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Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

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Los investigadores no tardaron en darse cuenta de la relación que existe entre la salud de sus zombies «domesticados» y la cantidad de proteínas (proveniente específicamente de carne viva o recién muerta; una dieta a base de soja y legumbres no sirve) que consumen. El Kellis-Amberlee transforma el tejido en bloques virales; por tanto, cuanto más tejido encuentra, menor es la transformación del zombie original. Así pues, si se alimenta continuamente a un zombie, no llegará a descomponerse hasta volverse inútil. La mayoría de los animales que se crían en los ranchos que quedan en el país, están destinados a la alimentación de los muertos vivientes. No deja de ser una bonita ironía, si se piensa que las vacas superan el umbral de los veinte kilos y que, por tanto, se reaniman después de morir.

Zombies comiendo zombies: un buen trabajo, si consigue llevarse a cabo.

Hay un montón de gente que lega su cuerpo a la ciencia; la familia se ahorra los gastos del funeral, y el gobierno les paga una buena suma para asegurarse de que no lo demanden si alguna vez sacan la imagen del cadáver pululando por la televisión. Y si se pertenece a una de esas sectas religiosas que cree que el cuerpo debe permanecer intacto para ascender a los cielos, no corre el riesgo de ofender a Dios; únicamente corre el riesgo de comerse a los investigadores si el compartimiento contenedor que lo aloja falla, y aun así, hay gente que considera eso una abominación mucho menor que la cremación.

George Romero no tenía mayor intención de salvar el mundo que el doctor Alexander Kellis de destruirlo, pero en vida siempre puedes elegir a qué bando perteneces. La mayor parte de la gente no habría tenido ni idea de cómo enfrentarse a los zombies si no lo hubiera aprendido de las películas de Romero: atacar el cerebro; el fuego funciona siempre y cuando se evite el contacto con el zombie; cuando te muerde un zombie estás muerto. Los admiradores de las películas de Romero aplicaron en el mundo real lo aprendido en un millón de películas de zombies y volcaron los detalles de los ataques y sus resultados en miles de blogs publicados en otros tantos lugares, y de ese modo, la humanidad sobrevivió.

En las entrevistas, Romero siempre parece desconcertado y un poco satisfecho del poder que habían demostrado tener sus películas. «Siempre supe que había un motivo por el que la gente no quería ver una victoria de los zombies», había dicho en una ocasión. Si alguien se sorprendió de que legara su cuerpo al gobierno, nunca lo dijo; parecía el final adecuado para un hombre que había pasado de rey de las películas de terror de serie b a héroe nacional prácticamente de la noche a la mañana.

—Más les vale no estropearme el equipo —dijo Shaun, devolviéndome de golpe al presente. Estaba de nuevo mirando ceñudo por la ventana—. Hay cosas por las que he tenido que regatear muy duro.

—No van a estropearte el equipo, idiota. Ellos son el gobierno; nosotros, periodistas, y saben que si lo hacen se lo contaremos a todo bicho viviente, empezando por nuestra compañía de seguros. —Me incliné hacia él para darle una colleja—. Sólo tienen que asegurarse de que no llevamos bombas.

—O zombies —observó Buffy.

—O drogas —añadió Shaun.

—De hecho —dijo el senador, entrando en la sala—, estamos ligeramente decepcionados por no haber hallado bombas, zombies ni drogas escondidos en vuestro equipo. Os consideraba auténticos periodistas, chicos, pero no había ni una gota de bebida ilegal.

—¿Tenemos vía libre? —pregunté.

Shaun y Buffy se habían puesto de pie, casi vibrando del nerviosismo. Entendía su inquietud; el equipo de seguridad del senador había estado metiendo mano en nuestros servidores, lo que disgustaba a Buffy, y en las herramientas de caza y manipulación de zombies de Shaun, lo que lo pone tan nervioso que normalmente acabo encerrándole en el baño para conseguir un poco de paz y tranquilidad. En ocasiones como ésta es cuando me alegro enormemente de representar el papel de dura en nuestro reducido equipo. Buffy y mi hermano pueden llamarme antitecnología si quieren, pero cuando los matones del gobierno se llevan todas nuestras cosas para examinarlas, ellos se quedan desnudos. Yo, por el contrario, conservo mi grabadora de mp3, mi teléfono móvil, mi
notebook
y mi estilete para escribir. Son aparatos sencillos que no requieren una larga inspección.

Por supuesto tengo que separarme de los vehículos, lo cual me pone tan nerviosa como a mis compañeros. La furgoneta y mi moto es lo más caro que llevamos en nuestros viajes, y buena parte de nuestro sustento depende de que siempre los tengamos a punto. Claro que tal vez también sean lo más fácil de reparar; un buen mecánico puede arreglar casi cualquier avería, y mi moto prácticamente no lleva nada especial incorporado. Mientras los federales no se carguen la furgoneta, no pasará nada.

—Tenéis vía libre —respondió el senador. No le dio tiempo a pestañear antes de que Shaun y Buffy salieran disparados de la sala sin despedirse siquiera. Yo me quedé allí, y unos segundos después, el senador se volvió a mí—: Debo admitir que nos ha impresionado cómo habéis reforzado la estructura de la furgoneta. ¿Tenéis planeado resistir un asedio dentro de ella?

—Hemos considerado esa posibilidad. Las mejoras de seguridad fueron un diseño de nuestra madre. Nosotros nos encargamos del trabajo electrónico.

El senador Ryman asintió como si eso lo explicara todo. Y en cierta manera lo hacía. Stacy Mason ha sido el nombre de referencia en la ingeniería de estructuras a prueba de zombies.

—He de admitir que no entiendo buena parte de vuestro equipo profesional, pero los sistemas de seguridad… Vuestra madre ha hecho un trabajo realmente admirable.

—Le transmitiré sus felicitaciones. —Hice un gesto señalando la puerta—. Debería reunirme con los impacientes. Buffy estará ansiosa por montar las tomas de hoy, y siempre se le va la mano si yo no estoy para controlarla.

—Entiendo. —El senador hizo una pausa. Su voz adquirió un tono inusualmente serio cuando continuó—: Me preguntaba si podría pedirte un favor, señorita Mason.

¡Ah! La primera petición de censura. Tendría que pagarle diez pavos a Shaun. Había apostado con él a que el senador Ryman esperaría al menos que arrancara el viaje de la campaña antes de intentar controlar a los medios de comunicación.

—¿Que sería…? —pregunté, manteniendo un tono neutro.

—Se trata de Emily. —Meneó la cabeza y esbozó media sonrisa—. Sé que publicaréis lo que queráis, y yo estoy deseoso de leerlo y verlo todo. Imagino que no hemos encontrado ni la mitad de las cámaras y grabadoras que lleváis encima; algunas de las que tenía la señorita Meissonier casi escapaban a nuestros sensores, lo que me lleva a pensar que lleva otras que no hemos descubierto. Si alguna vez decide hacer carrera como espía, sólo espero que primero nos ofrezca sus servicios a nosotros. Así que sin duda ya tenéis material audiovisual de primera. Y eso es magnífico. Pero Emily, verás, bueno… no se siente muy cómoda si recibe demasiada atención de los medios.

Me quedé mirándolo pensativa.

—Entonces, ¿quiere usted que minimicemos el uso de la imagen de su esposa? —Resultaba de lo más insólito. Emily Ryman era simpática, fotogénica y, salvo por la cuestión de los caballos, la esposa de político más sensata que me había encontrado jamás. Yo había esperado del senador que explotara el tremendo activo que era su mujer—. Se va a ver obligada a participar en la campaña. Y si usted gana…

—Entiende el papel que debe desempeñar en el asunto, y no le importa que escriban sobre ella, pero preferiría que no saliera demasiado su imagen —explicó el senador. Se notaba que le incomodaba hacemos esa petición, y eso me inclinaba a concedérsela—. Por favor, si fuera posible, lo consideraría un gran favor personal.

Me bajé las gafas lo suficiente para que pudiera verme los ojos.

—¿Por qué?

—Porque cría caballos. Sé que no apruebas la posesión de mamíferos con el peso suficiente para la amplificación del Kellis-Amberlee, aunque siempre defiendes tu posición de manera educada. Redactas artículos y presionas para que se establezcan controles más estrictos, y eso está muy bien; ejerces tu derecho como ciudadana de los Estados Unidos de América. Y dados tus antecedentes familiares, añadiría que casi es inevitable. Sin embargo, algunas personas expresan su desacuerdo de un modo más…, agresivo.

—Está refiriéndose a las bombas en San Diego, ¿verdad? —El suceso había sido de tal calibre que durante un tiempo fue la niñita mimada de los blogs de noticias: un grupo de activistas que creían que la Ley Mason debía utilizarse para clausurar cualquier tipo de centro que albergara animales capaces de sufrir la amplificación viral, había colocado bombas en el mayor parque zoológico y de conservación de fauna salvaje que quedaba en el mundo. Se trataba del mismo grupo extremista que apoya el levantamiento de la veda de caza en todo el mundo y aboga por borrar de la faz de la tierra los enormes mamíferos autóctonos de Norteamérica. Se autodenominan grupo «pro vida», pero realmente son «pro genocidio». Se les humedece sus proverbiales bragas sólo con pensar salir a masacrar algo, falsamente convencidos de que están cumpliendo la ley. La acción del grupo en San Diego se saldó con cientos de muertes, y no estoy refiriéndome sólo a las de los animales. La noticia generó montones de titulares llamativos. «Confirmado el primer caso de transmisión del Kellis-Amberlee por mordedura de jirafa» no fue el más extraño.

El senador Ryman hizo un gesto afirmativo con la cabeza; sus labios apretados trazaban una delgada línea.

—Tengo tres hijas. Están en el rancho con sus abuelos, esperando a que su madre se reúna con ellas.

—¿Quiere evitar que se conviertan en un objetivo de los medios?

—Eso es inevitable, por desgracia. Forma parte de la esencia de la política moderna. Pero las mantendré alejadas de las cámaras todo el tiempo que me sea posible.

Le miré por encima de las gafas. A diferencia de lo que me ocurre con mucha otra gente, él me sostuvo la mirada sin inmutarse. Probablemente debía de ayudar el tener una esposa afectada del Kellis-Amberlee de la retina. Al final, me subí las gafas y asentí.

—Veré lo que puedo hacer.

Esbozó una sonrisa fugaz, juvenil y aliviada.

—Gracias, señorita Mason. No quiero entretenerte más. Estoy seguro de que estás ansiosa por comprobar el estado de tus vehículos.

—Si sus matones me han rayado la moto, tendré que enfadarme —le advertí, salí de la sala y enfilé por el mismo sendero que Shaun y Buffy habían seguido por el jardín. Dejar a Emily al margen sería relativamente fácil. La iluminación de la cocina permitía limitar las tomas en que aparecía ella sin variar el tono general de la tarde y sin que pareciera demasiado descarado. Dar la impresión de que estás escondiendo algo es la manera más rápida de tirarte encima los buitres. Tendría que dejarlo en manos de Buffy, claro; ella es nuestro genio gráfico.

Lo interesante era que el senador Ryman hubiera estado dispuesto a pedírnoslo. Él sabía que si empezaba a pedirnos que dejáramos fuera alguna cosa, llegaría un momento en que nos negaríamos, y a partir de ese momento dejaría de ser un hombre feliz. Entonces, ¿por qué presentarnos a Emily si eso significaba tener que utilizar una de sus limitadas tarjetas de «Quedas libre de la cárcel» para sacarla de un inocuo vídeo sobre nuestro primer encuentro con el candidato antes de unos buenos tacos de pescado? ¿Tal vez pretendía despertar nuestra compasión? «A mi mujer no le gusta aparecer en cámara y los niños podrían correr peligro. Os portaréis bien con nosotros, ¿verdad?». No parecía probable. Me parecía más posible que ella hubiera querido conocernos y que él hubiera estado dispuesto a complacerla para mantenerla contenta. He aprendido a creer en mi instinto y en ese momento me decía que el senador y su mujer eran personas de buen corazón con el mal gusto de elegir la política y la cría de caballos como carreras.

Nuestros vehículos estaban aparcados delante. Habían dejado la furgoneta reluciente, y hasta las torres de repetición estaban limpias. Habían pulido tanto el cromo de mi moto que me molestaba mirarlo hasta con las gafas puestas.

—Creo que nunca había estado tan limpia desde que la compré —dije, apretándome las gafas de sol contra la nariz. El sol todavía no había empezado a ponerse y, para mi gusto, estaba tomándose con demasiada calma sus obligaciones.

Shaun asomó la cabeza por la puerta trasera de la furgoneta.

—¡Eh, George! —gritó agitando el brazo—. ¡Han sacado la mancha de refresco de la tapicería!

—¿En serio? —Estaba impresionada de verdad. Esa mancha llevaba en la furgoneta desde tres días después de que nuestros padres nos la regalaran, y eso había ocurrido en el decimoctavo aniversario de nuestra adopción. «Una licencia de Clase A implica un equipo de Clase A», nos había dicho papá. Aunque bueno, para conseguirla también nos habíamos dejado la espalda trabajando trescientas horas.

—¡Y han movido todos los cables de Buffy! —anunció con cierto retintín sádico antes de meterse de nuevo en la furgoneta.

Contuve la sonrisa y fui hacia la furgoneta. Me detuve un instante para acariciar mi reluciente moto. Si los de seguridad habían rayado la pintura, también habían eliminado los arañazos. Habían hecho un trabajo impresionante.

Las cosas no estaban tan tranquilas dentro de la furgoneta. Shaun se había apoltronado en una silla y limpiaba su ballesta, mientras que Buffy estaba tirada boca arriba bajo una de las mesas de trabajo, tamborileando con los talones sobre el suelo mientras soltaba cables mal conectados y los metía en diferentes entradas. Siempre que tiraba de un cable, al menos uno de los monitores de la furgoneta se encendía o se llenaba de estática y mostraba en pantalla imágenes abstractas y surrealistas como de una película de terror de serie b. Buffy maldecía como un marino mercante, desplegando una riqueza de blasfemias que resultaba poco menos que impresionante.

—¿Besas a tu madre con esa boca? —le pregunté, mientras me acercaba a la instalación de cables desmontada y me sentaba sobre la encimera.

—¡Mirad esto! —Salió de debajo de la consola y se puso de rodillas, blandiendo un manojo de cables en mi dirección. Enarqué las cejas y aguardé su explicación—. ¡Todos estos cables estaban mal conectados! ¡Todos!

—¿Están etiquetados?

Buffy vaciló antes de responder.

—No.

—¿Siguen algún tipo de orden normal, sensato o previsible? —Ya conocía la respuesta. Si bien Shaun y yo habíamos hecho buena parte del trabajo electrónico, el cableado era cosa exclusiva de Buffy, y ella consideraba que la mayoría de la gente tenía una actitud demasiado conservadora a la hora colocar sus clavijas. He intentado entender su sistema un par de veces, y siempre he desistido con un dolor de cabeza tremendo y convencida de que, a veces, la ignorancia sí da la felicidad.

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