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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Favoritos de la fortuna (74 page)

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—Insisto en que te alojes en mi casa —dijo el cortés cosmopolita, que (a pesar de sus torpezas financieras) sabía juzgar muy bien a las personas, y nada más ver a César se dio cuenta de que lo que los informes insinuaban no era ningún error: aquel joven estaba llamado a ser un hombre importante.

—Eres muy generoso, Tito Pomponio —respondió César con su encantadora sonrisa—, pero prefiero tener independencia.

—En Atenas la independencia no te proporcionará más que bazofia para comer y camas sucias —replicó Ático.

El fanático por la limpieza cambió radicalmente de idea.

—Bien, gracias, acepto. No traigo mucho séquito: dos libertos y cuatro criados, si es que puedes alojarlos.

—Hay sitio de sobra.

Y así se hizo. Y hubo banquetes y excursiones. César encontró tan abiertas las puertas de Atenas que pensó que requería una estancia más prolongada. Por mucha fama de epicúreo y amante del lujo que tuviese Atico, no era un hombre entregado a la molicie, y César tuvo ocasión de ascender a montes y acantilados de importancia histórica y de hacer buenas galopadas por la llanura de Maratón. Fueron a caballo a Corinto y a Tebas, visitaron las riberas pantanosas del lago Orcómenos, en el que Sila había ganado dos decisivas batallas contra Mitrídates, exploraron los senderos a través de los cuales había burlado Catón el Censor al enemigo en las Termópilas y el enemigo había cercado al reducto de Leónidas.

—«Caminante, ve a decir a Lacedemonia que sus hijos han muerto sin abandonar su puesto» —leyó César en la piedra que conmemoraba la gesta—. Todo el mundo conoce esta cita —añadió volviéndose hacia Atico—, pero en este lugar cobra un significado muy distinto a cuando se lee en un papel.

—¿Te gustaría que se te recordase de igual modo, César?

El bello rostro oblongo se puso serio.

—¡Jamás! Fue un gesto necio e inútil; un despilfarro de hombres valientes. A mí me recordarán, Atico, pero no por estupideces ni gestos inútiles. Leónidas era un rey espartano, y yo soy un patricio de la república romana. El único sentido que cobró su vida fue por el modo de perderla. Mi vida se significará por lo que haga en ella. No importa como muera, con tal de que muera como un romano.

—Te creo.

Como era un intelectual y un hombre muy instruido, César encontró que tenía mucho en común con Atico, hombre de gustos intelectuales y eclécticos. Vieron que tenían predilecciones comunes en literatura y arte, y pasaban horas enteras absortos leyendo una comedia de Menandro o contemplando una estatua de Fidias.

—Por el contrario, en Grecia quedan muy pocas buenas pinturas —dijo Atico, meneando la cabeza entristecido—. Lo que no se llevó Mumio a Roma tras el saqueo de Corinto —¡y no digamos Emilio Paulo después de Pidna!— ha desaparecido desde entonces. Para ver las mejores pinturas del mundo uno tiene que ir a casa de Marco Livio Druso en Roma.

—Ahora creo que es de Craso.

Atico torció el gesto; no le gustaba Craso, pese a que habían sido colegas especuladores.

—Y probablemente las tiene amontonadas entre polvo en el sótano, en donde estarán hasta que alguien le insinúe que valen más que esclavos vendidos con certificado o las insulae adquiridas a precio de rebaja.

—Atico, amigo mío —dijo César sonriente—, no todos podemos ser hombres cultos y refinados. Craso tiene su sitio.

—¡En mi casa no!

—Tú no estás casado —dijo César hacia el final de su estancia en Atenas. El se imaginaba por qué Atico había evitado los lazos del matrimonio, pero tal como se lo había dicho no era una afirmación ofensiva porque no implicaba una respuesta explicativa.

El rostro alargado, delgado y austero de Atico se contrajo en una mueca de disgusto.

—No, César. Ni pienso casarme.

—Yo, por el contrario, llevo casado desde los trece años, y con una niña que aún no tiene edad para compartir mi lecho. Qué extraño es el destino.

—Y lo más extraño es que sea la hija de Cinna y que no te hayas divorciado ni por Júpiter Optimus Máximus.

—Ni por Sila, querrás decir —replicó César riendo—. Fui muy afortunado; pude escapar de la trampa de Cayo Mario gracias a Sila y dejé de ser flamen dialis.

—Hablando de matrimonios, ¿conoces a Marco Tulio Cicerón? —inquirió Atico.

—No, pero he oído hablar de él, por supuesto.

—Deberíais llevaros bien, pero temo que no sea así —dijo Atico pensativo—. Cicerón es muy susceptible en cuanto a su capacidad intelectual, y no le gusta tener rivales. Y tú quizá seas superior intelectualmente.

—¿Y qué tiene eso que ver con el matrimonio?

—Es que acabo de encontrarle esposa.

—Estupendo —comentó César sin el menor interés.

—Terencia, la hermana adoptiva de Varrón Lúculo.

—Una mujer horrenda, según tengo entendido.

—Cierto; pero socialmente mejor de lo que él habría podido aspirar.

César pensó que cuando el anfitrión cae en una conversación insustancial ha llegado el momento de despedirse. Atico sabría de quién era la culpa. Le daba la impresión de que las preferencias sexuales de aquel plutócrata romano, exiliado voluntario, iban hacia los muchachos, lo que a él le imponía una reserva generalmente ausente en su carácter extrovertido. Lástima. De no ser por ello, con aquel primer encuentro se habría consolidado una buena amistad.

Desde Atenas César tomó la carretera militar construida por Roma hacia el norte de Atica, cruzando Beocia y Tesalia y el paso de Tempe, con un ocasional saludo a Zeus mientras veían, a lo lejos y al implacable ritmo impuesto por él, el monte Olimpo. En Dium el grupo volvió a embarcarse y fue de isla en isla hasta el Helesponto. De allí a Nicomedia les quedaba un viaje de tres jornadas.

La recepción en el palacio de Nicomedia fue esplendorosa. El anciano rey y la reina casi habían perdido la esperanza de volver a verle, y más aún al haberles llegado noticia de Mitilene de que César había regresado a Roma con Termo y Lúculo. Pero fue el perro Sila quien mejor expresó la alegría que causaba la llegada de César, pues el animal se dedicó a correr por palacio ladrando enloquecido, daba saltos ante el visitante y corría entre los reyes y César constantemente, dejando reducidos a la insignificancia los regios cumplidos de la pareja.

—Es como si hablara —dijo César cuando el perro le permitió tomar asiento, ya tan agotado que se contentó con echarse a sus pies jadeante—. Sila, muchacho —añadió, agachándose para rascarle el vientre—, nunca pensé que me alegraría tanto ver tu fea cara.

Al retirarse aquella noche a su habitación y tumbarse desnudo en la cama, César pensó que sus padres siempre habían sido unas figuras distantes para él. Su padre estaba muy poco en casa, y cuando le veían parecía estar más interesado en hacer una especie de guerra sorda contra su esposa que en establecer relación con los hijos; y su madre era una mujer de equidad intachable, crítica hasta la exasperación e incapaz de dar afecto concreto. Quizá, pensó César, eso explicaba en buena parte la evidente desaprobación de su padre por ella, una mujer altiva, fría. Lo que el joven no podía ver, por supuesto, era que el verdadero motivo de la insatisfacción de su padre surgía de la infatigable dedicación de Aurelia a su trabajo de propietaria de la insula, tarea que él consideraba denigrante para ella; pero como César y sus hermanas no habían conocido aquella faceta de su madre, no habían intuido que era eso lo que había mortificado al padre, y estaban convencidos por el contrario de que su actitud se debía a la falta de besos y abrazos, pues no podían saber lo placenteras que eran las noches que sus padres pasaban juntos. Cuando llegó la terrible noticia de la muerte del padre, traída por el mismo portador de las cenizas, la reacción inmediata de César había sido abrazar a su madre y consolarla, pero ella se había cerrado en banda, diciéndole con escuetas palabras que no olvidase su condición. Y él había sufrido hasta que ese mismo distanciamiento inculcado por ella se había afirmado en su propia personalidad, haciéndole entender que de ella no podía esperarse otra actitud.

Y quizá, pensó César, eso no era más que un signo de algo que él siempre había advertido: que los niños siempre desean de sus padres cosas que éstos no quieren o no pueden darles. Su madre era una perla sin par, lo sabía; del mismo modo que era consciente de cuánto la quería; y además, jamás podría agradecerle que le hubiese señalado constantemente cuáles eran sus puntos débiles, y más aún que le hubiese dado valiosos consejos mundanos y nada maternales.

Y sin embargo… sin embargo… Era muy agradable que a uno le recibieran con besos y abrazos y gran afecto, como habían hecho Nicomedes y Oradaltis. No llegaba conscientemente a desear que sus padres hubiesen sido así, pero sí que echaba a faltar en ellos un comportamiento semejante.

Aquel estado de ánimo duró hasta que fue a desayunar con ellos a la mañana siguiente y la luz del día dejó al desnudo sus absurdos deseos. Sentado frente al rey Nicomedes, César superpuso mentalmente al anciano el rostro de su padre (Nicomedes, como deferencia para con César no se había pintado) y le entraron ganas de reír. En cuanto a Oradaltis, sería reina pero no tenía ni la décima parte de regia dignidad que Aurelia. No eran unos padres, pensó, sino abuelos.

Era octubre cuando llegó a Nicomedia, y no tenía prisa por irse, con gran contento del rey y la reina, que se deshacían por complacer sus menores deseos, como por ejemplo visitar Gordio, Pesino o las canteras de mármol de la isla de Proconeso. Pero en noviembre, cuando aún no llevaba un mes en Bitinia, le pidieron algo muy difícil y extraño.

En marzo de aquel año, el nuevo gobernador de Cilicia, el joven Dolabela, había partido de Roma para llegar a su provincia, acompañado de otros dos nobles romanos y un séquito de funcionarios. El más importante de aquellos dos nobles era su primer legado, Cayo Verres, y el otro era Cayo Publio Maléolo, asignado por sorteo a su servicio.

Maléolo, que era uno de los nuevos senadores nombrados por Sila por haber sido cuestor, no era en absoluto un hombre nuevo; había habido cónsules en su familia y en su atrium no faltaban imagines. Pero tenía poco dinero, y sólo algunas afortunadas adquisiciones al amparo de las proscripciones habían hecho que la familia pusiera sus esperanzas en Cayo, un hombre entonces de treinta años, cuyo cometido era restablecer la tradicional categoría social de los suyos ascendiendo al consulado. Sabiendo lo reducidos que serían los emolumentos de Cayo y lo costoso que le resultaría estar a la altura del estilo de vida de Dolabela, la madre y las hermanas habían vendido las alhajas para engrosar la bolsa del joven Maléolo, que él pensaba engrosar aún más cuando llegase a la provincia a que le habían destinado. Además de eso, las mujeres le habían entregado el único tesoro que poseía la familia: un magnífico servicio de oro y plata para que, cuando diese un festín en honor del gobernador, estuviese a la altura de las circunstancias.

Desgraciadamente, Cayo Publio Maléolo no era una lumbrera como sus antepasados; poseía una simplona ingenuidad que iba a hacerle un flaco servicio en aquel séquito de Dolabela el joven. El primer legado, Cayo Verres, que era muy listo, había aleccionado convenientemente a Maléolo antes de que la comitiva llegase a Tarento, y se había ganado al cuestor con tal simpatía y zalemas que éste le creía el mejor de los amigos.

Viajaban junto con otro gobernador y su séquito, también con destino a Oriente: el recién nombrado para la provincia de Asia, Cayo Claudio Nerón, un Claudio con más riqueza que la prolífica rama de los Claudios patricios con el cognomen de Pulcros.

La codicia volvía a torturar a Cayo Verres. Y eso que le había ido muy bien con las proscripciones de importantes terratenientes y magnates de Beneventum (merced a su conocimiento de la región), pero le devoraba una auténtica pasión por las obras de arte que las oportunidades de Beneventum no habían saciado; ya que el producto de aquellas proscripciones no era más que un lote heterogéneo en el que había desde una insulsa copia napolitana de un grupo de lánguidas ninfas, hasta un Praxiteles y un Mirón. En principio, Verres estaba al acecho por si proscribían al nieto del famoso Sexto Perquitieno, cuya fama de entendido en arte no tenía rival entre los caballeros, y cuya colección, gracias a su cargo de recaudador de impuestos en Asia, era seguramente mejor que la de Marco Livio Druso. Pero el nieto había resultado ser sobrino de Sila, y las propiedades de Sexto Perquitieno no corrían peligro.

Aunque su familia no era distinguida —su padre era un senador pedarius sin voz y era el primer Verres que tenía acceso a la Cámara—, Cayo Verres había prosperado notablemente gracias a su instinto para hallarse donde hubiese dinero y a su capacidad para convencer de su valía a algunos hombres importantes; había sabido engañar a Carbón, pero le había resultado imposible con Sila, pese a que éste no había hecho ascos utilizándole para destruir Sammio. Lamentablemente, en Sammio no había grandes obras de arte como en Beneventum, y la codicia de Verres había quedado insaciada.

Y pensó que el único lugar a donde debía ir era Oriente, allí donde la cultura helenística había propiciado una gran difusión de estatuas y pinturas desde Alejandría hasta Olimpia, el Ponto y Bizancio. Así, al sortear Sila los cargos de gobernador para el año siguiente, Verres había hecho cálculos, optando por congraciarse con Dolabela el joven. Su primo Dolabela el viejo estaba en Macedonia —una jugosa provincia, en lo que a obras de arte atañía— pero aquel Dolabela era un pedernal con objetivos propios; y Cayo Claudio Nerón, que partía para la provincia de Asia, era un poco rigorista para sus propósitos. Así que quedaba el nuevo gobernador de Cilicia Dolabela el joven: la persona bien afín a sus propósitos, pues era codicioso e inmoral, un hombre entregado a vicios secretos, tales como acostarse con mujeres sucias y vulgarísimas, y tomar sustancias que aumentaban la sensualidad. Mucho antes de emprender el viaje Verres se había hecho indispensable a Dolabela como intermediario de sus vicios.

Una suerte, pensó eufórico Verres. ¡Tenía el favor de la Fortuna! No había muchos como Dolabela el joven, ni solían llegar tan alto. De no haber sido Dolabela el viejo una buena ayuda militar para Sila, el joven jamás habría obtenido el pretorado y el gobierno de una provincia, cargos a los que se había apegado como una lapa; pero el joven Dolabela vivía constantemente atemorizado, y, al mostrarse Verres tan simpático como servicial, había visto el cielo abierto.

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