Favoritos de la fortuna (66 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—Mater, tengo que volver a Bitinia —dijo.

—¿A Bitinia? Hijo, eso es poco prudente.

—Lo sé; pero di mi palabra al rey.

—¿Una de las nuevas reglas de Sila para el Senado no es que los senadores deben pedir permiso para salir de Italia?

—Sí.

—Pues menos mal —añadió Aurelia—. Debes decir sinceramente en la cámara a dónde piensas ir. Y llevarte a Euticus y a Burgundus.

—¿A Euticos? —inquirió César, deteniéndose y mirándola—. ¡Si es tu mayordomo! ¿Qué harías sin él? ¿Y por qué habría de llevármelo?

—Me las arreglaré sin él. Él es de Bitinia, hijo. Debes decir en el Senado que tu liberto, que sigue siendo mayordomo, tiene necesidad de viajar a Bitinia por asuntos comerciales y tienes que acompañarle, como es de rigor en todo buen amo.

César se echó a reír.

—¡Sila tiene toda la razón! ¡Hubieras debido nacer hombre! ¡ Muy romano y sutil! Decirles claramente mi destino en lugar de fingir que voy a Grecia y que luego descubran que voy a Bitinia. Sí, las mentiras siempre se saben. Hablando de sutileza —añadió, al venirle una idea a la cabeza—, ese Pompeyo carece totalmente de ella. Me dieron ganas de pegarle cuando le dijo lo que le dijo a la pobre tía Julia. ¡Y por los dioses, qué fanfarrón es!

—Sin tasa, me imagino —añadió Aurelia.

—Me alegro de haberle conocido —dijo César—, porque así me ha dado a entender un buen motivo por el que mi baldón puede ser una buena cosa.

—¿Qué quieres decir?

—A él no ha habido manera de situarle en su sitio. Tiene su lugar, pero no tan alto e intocable como él cree. La concatenación de circunstancias ha hecho que su engreimiento alcance límites insospechados. Todo lo que ha querido hasta ahora se lo han dado; hasta una esposa mejor de lo que merece. Y se ha acostumbrado a pensar que siempre va a ser así. Y está claro que no; algún día las cosas le irán muy mal y no podrá soportarlo. Yo al menos he aprendido ya la lección.

—¿De verdad crees que Mucia es muy superior a lo que merece?

—¿Tú no? —inquirió César, sorprendido.

—No, yo no. Aquí poco importa su alcurnia. Ha sido esposa del hijo de Mario, y lo fue porque su padre la dio conscientemente al hijo de un hombre nuevo. A Sila no se le olvidan esas cosas. Ni las perdona. A ese simplón le ha deslumbrado hablándole de su linaje, pero no le ha dicho los motivos por los que la daba a alguien inferior a ella.

—¡Astuto!

—Sila es un zorro, como todos los pelirrojos desde Ulises.

—Entonces, mejor que me marche de Roma.

—¿Después de que Sila renuncie al poder?

—Después de que Sila renuncie al poder. Dice que será después de haber supervisado la elección de los cónsules del año siguiente al próximo; dentro de unos once meses, si las supuestas elecciones se celebran en julio. Los del año que viene van a ser Servilio Vatia y Apio Claudio, pero no sé en quién habrá pensado para el otro. En Catulo probablemente.

—¿No correrá peligro si renuncia al poder?

—En absoluto —contestó César.

Cuarta parte
OCTUBRE DEL 80 A. DE J.C. - MAYO DE 79 A. J.C.

 


T
ienes que ir a Hispania —dijo Sila a Metelo Pío—. Quinto Sertorio se está apoderando del país.

Metelo Pío miró al dictador con gesto de reprobación.

—Ni mucho menos —replicó sin amilanarse—. Tiene a… ami… gos entre los lusitanos y es fuerte al oeste del Betis, pe… pe… pero cuentas con buenos gobernadores en las dos provincias hispanas.

—¿Tú crees? —replicó Sila con gesto despectivo—. ¡Ya no! Acabo de recibir noticia de que Sertorio ha derrotado a Lucio Fufidio, pues este estúpido se arriesgó a presentarle batalla. ¡Cuatro legiones, y no ha sido capaz de derrotar a siete mil soldados de Sertorio, de los que sólo un tercio eran romanos!

—Se lle… lle… vó los romanos de Mauritania en primavera, claro —dijo Metelo Pío—. El resto son lusitanos.

—¡Salvajes, querido Meneítos! Gentes que no valen un clavo de la suela de la caliga romana! Pero capaces de vencer a Fufidio.

—¡Oh… Edepol!

Por algún motivo que el Meneítos no acertaba a imaginar la suave interjección provocó una risotada en Sila, y transcurrió un momento hasta que el dictador pudiese volver al lamentable tema de Quinto Sertorio.

—Mira, Meneítos, conozco hace tiempo a Quinto Sertorio. ¡Y tú también! Si Carbón hubiese podido conservarlo en Italia, tal vez no hubiera yo ganado la batalla de la puerta Colina por la simple razón de que me habrían derrotado mucho antes. Sertorio es como Cayo Mario, y la Hispania su coto privado. Cuando Lúculo le expulsó de allí el año pasado, esperaba que ese maldito degenerase convirtiéndose en un mercenario mauritano y que nunca más nos molestase. Pero me equivocaba de cabo a rabo. Primero conquistó Tingis al rey Ascalis, luego mató a Paciano y se quedó con sus tropas romanas, y ahora ha vuelto a la Hispania Ulterior y está transformando a esos lusitanos en aguerridos soldados. Tendrás que ir tú a la Hispania Ulterior de gobernador… y a principios del nuevo año, no en primavera —dijo, cogiendo una hoja y entregándosela con entusiasmo—. ¡Puedes llevarte ocho legiones! Así serán ocho legiones menos para buscarles tierras. Y si partes a últimos de diciembre, puedes hacer el viaje por mar directamente a Gades.

—Un gran cargo —dijo el pontífice máximo con sincera satisfacción; no le molestaba estar lejos de Roma durante una larga campaña, aunque fuese para combatir a Sertorio. No tendría que oficiar ceremonias religiosas ni pasarse noches en vela pensando en si su lengua le traicionaría. De hecho, en cuanto saliese de Roma le desaparecería el tartamudeo; siempre era igual—. ¿Y a quién envías de gobernador a la Hispania Citerior?

—Creo que a Marco Domicio Calvino.

—¿A Curión no? Es bu… bu… buen general.

—Para él tengo pensado África. Calvino es mejor para apoyarte durante toda una campaña, querido Meneítos. Curión podría mostrarse demasiado independiente —dijo Sila.

—Ya entiendo.

—Calvino tendrá otras seis legiones. Con las tuyas hacen catorce. De sobra para aplastar a Sertorio.

—¡En un periquete! —añadió el Meneítos entusiasmado—. ¡No te… te… temas, Lucio Cornelio, Hispania no co… co… rre peligro!

Sila soltó otra risotada.

—¿Que no tema? No sé ni por qué me preocupo, Meneítos, de verdad. Estaré muerto antes de que tú regreses.

Metelo Pío estiró los brazos como si exorcizase.

—¡No digas tonterías! ¡Todavía eres relativamente joven!

—Me predijeron que moriría en la cúspide de la fama y el poder —respondió Sila, sin mostrar temor ni pena—. Dejaré el poder en julio, Pío, y me retiraré a Misenum para echar la última cana al aire. No durará mucho, pero pienso disfrutar de lleno lo que dure.

—Los vaticinadores no son romanos —dijo Metelo Pío severo—. Y ya sabemos que la mayoría de veces se equivocan.

—Éste no —contestó Sila con firmeza—. Era un caldeo, adivino del rey de los partos.

Metelo Pío consideró más prudente no seguir discutiendo y sacó a colación el tema de la campaña de Hispania.

A decir verdad, la actividad de Sila se iba estancando. Había cesado el aluvión legislativo y la nueva constitución parecía que iba a durar hasta después de que él abandonara el poder; hasta los repartos de tierras a sus ex combatientes comenzaban a entrar en una fase en la que ya no era necesario que interviniera él personalmente. Y Volaterrae había caído por fin. Sólo Nola, el más antiguo y encarnizado enemigo de Roma, seguía resistiendo.

Había hecho cuanto podía, olvidando muy poco; el Senado estaba domesticado, las asambleas eran prácticamente impotentes, los tribunos de la plebe habían quedado reducidos a meros figurones, sus tribunales eran un éxito popular y práctico, y los futuros gobernadores de las provincias los tenía pensados. El Tesoro estaba repleto y a sus burócratas los tenía implacablemente sumisos a llevar una contabilidad modélica. Y por si era insuficiente la lección de haber proscrito mil seiscientos caballeros en el ordo equester, había rematado la operación arrebatando a los que poseían el caballo público todos sus privilegios sociales, además de decretar el indulto de los desterrados condenados por tribunales con jurados de caballeros.

Había cosas raras, por supuesto. Las mujeres volvían a padecer por su ley que impedía volver a casarse a las convictas de adulterio. Los juegos (que él aborrecía) estaban prohibidos en toda circunstancia, con excepción de la lucha y las carreras pedestres, que no atraían multitudes, como bien sabía él. Pero se encarnizó en particular con los servidores públicos, a quienes despreciaba por ineptos, descuidados, perezosos y venales, y reguló todos los aspectos de la vida de los secretarios de Roma, funcionarios, escribas, contables, heraldos, lictores y mensajeros, sin olvidar a los ayudantes de sacerdotes llamados calatores, a los llamados nomenclatores, que recordaban a otros los nombres de personas, y a los servidores públicos en general que no tuvieran un trabajo determinado salvo el hecho de ser apparitores. De ahora en adelante, ninguno de ellos sabría el trabajo que desempeñaría cuando asumiera su cargo un nuevo magistrado, porque ningún magistrado podía pedir servidores públicos por su nombre, sino que serían designados por grupos con tres años de anticipación, y ningún grupo podría servir constantemente al mismo tipo de magistrado.

Inventó nuevos medios de fastidiar al Senado, y, tras prohibir las demostraciones ruidosas de aprobación o repulsa y cambiar el orden de intervención de los miembros de la cámara, dictó una ley para inscribir en las tablillas que afectaba gravemente a los ingresos de ciertos senadores necesitados al limitar la cantidad de dinero que podían gastar las delegaciones provinciales que acudieran a Roma a cantar las excelencias de un ex gobernador, lo que significaba que tales delegaciones no podrían ya (como hacían antes) dar dinero a senadores pobres.

Era todo un programa legislativo cubriendo todos los aspectos de la vida pública romana y muchos de la hasta entonces vida privada. Todos sabían ahora los límites de sus posibilidades, lo que podían gastar, lo que podían ganar, lo que tenían que pagar al Tesoro, con quién podían casarse, dónde podían vivir y a lo que podían aspirar. Una magna obra realizada, al parecer, en solitario. Los caballeros estaban doblegados, y los héroes militares se encumbraban; la asamblea plebeya y sus tribunos doblegados, y el Senado cada vez más poderoso; los emparentados directamente con los proscritos, aplastados, y hombres como Pompeyo cada vez más enaltecidos. Los abogados que se habían distinguido en las asambleas (como Quinto Hortensio) quedaban postergados, y los que se distinguían en el ambiente más recogido de los tribunales (como Cicerón) iban en ascenso.

—No es de extrañar que Roma ande de cabeza, aunque no oigo una sola voz despotricar contra Sila —dijo el nuevo cónsul, Apio Claudio Pulcro, a su colega Publio Servilio Vatia.

—Una de las razones —contestó Vatia— es el buen sentido de la mayoría de lo que ha legislado. ¡Es una maravilla!

Apio Claudio asintió con la cabeza sin entusiasmo, pero Vatia no se dejó engañar por tal apatía; su colega no estaba bien y se encontraba así desde el regreso del interminable asedio de Nola, del que había estado encargado intermitentemente durante diez años. Además, era viudo con seis hijos, ya famosos por su falta de disciplina y deplorable tendencia a sostener en público sus tempestuosas y mortales peleas.

Compadecido de él, Vatia le dio unas palmadas en la espalda.

—¡Vamos, Apio Claudio, mira el futuro de un modo más risueño, hombre! Te ha costado lo tuyo, pero por fin has llegado.

—No habré llegado hasta que no recupere la fortuna de mi familia —replicó Apio Claudio hoscamente—. El maldito Filipo me arrebató cuanto tenía y se lo dio a Cinna y Carbón… y Sila no me lo ha devuelto.

—Hubieras debido recordárselo —añadió Vatia—. Ya sabes cuánto tiene que hacer. ¿Por qué no compraste en las subastas durante las proscripciones?

—Estaba en Nola, por si no lo sabes —contestó el desafortunado.

—El año que viene te enviarán de gobernador a una provincia y se te hará justicia.

—Si mi salud aguanta.

—¡Oh, Apio Claudio, no seas tan pesimista! ¡Claro que tendrás salud!

—No sé yo. Seguro que tengo la mala suerte de que me envíen a la Hispania Ulterior a sustituir a Pío.

—No; te lo prometo. Si no hablas tú con Lucio Cornelio, lo haré yo. Y le pediré que te dé Macedonia. Allí siempre se sacan unas buenas bolsas de oro y contratos muy importantes. Sin contar la venta de ciudadanía a los griegos ricos.

—No sabía que hubiera —replicó Apio Claudio.

—Ricos hay en todas partes; hasta en los países más pobres. Hay hombres que hacen dinero porque han nacido para ello. Ni los griegos, con tanto idealismo político, legislaron nada para impedir que hubiese ricos. Está comentado en la República de Platón, no creas.

—Hombres como Craso, quieres decir.

—¡Un ejemplo de perlas! Cualquier otro habría caído en la oscuridad cuando Sila le paró los pies; pero Craso no.

Estaban en la Curia Hostilia, en donde iba a celebrarse la reunión inaugural de año nuevo del Senado, pues no había templo de Júpiter Optimus Maximus y el número de senadores había crecido de tal modo que no cabían en templos como el de Júpiter Stator o el de Cástor, ni eran adecuados para la fiesta consiguiente.

—¡Calla, que habla Sila! —dijo Apio Claudio.

—Bien, padres conscriptos —comenzó diciendo el dictador con voz jovial—, básicamente está todo hecho. Era mi intención declarada volver a poner a Roma en pie y decretar nuevas leyes que correspondiesen a las necesidades del mos maiorum. Y eso he hecho. Pero continuaré en el cargo de dictador hasta julio, cuando se celebrarán las elecciones para las magistraturas del año que viene. Ya lo sabíais. Empero, creo que algunos de vosotros os negáis a creer que un hombre dotado de tal poder se avenga a cederlo. Por ello, os repito que dejaré el cargo de dictador tras las elecciones de julio. Esto significa que los magistrados del año que viene serán los últimos elegidos personalmente por mí. En años venideros habrá elecciones libres, abiertas a cuantos candidatos se presenten. Hay quienes no han cesado de desaprobar que el dictador elija los magistrados y ponga únicamente a votación el mismo número de nombres como cargos hay, pero, como yo siempre he sostenido, el dictador debe trabajar con hombres que estén dispuestos a apoyarle incondicionalmente. No se puede confiar en que el electorado escoja a los mejores, ni siquiera a los que merecen y les corresponde el cargo por su categoría y experiencia. Así pues, como dictador he podido tener la seguridad de que me rodeaba de los que yo deseaba y para quienes el cargo era un derecho moral y ético. Como es el caso del ausente pontífice máximo, mi querido Quinto Cecilio Metelo Pío, que sigue gozando de mi favor y está ya camino de la Hispania Ulterior para enfrentarse al criminal proscrito Quinto Sertorio.

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