Favoritos de la fortuna (70 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—No tengo la menor idea.

Pompeyo se puso en pie, inquieto.

—Pues será mejor que vaya a verle.

—¡No! —exclamó Filipo alarmado—. Cetego es un patricio Cornelio, y un hombre tan meloso y cumplido que puedes hacerte un enemigo. No conviene abordarle directamente. Déjamelo a mí; le sondearé y veré qué puede necesitar.

Dos días más tarde, Pompeyo recibía una nota de Filipo compuesta por una sola frase:

«Consíguele a Praecia y es tuyo.»

Pompeyo, temblando de rabia, acercó la nota a la llama de una lámpara hasta que se consumió. ¡Si, así era Cetego! Su precio era la humillación de su patrón, obligándole a hacer de alcahuete.

La manera que tuvo Pompeyo de tratar a Mucia Tercia fue muy distinta a la que usó con Emilia Escaura o con la propia Antistia. Su tercera esposa era, sin comparación, mucho mejor que las dos primeras. En primer lugar era inteligente; después, era enigmática y nunca adivinaba lo que pensaba; y en tercer lugar era una maravilla en la cama. ¡Qué sorpresa! Afortunadamente que no había hecho el tonto llamándola desde el principio pastelito de miel; era un apelativo que había tenido en la punta de la lengua, pero cierta mirada de ella le había impedido pronunciarlo. Por poco que él hubiese estimado al hijo de Mario, ella había sido su esposa y se notaba. Y era hija de Escévola y sobrina de Craso Orator. Además, seis años viviendo con Julia tenían que notarse también. Por todo esto, a Pompeyo le decía su instinto que debía tratarla como un igual y no como un mueble.

Por consiguiente, cuando abordó a Mucia Tertia lo hizo como de costumbre: un beso prolongado, rebuscándole la lengua, acompañado de un amable tocamiento del pezón. Luego, la hizo sentar donde pudiera verle la cara y le dirigió una sonrisa de rendido amor y devoción. Tras lo cual fue derecho al grano.

—¿Sabías que yo tenía una querida en Roma? —preguntó.

—¿Cuál? —respondió ella, seria y con toda naturalidad. Mucia Tercia rara vez sonreía.

—Ah, ya veo qúe estás al corriente —replicó él, con no menos naturalidad.

—Sólo de las dos más célebres: Flora y Praecia.

Con toda evidencia, Pompeyo se había olvidado de la existencia de Flora, y durante un instante se quedó sorprendido; luego, se echó a reír y abrió los brazos.

—¿Flora? ¡Ah, de eso hace muchísimo!

—Praecia fue también querida de mi primer esposo —dijo ella sin que se le alterase la voz.

—Sí, lo sabía.

—¿Antes o después de entrar en relaciones con ella?

—Antes.

—¿Y no te importó?

—Si no me ha importado en el caso de su viuda, ¿por qué había de importarme en el de su querida?

—Cierto —replicó ella, acercando unos ovillos de fina lana a la luz para verlos mejor. En el abultado regazo tenía la labor. Finalmente, escogió el rojo más claro, cortó un trozo y, tras chuparlo para humedecerlo y retorcerlo entre los dedos, lo alzó para enhebrarlo, y sólo una vez hecho esto volvió a prestar atención a Pompeyo—. ¿Y qué me tienes que decir de Praecia?

—Estoy creando una facción a mi favor en el Senado.

—Muy acertado —dijo ella, pinchando con la aguja la tela, en la que iba tomando forma un complicado bordado de varios colores, pasando la hebra al otro lado y vuelta otra vez—. ¿Por quién has tenido que empezar, Magnus? ¿Por Filipo?

—¡Exactamente! ¡Mucia, eres excepcional!

—Simple experiencia —replicó ella—. Me crié oyendo hablar de política.

—Filipo se ha comprometido a crear la facción —prosiguió Pompeyo —, pero hay un senador insobornable.

—Cetego —dijo ella, comenzando a rellenar con rojo vivo un trazo pespunteado.

—Pues si, Cetego.

—Le necesitarás.

—Eso dice Filipo.

—¿Y cuál es el precio de Cetego?

—Praecia.

—Ah, ya —comentó ella, sin dejar de rellenar afanosamente con hilo rojo—. Así que Filipo te ha encomendado la tarea de conseguir a Praecia para el rey de los senadores pedarios.

—Así parece —contestó Pompeyo, encogiéndose de hombros—. Ella debe de haber hablado bien de mí, si no imagino que se lo hubiera encomendado a otro.

—Mejor tú que el hijo de Cayo Mario.

—¿Tu crees? —dijo Pompeyo radiante—. ¡Ah, estupendo!

Ella dejó a un lado la labor, y sus ojos verde oscuro escrutaron implacables a su amo y señor.

—¿Sigues viéndola, Magnus?

—¡No, claro que no! —replicó Pompeyo indignado, tras lo cual se la quedó mirando dubitativo—. ¿Te habría importado si te hubiera contestado que sí?

—No, claro que no —respondió ella volviendo a su labor.

—¿Quieres decir que no tendrías celos? —preguntó él, enrojeciendo.

—No, claro que no.

—¡Eso es que no me amas! —exclamó él, poniéndose en pie de un salto y comenzando a andar por el cuarto.

—Haz el favor de sentarte, Magnus.

—¡No me amas! —exclamó otra vez.

Ella lanzó un suspiro y dejó la labor.

—¡Siéntate, Cneo Pompeyo! Claro que te amo.

—¡Si me amases tendrías celos! —le lanzó él, dejándose caer en la silla.

—No soy una persona celosa. Eso es algo que se es o no se es. ¿Por qué has de querer que sea celosa?

—Ello me indicaría que me amas.

—No; sólo te indicaría que era celosa —replicó ella con meridiana lógica—. Ten en cuenta que me he criado en un hogar muy agitado. Mi padre amaba locamente a mi madre y ella también, pero él siempre tenía celos de ella; y ella pagaba las consecuencias. Finalmente, sus arrebatos de mal humor la impulsaron a caer en brazos de Metelo Nepote, que no es celoso. Y ella es feliz.

—¿Me estás amenazando para que no tenga celos de ti?

—En absoluto —respondió ella sin alterarse—. Yo no soy como mi madre.

—¿Me amas?

—Mucho.

—¿Amabas al hijo de Mario?

—No —dijo ella, agotando el hilo rojo y cortando otra hebra—. El hijo de Mario no era afectuoso con su esposa, y tú eres deliciosamente afectuoso. Una cualidad digna de amor.

La respuesta complació a Pompeyo, que volvió al tema inicial.

—Mucia, el problema es que no sé cómo abordar este asunto. Tengo que actuar de mediador. ¡De alcahuete, hablando claro!

Ella contuvo la risa. Qué maravilla, se reía!

—Entiendo perfectamente lo difícil de tu posición, Magnus.

—¿Qué hago?

—Actúa con naturalidad. Enfréntate a ello y hazlo. A ti las cosas sólo se te van de las manos cuando dejas de pensar o te preocupas por el qué dirán. Así que no dejes de reflexionar y deja de preocuparte por lo que piensen los demás, porque si no te saldrá todo mal.

—Iré a verla y se lo pediré.

—Exacto —añadió ella, volviendo a enhebrar la aguja y mirándole de nuevo con sutilísima sonrisa—. De todos modos, este consejo tiene su precio, querido Magnus.

—¿Ah, si?

—Por supuesto. Quiero que me cuentes detalladamente el resultado de tu entrevista con Praecia.

Resultó que el momento de la negociación fue notablemente oportuno. Como ya no dependía ni del hijo de Mario ni de Pompeyo, Praecia había entrado en una especie de profunda inactividad marcada por la falta de estímulos y de intereses. Acomodada y decidida a mantener su independencia, era ahora una mujer demasiado mayor para suscitar pasiones, y, del mismo modo que muchas de sus colegas en el arte amatorio de menor fama, Praecia se había convertido en una especialista en fingimiento; pero, además, era una experta de gran inteligencia en juzgar caracteres. Por ello asumía cualquier relación sexual desde una posición de superioridad, segura de su capacidad para dar placer a su sumisa presa. Lo que a ella le gustaba era entrometerse en los asuntos de hombres que normalmente poco o nada tenían que ver con mujeres. Y lo que más le gustaba era entrometerse en política. Eso era para ella un bálsamo para su inteligencia y sus dotes.

Cuando le anunciaron la visita de Pompeyo, no cometió el error de suponer inmediatamente que el joven venía a reanudar relaciones, aunque sí lo pensó porque había oído que su esposa estaba encinta.

—Mi muy querido Magnus —dijo con gran afabilidad, tendiéndole los brazos cuando él entró en el despacho.

Pompeyo la besó en las mejillas y se sentó en una silla a cierta distancia de la camilla en que ella estaba reclinada, lanzando un suspiro de placer tan artificial que Praecia esbozó una sonrisa.

—¿Y bien, Magnus? —preguntó ella.

—Bueno, Praecia —contestó él—, veo que todo sigue tan perfecto como siempre. ¿Hay alguien que no te encuentre perfecta, a ti y a todo lo que te rodea, aunque su visita sea inesperada?

El tablinum de Praecia, pues ella lo llamaba como los hombres, estaba armoniosamente decorado en azul celeste, crema y los precisos toques de oro. En cuanto a ella, era una mujer que se levantaba cada día para dedicarse a unos cuidados personales tan minuciosos como prolongados, que transformaban su físico en una especie de obra de arte. Aquel día lucía vestiduras de sutiles gasas colór verde salvia, y se había peinado el pelo rubio claro como Diana cazadora, formando una geométrica cimera de la que irradiaban zarcillos que parecían naturales y no el resultado de un concienzudo retorcimiento frente al espejo. Los hermosos y serenos planos de su rostro no estaban pintados en exceso; Praecia no era tan tonta como para maltratar vulgarmente los dones de la Fortuna a pesar de que ya contaba cuarenta años.

—¿Qué tal te han ido las cosas últimamente? —inquirió Pompeyo.

—Tengo buena salud, aunque no tenga buen humor.

—¿Y eso por qué?

Ella se encogió de hombros con un mohín.

—¿Qué puede infundírmelo? Ya no vienes tú ni nadie interesante.

—He vuelto a casarme.

—Con una mujer muy extraña.

—¿Mucia extraña? Bueno, puede que sí; pero a mí me gusta.

—Te creo.

Pompeyo reflexionó un instante sobre lo que había de decir, pero no encontraba el pretexto y optó por callar, mientras Praecia le escrutaba con irónica sonrisa, sin abandonar su postura entre tumbada y sentada. Sus ojos, que eran su mayor atractivo, grandes y de un azul intenso, bailaban irónicos.

—¡Estoy harto! —dijo Pompeyo de pronto—. Vengo de emisario, Praecia, enviado por otro.

—¡Qué intrigante!

—Un admirador tuyo.

—Tengo muchos admiradores.

—Pero no como éste.

—¿Y qué es lo que tanto le distingue? Aparte del hecho de que haya conseguido que seas tú quien venga a pedir en su nombre mis servicios…

Pompeyo enrojeció.

—¡Estoy entre la espada y la pared y me pone furioso! Pero yo le necesito y él a mí no. Por eso vengo de su parte.

—Eso ya lo has dicho.

—¡No hables con lengua acerada, mujer, de sobra me pesa el encargo! Se trata de Cetego.

—¡Cetego! ¡Vaya, vaya! —dijo Praecia con un ronroneo.

—Es muy rico, muy caprichoso y muy repugnante —añadió Pompeyo—. Habría podido dar el paso él mismo, pero le divierte obligarme a mí a hacerlo.

—Su precio —dijo ella— es hacerte actuar de alcahuete.

—Así es.

—Debes de necesitarle mucho.

—¡Dame una respuesta! ¿Sí o no?

—¿Has terminado conmigo, Magnus?

—Sí.

—Entonces mi respuesta a Cetego es si.

—Pensé que ibas a negarte —dijo Pompeyo poniéndose en pie.

—En otras circunstancias me hubiera encantado decir no, pero lo cierto es que me aburro, Magnus. Cetego es un poder en el Senado, y me gusta estar con hombres poderosos. Además, veo en ello un nuevo poder para mí. Procuraré que los que busquen los favores de Cetego tengan que hacerlo a través de mi. ¡Me gusta!

—¡Brrr! —gruñó Pompeyo abandonando la casa.

No confiaba en su paciencia para ir a ver a Cetego y optó por ir a hablar con Lucio Marcio Filipo.

—Praecia está de acuerdo —dijo.

—¡Excelente, Magnus! ¿Por qué estás tan malhumorado?

—¡Me ha obligado a hacer de alcahuete!

—¡Oh, estoy seguro de que no ha sido nada personal!

—¡Ya lo creo que sí!

En la primavera de aquel año cayó Nola. La ciudad de Campania partidaria de los samnitas había resistido casi doce años a Roma y a Sila, sufriendo un asedio tras otro, la mayor parte de ellos por el cónsul del año, Apio Claudio Pulcro. Por ello, era lógico que Sila le ordenase aceptar la sumisión de Nola, y más lógico que él se encargara con gran placer de comunicar a los magistrados de la ciudad los pormenores de las severas condiciones impuestas por Sila. Del mismo modo que Capua, Faesulae y Volaterrae, Nola quedaba sin tierras, y todas sus posesiones revertían al ager publicus de Roma; sus habitantes no obtendrían la ciudadanía romana, y el sobrino del dictador, Publio Sila, asumía la autoridad de la zona, una mortificación suplementaria, dada la misión encomendada el año anterior para resolver la enrevesada situación de Pompeya, donde la falta de sensibilidad de Publio Sila no había hecho sino empeorar las cosas.

Pero para Sila la rendición de Nola era un signo. Ahora podía dejar el poder con la suerte intacta, ya que no existía la plaza en que había ganado la Corona de Hierba. Mayo y junio fueron un continuo traslado de sus pertenencias a Misenum, donde los obreros se afanaban por terminar los trabajos de su villa: un pequeño teatro, un precioso parque con zonas silvestres, cascadas y fuentes, una gran piscina, y varias salas suplementarias destinadas en apariencia a fiestas y banquetes. Por no hablar de los seis aposentos para invitados, de tal opulencia que todo Misenum hacía comentarios. ¿A quién pensaba recibir Sila, al rey de los partos?

Llegó julio y la última farsa electoral del dictador. Para disgusto de Catulo, él fue nombrado segundo cónsul; el primer cónsul fue Marco Emilio Lépido, un nombre que nadie se esperaba dada su postura independiente en el Senado desde que Sila había impuesto la dictadura.

A principios de mes, Valeria Mesala y los mellizos marcharon a Campania, donde todo estaba dispuesto en la villa. En Roma nadie esperaba sorpresas. Sila dejaría el poder tal como lo había asumido y ejercido: con un aura de gran respetabilidad y ceremonia. Roma estaba a punto de perder su primer dictador en ciento veinte años, y el primero que se había mantenido en el cargo más de seis meses.

Se celebraron sin novedad los ludi Apollinares instituidos por el remoto antepasado de Sila, y lo mismo sucedió con las elecciones. Y el día siguiente a las elecciones curules una gran multitud se congregó en el bajo Foro para ver cómo Sila renunciaba al cargo; iba a hacerlo en público y no en la Curia Hostilia, y había elegido los rostra una hora después del amanecer.

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