros beneficios. En cuanto a Verres y Catilina, no había duda: eran los futuros beneficios lo único que les importaba.
En otra camilla estaban tres estimables y probos ciudadanos. Mamerco, Metelo Pío y Varrón Lúculo (un Varrón adoptado, en realidad hermano de Lúculo, el partidario más fiel de Sila). Era evidente que no les gustaba Pompeyo y no trataban de ocultarlo.
Mamerco, yerno de Sila, era un hombre tranquilo y equilibrado que había salvado la fortuna de su suegro, poniendo también a salvo a su familia en Grecia. Metelo Pío, hijo del Meneítos, y su cuestor Varrón Lúculo habían llegado por mar de Liguria a Puteoli a mediados de abril y cruzado la Campania para unirse a Sila antes de que el Senado de Carbón movilizase las tropas que habrían podido interceptarles. Hasta el momento en que había aparecido Pompeyo, eran ellos quienes habían monopolizado el esplendor del agradecimiento de Sila, pues le habían aportado dos legiones de curtidas tropas. Sin embargo, gran parte de su despectiva actitud respecto a Pompeyo se basaba más en el quién que en el qué o en el porqué. ¿Un Pompeyo del norte de Picenum? Un advenedizo, ¡alguien que no era romano! Su padre, apodado el Carnicero por la manera en que hacia la guerra, podría haber alcanzado el consulado y obtenido un gran poder político, pero nada podía reconciliarle a él ni a su retoño con Metelo Pío o Varrón Lúculo. Ningún auténtico romano, fuese o no de familia senatorial, podía permitirse, a la edad de veintidós años —¡y de modo totalmente ilegal!—, llevar al gran patricio Lucio Cornelio Sila un ejército y exigirle de hecho ser su socio. El ejército que Metelo Pío y Varrón Lúculo habían llevado a Sila se había convertido automáticamente en suyo propio para hacer lo que quisiera; y si Sila lo hubiese aceptado agradecido, despidiéndoles, ellos se habrían marchado sin pensárselo dos veces, aunque les hubiese dolido. Dos rigoristas puntillosos, pensó Varrón. Ahora, los dos en la misma camilla, miraban airados a Pompeyo porque se había valido de las tropas que había traído a Sila para obtener un mando por el que ni su edad ni sus antecedentes le servían de aval. Había coaccionado a Sila.
En cualquier caso, de todos ellos, el más misterioso para Varrón era Marco Licinio Craso. En otoño del año anterior había ido a Grecia a ofrecer a Sila dos mil quinientos buenos soldados de la Hispania, y apenas había tenido una acogida algo más afable que la que le había dispensado en verano Metelo Pío en África.
El frío recibimiento se debía en su mayor parte al rotundo fracaso del proyecto de enriquecimiento rápido que él y su amigo, el joven Tito Pomponio, habían lanzado entre los inversores de la Roma de Cinna; se había producido hacia finales del primer año en que Cinna había compartido el consulado con Carbón, cuando el dinero comenzaba a reaparecer tímidamente y se había difundido la noticia de que ya no existía la amenaza del rey Mitrídates y que Sila había firmado con él el tratado de Dardanus. Aprovechando el súbito brote de optimismo, Craso y Tito Pomponio habían puesto en circulación acciones de una nueva especulación en Asia, y la bancarrota se produjo al saberse la noticia de que Sila había reorganizado totalmente las finanzas de aquella provincia romana y que no volvería a darse más la corrupta circunstancia de la contrata por empresas para recaudación de impuestos.
En vez de quedarse en Roma, enfrentándose a las hordas de airados acreedores, Craso y Tito Pomponio habían optado por ir en busca de la única persona a la que cabía apaciguar: Sila. Tito Pomponio lo había comprendido inmediatamente y se había marchado a Atenas con su inmensa fortuna intacta. Culto, cortés, un tanto diletante en literatura, encantador y demasiado atraído por los jovencitos, Tito Pomponio había llegado pronto a un entendimiento con Sila, pero como le encantaba el ambiente y el modo de vida en Atenas, había optado por quedarse a vivir allí, adoptando el sobrenombre de Atico.
Craso no tenía la misma seguridad, y no había comprendido que su única alternativa era Sila hasta mucho después que Atico. La concatenación de circunstancias habían dejado a Marco Licinio Craso como cabeza de familia y empobrecido. El único dinero disponible era de Axia, la viuda no sólo de su hermano mayor, sino también viuda del mediano; y no había sido la importancia de su dote su único atractivo, pues era una mujer guapa, vivaz, amable y amorosa. Igual que Vinuleia, madre de Craso, era una sabina de Reate y, por ello, familiar próxima a ella; su riqueza procedía del rosea rura, los mejores pastos de Italia y tierra de crianza de los magníficos asnos sementales que costaban una fortuna y por los que se llegaban a pagar sesenta mil sestercios, por ser potenciales progenitores de numerosas mulas para el ejército.
Cuando el marido de Axia, Publio, el mayor de los hermanos Craso, murió fuera de Grumentum en la guerra itálica, ella quedó viuda y encinta. Y en aquella familia tan unida y frugal sólo se vislumbró una solución: al concluir los diez meses de luto, Axia se desposó con Lucio, segundo hijo de Craso, de quien no tenía hijo alguno al quedar otra vez viuda cuando Fimbria mató a Lucio en la calle ante la puerta de la casa. Igual sucedía con Vinuleia, pues Craso padre, al ver muerto a su hijo y saber lo que le esperaba, se suicidó allí mismo.
En aquel entonces, Marco, el hijo menor, tenía veintinueve años y era el designado por el padre (cónsul y censor en su día) para conservar el hogar y salvaguardar su nombre y su descendencia. Todas las propiedades de Craso quedaron confiscadas, incluidas las de Vinuleia; pero la familia de Axia mantenía excelentes relaciones con Cinna y la dote quedó a salvo. Y al concluir su segundo período de diez meses de luto, Marco Licinio Craso se casó con ella y adoptó a su sobrino, el pequeño Publio, como hijo. Casada sucesivamente con tres hermanos, a partir de entonces a Axia se la conoció por la Tertulia, cambio de nombre que ella misma propició, dado que el de Axia tenía algo de poco latino, mientras que el de Tertulia soltaba la lengua.
El magnífico proyecto urdido por Craso y Atico —que habría sido un rotundo éxito de no haberse producido la inesperada intervención de Sila en las finanzas de la provincia de Asia— se fue al agua justo cuando Craso comenzaba a ver un aumento en la fortuna familiar, y le hizo poner pies en polvorosa con una parca bolsa y todas sus esperanzas destruidas. Dejaba atrás dos mujeres solas: su madre y su esposa. Dos meses después de su marcha, Tertulia daba a luz a su hijo Marco.
¿Adónde ir? Craso optó por Hispania. Allí había un resto de la antigua fortuna de Craso, pues años antes el padre había viajado a las Casitérides, islas del estaño, negociando un contrato en exclusiva para llevar el metal desde las islas y a través del norte de Hispania hasta las riberas del Mediterráneo. Aquello se había venido abajo con la guerra civil en Italia, pero Craso nada tenía que perder, y a la Hispania Citerior se dirigió; allí, un tal Vibio Paciano, cliente de su padre, le ocultó en un sótano hasta que tuvo la certeza de que las consecuencias de su estafa no iban a seguirle hasta Hispania. Tras lo cual, salió a la luz y volvió a tejer de nuevo el monopolio del estaño, y luego adquirió parte de las minas de plata y plomo de la Hispania Ulterior.
Todo iba estupendamente, pero tales actividades sólo podían prosperar si podía volver a tener acceso a las instituciones financieras y mercantiles de Roma; lo que significaba que necesitaba un aliado más poderoso que cualquiera de los personajes que él conocía. Necesitaba a Sila. Pero para solicitar el apoyo de Sila (ya que carecía del encanto y la educación de que tan bien dotado estaba Tito Pomponio Atico) tendría que llevarle un obsequio. Y el mejor obsequio que podía hacerle era un ejército. Y entre los antiguos clientes de su padre alistó cinco cohortes modestas, pero bien entrenadas y equipadas.
El primer puerto en que atracó fue Utica, en la provincia de África, en donde le habían dicho que Quinto Cecilio Metelo Pío, el hijo del que Cayo Mario llamaba el Meneítos, continuaba tratando de mantener su cargo de gobernador; llegó a principios de verano del año anterior, pero se encontró con que al Meneítos hijo —un pilar de rectitud romana— sus actividades comerciales no le hacían ninguna gracia. Dejó pues a Metelo Pío que adoptase las disposiciones que creyera conveniente cuando cayera el gobierno, y se dirigió a Grecia a ver a Sila en persona, y éste, que había aceptado su regalo de cinco cohortes de hispánicos, comenzó a tratarle con frialdad.
Ahora estaba allí sentado, con sus ojillos grises clavados humildemente en Sila, a la espera del menor signo de aquiescencia, y, sin la menor duda, disgustadísimo de ver que Sila sólo tenía ojos para Pompeyo. El sobrenombre de Craso pertenecía de muchas generaciones atrás a la famosa familia de los Licinios, pero seguían naciendo vástagos que hacían honor a él, pensó Varrón; significaba rechoncho (o quizás, en el caso del primer Licinio llamado Craso, ¿no habría sido alusión a su cortedad intelectual?). Más alto de lo que aparentaba, Craso tenía la maciza constitución de un buey, y algo de ese animal en la insulsa placidez de su rostro bastante inexpresivo.
Varrón concluyó su examen de los congregados y lanzó un suspiro. Sí, había sido acertado concentrar la mayor parte de sus pensamientos sobre Craso. Todos eran ambiciosos, la mayoría de ellos tendrían capacidad, algunos eran tan despiadados como amorales, pero —aparte de Sila y Pompeyo— Marco Craso era el hombre al que habría de prestarse atención en un futuro.
Mientras regresaba a casa junto a un Pompeyo totalmente sobrio, Varrón se alegró de haber cedido a las exhortaciones de Pompeyo, uniéndose en seguida a su campaña.
—¿De qué te ha hablado Sila? —inquirió.
—De nada extraordinario —contestó Pompeyo.
—Hablabais muy en voz baja.
—¿Verdad que sí? —Varrón, más que verla, sintió la sonrisa de Pompeyo—. Sila no es tonto, aunque ya no sea el que fue. Si el resto de los mohínos comensales no podían oír lo que hablábamos, tampoco sabrán si hablábamos de ellos.
—¿Y ha aceptado Sila ser tu socio en la empresa?
—Yo seguiré mandando en mis legiones, que es lo único que quería. Él sabe que no se las he entregado ni prestado.
—¿Lo hablasteis claramente?
—Ya te he dicho que no es tonto —respondió Pompeyo lacóniCo—. No hemos hablado gran cosa. Así que no existe ningún acuerdo entre los dos, y él no se halla ligado.
—¿Y eso te satisface?
—¡Claro! El no ignora que me necesita —añadió Pompeyo.
Sila se levantó al amanecer al día siguiente, y una hora más tarde tenía a su ejército en marcha en dirección a Capua. Ahora ya se había acostumbrado a impulsos de actividad que coincidían con el estado de su rostro, pues no siempre le picaba, sino que era algo más bien cíclico. Recién superado el ataque, y la consiguiente borrachera, sabía que estaría exento del mal durante unos días si no hacía nada contraproducente que desencadenase otro ciclo; era necesario una rigurosa higiene de las manos y no tocarse para nada la cara. Hasta no encontrarse en semejante situación no se daba uno cuenta de las veces que uno se llevaba las manos a la cara sin pensar, inconscientemente. Y allí estaba, con las glándulas lacrimales endureciéndose en fase de curación y todas las cosquillas, hormigueos y leves movimientos cutáneos que implica el proceso de curación. Lo más fácil era el primer día, aquél, pero conforme transcurrían, tendería a olvidarse y acercaría la mano para rascarse un picor totalmente natural de la nariz o la mejilla, y aquel horror volvería a empezar. Otra vez. Por eso se había autodisciplinado a hacer el mayor número de cosas posible antes de que se produjera el siguiente ataque y luego a beber hasta quedar inconsciente mientras se disipaba.
¡Pero resultaba difícil! Tenía tanto trabajo, tantas cosas por hacer; y no era ni la sombra del que había sido. Todo lo que había conseguido lo había hecho superando gigantescos obstáculos, pero desde que le había surgido aquella enfermedad en Grecia un año atrás, cada día que pasaba se preguntaba por qué molestarse en continuar. Como Pompeyo había advertido muy bien, Sila no era tonto y sabía que le quedaba un tiempo de vida limitado.