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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Favoritos de la fortuna (80 page)

BOOK: Favoritos de la fortuna
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César descubrió que eran aquellos hombres quienes realmente gobernaban Chipre por cuenta de Egipto.

Tras rechazar sutilmente las proposiciones eróticas de Ptolomeo, César consagró sus energías a los burócratas alejandrinos. No eran personas fáciles para la negociación, pues no sentían estima por Roma, no veían el lugar de Chipre en la campaña de Vatia y estaban a todas luces resentidos porque Vatia hubiese enviado un legado de veintiún años para entablar las negociaciones.

—Que yo sea joven —dijo César altivamente— no tiene nada que ver. Soy un héroe condecorado, senador a una e dad en que aún no se accede al Senado, y soy el ayudante militar de Publio Servilio Vatia. ¡Podéis consideraros afortunados de que me haya dignado venir a la isla!

La admonición no cayó en saco roto, pero los burócratas no cambiaron de actitud, y a pesar de que César argumentó como un buen político, no pudo llegar a un acuerdo con ellos.

—A Chipre también le afecta la piratería. ¿No veis que la piratería sólo puede erradicarse si todos los que la sufren se unen para la empresa? La escuadra de Publio Servilio Vatia tiene que ser poderosa para actuar a modo de red que acose a los piratas en algún sitio del que no puedan escapar. Obtendremos un enorme botín y Chipre tendrá acceso a los mercados del Mediterráneo. Bien sabéis que actualmente los piratas de Panfilia y Cilicia os lo impiden.

—Chipre no necesita tener acceso a los mercados del Mediterráneo —dijo el jefe de los alejandrinos—. Todo lo que Chipre produce va a parar a Egipto, y en los mares entre Chipre y Egipto no consentimos que haya piratas.

Una segunda entrevista tuvo lugar con el regente Ptolomeo. Sin embargo, esta vez César tuvo suerte. Acompañaba a Ptolomeo su esposa Nisa, hija de Mitrídates. Si César hubiese conocido la fisonomía de los mitridáticos, hubiera reconocido en la joven a un auténtico miembro del linaje: grande, rubia y de ojos dorados verdosos. Ese colorido y su voluptuosidad eran su principal atractivo, más que una auténtica belleza, pero a César le resultó atractiva de inmediato; y ella demostró ser sensible al encanto de César. Y cuando la absurda entrevista con Ptolomeo dio fin, fue ella quien acompañó del brazo al huésped de su marido a mostrarle el lugar en que la diosa Afrodita había surgido del mar para sembrar en tierra su divino desorden.

—Era mi bisabuela, treinta y nueve generaciones atrás —comentó César, acodado en la balaustrada de mármol que marcaba en la orilla el lugar del nacimiento de la diosa.

—¿Quién? ¿Afrodita? ¡No es posible!

—Claro que sí. Yo desciendo de su hijo Eneas.

—¿Ah, sí?

Aquellos ojos dorados y ligeramente protuberantes le escrutaron como buscando algún indicio de su asombroso y augusto linaje.

—Ciertamente, princesa.

—Entonces perteneces al Amor —dijo con un mohín la hija de Mitrídates, pasándole suavemente un dedo por el bronceado antebrazo.

El contacto hizo su efecto, aunque César no lo demostró.

—Nunca me lo habían dicho de esa manera, princesa, pero tiene lógica —replicó él sonriente, mirando el glorioso horizonte en que se juntaba el zafiro del mar con el turquesa del cielo.

—¡Claro que eres del Amor teniendo tal antepasada!

Él volvió la cabeza para mirarla y se encontró con sus ojos al mismo nivel, dado lo alta que era.

—Es notable —dijo con voz suave— que el mar produzca tanta espuma en este lugar y no en el resto de la orilla; aunque no entiendo la razón. ¿No ves? —añadió mirando a derecha e izquierda—. Más allá de la balaustrada no hay espuma.

—Se dice que ella la dejó aquí para siempre.

—Entonces es que las burbujas son su esencia —dijo él, despojándose de la toga y desabrochándose los zapatos senatoriales—. Tengo que bañarme en su esencia, princesa.

—Si no fueses descendiente te prevendría —dijo la princesa mirándole.

—¿Prohíbe la religión bañarse aquí?

—No está prohibido, pero no es prudente. Tu augusta antepasada ha castigado a algunos bañistas con la muerte.

Regresó indemne del chapuzón y vio que ella había extendido el vestido sobre las ásperas hierbas de la orilla y le esperaba tendida. En el reverso de la mano le quedaba una burbuja, y él se agachó para hacerla estallar sobre su liso y virginal ombligo; ella rió y se sobresaltó presa de un temblor incontrolable.

—Quemado por Venus —dijo él tumbándose a su lado, húmedo y estimulado por la misteriosa espuma. Acababa de ser ungido por Venus, que además había dispuesto entregarle a aquella magnífica mujer, hija de un gran rey y sólo suya, como descubrió al penetrarla. Amor y poder: la combinación suprema.

—Quemada por Venus —dijo ella, estirándose como una enorme gata dorada.

—Conoces el nombre romano de Afrodita —dijo el descendiente de la diosa, como sumido en una burbuja de felicidad.

—Roma llega muy lejos.

La burbuja se desinfló, pero no por lo que ella acababa de decir, sino porque había concluido el mágico momento.

César se puso en pie; no le gustaba permanecer echado una vez consumado el amor.

—Bien, Nisa, hija de Mitrídates, ¿usarás de tu influencia para ayudarme a conseguir esa escuadra? —inquirió él, aunque sin explicarle por qué su petición le causaba cierta risa.

—Qué hermoso eres —dijo ella, apoyada en el codo, mirándole—. Sin nada de vello; como un dios.

—Igual que tú.

—Todas las mujeres de la corte vamos depiladas, César.

—¿Los hombres no?

—¡No, duele bastante!

Él se echó a reír. Se puso la túnica, se ató los zapatos y comenzó el laborioso engorro de hacerse los pliegues de la toga sin ayuda.

—¡Vamos, mujer, arriba! —dijo alegremente—. Hay que conseguir una escuadra y convencer a tu esposo de que lo único que hemos hecho es contemplar la espuma del mar.

—¡Ah, él! —exclamó ella, comenzando a vestirse—. Le da igual lo que hayamos hecho. Habrás notado que era virgen.

—Indudablemente.

Sus ojos verde-dorados se iluminaron.

—Creo que de no ser por mis influencias para ayudarte a conseguir la escuadra ni me habrías mirado.

—Tengo que rebatir lo que dices —replicó él muy tranquilo—. En cierta ocasión se me acusó de hacer lo mismo para conseguir otra escuadra, y lo que dije entonces sigue siendo cierto: preferiría atravesarme con mi espada que recurrir a trucos de mujer para conseguir mis fines. Pero tú, encantadora princesa, has sido un regalo de la diosa, que es algo muy distinto.

—¿No te has ofendido?

—En absoluto, aunque por tu sensibilidad te lo haya parecido. ¿Has heredado el buen sentido de tu padre?

—Quizás él es listo, pero también tonto.

—¿En qué?

—Por su torpeza en no saber escuchar los consejos que le dan —contestó ella, dando media vuelta para dirigirse a palacio—. César, me alegro mucho de que hayas venido a Pafos. Estaba harta de ser virgen.

—Pues lo eras. ¿Por qué te has unido precisamente a mí?

—Tú eres descendiente de Afrodita, y por lo tanto más que un simple mortal. ¡Yo soy hija de rey y no puedo entregarme a un hombre cualquiera!

—Es un honor para mi.

Las negociaciones de la escuadra se prolongaron bastante sin que César lo lamentase. Cada día, él y la aburrida esposa de Ptolomeo iban de excursión al lugar de nacimiento de Afrodita, y él se bañaba en la esencia de la diosa antes de consumir parte de la suya en la entusiasmada esposa de Ptolomeo. Era evidente que los burócratas alejandrinos sentían mayor respeto por Nisa que por su esposo, cosa que algo debía de tener que ver con el hecho de que el rey Tigranes estaba enfrente de la isla, en Siria. Egipto quedaba lejos y no corría peligro, pero Chipre era otra cosa.

Se despidió de la hija de Mitrídates amigablemente y con una añoranza que le duró bastante. Aparte del placer físico, había descubierto que le gustaba y admiraba su seguridad congénita, su convicción de ser igual a cualquier hombre por ser hija de un gran rey. No es que despreciase a las mujeres romanas, pensó César, pero una romana no era en absoluto igual que un hombre. Antes de dejar Pafos regaló a Nisa un exquisito camafeo con la imagen en relieve de la diosa, a pesar de que le resultó muy onerosa la piedra en que estaba labrado.

Ella, que debió de imaginárselo, se lo agradeció muchísimo y escribió a su hermana mayor en Alejandría:

Supongo que no volveré a verle. No es la clase de hombre que va a cualquier sitio o hace cosas sin un buen propósito, y me refiero a propósitos de hombre. Creo que me ha amado algo, pero eso no le hará volver a Chipre. No existe la mujer que pueda disuadirle de lo que se proponga.

Nunca había conocido a un romano, aunque creo que en Alejandría se ven muchos y tú debes de conocer bastantes. ¿Será distinto porque es romano? ¿O porque es el único? Tal vez tú puedas explicármelo, aunque creo que sé lo que vas a contestarme.

Lo que más me gustó de él es su tenacidad, y su tranquilidad nada fingida. Sí, reconozco que consiguió la flota con mi ayuda. ¡Ya sé que se valió de mí! Pero hay momentos, querida Trifena, en que a una no le importa que la manejen. Me amó un poco. Admiraba mi cuna. Y no hay mujer capaz de resistir a la manera que tiene de reírse.

Ha sido una aventura muy agradable. ¡Cómo le echo de menos! No te preocupes por mi, que he tomado la medicina en cuanto se marchó, por si acaso. Si estuviese casada de hecho y no ficticiamente, a lo mejor no la habría tomado. La sangre de César es más augusta que la de Ptolomeo. Pero en mi desgraciada situación nunca tendré hijos.

Lamento tus dificultades y siento también que no nos hayan educado para entender la situación de Egipto. Aunque no creas que a nuestro padre Mitrídates ni a nuestro tío Tigranes les importasen mucho esas dificultades. Simplemente se valen de nosotras para sus intereses en Egipto, porque tenemos la suficiente sangre ptolomeica para reivindicar nuestros derechos. Lo que no podíamos saber era ese asunto de los sacerdotes egipcios tan influyentes en la gente del pueblo, los de sangre egipcia más que macedonia. Se diría que hay dos Egiptos, la tierra de la Alejandría macedónica y el delta, y la tierra del Nilo.

Yo creo, querida Trifena, que deberías entablar negociaciones con los sacerdotes. A tu esposo Auletes no le gustan los hombres y tienes esperanzas de ser madre. ¡Tienes que darle hijos! Pero no puedes hacerlo según la ley egipcia hasta que no os coronen y unjan, y eso sólo podéis lograrlo si los sacerdotes se avienen a oficiar la ceremonia. Sé que los alejandrinos fingieron ante la embajada de Roma que estabais coronados y ungidos, pues sabían que Marco Perpena y los otros romanos ignoraban las leyes y costumbres egipcias. Pero el pueblo de Egipto sabe que no habéis sido investidos como reyes. Auletes es necio, tiene pocas luces y muy escasa visión política. Nosotras, por ser hijas de nuestro padre, tenemos mejores dones.

Ve a ver a los sacerdotes y comienza a negociar por tu cuenta. Estoy segura de que no conseguirás nada —ni hijos— hasta que convenzas a los sacerdotes. Auletes quiere dárselas de ser más importante que ellos, y pretender que los alejandrinos pueden desafiarlos impunemente, pero se equivoca. O quizá sea mejor decir que Auletes cree que es más importante ser rey macedonio que faraón de Egipto, y que si es rey acabará siendo faraón. Por tus cartas veo que tú no has caído en esa trampa. Pero no basta con eso. Tienes que negociar. Los sacerdotes saben que nuestros esposos son los últimos del linaje, y que establecer en Egipto dinastías rivales de la sangre egipcia al cabo de casi mil años de invasiones y reyes extranjeros es más peligroso que sancionar a los últimos Ptolomeos. Así que me imagino que lo que desean es que se les consulte y no se les margine. Consúltales, querida Trifena. ¡Y que tu esposo hable con ellos! Al fin y al cabo, ellos son los custodios de los laberintos que guardan los tesoros de los faraones, son administradores de las rentas del Nilo y dirigen al pueblo. El hecho de que el Garbanzo saquease Tebas hace siete años no tiene nada que ver. ¡Le habían ungido faraón, y Tebas no es todo el Nilo!

Mientras tanto, sigue tomando la medicina y no te indispongas con tu esposo y con los alejandrinos. Siempre que los tengas de tu parte, dispondrás de un medio para negociar con los sacerdotes de Menfis.

A finales de sextilis Cayo Julio César había regresado con Vatia a Tarso, y le presentó los acuerdos para la obtención de barcos y tripulaciones. Vatia se sintió complacido, sobre todo por la negociación con Chipre; pero no tenía ninguna otra misión militar para su joven ayudante y, además, le dio la noticia de que Sila acababa de morir en Roma.

—En ese caso, Publio Servilio —dijo César—, con tu permiso me gustaría regresar a Italia.

—¿Por qué? —inquirió Vatia frunciendo el ceño.

—Por varios motivos —replicó César—. Primero, lo más importante, porque aquí poco servicio te hago, a menos que pienses organizar una expedición para expulsar a Tigranes de la Pedia oriental y de la Capadocia eufrática.

—Esas no son mis órdenes, Cayo Julio —dijo Vatia secamente—. Tengo que centrarme en el gobierno de la provincia y en eliminar la amenaza de los piratas. Capadocia y la Pedia oriental que esperen.

—Lo comprendo. En cuyo caso, de momento no tienes ninguna misión militar que encomendarme. Los otros motivos para regresar a Italia son personales. Tengo que consumar mi matrimonio e iniciar mi carrera ante los tribunales. El tiempo que estuve de flamen dialis me ha retrasado en la actividad jurídica, y quiero ser cónsul en el año debido. Tengo derecho por nacimiento. Mi padre fue pretor, mi tío cónsul y mi primo Lucio, cónsul. Los Julios vuelven a estar en primera fila.

—Muy bien, Cayo Julio, puedes volver a Italia —contestó Vatia, sensible a los argumentos—. Me complacerá recomendarte al Senado y calificar tus gestiones para la obtención de la escuadra como servicio de campaña.

La muerte de Sila había puesto fin a las amigables relaciones entre los cónsules Lépido y Catulo, una pareja que por su carácter se avenía mal, y con la desaparición del dictador tuvieron sus primeras diferencias: Catulo propuso que se le hiciera al difunto un funeral oficial y Lépido se negó a gastar fondos del erario público para las exequias de quien podía perfectamente costeárselas. Fue Catulo quien ganó la batalla en el Senado, y Sila fue enterrado a expensas del Tesoro.

Pero Lépido contaba con sus partidarios, y a Roma comenzaron a llegar los que se habían visto obligados a huir. Marco Perpena Vento y el hijo de Cinna, Lucio, aparecieron en la ciudad poco después del funeral. El primero se las había ingeniado para eludir la proscripción a pesar de su presencia en Sicilia cuando llegó Pompeyo, probablemente porque no se había opuesto a que éste tomara posesión de la isla y porque, dado el poco dinero que tenía, resultaba poco interesante proscribirle. El joven Cinna, por supuesto, no tenía un sestercio. Ahora que el dictador había muerto, los dos formaban el núcleo de la facción secretamente opuesta a la política y las leyes de Sila, y, naturalmente, optaron por apoyar a Lépido en vez de a Catulo.

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