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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Favoritos de la fortuna (13 page)

BOOK: Favoritos de la fortuna
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—Si mal no recuerdo, el pequeño César era muy instruido. Debe gustarle ser flamen dialis —dijo Sila.

Aurelia dudó si hacer un comentario y, finalmente, dijo otra cosa.

—Ha hecho un esfuerzo tremendo por ser un buen sacerdote, Lucio Cornelio.

Sila frunció el ceño y miró por la ventana próxima a él.

—El sol ya está a punto de ocultarse, por eso hay tan poca luz. Debes proseguir tu camino. Ordenaré a unos cadetes que te guíen; las tierras de Quinto Pedio están cerca, detrás de mi campamento. Y dile a tu hija que no sea loca y que se vaya. Mis hombres no son fieras, pero si es una auténtica Julia resultará una grave tentación; y no se puede prohibir a la tropa beber vino estando acuartelada en Campania. Llévatela cuanto antes a Roma. Pasado mañana pondré a tu disposición una escolta hasta Ferentinum, así estarás a salvo de los dos ejércitos acampados en las cercanías.

—Tengo a Burgundus y a Lucio Decumio y sus hijos —dijo Aurelia poniéndose en pie—, pero te agradezco la escolta si puedes procurármela. ¿No hay inminencia de combate entre tú y Escipión?

¡Qué lástima no poder volver a contemplar la encantadora sonrisa de Sila! La había cambiado por un simple gruñido que no alterara las costras y arrugas del rostro.

—¿Ese idiota? No, no preveo ninguna batalla —contestó, ya en la puerta, dándole un leve empujón—. Márchate, Aurelia. Y no esperes que vaya a verte en Roma.

Se alejó de la casa para unirse a su séquito, mientras Sila daba instrucciones a Mesala Rufo. Y acto seguido se dirigían por la vía Pretoria hacia otra de las cuatro puertas del enorme campamento de Sila.

Ninguno de sus acompañantes había logrado suscitar en ella comentario alguno a pesar de sus miradas, y el resto del viaje respetaron su tan necesaria paz de espíritu y la dejaron entregada a sus pensamientos.

Siempre me ha gustado, aunque se convirtiera en enemigo nuestro. A pesar de que no es buena persona. Mi esposo era una buena persona y yo le amaba y le fui fiel de cuerpo y alma, pero ahora me doy cuenta de que parte de mi ser era de Lucio Cornelio Sila. Una pequeña parte que mi esposo no quiso porque no sabía qué hacer con ella. Lucio Cornelio y yo sólo nos besamos una vez, pero fue tan deleitoso como morboso. Un espejismo apasionado y corrosivo, al que no cedí; pero ¡cómo lo deseaba, por los dioses! Por mi parte fue una batalla ganada, pero quién sabe si no fue una guerra perdida. Siempre que aparecía en mi pequeño mundo cómodo, era como una especie de tempestad que irrumpía; si ciertamente era como Apolo, también era como un Eolo que gobernaba las alas de mi espíritu, y la lira de mi ser profundo musitaba una melodía que mi esposo jamás había escuchado… ¡Oh, esto es peor que el dolor de una muerte y de una separación! Acabo de ver los residuos de un sueño que era de los dos, y el pobre Lucio Cornelio lo sabe. ¡ Qué entereza! Otro más pusilánime se habría arrojado sobre la espada.

¡Qué doloroso, qué doloroso para él! ¿Cómo puedo yo sentirlo? ¿Yo que soy trabajadora, práctica, poco imaginativa? ¿Yo que tengo una vida colmada y plenamente satisfactoria? Pero ahora comprendo la parte de mi ser que siempre ha sido suya; la parte que, como un ave, se habría elevado en vertiginosa espiral al impulso de su corazón sin importarle que el mundo allá abajo perdiera importancia. Y no es que lamente haber conservado los pies en la tierra y no haberme elevado. Me alegro de ser como soy; porque él y yo no habríamos conocido un momento de paz. ¡Oh, sufro por él y lloro por él!

Y como ella cabalgaba en cabeza del grupo, con excepción de los oficiales romanos que iban en vanguardia, nadie vio las lágrimas de Aurelia, del mismo modo que nadie había visto las de Sila, la ruina de un sueño.

La carta de paciente crítica que Cayo Norbano envió a Escipión Asiageno de nada sirvió para evitar el desastre que el propio Escipión había propiciado; pero, cuando decidió dar batalla, fue él el primer sorprendido de que sus tropas no quisieran combatir. Las ocho legiones se pasaron en masa a Sila.

De hecho, aunque éste le despojó de sus insignias consulares y del cargo, y le despachó del campamento bajo la escolta de un escuadrón de caballería, Escipión Asiageno fue incapaz de hacerse una idea de la situación en que se hallaba Roma, y se dirigió con toda tranquilidad a Etruria, donde comenzó a reclutar otro ejército entre los numerosos clientes de Cayo Mario. Bien cierto que Cayo Mario había muerto, pero su recuerdo era imperecedero; mientras que Escipión Asiageno era un personaje efímero.

—Ni siquiera se da cuenta que ha roto una tregua formal —dijo Sila, sin acabar de entenderlo—. Ya sé que los Escipiones están de capa caída, pero él es el colmo. No merece los nombres de Cornelio Escipión. Si tomo Roma, mandaré ejecutarle.

—Habrías debido ejecutarle al capturarle —comentó el Meneítos, mordaz—. Va a sernos un constante estorbo.

—No, Pío, me servirá de cataplasma para el forúnculo de Etruria —replicó Sila—. Para sacar el pus mientras sólo hay una cabeza y antes de que se convierta en un ántrax.

—¡Qué metáfora tan justa! —dijo Metelo Pío, sonriendo más formal.

Aunque todavía no era quintilis y aún no había concluido el verano, aquel año Sila siguió acampado. Habían unido los dos campamentos después de la marcha de Escipión, y los veteranos centuriones de Sila comenzaron a entrenar a los jóvenes reclutas que habían sido de la Roma de Carbón. El temor que los veteranos de Sila habían infundido en ellos fue más poderoso que el amable factor de la confraternización, y los días pasados en convivencia habían servido para darles a conocer un tipo de militar desconocido para ellos; unos soldados duros, curtidos, profesionales, y no la clase de adversarios que los cándidos reclutas pensaban que podrían encontrar en el campo de batalla. La deserción habría sido su única alternativa.

Pero la defección de Sinuessa Aurunca por influencia de Quinto Sertorio no pasó de ser una molestia, y Sila la sitió únicamente para que sirviera de campo de entrenamiento para el ejército de Escipión y no para rendirla por hambre ni asaltar sus imponentes murallas; aquel año no le interesaba ninguna empresa que provocase grandes pérdidas en vidas humanas. El mejor papel que podía desempeñar Sinuessa era contener al valiosísimo Quinto Sertorio, pues, aislado en ella, era inútil para Carbón que, de otro modo, habría podido valerse de él para mejores fines.

Llegó la noticia de que en Cerdeña Filipo y sus cohortes hispánicas se habían hecho fácilmente con el poder, y de que iba a ser capaz de enviar la cosecha de toda la isla; efectivamente, los barcos cargados de trigo, sin tropezar con galeras piratas, llegaron a tiempo a Puteoli, y así se pudo aprovisionar al ejército de Sila.

Aquel año, el invierno llegó antes de tiempo y fue muy crudo. Para dividir el grueso de sus fuerzas más que duplicadas, Sila envió cohortes para sitiar Capua, Sinuessa y Neapolis, haciendo así que otras ciudades de Campania, además de Teanum, contribuyesen al abastecimiento de sus tropas. Verres y Cetego demostraron ser unos sagaces administradores e inventaron un sistema para almacenar el pescado del Adriático en cubos con nieve apelmazada, y los soldados de Sila, aficionados al pescado, del que nunca había suficiente cantidad fresco, quedaron encantados con aquel lujo inesperado, que dio no poco trabajo a los cirujanos del ejército curando atragantamientos causados por espinas.

Pero todo ello pasó inadvertido para Síla, que se había rascado las costras de la cara y volvió a sufrir los efectos del temido picor. Todos los que le trataban le aconsejaban que dejase caer las costras sin tocárselas, pero su inquieto temperamento no le dejaba.

e un ataque muy agudo que le tuvo en jaque (quizá por efecto del frío, pensaba Varrón, que quería ayudarle por sus inclinaciones científicas) tres meses seguidos. Tres meses de continua ebriedad y locura para Síla, que gemía y se rascaba, gritaba y bebía. En cierto momento, Varrón le ató las manos a los costados para que no se las llevase al rostro, y —del mismo modo que Ulises atado al mástil, escuchando el canto de las sirenas— supo aguantar el suplicio al tiempo que imploraba que le soltaran. Y volvía a rascarse.

A finales del año Varrón desapareció y fue a advertir a Metelo Pío y a Pompeyo de que dudaba mucho de que Sila estuviese curado en primavera.

—Hay una carta para él de Tarso —dijo Metelo Pío, que se había resignado a soportar a Pompeyo todo el invierno.

Craso estaba con los marsos, y Apio Claudio y Mamerco se hallaban ocupados en asedios en otras localidades.

—¿De Tarso? —dijo Varrón inquieto.

—Eso es. Del etnarca Morsimus.

—¿La envía con un tarro?

—No, es una simple carta. ¿Puede leer?

—Ni mucho menos.

—Pues mejor será que la leas tú, Varrón —dijo Pompeyo.

—Por los dioses, Pompeyo! —exclamó Metelo Pío escandalizado.

—¡Vamos, Meneítos, no seas tan escrupuloso! —comentó Pompeyo hastiado—. Sabemos que está esperando no sé qué remedio mágico, del que encargó su búsqueda a Morsimus. Y ahora le llegan noticias pero no puede leer. ¿No crees que, aunque nada más sea por su bien, Varrón debe leer lo que dice Morsimus?

Y Varrón pasó a leer lo que decía Morsimus.

Ésta es la receta, que es lo único que puedo enviarte, estimado Lucio Cornelio, mi amigo y patrón. Parece ser que hay que preparar el ungüento más a menudo de lo que la distancia del viaje de Pyramus en Cilicia Pedia hasta Roma lo permitiría. Debes buscar los ingredientes y hacerlo tú. Por suerte, ninguno es una rareza, aunque muchos ingredientes deben de ser difíciles de conseguir.

Se necesita un vellocino de carnero o de oveja, que se aplasta con un instrumento duro, pero sin cortarlo. Verás que en el borde de un strigilis se forma una sus tancia aceitosa, pero con la dureza de la corteza de queso. La rascas hasta obtener un buen montón; muchas mondaduras, me dijo el que me informó. Luego, las metes en agua; ¡tibia, no caliente!, pero que no esté fría. Lo mejor es meter el dedo y notar que está caliente pero se puede soportar. La sustancia se deshará un poco y flotará en la superficie. Se coge lo que sobrenada hasta llenar un tazón.

Después coges el vellocino entero con piel, y con algo de grasa unida a ella —el animal tiene que haber sido sacrificado hace poco—, y lo hierves. La grasa que obtengas la derrites dos veces y llenas con ella un tazón.

La grasa de la oveja, según me dice mi informante, requiere un poco de grasa especial del interior del animal, porque la grasa de oveja es muy dura, incluso en un cuarto caliente. Mi informante —una vieja maloliente y repulsiva, y no digamos codiciosa— dice que esa grasa de dentro hay que cogerla de la más dura que hay sobre los riñones del animal, y aplastarla. Luego, se mezcla con agua tibia, igual que las fibras de lana, y se coge la capa que quede arriba en una cantidad equivalente a dos tercios de un tazón. A ello se le añade un tercio de un tazón de bilis recién extraída de la vesícula del animal nada más matarlo.

Después, lo mezclas bien todo junto, despacio. El ungüento es bastante duro, pero no tanto como la grasa derretida. Untatelo cuatro veces al día, aunque te prevengo, querido Lucio Cornelio, que apesta horriblemente. Pero mi informante insiste en que debe usarse sin añadir perfumes, especias ni resinas.

¡Te ruego me digas si da resultado! La maldita vieja perjura que fue ella quien hizo el tarro que tú usaste con tan buen éxito, aunque yo lo dudo.

Vale, Morsimus.

Y Varrón salió inmediatamente a buscar una horda de esclavos para que le encontrasen un rebaño de ovejas. Tras lo cual, en una casita próxima al edificio en que residía Sila, estuvo ansiosamente supervisando a los atareados cortadores de vellón, viendo la cocción, examinando cadáveres y riñones, comprobando él mismo la temperatura del agua y las medidas de la grasa, y volviendo locos a los criados con sus observaciones. Casi una hora antes de que la fábrica de ungüento iniciase el proceso, ya estaba incordiando respecto al tamaño del tazón, y al cabo de esa hora comprendió que lo que contaba era que todos los tazones fuesen iguales, y se echó a reír hasta saltársele las lágrimas.

Al cabo de cien ovejas (la bilis y la grasa derretida la extrajeron de dos animales, pero la grasa selecta de encima de los riñones y las mondaduras de lana eran de mucho más lenta obtención), Varrón logró un tarro de pórfido de buen tamaño lleno de ungúento. Por lo que respecta a los exhaustos esclavos, se encontraron con cien cadáveres casi intactos de delicioso cordero, y dieron por bien empleados sus esfuerzos a cuenta del asado con que se regalaron.

Era ya tarde, y Sila, como musitó su ordenanza, se había quedado dormido en una camilla del comedor.

—Bebido —comentó Varrón.

—Sí, Marco Terencio.

—Bueno, más vale así.

Entró de puntillas y permaneció un instante contemplando a aquel pobre ser torturado. Se le había caído la peluca, que dejaba ver la hueca gasa interna en la que habían anudado laboriosamente los miles de cabellos de su confección. ¡ Pensar que se tarda más en hacerla que el ungúento!, pensó Varrón con un suspiro, meneando la cabeza. Luego, con gran delicadeza, fue pasando los dedos untados de ungüento por el martirizado rostro del dormido.

Inmediatamente se abrieron los ojos, aterrorizados a pesar del obnubilamiento etílico; también la boca se abrió y los labios se estiraron, dejando ver las encías vacías y la lengua, pero ningún sonido brotó de ella.

—Es el ungüento, Lucio Cornelio —musitó Varrón—. Lo he hecho con la receta. ¿Puedes aguantar que te lo unte?

Las lágrimas llenaron las órbitas de los ojos de Sila, por estar echado de espaldas, y, antes de que pudieran rodarle por los temporales, Varrón ya se las había enjugado con un pañuelo de fina tela. Seguían brotando, y Varrón continuó enjugándoselas.

—No debes llorar, Lucio Cornelio. El ungüento hay que aplicarlo sobre la piel seca. No te muevas y cierra los ojos.

Y Sila permaneció quieto con los ojos cerrados, y tras algún respingo al notar el contacto en la cara, se quedó inmóvil del todo y fue cediendo su tensión.

Varrón concluyó su labor y cogió una lámpara de cinco llamas para verlo. Por los sitios en los que la piel estaba agrietada brotaba un flujo claro, pero el ungüento había detenido la hemorragia.

—Debes procurar no rascarte. ¿Pica? —inquirió Varrón.

—Sí que pica —contestó Sila, sin abrir los ojos—, pero mucho más me picaba antes. Atame las manos.

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