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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Favoritos de la fortuna (76 page)

BOOK: Favoritos de la fortuna
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Verres no era Dolabela en lo referido a apetitos carnales, y, del mismo modo que las estatuas, le gustaban las mujeres puras y perfectas como galateas. Por consiguiente, cuando no estaba en Roma solía tener largos períodos de abstinencia sexual, ya que no se contentaba con mujeres de inferior condición, aunque fuesen cortesanas famosas como Praecia; él seguía soltero, con la intención de conseguir una esposa de irreprochable linaje y belleza sin par, una nueva Aurelia, pues con el viaje a Oriente pensaba afianzar su fortuna para poder negociar un matrimonio con alguna Cecilia Metela o Claudia Pulcra. Una Julia hubiera sido lo mejor, pero las Julias estaban todas comprometidas.

Así pues, hacía meses que Verres no sentía una conmoción sensual, ni pensaba hallarla en Lámpsaco. Pero Rubrio había sabido descubrir su debilidad —obras de arte aparte— y, en cuanto llegaron, había comenzado a indagar, y por comentarios se había enterado de que Filodamo tenía una hija tan bella como Afrodita.

—Entérate de algo más —dijo Verres secamente, luciendo la más falsa sonrisa al entrar en casa de Janitor, donde le aguardaba el etnarca en persona para recibirle.

Rubrio asintió con la cabeza y se alejó con los esclavos para instalarse en una casa más modesta, como correspondía a su condición de funcionario de segunda.

Después de almorzar, aquella misma tarde Rubrio volvió a presentarse en casa de Janitor para ver a Verres.

—¿Os encontráis cómodo? —inquirió.

—Más o menos. No es una villa romana, desde luego. Lástima que ninguno de los ciudadanos romanos de aquí sea acaudalado. ¡No me gusta convivir con los griegos! Son muy simples para mi gusto. Este Janitor no come más que pescado, ¡ni un huevo ni un ave! Eso sí: el vino es excelente. ¿Has averiguado algo de esa Estratónice?

—Con gran dificultad, Cayo Verres. Parece ser que es un dechado de virtudes, aunque tal vez sea porque su padre y su hermano la tienen encerrada como Tigranes a sus mujeres en el harén.

—Pues tendré que ir a cenar a casa de Filodamo.

Rubrio meneó la cabeza enérgicamente.

—Me temo que no lograréis verla, Cayo Verres. Esta ciudad es de acendradas costumbres griegas, y las mujeres de una casa no se dejan ver por los invitados.

Las dos cabezas —dorada y canosa— se juntaron, y la conversación prosiguió en voz baja.

—Mi ayudante Marco Rubrio —dijo Verres a Janitor, una vez aquél hubo marchado— no está bien alojado. Quiero que le busquéis un sitio mejor. Según me has dicho, el de más categoría después de ti es un tal Filodamo. Haz el favor de que mañana por la mañana Marco Rubrio se traslade a casa de Filodamo.

—¡Yo no alojo a ese gusano! —gritó Filodamo a Janitor cuando éste le dijo lo que quería Verres—. ¿Quién es ese Marco Rubrio? ¡Un mugriento funcionario romano! ¡En mis tiempos he albergado a cónsules y a pretores, y hasta al gran Lucio Cornelio Sila cuando cruzó el Helesponto la última vez! A decir verdad, nunca he dado alojamiento a nadie tan poco importante como Cayo Verres. ¿Quién es él al fin y al cabo, Janitor? ¡Un simple ayudante del gobernador de Cilicia!

—¡Por favor, Filodamo, te lo ruego! —suplicó Janitor—. ¡Hazlo por mí! ¡Por nuestra ciudad! Este Cayo Verres es una mala persona; lo noto. Y trae cien soldados a caballo. En toda la ciudad no hallaríamos ni la mitad de una tropa asi.

Filodamo tuvo que ceder y Rubrio se trasladó a su casa. Pero el anciano vio en seguida que había sido un error ceder. Apenas había entrado Rubrio en la casa cuando ya estaba pidiendo ver a la famosa hija, y como no se lo concedieran, se puso a fisgar por todas partes buscándola; y como no lo lograse, llamó a Filodamo a su presencia como si fuese un criado.

—Esta noche darás una cena en honor de Cayo Verres y servirás algo más que simples platos de pescado. El pescado aquí es muy bueno, pero hay que comer otras cosas. Quiero cordero, pollo, otras aves, muchos huevos y el mejor vino.

Filodamo se contuvo.

—Pero me ha costado —comentó a su hijo Artemidoro.

—Todo esto es por Estratonice —comentó el joven, furioso.

—Eso creo yo, pero me han colocado con tal rapidez a esta bestia de Rubrio que no he tenido tiempo de sacarla de casa. Y ahora es imposible, porque hay romanos rondando por la puerta de delante y por la de atrás.

Artemidoro quería estar presente en el banquete de Verres, pero su padre, viendo su rostro borrascoso, comprendió que sería peor y, tras mucho discutir, el joven accedió a comer en otro sitio. En cuanto a Estratónice, lo único que pudieron hacer fue encerrarla en su habitación, dejándola en compañía de fuertes criados.

Cayo Verres se presentó con sus seis lictores, que quedaron de guardia frente a la casa, y a otros soldados les encomendó la vigilancia de la puerta trasera. En cuanto el embajador romano estuvo cómodamente instalado en su camilla, pidió a Filodamo que trajera a su hija.

—No puedo hacer eso, Cayo Verres —dijo el anciano, hierático—. Estamos en una ciudad focea y nuestras mujeres nunca comparecen en una habitación con extranjeros.

—No te pido que coma con nosotros, Filodamo —replicó Verres sin alterarse —, sólo quiero ver a ese dechado de beldad del que habla toda la ciudad.

—Pues no sé por qué lo hacen, ya que nunca la han visto —contestó Filodamo.

—Será por lo que cuentan los criados. ¡Vamos, viejo, muéstrala!

—No puedo, Cayo Verres.

Había cinco huéspedes más, Rubrio y cuatro funcionarios, quienes, nada más negarse Filodamo a enseñarla, pidieron verla a voces, y cuanto más se negaba el anciano más gritaban ellos.

Al llegar el primer plato, Filodamo aprovechó para salir del comedor y enviar a un criado a buscar a Artemidoro a la casa en que estaba comiendo, pidiéndole que viniera en su ayuda, y regresó al comedor nada más partir el sirviente para persistir en su negativa a los romanos de enseñar a su hija. Entonces, Rubrio y otros dos se levantaron para empezar a buscarla, y fue cuando el anciano se interpuso en su camino. Junto a la puerta había dispuesto un brasero con un jarro de agua hirviendo para verterla en cuencos en los que se introducían los otros más pequeños con la comida, compensando así el calor que hubiera podido perder desde la cocina, Y fue el jarro lo que cogió Rubrio para verter agua hirviendo en la cabeza del anciano ante el espanto de los criados, que huyeron mientras los gritos de Filodamo se mezclaban a los chillidos y risas de los romanos, que ya se levantaban para ir en busca de Estratónice.

Por encima del barullo se oyó el estruendo de la llegada de Artemidoro con veinte amigos, que veían impedida la entrada en la casa por la guardia de lictores. El prefecto de la decuria, un tal Cornelio, tenía plena confianza en la capacidad disuasoria de los lictores y no se le había ocurrido que Artemidoro y sus amigos recurriesen a la fuerza para apartarlos de la puerta; y quizá no lo hubieran hecho de no haberse oído los gritos aterradores del padre escaldado. Fue por eso por lo que los de Lámpsaco irrumpieron en masa, causando pequeñas contusiones a los lictores, pero Cornelio murió desnucado.

Los romanos se dispersaron al entrar Artemidoro con sus amigos en el comedor, porra en mano con ganas de matar, pero Cayo Verres no era cobarde y, apartándolos con desdén, abandonó la casa seguido de Rubrio y los otros funcionarios y se encontró con el lictor muerto en la calle, rodeado de sus cinco atemorizados compañeros. El embajador les empujó calle abajo, llevando el cadáver desmadejado de Cornelio.

Por entonces ya comenzaba a organizarse un revuelo en la ciudad, y el propio Janitor salió de su casa; el corazón se le encogió al ver lo que traían los romanos, pero les dejó entrar y atrancó prudentemente la puerta. Artemidoro se había quedado para atender las heridas de su padre, pero dos de sus amigos encabezaron a los demás que se dirigieron a la plaza de la ciudad, llamando a los varones por el camino. Los griegos estaban hartos de Cayo Verres, y ni un caluroso discurso disuasorio de Publio Tetio (el colono romano más importante de Lámpsaco) sirvió de nada. Apartaron a Tetio y a su huésped Cayo Terencio y se dirigieron a casa de Janitor dispuestos a vengarse.

Llegados a ella, pidieron que les abrieran, pero Janitor se negó; tras lo cual, embistieron la puerta con un improvisado ariete sin lograr sus propósitos. Y fue entonces cuando decidieron incendiarla. Arrimaron a la puerta leña y troncos, y los prendieron; sólo la llegada de Publio Tetio, Cayo Terencio Varrón y otros colonos romanos impidió la catástrofe, pues con sus insistentes ruegos pudieron calmar a los exaltados, convenciéndoles de que la inmolación de un embajador romano sería peor que la violación de Estratónice. Y así apagaron el fuego (que había comenzado a hacer mella en la parte delantera) y se marcharon todos.

Un hombre menos arrogante que Cayo Verres habría marchado de la indignada ciudad focea a la primera oportunidad, pero Cayo Verres no tenía la menor intención de correr; se sentó tranquilamente y escribió a Cayo Claudio Nerón, gobernador de la provincia de Asia, decidido a no dejarse apabullar por un par de mugrientos griegos asiáticos.

«Exijo que te persones en el acto en Lámpsaco y juzgues a los dos socii Filodamo y Artemidoro por homicidio del primer lictor de un embajador romano», decía la carta.

Pero por muy rápido que llegara la carta a Pérgamo, más rápido llegó el detallado informe que Publio Tetio y Cayo Terencio Varrón cursaron al gobernador.

«No pienso ir a Lámpsaco. Conozco la versión auténtica por mi legado Cayo Terencio Varrón, que es de condición muy superior a la tuya. Es una lástima que no murieras asado. Eres, como tu propio nombre indica, un cerdo», fue la respuesta de Claudio Nerón.

La rabia con que Verres escribió su siguiente misiva dotó de veneno y fuerza a su pluma; ésta era para Dolabela, en Tarso, a donde llegó en siete días, llevada por un soldado aterrado por las amenazas de Verres si no era capaz de matar por obtener caballo de refresco cada pocas horas.

«Sal ahora mismo para Pérgamo a toda velocidad», decía Verres a su superior, prescindiendo de todo formalismo y respeto. «Y lleva a Claudio Nerón a Lámpsaco sin dilación para que juzgue y ejecute a dos socii que asesinaron a mi primer lictor. Si no lo haces hablaré en Roma de ciertos desenfrenos y drogas. Y lo digo en serio, Dolabela. Y dile a Claudio Nerón que si no viene a Lámpsaco y declara culpables a los fellatores griegos, le acusaré también de actos sórdidos. Y haré que los cargos se sustancien, Dolabela, no creas que hablo en broma. Aunque me cueste la vida haré que prosperen los cargos.»

Cuando la noticia de los acontecimientos de Lámpsaco llegó a la corte del rey Nicomedes, el asunto se hallaba en punto muerto: Cayo Verres seguía viviendo en casa de Janitor y andaba tranquilamente por la ciudad, a Janitor le había dicho que comunicase a los ancianos de la ciudad que él se quedaba y que Claudio Nerón vendría de Pérgamo para juzgar al padre y al hijo.

—Ojalá pudiese hacer algo —dijo el preocupado rey a César.

—Lámpsaco pertenece a la provincia de Asia, no a Bitinia —añadió César— y cualquier cosa que hagas habrá de ser de índole diplomática, y no creo que sirviera de ayuda a esos dos pobres socii.

—Cayo Verres es un verdadero buitre, César. A primeros de año saqueó los tesoros de todos los templos de la provincia de Asia, y luego robó el Harpista de Aspendos y el manto de oro de la Artemisa de Pergas.

—Para granjearse las simpatías de las provincias —comentó César con desdén.

—Todo corre peligro por donde él pasa… hasta las hijas virtuosas de importantes socii griegos.

—¿Y además, qué hace Verres en Lámpsaco?

—¡Viene a verme, César! —respondió Nicomedes tembloroso—. Trae cartas de presentación para mí y para el rey Sadala de Tracia… el gobernador Dolabela le ha concedido categoría de embajador, pero me imagino que lo que se propone es robar esculturas y pinturas.

—No se atreverá estando yo aquí, Nicomedes —dijo César.

—Eso es lo que iba yo a decir —añadió el rey con el rostro iluminado—. ¿Irías como embajador mío a Lámpsaco para que Cayo Claudio Nerón comprenda que Bitinia se interesa por este asunto? Yo en persona no me atrevo a ir porque parecería una coacción armada, aunque fuese sin escolta militar. Mis tropas están mucho más cerca de Lámpsaco que las de la provincia de Asia.

César vio las dificultades que iba a plantearle el asunto antes de que Nicomedes terminase de hablar. Si iba a Lámpsaco para observar los sucesos en nombre del rey de Bitinia, toda Roma supondría que tenía relaciones íntimas con él. ¿Pero cómo negarse a sus deseos? Era una demanda bien razonable.

—No debe parecer que actúo en tu nombre —replicó muy serio—. La suerte de los dos socii está totalmente en manos del gobernador de la provincia de Asia, al que no agradará la presencia de un privatus romano de veinte años que diga que es enviado oficial del rey de Bitinia.

—Pero es que necesito saber lo que suceda en Lámpsaco de boca de alguien lo bastante distanciado para no exagerar los hechos, y al mismo tiempo lo bastante romano para no ponerse automáticamente del lado de los griegos —protestó Nicomedes.

—No he dicho que no vaya a ir. Iré; pero como un simple privatus romano… alguien que está cerca por casualidad y que acude allí por curiosidad. De ese modo no se verá la mano de Bitinia y podré darte un informe detallado a mi regreso. Luego, si lo consideras necesario, puedes dirigir una protesta oficial al Senado de Roma y yo testificaré.

César partió al día siguiente por tierra, con la sola compañía de Burgundus y cuatro criados, como si cabalgara sin rumbo fijo. Aunque llevaba una coraza de cuero con la correspondiente faldilla, que era el atavío que usaba para montar a caballo, había empaquetado toga, túnica y zapatos senatoriales, y llevaba al esclavo que le hacía las coronas cívicas con hojas de roble. No quería presentarse en nombre del rey de Bitinia, pero sí iba a hacer ostentación de su persona como romano.

Eran los últimos días de diciembre cuando llegó a Lámpsaco por la misma carretera que Verres, y entró sin que advirtieran su presencia, ya que la ciudad entera se había congregado en el puerto para ver cómo atracaba la considerable flota de Claudio Nerón y Dolabela. Ninguno de los dos gobernadores estaba de buen humor; Dolabela porque se veía inexorablemente en manos de Verres, y Claudio Nerón porque las perturbadoras actividades de Dolabela amenazaban también a su persona. Sus rostros adustos no cobraron precisamente ánimo cuando les informaron que no había alojamiento conveniente, ya que en casa de Janitor seguía Verres y la única otra mansión adecuada de la ciudad era la de Filodamo, el acusado. Publio Tetio solventó el problema haciendo salir a un colega de su establecimiento y ofreciéndoselo a los dos gobernadores.

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