Favoritos de la fortuna (75 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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Mientras el grupo estuvo viajando con el de Claudio Nerón, Verres había mantenido —metafóricamente— sus ávidas manos pegadas a los costados, resistiendo a la tentación de apoderarse de tal estatua en un templo griego, de tal otra en un ágora; le había costado en extremo, sobre todo en Atenas, aquel emporio del arte, pero Tito Pomponio Atico era como el centro de la tela de araña romana que envolvía la ciudad. Por su perspicacia financiera, su parentesco con los Cecilio Metelos y sus numerosas donaciones a Atenas, a Atico no se le podía ofender, y era bien conocida su repulsa por los romanos que saqueaban obras de arte.

Pero al abandonar Atenas en barco se separaron del grupo de Claudio Nerón, que ansiaba llegar a Pérgamo y no era precisamente un grecófilo. Así, el barco de éste zarpó sin tardanza hacia la provincia de Asia, mientras el de Dolabela se dirigía a la pequeña isla de Delos.

Hasta la invasión de la provincia de Asia y Grecia por Mitrídates nueve años antes, Delos había sido el epicentro mundial del tráfico de esclavos; allí tenían su sede casi todos los traficantes, y a la isla acudían los piratas que proveían a la región oriental del Mediterráneo la mayor parte del contingente de esclavos. En la vieja Delos cambiaban diariamente de manos no menos de veinte mil esclavos, aunque ello no se traducía en un continuo desfile de navíos cargados con la codiciada mercancía por el limpio y amplio puerto mercante. El comercio se efectuaba sobre el papel: transferencias de propiedad contra pagarés. Sólo determinados esclavos eran transportados a Delos. La isla sólo acogía a los intermediarios.

En ella había habido una cuantiosa población italo-romana, numerosos alejandrinos y considerable número de judíos. El edificio más importante de Delos era el ágora romana, en la que tenían sus despachos los romanos e itálicos que se dedicaban a dicho comercio. Pero ahora ya el ágora se hallaba casi vacía, igual que el extremo occidental de la isla, en donde se agrupaban la mayor parte de las casas debido al mejor clima. En las laderas aterrazadas del monte Cinto se hallaban los recintos de los templos de los dioses traídos a Delos durante la época en que había estado sometida al poder de los Ptolomeos de Egipto y los seleúcidas de Siria. Cerca del puerto más pequeño, el puerto sagrado en el que sólo echaban el ancla los barcos de peregrinos, había un santuario de Artemisa, hermana de Apolo; detrás de él, en dirección norte, estaba el recinto del bello y majestuoso templo de Apolo, cuajado de las mejores obras de arte del mundo. Y entre el templo de Apolo y el lago sagrado, estaban los leones de mármol de Naxos, flanqueando la vía procesional que unía a ambos.

Verres casi se volvió loco de placer, andando sin respiro de un sitio a otro; fue a los dos templos, se extasió ante la estatua de la Artemisa de Éfeso, recubierta de testículos de toro a guisa de estériles pechos, permaneció arrobado ante la diosa Ma de Comana, ante la Hécate de Sidón, el Serapis de Alejandría y se le vio realmente embobado ante aquellas estatuas de oro y crisoelefantinas, aquellos tronos orientales cuajados de piedras preciosas… Pero fue en el templo de Apolo donde vio las dos estatuas que le sedujeron más: un grupo del sátiro Marsias tocando la flauta ante un estático Midas y un airado Apolo, y la estatua en oro y marfil de Latona cargada con sus divinos retoños, atribuida a Fidias, maestro de la escultura crisoelefantina. Como eran dos obras de arte no muy voluminosas, Verres y cuatro criados penetraron en el templo de noche antes de que zarpase de nuevo el navío de Dolabela, las arrancaron de sus respectivos pedestales, las envolvieron cuidadosamente en mantas y las escondieron en el compartimento del barco en que Verres guardaba sus efectos personales.

—Me alegro de que Arquelao saqueara este lugar y después Sila —dijo Verres complacido a Maléolo, al amanecer—. Si el comercio de esclavos aún fuese intenso en Delos, habría sido mucho más difícil hacer una adquisición y caminar sin ser visto, aun de noche.

Maléolo, un tanto sorprendido, se preguntó qué querría decir Verres, pero la vista de aquel hermoso rostro perverso no le animó a inquirir; pero lo supo apenas transcurrido un día, pues se levantó de pronto un fuerte viento que impidió que el barco zarpase, y, antes de que amainara, los sacerdotes del templo de Apolo acudieron llorando a decir a Dolabela que habían robado dos de sus más preciadas obras de arte. Y como habían visto a Verres mirándolas intensamente, acariciándolas, meneando el pedestal, midiéndolas, le acusaban del robo. Horrorizado, Maléolo comprendió que la acusación era cierta; como era amigo de Verres, le costó ir a Dolabela a contarle lo que aquél le había dicho, pero al final cumplió con su deber y Dolabela obligó a Verres a devolver las esculturas.

—¡Aquí nació Apolo! —exclamó estremeciéndose—. ¡No puedes saquear su templo! Moriremos víctima de enfermedades.

Frustrado y presa de furia sin igual, Verres «devolvió» las esculturas tirándolas por la borda sobre el muelle de piedra, jurando que Maléolo se las pagaría, pero para sus adentros, porque a Maléolo fue a decirle que le agradecía que hubiese impedido su hazaña.

—Codicio tanto las obras de arte que no puedo resistirlo —dijo con sus ojos dorados bañados en lágrimas—. ¡Gracias, gracias!

Pero no volverían a frustrarle aquella codicia. En Tenedos (que Dolabela quiso visitar por la participación que la isla había tenido en la guerra de Troya), Verres se apropió de la estatua del propio Tenes, una maravillosa talla arcaica. Su nueva técnica era franca y descarada: «¡La quiero y tiene que ser mía!», decía, y al barco iba a parar, mientras Dolabela y Maléolo suspiraban y meneaban la cabeza, para no crear rencillas en lo que comenzaba a ser una relación muy estrecha. En Quíos y en Eritrea volvió a robar y de tal manera fascinó a Dolabela, que también Maléolo se vio atraído poco a poco por aquel vicio. Así, cuando Verres decidió llevarse todas las obras del templo de Hera en Samos, convenció a Dolabela para que alquilase un segundo barco y ordenase al almirante Caridemo de Quíos que les escoltase al mando de una quinquerreme hasta Tarso para que tan ingentes tesoros no cayesen en poder de los piratas. Halicarnaso perdió varias estatuas de Praxiteles, y fue el último robo que Verres efectuó en la provincia de Asia, para entonces enojada ya como un avispero. Panfilia perdió su Harpista de Aspendos y la mayoría de las obras del templo de Artemisa de Pergas, pero en éste, al considerar que la estatua de la diosa no era muy buena, Verres se contentó con arrebatarle el manto de oro para fundirlo en cómodos lingotes.

Por fin llegaron a Tarso, y allí Dolabela se instaló felizmente en su palacio y Verres se buscó una villa en la que poder deleitarse contemplando los tesoros robados. Realmente le complacía su contemplación y no tenía intención de vender ninguna obra; lo que sucedía es que en él la obsesión y falta de escrúpulos del coleccionista alcanzaban un grado increíble.

Cayo Publicio Maléolo también se alegró de hallar una casa junto al río Cidno; desempaquetó su servicio de oro y plata, y sus bolsas de dinero, pues contaban con incrementar su fortuna prestando a interés exorbitante a quienes no pudiesen obtenerlo de modo legítimo. Verres le trataba con gran simpatía y le ayudaba mucho.

Por entonces Dolabela ya había caído en un auténtico sopor de estímulos sensuales, y su entendimiento se hallaba constantemente obnubilado por las infusiones de cantárida y otros afrodisiacos que Verres le procuraba, y era feliz dejando el gobierno de la provincia en manos de su primer legado y de su cuestor. Con la lógica prudencia de no tocar las obras de arte de Tarso, Verres se dispuso a vengarse de Maléolo.

Para ello planteó un tema muy querido por todos los romanos: hacer testamento.

—Registré el mio en las Vestales antes de marchar —dijo; a la luz de la vela su rostro cobraba aún mayor atractivo y su pelo ondulado parecía de oro—. Supongo, Maléolo, que tú harías igual.

—Pues no —respondió Maléolo, aturdido—. Confieso que no lo pensé.

—¡Querido amigo, qué locura! —exclamó Verres—. Tan lejos de casa, puede sucederte cualquier cosa… piratas, una enfermedad, un naufragio. Acuérdate de Servilio Cepión que se ahogó cuando regresaba a Italia hace veinticinco años; era cuestor como tú —añadió, sirviendo vino perfumado en la preciosa copa plateada de Maléolo—. ¡Tienes que hacer testamento!

Y prosiguió la velada, Maléolo cada vez más borracho y Verres fingiendo que lo estaba. Cuando el primer legado pensó que el bobo cuestor de Dolabela se hallaba demasiado ebrio para darse cuenta de lo que firmaba, pidió papel y pluma, redactó lo que Cayo Publio Maléolo le dictaba y le ayudó a firmarlo y sellarlo. El testamento quedó debidamente guardado en un casillero del despacho de Maléolo y su autor se olvidó de él. Cuatro días más tarde moría de una misteriosa enfermedad que, finalmente, los físicos de Tarso dictaminaron como intoxicación alimenticia. Y Cayo Verres, al abrir el testamento, leyó encantado que su amigo el cuestor le dejaba cuanto poseía, incluido el preciado servicio de su familia.

—Lamentable. Una herencia muy apetecible, pero preferiría que el pobre Maléolo siguiera entre nosotros —comentó a Dolabela.

A pesar de la obnubilación causada por los afrodisiacos, Dolabela notó el tono hipócrita, pero se limitó a comentar lo difícil que iba a resultarle que Roma enviase otro cuestor cuanto antes.

—¡No hay necesidad! —dijo Verres —. Yo fui cuestor de Carbón y lo hice tan bien que me mantuvieron en el cargo de procuestor cuando le enviaron de gobernador a la Galia itálica. Nómbrame procuestor.

Y así fue cómo los asuntos de Cilicia y los del erario público pasaron a manos de Cayo Verres.

Verres trabajó sin cesar todo el verano, aunque no por el bien de Cilicia, sino en beneficio propio, en particular con las actividades de prestamismo que había heredado de Maléolo. Pero el coleccionismo de arte quedó estancado. En aquella fase de su carrera Verres no tenía suficiente confianza para dedicarse a saquear las ciudades y los templos de Cilicia; y tampoco podía reanudar el saqueo de la provincia de Asia mientras siguiera Claudio Nerón de gobernador. La isla de Samos había enviado una airada delegación a Pérgamo para quejarse a Claudio Nerón del pillaje en el templo de Hera, y el gobernador les dijo entristecido que no estaba en su mano castigar ni sancionar al legado de otro gobernador, por lo que debían dirigir sus quejas al Senado de Roma.

A finales de septiembre Verres tuvo una idea genial que no perdió tiempo en llevar a la práctica. Tanto en Bitinia como en Tracia había abundancia de obras de arte, ¿por qué no incrementar su colección a costa de Tracia y Bitinia? Convenció a Dolabela para que le nombrase embajador con plenos poderes y le procurara cartas de presentación para el rey Nicomedes de Bitinia y el rey Sadala de la Odrisia Tracia. Y se puso en camino por tierra a primeros de octubre desde Ataleia hasta el Helesponto, una ruta con la que evitaba cruzar la provincia de Asia y que, de paso, podía procurarle algo de oro de los templos del camino y quizás obras de arte.

Era una embajada formada estrictamente por rufianes; Verres no quería ningún hombre honrado en su séquito. Hasta los seis lictores, a los que tenía derecho en su condición de embajador con categoría prepretoriana, eran hombres cuidadosamente escogidos para que le secundasen y fuesen cómplices de todas sus fechorías. Su principal ayudante era el funcionario de mayor antigüedad de Dolabela, un tal Marco Rubrio. Con él ya había tramado varias cosas, entre ellas procurar a Dolabela sus asquerosas mujeres. Los esclavos eran individuos fuertes, capaces de transportar las estatuas, e individuos menudos hábiles para deslizarse en cámaras cerradas; y llevaba escribas simplemente para registrar todo lo que robaba.

El viaje por tierra fue una decepción, ya que Pisidia y la región de Frigia que cruzaron ya habían sido saqueadas por los generales de Mitrídates nueve años antes. Pensó en efectuar un desvío hasta el Sangario para ver lo que podía encontrar en Pessinus, pero al final optó por dirigirse directamente a Lámpsaco en el Helesponto. Allí podría pedir un navío de guerra de la provincia de Asia para que le sirviera de escolta y navegar por la costa de Bitinia cargando cuanto encontrase y le gustase.

El Helesponto era una franja de tierra de nadie. En teoría pertenecía a la provincia de Asia, pero los montes de Misia lo aislaban del continente, y estaba más vinculado a Bitinia que a Pérgamo. Lámpsaco era el puerto principal del lado oriental, situado casi enfrente de la Calípolis tracia, el punto en donde los diversos ejércitos que cruzaban el estrecho hacían su primera etapa. Por ello, Lámpsaco bullía de actividad en su puerto, a pesar de que su mayor prosperidad era el abundante y excelente vino que se criaba en su entorno.

Aunque se hallaba bajo la autoridad del gobernador de la provincia de Asia, hacia tiempo que Lámpsaco gozaba de independencia, contentándose Roma con un tributo. Tenía —como toda localidad próspera del Mediterráneo— una colonia de mercaderes romanos, pero el gobierno y las mejores fortunas de Lámpsaco estaban en manos de los griegos foceos nativos, que no tenían la ciudadanía romana y eran simples socii o aliados.

Verres había explorado minuciosamente todas las localidades de posible interés durante su recorrido, y cuando su embajada llegó a Lámpsaco conocía perfectamente la condición de los ciudadanos más importantes. El grupo romano que irrumpió a caballo en el puerto causó un inmediato revuelo que casi degeneró en pánico; seis lictores precedían al personaje, al que acompañaban también veinte criados y una tropa de cien jinetes cilicios. Nadie había recibido aviso de su llegada y no se sabía a qué venían a Lámpsaco.

Aquel año el etnarca era un tal Janitor, y al saber que una gran embajada romana le esperaba en el ágora, se apresuró a ir allí con otros ancianos de la localidad.

—No sé cuánto tiempo me quedaré —dijo Cayo Verres imperioso pero nada arrogante, con todo su encanto—, pero necesito alojamiento para mis hombres.

Janitor respondió vacilante que era imposible encontrar una casa lo bastante grande para acomodarlos a todos, que él, naturalmente, ponía la suya a disposición del embajador, sus lictores y sus criados, y que a los demás los repartirían en diversos sitios. Luego presentó a los que le acompañaban, entre ellos Filodano, que había sido etnarca de Lámpsaco cuando la visita de Sila.

—Me han dicho —dijo en voz baja el funcionario Marco Rubrio a Verres, mientras les conducían a casa de Janitor— que el viejo Filodamo tiene una hija de belleza sin par, y tan virtuosa que no la saca de casa. Se llama Estratónice.

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