Read Favoritos de la fortuna Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Favoritos de la fortuna (11 page)

BOOK: Favoritos de la fortuna
2.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Ofellas y Catilina seguirán conmigo —dijo, volviendo a cerrar el odre—. Pero a Verres, que, como su nombre indica, es un verraco insaciable, creo que le enviaré a Beneventum, al menos de momento, para que organice los aprovisionamientos y vigile la retaguardia.

—¡ Sí que le gustará! —exclamó el Meneítos con una risita que provocó una sonrisa en Craso.

—¿Y el joven Cetego? —preguntó; le dolían las piernas de llevarlas colgando, pues eran unas piernas muy gruesas, y se agitó un poco para cambiar de postura.

—Cetego se quedará de momento —contestó Sila, volviendo a acercar la mano al odre y retirándola resueltamente—. Puede ocuparse de las cosas en Campania.

Poco antes de que su ejército cruzase el río Volturnus, cerca de la ciudad de Casilium, Sila envió seis mensajeros a negociar con Cayo Norbano, el más capaz de los dos cónsules epígonos de Carbón. Norbano había salido con ocho legiones, tomando posiciones para defender Capua, y cuando los enviados de Sila aparecieron con bandera para parlamentar, los mandó detener sin escucharles y ordenó avanzar a sus legiones hasta la llanura de Capua y el pie del monte Tifata. Irritado por el trato tan poco noble dado a sus enviados, Sila se dispuso a dar a Norbano una lección que nunca olvidaría. Descendiendo con sus tropas por la falda del monte Tifata, cayó sobre el incauto Norbano, derrotándole sin que se entablase batalla, y el cónsul tuvo que retirarse a Capua, en donde hizo una selección de la aterrada tropa, envió dos legiones para defender Neapolis, puerto de la Roma de Carbón, y se dispuso a aguantar un asedio.

Gracias al ingenio de un tribuno de la plebe, Marco Junio Bruto, Capua estaba muy predispuesta a aceptar el actual gobierno de Roma, pues a principios de año Bruto había promulgado una ley que concedía a Capua la condición de ciudad romana, lo que había complacido enormemente a la población, tras varios siglos de haber sido castigada por Roma por sus muchas insurrecciones. Por consiguiente, Norbano no debía preocuparse de que Capua se cansase de él y de su ejército. Capua era una complacida anfitriona de las legiones romanas.

—Tenemos Puteoli y no necesitamos Neapolis —dijo Sila a Pompeyo y a Metelo Pío mientras se dirigían a caballo hacia Teanum Sidicinum —, y podemos prescindir de Capua porque tenemos Beneventum. Ha sido un acierto dejar allí a Cayo Verres —añadió, deteniéndose un instante para reflexionar y asintiendo con la cabeza como contestando a lo que pensaba—. Le daremos una nueva encomienda a Cetego. Le haremos legado de todas las columnas de abastecimiento. ¡ Eso pondrá a prueba su diplomacia!

—Ésta es una guerra muy lenta —terció Pompeyo—. ¿Por qué no marchamos sobre Roma?

El rostro que Sila volvió hacia él era, dadas sus limitaciones, una imagen de amabilidad.

—¡Paciencia, Pompeyo! En artes marciales no necesitas que te enseñen, pero tus conocimientos políticos son nulos. Si en lo que queda de año no aprendes nada, al menos te servirá como lección de manejos políticos. Antes de que pensemos en marchar sobre Roma, debemos primero demostrarle que no puede vencer con el actual gobierno. Luego, si se muestra razonable, vendrá a nosotros y se nos ofrecerá.

—¿Y si no lo hace? —inquirió Pompeyo, sin saber que Sila ya había hablado de esto con Metelo Pío y con Craso.

—Ya veremos —se limitó a contestar Sila.

Habían dejado atrás Capua como si Norbano, atrincherado en su interior, no existiese, y proseguían la marcha en dirección al segundo ejército consular de Roma al mando de Escipión Asiageno y su primer legado Quinto Sertorio. Las pequeñas y muy prósperas ciudades de Campania que cruzó Sila, más que capitular le recibieron con los brazos abiertos, pues le conocían bien; él había mandado los ejércitos de Roma en aquella región durante casi toda la guerra itálica.

Escipión Asiageno se hallaba acampado entre Teanum Sídicinum y Cales, lugar en el que un pequeño afluente del Volturnus, alimentado por manantiales, llevaba una buena cantidad de agua ligeramente efervescente y cálida que aun en verano era una delicia.

—¡Éste será un excelente campamento de invierno! —dijo Sila.

Y acampó a su ejército en la orilla opuesta del riachuelo que le separaba de su adversario. Hizo regresar la caballería a Beneventum al mando de Cetego y dio instrucciones personales a nuevos mensajeros para que negociaran una tregua con Escipión Asiageno.

—No es un antiguo cliente de Cayo Mario y resultará mucho mas fácil tratar con él que con Norbano —comentó a Metelo Pío y a Pompeyo. Su rostro seguía sanando y había ingerido menos vino que durante el viaje desde Beneventum, lo cual se traducía en un mejor estado de ánimo y una mente más despejada.

—Tal vez —dijo el Meneítos, con gesto de duda—. Si sólo se tratara de Escipión, te diría que estoy totalmente de acuerdo; pero tiene con él a Quinto Sertorio, y ya sabes lo que eso significa, Lucio Cornelio.

—Inconvenientes —dijo Sila impasible.

—¿No deberías pensar en cómo reducir a Sertorio a la impotencia?

—No lo necesito, querido Meneítos. Lo hará el propio Escipión —dijo Sila, señalando con una vara hacia el lugar en el que una curva cerrada del riachuelo aproximaba ambos campamentos—. Cneo Pompeyo, ¿saben excavar tus veteranos?

—¡Ya lo creo! —respondió Pompeyo, parpadeando.

—Bien. Pues, mientras los demás acaban las fortificaciones de invierno, ordénales excavar en la orilla, fuera de nuestras defensas, para hacer una gran piscina —añadió Sila con displicencia.

—¡Qué fantástica idea! —exclamó Pompeyo con igual naturalidad, sonriendo—. Ahora mismo ponemos manos a la obra —añadió, cogiendo la vara de Sila y señalando hacia la lejana orilla—. General, si te parece, abriré brecha en la orilla y ensancharé el río en vez de hacer una balsa aparte. Y creo que los hombres quedarán contentos si techamos una parte… para que no haga tanto frío más adelante.

—¡Buena idea! Hazlo —contestó Sila afable, viendo cómo Pompeyo se alejaba a buen paso.

—¿Qué os traéis entre manos? —preguntó Metelo Pío, frunciendo el ceño, al ver a Sila tan amable con aquel joven engreído.

—Él ya lo sabe —contestó Sila, críptico.

—¡Pero yo no! —exclamó el Meneítos intrigado—. ¡Acláramelo!

—¡Confraternización, querido Meneítos! ¿Tú crees que las tropas de Escipión van a sucumbir a la tentación del balneario de Pompeyo? Al fin y al cabo, también son soldados romanos, y no hay nada mejor que una actividad placentera compartida con los amigos. En cuanto Pompeyo tenga acabada la piscina, disfrutarán de ella tantos hombres de Escipión como de los nuestros. Y en seguida comenzarán a charlar: las mismas bromas, las mismas quejas, la misma clase de vida. Te apuesto algo a que no hará falta librar una batalla.

—¿Y con lo poco que le has dicho él lo ha comprendido?

—Totalmente.

—¡ Me sorprende que se haya avenido a ayudarte! Porque él quiere una batalla.

—Cierto. Pero ya se ha dado cuenta de cómo soy, Pío, y sabe que no va a haber batalla esta primavera. Ya sabes que en su estrategia no entra el incomodarme. Me necesita tanto como yo a él —dijo Sila, riendo cautamente sin mover la cara.

—Me parece que es de los que deciden antes de lo que tú crees que no te necesita.

—Pues te equivocas.

Dos días más tarde, Sila y Escipión Asiageno parlamentaban en la carretera entre Teanum y Cales, acordando un armisticio. Por entonces, Pompeyo había terminado la balsa y tras publicar una lista de turnos de personal —como metódico que era— que dejaba tiempo suficiente para que lo utilizaran también los de la otra orilla, la inauguró para recreo de la tropa. Al cabo de dos días, el tránsito de soldados entre uno y otro campamento era tan crecido que…

—Más valdría que olvidásemos que somos adversarios —comentó Quinto Sertorio a su comandante.

—¿Qué mal hay en ello? —replicó Escipión Asiageno con gesto de sorpresa.

El único ojo que le quedaba a Sertorio se alzó hacia el cielo. Seguía siendo un hombrón, y su contextura física, a mitad de la tercera década, se había asentado definitivamente, confiriéndole un temible aspecto de toro. Cosa que en ciertos aspectos era lamentable, pues le confería un aspecto bovino totalmente ajeno a la potencia y valía de su mente. Era primo de Cayo Mario y había heredado de él más capacidad militar y personal que su propio hijo; había perdido el ojo en una escaramuza justo antes del sitio de Roma, pero como era el izquierdo y él no era zurdo, la pérdida no le había hecho perder cualidades guerreras; la cicatriz había transformado su agradable rostro en algo caricaturesco, pues el lado derecho seguía siendo atractivo mientras que el izquierdo exponía impúdicamente la horrible contradicción.

El caso era que Escipión le subestimaba, no le respetaba ni entendía. Y ahora le miraba sorprendido.

Sertorio insistió.

—¡Asiageno, piensa! ¿Tú crees que nuestros soldados combatirán bien si les permitimos que hagan amistad con el enemigo?

—Combatirán si se les ordena.

—No estoy de acuerdo. ¿Por qué crees que Sila ha hecho construir esa balsa si no para atraerse a nuestras tropas? ¡No lo ha hecho para esparcimiento de la suyas! ¡ Es una trampa y estás cayendo en ella!

—Hemos acordado una tregua, y ellos son tan romanos como nosotros —replicó tercamente Escipión Asiageno.

—A ellos los manda un hombre al que deberías temer como si viniera del infierno, Asiageno. No se le puede ceder en una sola pulgada. Si lo haces, acabará apoderándose de todas las millas desde aquí hasta Roma.

—Exageras —replicó Escipión hierático.

—¡Eres tonto! —farfulló Sertorio sin poder contenerse.

Pero a Escipión le dejó impasible aquel arrebato de malhumor; bostezó, se rascó la mejilla y se miró las uñas cuidadosamente recortadas. Luego, alzó la vista hacia el enorme Sertorio y le sonrió con dulzura.

—¡Márchate! —dijo.

—¡Ya lo creo! ¡Ahora mismo! —replicó Sertorio—. ¡A ver si Cayo Norbano te hace entrar en razón!

—Dale recuerdos —gritó Escipión cuando ya Sertorio abandonaba la tienda, y siguió mirándose las uñas.

Quinto Sertorio cabalgó hasta Capua al galope, y allí encontró un hombre más de su aprecio que Escipión Asiageno. Norbano, el más leal de los partidarios de Mario, no era un seguidor fanático de Carbón, y tras la muerte de Cinna le había seguido siendo leal porque detestaba a Sila aún más que al propio Carbón.

—¿Quieres decir que ese aristócrata fofo ha acordado un armisticio con Sila? —inquirió Norbano, pronunciando con estridencia el odiado nombre.

—Como lo oyes. Y permite a sus tropas confraternizar con el enemigo —añadió Sertorio imperturbable.

—¿Por qué me habrán asignado un colega tan idiota como Asiageno? —gimió Norbano, encogiéndose de hombros—. Bueno, a eso ha quedado reducida Roma, Quinto Sertorio. Le enviaré una airada misiva de la que hará caso omiso; pero sugiero que vuelvas con él. No me gustaría que acabases siendo cautivo de Sila… porque se las arreglaría para asesinarte. Trata de hacer algo que moleste a Sila.

—Muy bien pensado —dijo Sertorio con un suspiro—. Pondré en contra suya a las ciudades de Campania. Los ciudadanos se han declarado partidarios suyos, pero hay descontentos —añadió con un gesto de enojo—. ¡Mujeres, Cayo Norbano! ¡Mujeres! En cuanto oyen el nombre de Sila pierden el sentido arrobadas. Han sido las mujeres las que han inducido a ponerse de su parte a la Campania; no los hombres.

—Pues convendría que le vieran —dijo Norbano con gesto de asco—. Me consta que tiene aspecto infrahumano.

—¿Peor que yo?

—Dicen que mucho peor.

Sertorio frunció el ceño.

—Algo he oído, pero Escipión no me dejó formar parte del grupo que negoció el acuerdo y no le he visto. Además, Escipión no habló de su aspecto físico. ¡Ah, seguro que le duele, a la preciosa mentula! —añadió con una risa feroz—. ¡Era tan vano como una mujer!

—No te gusta mucho el sexo, ¿verdad? —dijo Norbano sonriente.

—Las mujeres están bien para un polvo, pero no me casaría con ninguna. Mi madre es la única mujer que acepto. ¡ Pero ella es una mujer como debe ser! No mete la nariz en cosas de hombres, no intenta mandar en casa ni utiliza su cunnus como arma —añadió Sertorio, cogiendo el casco y ajustándoselo enérgicamente—. Me marcho, Cayo. Que tengas buena suerte para disuadir de su error a Escipión. Verpa!

Después de pensárselo un poco, Sertorio decidió dirigirse desde Capua a la costa de Campania, en donde el precioso puertecillo de Sinuessa Aurunca podría ser terreno abonado para hacer un manifiesto contra Sila. En Campania no existía casi peligro en las carreteras, pues Sila no había procedido a cortar ninguna de ellas, aparte de la toma de Neapolis. Sin duda, no tardaría en disponer una fuerza en las afueras de Capua para impedir la salida de Norbano, pero durante su estancia allá no habían visto el menor signo de que se dispusiera a hacerlo. En cualquier caso, Sertorio consideró prudente evitar las carreteras principales. Le agradaba aquella sensación de existencia fugitiva; conllevaba una mayor dimensión de vida real y le recordaba vívidamente la época en que se había fingido guerrero celtíbero para espiar entre los germanos. ¡Eso sí que había sido vida, y no esos fofos aristócratas romanos a quienes aplacar y obedecer! Acción constante, mujeres que sabían cuál era su lugar; hasta había tenido una mujer germánica que le había dado un hijo sin que en ningún momento ella ni el retoño hubiesen representado estorbo alguno; ahora vivían en la Hispania Citerior, en el enclave montañoso de Osca, y el niño sería ya… casi un hombre. ¡Cómo corría el tiempo! No es que los echara de menos, ni anhelase conocer a su único hijo; lo que echaba de menos era aquella clase de vida, la libertad, el bien por excelencia en el que uno se crece como guerrero. Sí, aquello era vida…

Con arreglo a su inveterada costumbre, viajaba sin escolta, ni siquiera un solo esclavo; igual que su primo, el anciano Cayo Mario, él era partidario de que un militar debía ser capaz de cuidar de si mismo. Naturalmente, sus pertrechos los tenía en el campamento de Escipión Asiageno y no iba a volver a por ellos; ¿o sí? Ahora que lo pensaba, había un par de cosas que echaba mucho de menos: la espada que utilizaba normalmente, una cota de malla que se había traído de Galia, de una ligereza y hechura de las que ningún herrero de Italia era capaz, y sus botas de invierno de Liguria. Sí, volvería. Pues aún tardaría varios días en caer Escipión.

Volvió, pues, grupas y fue en dirección noreste, pensando en rodear el campamento de Sila por el lado más alejado, advirtiendo que tras sus pasos avanzaba un grupo por el camino. Cuatro hombres y tres mujeres. ¡Ah, mujeres! Estuvo a punto de volver grupas de nuevo, pero optó por avanzar más aprisa. De todos modos, ellos iban en dirección al mar y él ahora se dirigía a las montañas.

BOOK: Favoritos de la fortuna
2.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Enticing Their Mate by Vella Day
Hunger by Felicity Heaton
French Children Don't Throw Food by Druckerman, Pamela
Horse Games by Bonnie Bryant
Gladly Beyond by Nichole Van
The Dead Play On by Heather Graham
Midnight Empire by Andrew Croome