—Un poco prolijo —musitó Catulo con toda justicia.
—Porque no tiene nada que decir —añadió Hortensio.
—Salvo que se queda hasta quintilis.
—Y yo empiezo a creérmelo.
Pero el día de Año Nuevo que con tan buenos auspicios comenzaba, concluiría con malas noticias, largo tiempo diferidas, de Alejandría.
Había llegado la hora de Ptolomeo Alejandro el Joven al principio del año que acababa de terminar, segundo del reinado de Sila. Si, llegaba la noticia de Alejandría de que el rey Ptolomeo Soter había muerto, y su hija la reina Berenice gobernaba sola. Aunque la línea dinástica procedía de ella, según la ley egipcia no podía ocupar el trono sin un rey, y la embajada de Alejandría preguntaba respetuosamente si Lucio Cornelio Sila otorgaba a Egipto un nuevo rey en la persona de Ptolomeo Alejandro.
—¿Y qué sucede si me niego? —preguntó Sila.
—Mitrídates y Tigranes se anexionarán Egipto —contestó el portavoz de la delegación—. El trono debe ocuparlo un miembro de la dinastía ptolomeica. Si no se nombra a Ptolomeo Alejandro rey y faraón, tendremos que solicitar a Mitrídates y Tigranes que envíen al mayor de los dos bastardos, Ptolomeo Filadelfo, por sobrenombre Auletes por su voz aflautada.
—Comprendo que un bastardo pueda asumir el título de rey, pero ¿puede ser nombrado legalmente faraón? —inquirió Sila, dando muestra de haber estudiado la monarquía egipcia.
—Si fuese hijo de una mujer ordinaria, en modo alguno —le contestaron—. Sin embargo, Auletes y su hermano son hijos de Ptolomeo Soter y de la princesa Arsinoé, la concubina real, legítima hija mayor del rey de Nabatea. Es una costumbre tradicional en todos los pequeños reinos de Arabia y Palestina enviar las primogénitas al faraón de Egipto en concepto de concubinas, por ser un destino más augusto y encomiable que matrimoniar con otras pequeñas dinastías, aparte de que da mayor seguridad a los padres que necesitan de la ayuda de Egipto para proseguir sus actividades de comercio en el Sinus Arabicus y en los desiertos de la región.
—Entonces, ¿decís que Alejandría y Egipto aceptarían a uno de los bastardos ptolomeicos porque su madre era princesa?
—En el caso de que no pueda ser rey Ptolomeo Alejandro, es inevitable, Lucio Cornelio.
—Marionetas de Mitrídates y Tigranes —comentó Sila, pensativo.
—Como las esposas son hijas de Mitrídates, eso es también inevitable. Tigranes está muy próximo a la frontera de Egipto para que pretendamos que los bastardos de Ptolomeo se divorcien de sus esposas. Nos invadiría en nombre de Mitrídates y Egipto sucumbiría. No tenemos poderío militar para emprender una guerra de esa magnitud. Además, las esposas tienen suficiente sangre ptolomeica para acceder al trono. En el caso de que el hijo de Ptolomeo Soter y su concubina, la hija del rey de Idumea —añadió el portavoz con zalamería—, no quede encinta y dé a Auletes una esposa de media consanguinidad ptolomeica.
Sila adoptó de pronto una actitud hosca de hombre ocupado.
—Dejad el asunto en mis manos, que yo me ocuparé de él. ¡No podemos consentir que Armenia y Ponto controlen Egipto!
Era un asunto sobre el que ya había deliberado hacia tiempo; por lo que, sin dilación, se dirigió a la villa de la colina Pinciana y se entrevistó con Ptolomeo Alejandro.
—Ha llegado tu hora —dijo el dictador al real huésped, que ya no era tan joven, pues tenía treinta y cinco años.
—¿Ha muerto Garbanzo? —se apresuró a preguntar Ptolomeo Alejandro.
—Muerto y enterrado. Reina sola Berenice.
—¡Pues debo partir! —graznó Ptolomeo Alejandro nervioso—. ¡Tengo que partir sin pérdida de tiempo!
—Irás cuando yo lo diga y no antes —replicó Sila tajante—. Siéntate, majestad, y escucha.
Su Majestad se sentó con los ropajes lánguidamente caídos y unos extraños ojos enmarcados por las dos gruesas rayas de stibium con que había prolongado las pestañas hacia las sienes al estilo del ojo egipcio tradicional, o wadjet, del mismo modo que se había pintado las gruesas cejas y blanqueado el entrecejo. Sila no sabía cómo eran realmente los ojos de Ptolomeo, pero pensó que aquel maquillaje le confería un aspecto siniestro, que sería tal vez lo que pretendía.
—No puedes hablar a un rey como si fuese un subordinado —dijo Su Majestad muy tieso.
—No hay ningún rey en el mundo que no sea subordinado mío —replicó Sila con desprecio—. ¡Yo reino en Roma y soy el hombre más poderoso entre los ríos del Océano y el Indo! Así que, escucha, majestad, ¡y no me interrumpas! Puedes ir a Alejandría a sentarte en el trono, pero sólo con ciertas condiciones. ¿Entendido?
—¿Qué condiciones?
—Que hagas testamento y lo dejes en manos de las vírgenes vestales en Roma. Un testamento sencillo en el que conste que en caso de morir sin descendencia legítima cedes el reino de Egipto a Roma.
—¡No puedo hacer eso! —exclamó Ptolomeo Alejandro estupefacto.
—Harás lo que yo te diga que hagas… si quieres reinar en Alejandría. Es el precio. Egipto será para Roma si mueres sin descendencia.
Los perturbadores ojos con su ritual maquillaje miraron de un lado a otro, y la boca profusamente pintada de carmín —llena y viciosa— se frunció en un gesto que a Sila le recordó a Filipo.
—De acuerdo, acepto el precio —dijo Ptolomeo Alejandro resignado—. No creo en la religión tradicional egipcia, así que poco me importa lo que me suceda al morir.
—Excelente razonamiento —dijo Sila cordial—. He traído a mi secretario para que redactes ahora mismo el documento. Con todos los sellos reales y el cartucho correspondiente. No quiero protestas de Alejandría cuando mueras —dijo Sila, dando unas palmadas para que acudiera un criado egipcio al que mandó hacer pasar a su secretario—. En realidad, hay otra condición —añadió displicente mientras llegaba.
—¿Cuál? —inquirió Ptolomeo Alejandro con hastío.
—Tengo entendido que en un banco de Tiro dispones de una suma de dos mil talentos de oro depositados por tu abuela, Cleopatra tercera. Mitrídates se apoderó del dinero que dejó en Cos, pero no del que dejó en Tiro, Y el rey Tigranes aún no ha logrado subyugar a las ciudades de Fenicia, ocupado como está con los judíos. Dejarás esos dos mil talentos de oro a Roma.
Una mirada de Sila bastó para que Ptolomeo comprendiera que de nada valía discutir, y volvió a asentir con la cabeza.
Entró Flosculus, el secretario, y Ptolomeo Alejandro envió a un criado a por los sellos y el cartucho real, y rápidamente quedó redactado, firmado y testificado el testamento.
—Yo lo registraré —dijo Sila —, ya que tú no puedes cruzar el pomerium y entrar en el templo de Vesta.
Dos días más tarde, Ptolomeo Alejandro el Joven partía de Roma con la embajada y se embarcaba en Puteoli con dirección a África; era más fácil la travesía por el Mediterráneo desde aquel punto para luego costear por la provincia romana de Cirenaica y alcanzar Alejandría. Además, el nuevo rey de Egipto no quería acercarse al territorio de Mitrídates y de Tigranes, y no confiaba en la suerte.
En primavera llegó un mensaje urgente de Alejandría en el que el agente de Roma (un conocido mercader) decía que el rey Ptolomeo Alejandro había tenido un fin desastroso. Después de llegar sin novedad tras un largo viaje, Ptolomeo se había casado con su hermanastra y prima hermana Berenice, y había sido rey de Egipto exactamente diecinueve días, durante los cuales, al parecer, había ido en aumento el odio hacia su esposa; a primera hora del decimonoveno día de su reinado, considerando a esta mujer una carga prescindible, había asesinado a su esposa-hermana-prima-reina de cuarenta años. Pero Berenice había reinado mucho más tiempo con su padre, y los ciudadanos de Alejandría la adoraban, por lo cual, al final de aquella misma jornada, la multitud había asaltado el palacio, apresando al rey Ptolomeo Alejandro II y haciéndole literalmente pedazos en el ágora. Egipto estaba sin reyes y sumido en el caos.
—¡Magnífico! —exclamó Sila al leer la carta, y envió a Alejandría una embajada de senadores romanos presidida por el consular y ex censor Marco Perpena, que llevó consigo el testamento del rey Ptolomeo Alejandro II. Los embajadores llevaban, además, orden de pasar por Tiro a su regreso para recoger el oro.
A partir de aquel día hasta el día de Año Nuevo del tercer año del reinado de Sila, nada más había sucedido.
—La mala suerte nos ha perseguido durante todo el viaje —dijo Marco Perpena—. Naufragamos en Creta y caímos cautivos de los piratas; y las ciudades del Peloponeso tardaron dos meses en pagar nuestro rescate. Y tuvimos que acabar el viaje poniendo rumbo a Cirene y costeando Libia hasta Alejandría.
—¿En un navío pirata? —preguntó Sila, consciente de la gravedad de los hechos, pero no menos predispuesto a reírse del pobre Perpena, que parecía realmente envejecido y aterrado.
—Exactamente, en un barco pirata.
—¿Y qué sucedió al llegar a Alejandría?
—Nada bueno, Lucio Cornelio. ¡Nada bueno! —insistió Perpena con un profundo suspiro—. Vimos que los alejandrinos habían actuado con celeridad y eficacia, y sabían a dónde acudir una vez muerto el rey Ptolomeo Alejandro.
—¿Acudir a dónde y para qué, Perpena?
—Para buscar a los dos bastardos de Ptolomeo Soter, Lucio Cornelio. Solicitaron al rey Tigranes de Siria la entrega de los dos jóvenes; el mayor para ser rey de Egipto, y el menor, rey de Chipre.
—Hábil y previsible —comentó Sila—. Continúa.
—Cuando llegamos a Alejandría, el rey Ptolomeo Auletes ya estaba en el trono, y su esposa, la hija del rey Mitrídates, reinaba con él con el nombre de Cleopatra Trifena. Su hermano menor, a quienes los alejandrinos han dado en llamar Ptolomeo el Chipriota, está de regente en Chipre, acompañado de su esposa, otra hija de Mitrídates.
—¿Cómo se llama?
—Mitrídates Nisa.
—Todo ello ilegal —observó Sila frunciendo el ceño.
—¡Los alejandrinos dicen que no!
—Continúa, Perpena, dime lo peor.
—Bien. Les mostramos el testamento, claro. Y les dijimos que veníamos a anexionar oficialmente el reino de Egipto al imperio de Roma como provincia.
—¿Y qué dijeron, Perpena?
—Se rieron de nosotros, Lucio Cornelio. Y con diversos métodos sus legistas demostraron la invalidez del testamento. Luego nos señalaron al rey y a la reina en sus tronos, diciéndonos que eran los herederos legítimos.
—¡Pues no lo son!
—No, según la ley romana, alegaron ellos, pero no es aplicable en Egipto. Parece ser que, conforme a la ley egipcia, que está constituida fundamentalmente por preceptos elaborados a tenor de los acontecimientos, la real pareja es legítima.
—¿Y qué hiciste, Perpena?
—¿Qué podía hacer, Lucio Cornelio? Alejandría estaba llena de soldados. Dimos gracias a los dioses por poder salir sanos y salvos de Egipto.
—Claro —añadió Sila—. Sin embargo, el testamento es válido y Egipto pertenece a Roma —añadió, tamborileando con los dedos en el escritorio—. Lamentablemente, Roma poco puede hacer en las actuales circunstancias. He tenido que enviar catorce legiones a Hispania para acabar con Quinto Sertorio, y no quiero aumentar los gastos del Tesoro con otra campaña en aquel rincón del orbe. Y menos con Tigranes, que es dueño y señor de la mayor parte de Siria y no tiene vecinos que le paren los pies ahora que los herederos del trono parto están enzarzados en una guerra civil. ¿Tienes el testamento?
—¡Oh, si, Lucio Cornelio!
—Pues mañana informaré al Senado de lo que ha sucedido, y lo devolveremos a las vestales hasta el día en que Roma pueda anexionarse Egipto por la fuerza, que es la única manera de poder heredar, me temo.
—Egipto es de una riqueza fabulosa.
—¡Lo sé, lo sé, Perpena! Los Ptolomeos tienen uno de los tesoros más grandes del mundo, y uno de los países más ricos. Y me imagino que no conseguirías los dos mil talentos de oro de Tiro… —añadió Sila, como recordándolo de pronto.
—Ah, eso lo conseguimos sin dificultad, Lucio Cornelio —contestó Perpena con gesto de sorpresa—. Los banqueros nos los entregaron en cuanto vieron el testamento. Lo recogimos en el viaje de vuelta, tal como dijiste.
—¡Muy bien, Perpena! —exclamó Sila, echándose a reír—. Casi se te puede perdonar el fracaso en Alejandría! —añadió, poniéndose en pie y frotándose las manos de contento—. Buen suplemento para el Tesoro. Estoy seguro de que igual pensará el Senado. Al menos la pobre Roma podrá subvenir a los gastos de la embajada.
Todos los reyes de Oriente eran levantiscos, y era uno de los lastres que Roma se veía obligada a arrastrar porque, por sus luchas intestinas, Sila no había podido permanecer suficiente tiempo en Asia para derrotar de una vez para siempre a Mitrídates y a Tigranes. Nada más embarcar Sila rumbo a Italia, Mitrídates comenzó a maniobrar para anexionarse Capadocia, y Lucio Licinio Murena (gobernador de la provincia de Asia y de Cilicia) se apresuró a hacerle frente, sin conocimiento ni permiso de Sila, contraviniendo el tratado de Dardania. Al principio, a Murena le habían ido estupendamente las cosas, hasta que, por su excesiva confianza, sostuvo con Mitrídates una serie de encuentros desastrosos en el propio Ponto, y Sila se había visto obligado a enviar al anciano Aulo Gabinio para que Murena se retirase a sus provincias. Sila había pensado en castigarle por su conducta, pero, al surgir la pugna con Pompeyo, le había permitido regresar para celebrar un triunfo y así parar los pies a Pompeyo.
Entretanto, Tigranes, en los seis años transcurridos, había extendido su reino de Armenia hacia el sur y el oeste, incorporando tierras de los partos y del reino de Siria en franca desintegración, y ya vislumbraba una ocasión cuando supo que el anciano rey Mitrídates de los partos se hallaba muy enfermo y no podría proceder a la proyectada invasión de Siria; demasiado enfermo para impedir que los bárbaros llamados masagetas ocupasen las tierras norte y este del reino, y tampoco podría evitar que su hijo Gotarzes usurpara Babilonia.
Como el mismo Tigranes había previsto, a la muerte del rey parto Mitrídates estalló la guerra por la sucesión, complicada por el hecho de que el anciano tenía tres esposas oficiales, dos de ellas hermanastras paternas, y la tercera nada menos que una hija de Tigranes llamada Automa. Mientras una serie de hijos de distintas madres se enzarzaban en luchas disputándose lo que quedaba, se produjo la escisión de otra rica satrapía, la fabulosamente fértil Elimea, regada por los afluentes de la derecha del Tigris, el Coaspes y el Pasitigris; se perdieron los puertos sin aluvión del este del delta formado por el Tigris y el Éufrates, y la ciudad de Susa, una de las sedes reales partas. Y los hijos del anciano Mitrídates seguían guerreando sin preocuparse por nada más.