Pompeyo se echó a reír.
—Hablas igual que mi amigo Cicerón.
—¿Marco Tulio Cicerón, el prodigioso jurista?
—Sí, el mismo. Detestaba la guerra y no podía con ella, cosa que para mi padre era incomprensible. Pero, de todos modos, era una buena persona; a él le gustaba hacer lo que a mi no me gustaba, y entre los dos mantuvimos contento a mi padre sin muchas explicaciones. Después de la toma de Asculum Picenum se empeñó en marchar a servir con Sila en Campania y le eché de menos —añadió Pompeyo con un suspiro.
En dos intervalos de mercado de ocho días, Pompeyo tenía sus tres legiones de veteranos voluntarios acampadas en un reducto bien fortificado a unos ocho kilómetros de Auxinum, a la orilla de un afluente del Aesis. Las disposiciones sanitarias del campamento eran impecables, y su mantenimiento se llevaba a rajatabla. Pompeyo Estrabón, más apegado a sus orígenes rústicos, sólo había adoptado una normativa respecto a las fuentes, pozos negros, letrinas, basuras y desagües: cuando el hedor era insoportable, cambiar de sitio. Por eso había perecido por fiebres ante la puerta Colina de Roma, y los vecinos del Quirinal y del Viminal, enfurecidos por la contaminación de sus fuentes, habían ultrajado su cadáver.
Sin salir de su asombro, Varrón contemplaba el progreso del ejército de su joven amigo, maravillándose de las dotes que Pompeyo manifestaba para la organización y la logística. No se le pasaba por alto el menor detalle, y al mismo tiempo todas las ingentes tareas se ejecutaban con la rapidez propia de la magnífica eficiencia. Soy testigo de excepción de un auténtico fenómeno, se decía; este Pompeyo dará un vuelco a todo, cambiará nuestra manera de ver las cosas. No tiene un ápice de temor ni fisura alguna en su confianza.
Sin embargo, recordó que otros estaban también preparados antes de que se desencadenara el conflicto. ¿Qué sucedería cuando todo estuviese en marcha, cuando se vea enfrentado a la oposición —no ya la de Carbón o Sertorio—, cuando se enfrente a Sila? ¡Ésa será la verdadera prueba! Le apoye o no, la relación entre el toro viejo y el joven decidirá el porvenir de éste. ¿Se doblegará? ¿Puede doblegarse? ¿Qué reserva el futuro a alguien tan joven y seguro de sí mismo? ¿Existe alguna fuerza en el mundo, algún hombre, capaz de doblegarlo?
Era evidente que Pompeyo no pensaba que existiese. Aunque no era un místico, había creado un ambiente anímico a su alrededor que magnificaba ciertos instintos suyos que le complacían. Había, por ejemplo, cualidades más propias que adquiridas —como la de ser invencible, la invulnerabilidad, la inviolabilidad— pues eran un logro personal que él había integrado. Era como si, al mismo tiempo que un flujo divino corriese por sus venas, un miasma siguiera rodeándole. Había vivido casi desde niño los más prodigiosos sueños; mil batallas imaginadas, corriendo en el carro de guerra del vencedor laureado en cien triunfos, erguido sobre él como un Júpiter redivivo, con Roma postrada de admiración ante el hombre más grande de la Historia.
En lo que Pompeyo el soñador se diferenciaba de otros de su misma categoría era en la calidad de su contacto con la realidad; él veía el mundo con fría y exacta agudeza, consciente de la posibilidad y la probabilidad, aferrando cual sanguijuela su discernimiento a hechos como montañas, a detalles tan diminutos como una gota de agua clara. Así, sus prodigiosos ensueños eran el yunque mental sobre el que martilleaba la forma de los hechos cotidianos, templándolos y recociéndolos en el marco preciso de su vida real.
Ahora, distribuía a sus hombres en centurias, cohortes, legiones; los entrenaba, pasaba revista a sus pertrechos, descartaba las acémilas viejas, verificaba con recios golpes los ejes de los carros, los zarandeaba, los probaba a toda carrera en el áspero vado a los pies del campamento. Todo había de estar perfecto para que nada pudiera suceder que dejara en entredicho su propia perfección.
Doce días después de la concentración de tropas, le llegaron noticias de Brundisium. Sila avanzaba por la vía Apia, en medio de escenas de recibimiento entusiástico en villorrios, pueblos, ciudades. El mensajero informó a Pompeyo que Sila, antes de ponerse en marcha, había reunido su ejército y le había hecho prestar juramento de lealtad a su persona. Si en Roma había alguien que dudase respecto a la decisión de Sila de curarse en salud a propósito de posibles acusaciones de alta traición, el hecho de que su ejército le hubiese jurado lealtad, incluso frente al gobierno de Roma, despejaba todas las dudas y confirmaba que la guerra era inevitable.
Y el mensajero había añadido que los soldados de Sila le habían ofrecido su dinero para que pudiera comprar todo el trigo, las verduras y la fruta necesarios durante el avance por Calabria y Apulia, pues no querían caras hoscas que empañasen el destino de su general, no querían campos hollados, pastores muertos, mujeres violadas, ni niños famélicos. Todo se haría conforme a la voluntad de Sila; ya los pagaría más adelante, cuando fuese el amo de Italia y de Roma.
La noticia de que la región sur de la península acogía alborozada a Sila no complació mucho a Pompeyo, que esperaba que cuando él se le uniese con sus tres legiones de curtidos veteranos, hacerlo en condiciones de quien ayuda a quien realmente se encuentra en apuros. Pero era evidente que no era el caso; Pompeyo se encogió de hombros y adaptó sus planes a la situación que le exponían.
—Avanzaremos a lo largo de la costa hasta Buca y luego nos internaremos hacia Beneventum —dijo a sus tres centuriones jefe al mando de las tres legiones.
Eran cargos que, por derecho, hubieran debido ser para tribunos militares de alcurnia, que podría haber encontrado de proponérselo; pero los tribunos militares de casta habrían cuestionado su mando del ejército, y Pompeyo había optado por elegir sus subordinados entre su propia gente, por mucho que algunos aristócratas romanos lo deplorasen de haberlo sabido.
—¿Cuándo nos pondremos en marcha? —inquirió Varrón, al ver que nadie lo preguntaba.
—Ocho días antes del término de abril —contestó Pompeyo.
Pero entonces entró Carbón en escena, y Pompeyo hubo de cambiar de nuevo sus planes.
Desde los Alpes occidentales, la línea recta de la vía Emilia cortaba en diagonal la Galia itálica hasta Ariminum en el mar Adriático, y desde Ariminum, otra excelente vía seguía la costa hasta Fanum Fortunae, en donde comenzaba la vía Flaminia que conducía a Roma. Por ello, Ariminum era de importancia estratégica similar a Arretium, que dominaba el acceso a Roma al oeste de los Apeninos.
Por consiguiente, era lógico que Cneo Papirio Carbón —dos veces cónsul de Roma y ahora gobernador de la Galia itálica— emplazase en un campamento en las proximidades de Ariminum sus ocho legiones y sus tropas de caballería. Desde aquella base podía moverse en tres direcciones: por la vía Emilia, cruzando la Galia itálica, hacia los Alpes occidentales; por la costa del Adriático en dirección a Brundisium, y por la vía Flaminia hacia Roma.
Hacía año y medio que sabía que Sila desembarcaría y que lo haría en Brundisium. Pero en Roma aún había muchos que se pondrían de parte de Sila cuando llegase el momento, a pesar de que se proclamaban neutrales; eran todos hombres con predicamento político capaces de derrocar al gobierno, y por ello no había que perder de vista Roma. Y Carbón sabía también que Metelo Pío, el hijo del Meneítos, se había ocultado en Liguria, al pie de los Alpes occidentales de la Galia itálica; y con Metelo Pío estaban dos buenas legiones que había retirado de la provincia de África cuando los partidarios de Carbón le habían expulsado de ella. Carbón estaba seguro de que en cuanto supiera que Sila había desembarcado, Metelo Pío iría a unirse a él; con el consiguiente riesgo para la Galia itálica.
Naturalmente que había dieciséis legiones estacionadas en Campania, y más próximas a Brundisium que Carbón a Ariminum; pero ¿hasta qué punto eran leales los cónsules de aquel año, Norbano y Escipión Asiageno? No estaba Carbón muy seguro, al faltar de Roma su propia voluntad de hierro. A finales del año anterior se había convencido de dos cosas: de que Sila llegaría en primavera y de que Roma se hallaría más inclinada a oponerse a Sila si él, Carbón, se hallaba ausente de ella. Por ello se había asegurado la elección de dos partidarios incondicionales en Norbano y Escipión Asiageno, y él se había asignado el gobierno de la Galia itálica para no perder de vista los acontecimientos y poder actuar en el momento preciso en caso necesario. Su elección de cónsules había sido adecuada —al menos teóricamente—, pues ni Norbano ni Escipión Asiageno podían esperar clemencia de Sila. Norbano era un cliente de Cayo Mario, y Escipión Asiageno se había disfrazado de esclavo para huir de Aesernia durante la guerra itálica, acto que había disgustado a Sila. Pero ¿tenían suficientes fuerzas? ¿Utilizarían las dieciséis legiones como buenos generales, o no sabrían hacerlo? Carbón no sabía a qué atenerse.
Había algo con lo que no había contado: que el joven heredero de Pompeyo Estrabón tuviese la audacia de poner en pie de guerra tres legiones de veteranos de su padre y se uniera a Sila. Y no es que Carbón diese importancia a aquel jovenzuelo. Lo que le preocupaba eran las tres legiones de veteranos; porque una vez estuviesen al mando de Sila, él sabría emplearlas magistralmente.
Fue el cuestor de Carbón, el magnífico Cayo Verres, quien le llevó la noticia de la proyectada expedición del joven Pompeyo.
—Habrá que detener a ese muchacho antes de que se ponga en marcha —dijo Carbón, frunciendo el ceño—. ¡Qué estorbo! Esperemos que Metelo Pío no se mueva de Liguria mientras me ocupo del joven Pompeyo, y que los cónsules sean capaces de contener a Sila.
—Con el joven Pompeyo acabaremos pronto —añadió Cayo Verres, con tono seguro.
—Sí, pero no por eso deja de ser un estorbo —añadió Carbón—. Haz el favor de convocar a los legados.
Los legados de Carbón no aparecían, y Verres recorrió el gigantesco campamento de un extremo a otro, consciente de que el tiempo que transcurría enojaría a Carbón. Mientras los buscaba, muchas cosas cruzaron su pensamiento, aunque ninguna de ellas relacionada con la actuación del joven heredero de Pompeyo Estrabón. No, en quien no dejaba de pensar Cayo Verres era en Sila, aunque nunca había hablado con él (y no había motivo para ello, ya que su padre era un humilde senador pedario sin derecho a voz, y él durante la guerra itálica había servido a las órdenes de Cayo Mario y de Cinna), recordaba la mirada de Sila entre el cortejo, el día de su proclamación como cónsul, y le había impresionado. A Verres le gustaba estar donde hubiese dinero, pues tenía gustos artísticos costosos y grandes ambiciones, y ahora, mientras daba con los legados de Carbón, se preguntaba si no sería el momento de cambiar de bando.
A decir verdad, Cayo Verres no era cuestor sino procuestor, pues su cargo oficial de cuestor había cumplido el año anterior; que siguiera en el cargo era por voluntad de Carbón, que le había nombrado personalmente, alegando que estaba tan satisfecho de él que quería que le acompañase durante su cargo de gobernador de la Galia itálica. Y como la función del cuestor era administrar el dinero de su superior y llevar las cuentas, Cayo Verres había solicitado al tesoro por cuenta de Carbón la cantidad de 2.235.417 sestercios, suma que, hasta el último sestercio (¡incluso los últimos 417!), estaba destinada a cubrir los gastos de Carbón: pago de las legiones, aprovisionamiento de las mismas, un buen nivel de vida para él, para sus legados, sus criados y su cuestor, y a sufragar el coste de mil y un pequeños artículos, inclasificables en las citadas partidas.
Aunque aún no había concluido abril, ya se habían gastado millón y medio de sestercios, lo que significaba que Carbón no tardaría en tener que pedir fondos al tesoro. Sus legados vivían muy bien, y Carbón hacía tiempo que estaba acostumbrado a tener al alcance de la mano los fondos del Estado. Y no digamos Cayo Verres; él también había hundido bien las manos en un tarro de miel antes de meterlas en las bolsas de dinero. Hasta aquel momento había mantenido discretamente sus peculados, pero ahora, pensándoselo mejor, se dijo que no había necesidad de mantener la sutileza. En cuanto Carbón se alejase para hacer frente a las tres legiones de Pompeyo, él pondría tierra de por medio. Había llegado el momento de cambiar de bando.
Y así lo hizo. Carbón, al amanecer, cogió cuatro legiones, sin caballería, para hacer frente al heredero de Pompeyo Estrabón, y no estaba muy alzado el sol cuando Cayo Verres abandonó también el campamento. Sólo le acompañaban sus criados y no siguió la dirección sur en pos de Carbón, sino que se encaminó a Ariminum, en donde Carbón tenía los fondos en un banco. Sólo dos personas tenían poder para retirarlos: el gobernador Carbón y su cuestor Verres. Después de alquilar doce mulas, Verres retiró cuarenta y ocho talentos y medio en bolsas de cuero que cargó en los animales, y ni siquiera hubo de dar pretexto alguno, pues por Ariminum se había difundido la noticia del desembarco de Sila, y el banquero sabía que Carbón había emprendido la marcha con la mitad de su infantería.
Mucho antes de mediodía, Cayo Verres había desaparecido con seiscientos mil sestercios de la asignación de Carbón, por caminos secundarios, primero de sus propiedades en el valle alto del Tíber y luego —con las mulas aligeradas en veinticuatro talentos de monedas de plata— por otras rutas a través de las cuales pudiera dar con Sila.
Ignorando que su cuestor había desaparecido, Carbón descendió por la costa del Adriático en dirección a la posición de Pompeyo cerca del Aesis. Avanzaba con tal optimismo, que no se preocupó por hacerlo rápidamente ni adoptó especiales precauciones para ocultar sus movimientos. Sería un buen ejercicio para sus tropas, bisoñas en su mayoría, y nada más. Por muy terribles que pareciesen las tres legiones de veteranos de Pompeyo Estrabón, Carbón tenía suficiente experiencia para saber que ningún ejército puede actuar mejor de lo que ordene su general. ¡Y su general era un chiquillo! La batalla sería un juego de niños.
Cuando le llegó la noticia de la aproximación de Carbón, Pompeyo profirió gritos de alegría y formó inmediatamente a sus soldados.
—¡Ni siquiera tendremos que salir de nuestras tierras para dar nuestra primera batalla! —les gritó—. ¡Carbón en persona viene desde Ariminum a enfrentarse a nosotros en un combate que tiene perdido de antemano! ¿Por qué? ¡Porque sabe que soy yo quien os manda! A vosotros os respeta; pero a mi no. ¿Creéis que él piensa que el hijo del Carnicero sabe mondar huesos y cortar carne? ¡Qué va, Carbón es tonto! ¡Cree que el hijo del Carnicero es demasiado lindo y delicado para mancharse las manos en el oficio de su padre! ¡Pues se equivoca! Y lo sabéis igual que yo. ¡Vamos a demostrárselo!