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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Favoritos de la fortuna (12 page)

BOOK: Favoritos de la fortuna
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Pero al distinguirlos mejor, frunció el ceño. ¿No conocía al que iba en cabeza? Era un verdadero gigante de pelo muy rubio y muy musculoso, como otros tantos germanos que él había conocido… ¡Burgundus! ¡Por los dioses, era él, Burgundus! ¡Y detrás cabalgaban Lucio Decumio y sus dos hijos!

Burgundus le había reconocido, y ambos azuzaron a su caballo para ir al encuentro, mientras el pequeño Lucio Decumio azotaba a su cabalgadura para no quedarse atrás. ¡Cómo iba a perderse él una sola palabra de la conversación!

—¿Qué demonios haces aquí? —inquirió Sertorio una vez intercambiados apretones de manos y palmadas en la espalda.

—Estamos perdidos; eso es lo que hacemos —contestó Lucio Decumio, mirando airado a Burgundus —. ¡ Esa mole de basura germana juró que conocía el camino! ¡Él qué va a conocer!

Los años que Burgundus llevaba oyendo los interminables insultos que escupía (y nunca mejor dicho) Lucio Decumio, le habían hecho inmune a ellos, y en esta ocasión los soportaba con su habitual paciencia, mirando al pequeño romano del mismo modo que un buey contempla a un mosquito.

—Buscamos las tierras de Quinto Pedio —dijo Burgundus en su torpe latín, sonriendo a Sertorio con una afabilidad que a pocos hombres demostraba—. La señora Aurelia va a recoger a su hija para llevarla a Roma.

Y allí llegaba ella, a lomos de una robusta y lenta mula, perfectamente erguida, bien peinada y sin la menor mota de polvo en su túnica de viaje. La acompañaba su robusta criada gala, Cardixa, y otra que Sertorio no conocía.

—Quinto Sertorio —dijo, acercándose y tomando el mando en cierto modo.

¡Ella sí que era una mujer! Sertorio le había dicho a Norbano que él no estimaba más que a una sola mujer —su madre—, pero se había olvidado de Aurelia. No se explicaba cómo podía ser a la vez tan hermosa y tan inteligente, pero lo cierto es que era la única mujer en el mundo que reunía las dos cualidades. Aparte de que era tan honorable como cualquier hombre: no mentía, no gemía ni se quejaba, trabajaba denodadamente y no se entrometía en los asuntos de los demás. Tendrían casi la misma edad —cuarenta años— y se conocían desde que ella se había casado, más de vein¡ te años atrás, con Cayo Julio César.

—¿Has visto a mi madre? —inquirió Sertorio, mientras ella azuzaba a la mula para apartarse del resto del grupo.

—Desde los ludi romani del año pasado no he vuelto a verla, pero tú la habrás visto entretanto. Este año volverá a estar con nosotros durante los juegos. Lo ha adoptado como costumbre.

—No quiere estar nunca en mi casa —comentó él.

—Es que se encuentra sola, Quinto Sertorio, y tu casa es muy triste, mientras que en la nuestra siempre hay bullicio, y a ella le gusta. No creo que le gustara quedarse más de lo que duran los juegos, pero una vez al año está bien.

Satisfecho con las nuevas de su madre, a quien tanto quería, Sertorio volvió a la cuestión que les ocupaba.

—¿De verdad que os habéis perdido? —preguntó.

—Eso me temo —contestó Aurelia con un suspiro—. ¡Ya verás cuando se entere mi hijo! Me lo reprochará toda la vida. Como es flamen dialis, él no puede salir de Roma y he tenido que confiar en Burgundus. Cardixa dice que es capaz de perderse entre el Foro y el Subura —añadió con desmayada sonrisa—, y yo creía que exageraba, pero ya veo que no.

—Y Lucio Decumio y sus muchachos tampoco han servido de mucho.

—Fuera de la ciudad para poco sirven. Pero, de todos modos —añadió—, no podría haber tenido una escolta más solícita y atenta, y ahora que te hemos encontrado estoy segura de que llegaremos a las tierras de Quinto Pedio sin tardanza.

—No sin tardanza, pero sí que os puedo poner en camino. ¿Has venido a recoger a tu niña, Aurelia? —añadió Sertorio, escrutándola con su único ojo.

—No exactamente —contestó ella ruborizándose—. Quinto Pedio me escribió rogando que viniese. Por lo visto, Escipión y Sila han acampado junto a sus tierras y piensa que Lia estaría más segura en otro lugar. Pero ella no quiere marcharse!

—Una auténtica César. Tozuda —dijo Sertorio sonriendo.

—¡No lo sabes bien! En realidad, habría debido venir su hermano, porque cuando él les dice a sus hermanas que hagan esto o lo otro, las dos se desviven por hacerlo. Pero Quinto Pedio piensa que yo lo lograré. Mi cometido no es recoger a la niña y llevármela a casa, sino convencerla de que venga.

—Lo conseguirás. Los César son tercos, pero no es de los César de donde a tu hijo le viene ese aire de mando, sino de ti, Aurelia —dijo Sertorio, súbitamente brusco—. Espero que comprendas que llevo cierta prisa, y, aunque hago parte de tu camino, lamento no poder escoltarte hasta casa de Quinto Pedio. Tendrás que recurrir a Sila, que está acampado entre donde estamos ahora y las tierras de Quinto Pedio.

—Y tú vas al campamento de Escipión —añadió ella.

—No iba allí —confesó él—, pero advertí que tenía unas cosas que quería llevar conmigo.

Los enormes ojos malva le miraron apaciblemente.

—Ya entiendo. Escipión no está a la altura.

—¿Tú pensabas que lo estaba?

—No, nunca.

Se hizo un breve silencio mientras volvían grupas por donde habían venido y el resto del grupo los seguía sin decir palabra.

—¿Qué vas a hacer, Quinto Sertorio?

—Entorpecer a Sila lo más posible. Creo que en Sinuessa. Pero después de recoger mis cosas del campamento de Escipión —añadió con un carraspeo—. Puedo llevarte hasta el campamento de Sila. No se atreverá a detenerme si llego acompañándote.

—No, llévanos lo más cerca posible para que podamos dar con su campamento sin perdernos —replicó ella con un breve y agradable suspiro—. ¡Me alegrará volver a ver a Lucio Cornelio! Hace cuatro años que no ha estado en Roma. Cuando venía, siempre iba a visitarme nada más llegar y antes de irse. Era como una tradición. Ahora soy yo quien debe romperla; y todo por culpa de esa hija cabezota. Pero no importa. Lo que cuenta es que Lucio Cornelio y yo volvamos a vernos. He echado mucho de menos sus visitas.

Sertorio estuvo a punto de abrir la boca para prevenirla, pero no llegó a hacerlo. Lo que él sabía del aspecto de Sila era por comentarios, y lo que sabía de Aurelia eran evidencias. Y estaba seguro de que a ella le gustaría descubrirlo por si misma.

Así, cuando las defensas de tierra y troncos del campamento de Sila comenzaron a divisarse a lo lejos del ondulante horizonte de Campania, Quinto Sertorio se despidió de su prima muy serio, arreó al caballo y se alejó.

Otro camino cruzaba la llanura hasta las defensas, hollado ya por el paso constante de carros de aprovisionamiento y las herraduras de los caballos. No había pérdida.

—Hemos debido de pasar de largo —dijo Lucio Decumio—, ¡pero nos lo ocultó a la vista tu culazo, Burgundus!

—¡Vamos, vamos, dejad de pelearos! —dijo suavemente Aurelia.

Y ahí acabó todo. Una hora más tarde el pequeño grupo se detenía ante la puerta, Lucio Decumio solicitaba ver al general y entraban en un mundo extraño y nuevo para Aurelia, que en su vida había estado en un campamento militar. Muchos ojos se clavaban en ella conforme avanzaban por la amplia avenida que cruzaba recta hasta la otra puerta que se veía a lo lejos. Estupefacta, calculó que habría más de cuatro kilómetros.

A medio camino de la vía principalis estaba la única zona de terreno elevado dentro del campamento, un montículo artificial en el que había una casona de piedra. La gran bandera roja del general ondeaba, indicando que estaba en ella, y el oficial pelirrojo que hacía guardia, sentado ante una mesa bajo un toldo, se puso torpemente de pie al ver que era una mujer quien venía a visitar al general. Lucio Decumio, sus hijos, Burgundus, Cardixa y la otra sirvienta permanecieron con los caballos mientras Aurelia avanzaba serena por el sendero hacia el oficial y los centinelas.

Como estaba totalmente envuelta en una voluminosa túnica de fina lana de cervato, lo único que el joven oficial de guardia, Marco Valerio Mesala Rufo, pudo ver fue su rostro. Y qué rostro, pensó, boquiabierto. ¡Tendría la misma edad de su madre, pero qué hermosa mujer! La misma edad de Helena de Troya. Los años no habían mermado el encanto de Aurelia, y aún atraía todas las miradas cada vez que salía a la calle.

—Por favor, quiero ver a Lucio Cornelio Sila.

Mesala Rufo ni le preguntó el nombre ni pensó en prevenir a Sila de su llegada; se limitó a hacerle una reverencia y a indicarle la puerta con la mano. Aurelia entró, dándole las gracias con una sonrisa.

Aunque las persianas estaban abiertas para que entrase el aire, las sombras llenaban la habitación, en particular su fondo, en donde se veía a un hombre, inclinado sobre una mesa, escribiendo apresuradamente a la luz de una lámpara.

—Lucio Cornelio…

Aquella voz sólo podía ser de ella.

El tiempo se detuvo. El torso inclinado se irguió rígido y se encorvó como alerta a recibir un terrible golpe, y pluma y papel rodaron por la mesa por la fuerza con que fueron apartados. Pero a continuación se la quedó mirando, inmóvil.

—¿Lucio Cornelio? —repitió ella, avanzando unos pasos. Silencio, pero sus ojos comenzaban a acostumbrarse a a la penumbra y columbraron una cabeza con cabello que no era el de Lucio Cornelio Sila. Unos ricitos rojoamarillentos, ridículos.

En ese momento él se irguió, como presa de una convulsión, y comprendió que si era Lucio Cornelio; sólo por el hecho de que la miraban los ojos de Lucio Cornelio. No podían ser más que sus ojos.

Dioses del Olimpo, ¿cómo he podido hacerle esto? ¡No lo sabía! ¡ De haberlo sabido, ni una torre de asedio habría podido arrastrarme hasta aquí! ¿Qué expresará mi rostro? ¿Qué leerá él en mi expresión?

—¡Oh, Lucio Cornelio, qué alegría verte! —dijo en el tono perfectamente adecuado, y dio los últimos pasos hasta el escritorio para besarle en ambas mejillas llenas de cicatrices.

A continuación, se sentó en una silla plegable, cruzó las manos en el regazo, le dirigió una amable sonrisa con toda naturalidad y aguardó.

—No me proponía volver a verte, Aurelia —dijo sin quitar la vista de ella—. ¿No podías haber aguardado a que llegase a Roma? No me esperaba esta ruptura de nuestra costumbre.

—Creo que te costará llegar a Roma… con tu ejército. O tal vez fuese que yo presentía que sería la primera vez que no irías a verme. Pero no, querido Lucio; no estoy aquí por nada que puedas pensar. He venido porque ando perdida.

—¿Perdida?

—Sí. Busco las tierras de Quinto Pedio. La tonta de mi hija no quiere venir a Roma, y Quinto Pedio, que seguramente no sabrás que es su segundo esposo, no quiere que esté aquí cerca de dos ejércitos acampados.

Lo había dicho en tono animado y convincente, y estaba segura de que quitaría hierro a su imprevista llegada.

Pero fue Sila quien dijo:

—¿Te he causado impresión, verdad?

—En cierto modo —replicó ella con sinceridad—. Sobre todo por el pelo. Supongo que te has quedado calvo.

—Y sin dientes —añadió él, descubriendo sus encías vacías.

—Bueno, todos llegamos a ello si vivimos lo bastante.

—¿No te gustaría que te besase como lo hice hace algunos años, ¿verdad?

Aurelia ladeó la cabeza, sonriente.

—Ni siquiera entonces quería que me besases, aunque me agradase; y demasiado para mi propia tranquilidad de espíritu. ¡Cómo te ofendiste!

—¿Y qué esperabas? Me rechazaste. Y no me gusta que me rechacen las mujeres.

—¡ Bien que me acuerdo!

—Yo me acuerdo de las uvas.

—Yo también.

—¡Ojalá pudiese llorar! —exclamó él, lanzando un profundo suspiro y cerrando los párpados.

—Me alegro de que no puedas, querido amigo —dijo ella con ternura.

—Tú lloraste por mí entonces.

—Cierto; pero no voy a llorar por ti ahora. Sería penar por un reflejo que ha discurrido río abajo hace ya mucho tiempo. Y me alegro de que haya pasado.

Sila se levantó por fin con aire de viejo cansado.

—¿Quieres una copa de vino?

—Sí, claro.

Aurelia advirtió que lo servía de dos jarros distintos.

—No quiero darte la orina que estoy obligado a beber últimamente, seca y agria como yo.

—Yo también estoy bastante seca y agria, pero beberé lo que tú me recomiendes —dijo ella, cogiendo la copa y dando un sorbo con ganas—. Es muy bueno; gracias. Ha sido una larga jornada tratando de dar con Quinto Pedio.

—¿Y cómo es que tu marido te deja sola para hacer esas cosas? ¿Está de nuevo fuera de Italia? —inquirió Sila, sentándose ya menos inquieto.

Una sombra de dureza enturbió los esplendorosos ojos de Aurelia.

—Hace dos años que soy viuda, Lucio Cornelio.

—¿Ha muerto Cayo Julio? —inquirió él sin salir de su asombro—. ¡Si estaba tan sano como un muchacho! ¿Murió en combate?

—No, fue de repente.

—Y aquí estoy yo, con mil años más que él… apegado a la vida —comentó Sila amargamente.

—Eres el caballo de octubre, y él no era más que el centro de la arena. Un buen hombre; me alegro de haber estado casada con él, pero nunca pensé que fuese hombre que necesitase estar apegado a la vida —dijo Aurelia.

—Quizás haya sido mejor así. Si tomo Roma, le habría resultado difícil; y me imagino que habría optado por alinearse con Carbón.

—Estuvo de parte de Cinna por su vinculación a Cayo Mario, pero no sé yo si se habría puesto de parte de Carbón. ¿Está bien tu esposa, Lucio Cornelio? —añadió ella para cambiar de tema, ya mas acostumbrada a su lamentable aspecto, él que había sido hermoso como un Apolo.

—La última vez que supe de ella, si. Está en Atenas. El año pasado me dio mellizos; niño y niña. Y tiene miedo de que se parezcan a su tío el Meneítos —añadió, conteniendo la risa.

—¡ Oh, no, pobrecitos! Es una bendición tener niños. ¿Piensas a veces en tus otros mellizos, los que te dio tu esposa germánica? Ya serán hombres.

—¡Queruscos que arrancan la cabellera a los romanos y los queman vivos en jaulas!

Se apaciguaría. Estaba ya más tranquilo y menos atormentado. De todos los males que hubiera podido imaginar que aguardaban a Lucio Cornelio Sila, ella no había tenido en cuenta la pérdida de su enorme y singular atractivo. Sin embargo, seguía siendo Sila, y pensó que su esposa seguramente seguiría queriéndole igual que cuando era la imagen de Apolo.

Continuaron charlando un rato, repasando los años transcurridos y comentando diversos hechos; Aurelia advirtió que le complacía hablar de su protegido, Lúculo, y Sila notó que a ella le gustaba hablar de su único hijo, a quien ahora llamaban César.

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