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Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

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La puerta del garaje se abrió mientras avanzábamos por la rampa de entrada al leer los sensores que Shaun y yo llevábamos alrededor del cuello. En el caso de detectar una amplificación viral, el garaje se convierte en el equivalente para zombies de una trampa para cucarachas: los sensores nos dejan entrar, pero sólo un resultado negativo en el análisis de la sangre y una autentificación de voz nos permiten abandonarlo. Si alguna vez no superáramos una de esas pruebas, moriríamos incinerados por el sistema de seguridad de la casa antes de que tuviéramos tiempo de causar algún mal.

El monovolumen acorazado de mi madre y el viejo Jeep que mi padre se obceca en seguir utilizando para acudir a su trabajo en el campus estaban aparcados en sus lugares habituales. Detuve la moto y apagué el motor; me quité el casco mientras comenzaba la acostumbrada revisión superficial del vehículo a la vuelta de una visita a territorio zombie. Necesitaba un mecánico; la carrera por Santa Cruz había dañado seriamente los amortiguadores. Las cámaras de Buffy seguían sujetas al casco y a la parte trasera de la moto; las saqué y las metí en la alforja izquierda. Desabroché las alforjas y me las eché al hombro mientras mi hermano aparcaba a mi espalda.

Shaun se apeó de la furgoneta y llegó a la puerta trasera un par de segundos antes que yo.

—Sí que hemos ido rápido —dijo, colocándose delante de los sensores de la derecha.

—Ya lo creo —repuse yo, poniéndome frente a los de la izquierda.

—Identifíquese, por favor —dijo la voz insulsa del sistema de seguridad de la casa.

La mayoría de los sistemas de seguridad modernos tienen una voz aún más humana que la nuestra. Incluso bromean con los propietarios para mitigar su nerviosismo. Algunos estudios psicológicos han demostrado que estrechar los lazos entre el hombre y la máquina multiplica el sosiego y la aceptación y previene las crisis nerviosas producidas por la ansiedad que provoca el aislamiento. Resumiendo, que la gente no se agobia tanto si piensa que hay otras personas con las que puede mantener una conversación sin correr peligro. Para mí eso son tonterías. Si no quieres agobiarte por pasarte el día encerrado en casa, ¡sal a dar un paseo! Nosotros en casa seguimos teniendo máquinas que se comportan como máquinas, al menos hasta ahora.

—Georgia Carolyn Mason —respondió Shaun.

—Shaun Phillip Mason —dije yo con una sonrisita irónica en los labios.

La luz que había encima de la puerta parpadeó mientras comprobaba la entonación de nuestras voces. Nuestra treta debió de colar, porque la voz volvió a hablar.

—Reconocimiento de voz confirmado. Lea las frases que aparecen en pantalla, por favor.

En la pantalla que teníamos enfrente cada uno de nosotros aparecieron unas palabras. Entrecerré los ojos para verlas con nitidez a través de mis gafas de sol.

—Las yeguas comen avena —leí—, y las ciervas comen avena, y los corderitos comen hiedra. El niño también comerá hiedra, ¿no lo harías tú?

Las palabras parpadearon y desaparecieron. Eché un vistazo en dirección a Shaun, pero apenas pude leer la frase escrita en su pantalla antes de oírsela recitar:

—«Naranjas y limones», dicen las campanas de Saint Clemens. «Me debes un penique y un cuarto», dicen las campanas de Saint Martins. «¿Cuándo me pagarás?», dicen las campanas de Old Bailey.

La luz encima de la puerta cambió del rojo al amarillo.

—Coloque la mano derecha en la placa de identificación —ordenó el sistema de seguridad.

Shaun y yo obedecimos y apretamos la mano contra los paneles metálicos colocados en la pared. El metal bajó drásticamente de temperatura justo una décima de segundo antes de que yo sintiera el pinchazo en el dedo índice. La luz empezó a parpadear pasando alternativamente del amarillo al rojo.

—¿Crees que estamos limpios? —me preguntó Shaun.

—En el caso de que no sea así, ha sido un placer conocerte —respondí. Que entremos juntos significa que si uno de los dos da positivo ahí acaba todo también para el otro. El sistema de seguridad no permitirá que nadie salga del garaje hasta la llegada del equipo de limpieza, y las posibilidades del que esté limpio de llegar a la furgoneta antes de que algo suceda son nulas. Nuestro vecino de al lado solía llamar a los Servicios de Protección de Menores cada seis meses porque nuestros viejos nos permitían que entráramos juntos. Pero ¿qué sentido tiene la vida si de vez en cuando no corres algún riesgo, como el de entrar en tu maldita casa con tu hermano?

Una luz verde intermitente sustituyó a la roja y siguió alternándose con la amarilla durante unos segundos antes de que ésta desapareciera y sólo quedara parpadeando la verde. La cerradura de la puerta se abrió.

—Bienvenidos, Shaun y Georgia —dijo la voz insulsa del garaje.

—¡Ha de la casa! —exclamó Shaun, quitándose los zapatos y lanzándolos hacia la unidad de limpieza exterior antes de adentrarse en casa gritando—: ¡Eh, viejos! ¡Estamos en casa!

Mis padres odian que les llamemos «viejos». Estoy segurísima de que por eso precisamente lo hace Shaun.

—¡Y seguimos vivos! —añadí, secundando el lanzamiento de zapatos de mi hermano y siguiéndolo por la puerta del garaje, que volvió a cerrarse con llave a mi espalda. En la cocina flotaba un olor como a salsa para espaguetis y pan de ajo.

—Una muerte frustrada siempre es bien recibida —dijo mamá, entrando en la cocina y dejando la cesta para la colada vacía sobre la encimera—. Ya conocéis el protocolo, así que subid y desnudaos para la esterilización.

—Sí, mamá —respondí, y cogí la cesta—. Shaun, ven. La factura del seguro nos reclama.

—Sí, mi ama —dijo Shaun arrastrando las palabras, e ignorando por completo a nuestra madre, dio media vuelta y me siguió escalera arriba.

Cada una de las dos plantas de la casa había sido una vivienda independiente hasta que mamá y papá la reformaron para convertirla en una residencia unifamiliar. Nuestros dormitorios son contiguos, y están comunicados por una puerta. Eso nos facilita la vida cuando llega la hora de ponerse manos a la obra con la edición y todo el trabajo previo, y así ha sido durante toda nuestra existencia. En las pocas ocasiones que he tenido que intentar dormir sin Shaun en la habitación de al lado, bueno, sólo diré que puedo hacer grandes estragos en un
pack
de seis latas de Coca-Cola.

Solté la cesta de la colada en el pasillo, entre las puertas de nuestros cuartos, antes de entrar en mi habitación y darle al interruptor para encender la luz. En casa sólo utilizamos bombillas de bajo consumo, pero en mi espacio privado he desterrado toda luz blanca y prefiero el brillo de los monitores de los ordenadores y la relajante no luz de las lámparas de rayos ultravioleta de luz negra. Puede causar arrugas prematuras si se abusa de ella, sin embargo no dañan la córnea, y eso es algo que yo agradezco.

—¡Shaun! ¡Puerta interior!

—¡Oído! —respondió Shaun. La puerta que conectaba nuestras habitaciones se cerró de golpe, y el haz de luz que se colaba por debajo desapareció en cuanto colocó el protector que tapaba la rendija. Suspiré aliviada, me quité las gafas e hice un esfuerzo para abrir completamente los ojos. Había pasado demasiado tiempo al sol, e incluso las lámparas de rayos ultravioleta me provocaron un leve escozor hasta que los ojos se me ajustaron, y los objetos de la habitación adquirieron la nitidez que la mayoría de la gente sólo advierte cuando los alcanza la luz directa.

Popularmente se conoce mi enfermedad como Kellis-Amberlee de la retina, aunque su nombre correcto es «Afección crónica Kellis-Amberlee de neuropatía óptica adquirida». Nunca he oído a nadie llamarlo así fuera de los hospitales, e incluso en ellos normalmente se refieren a la enfermedad como KA de la retina. Nuestras viejas amigas las afecciones crónicas: otra manera que tiene el virus de añadir una pizca más de interés a nuestras vidas. Tengo las pupilas permanentemente dilatadas y no se contraen cuando les da la luz. No es posible realizar un escáner de la retina, y las pruebas que me realizan del humor vítreo y del acuoso siempre detectan una infección activa. Y mejor aún, mi afección está en un estado tan avanzado que los ojos ya ni siquiera segregan lágrimas. El virus produce una película protectora y evita que los ojos se sequen. Tengo los conductos lacrimales atrofiados. ¿El único punto a favor? Una vista absolutamente espectacular en condiciones de escasa iluminación.

Tiré las gafas de sol al bote marcado con la señal de peligro biológico y atravesé la habitación, que comparte muchas características con la furgoneta, incluida la parte en la que Buffy se encarga del mantenimiento del noventa por ciento de un equipo del que yo no entiendo ni la mitad. Monitores de pantalla plana ocupan buena parte de las paredes, y el año pasado trasladamos los servidores de grupo a mi armario porque Shaun decidió que necesitaba más espacio para sus armas.. No me importó; después de todo no lo usaba. Nunca me pongo ropa que necesite guardarse colgada de una percha; sigo la moda de la Escuela Hunter S. Thompson de periodismo: si tengo que pensar qué ponerme es que no tengo que ponérmelo.

Si te fijas, la única semejanza entre mi habitación y la de cualquier otra veinteañera es el espejo de cuerpo entero que tengo junto a la cama. Junto a él hay un dispensador de pared. De ahí corté una especie de sábana de plástico y la extendí en el suelo, me coloqué encima y me volví para contemplar mi reflejo.

«Hola, Georgia. Me alegro de ver que sigues viva.»

Me aparté del rostro los mechones de pelo negro empapado en sudor y me examiné la ropa en busca del brillo fluorescente que delataría restos de sangre bajo la luz negra.

Shaun y yo trabajamos con licencias para la publicación de blogs de clase A—15. Se nos permite informar sobre sucesos ocurridos tanto dentro como fuera de los límites de la ciudad, si bien aún tenemos prohibida la entrada en zonas con un riesgo de nivel 3 o superior. La escala empieza en el nivel 10, que indica una zona con una población de mamíferos con el peso suficiente para sufrir la amplificación del Kellis-Amberlee y la reanimación. Incluidos los humanos. El nivel 9 se asigna cuando esos mamíferos no viven permanentemente confinados. El barrio de Buffy se considera una zona de nivel 10, lo que significa que puedes dejar que tus hijos jueguen en la calle sin peligro, aunque entonces automáticamente se convertiría en una zona de nivel 9. Nuestra casa se encuentra en una zona de nivel 7, pues en ella residen mamíferos de granja con el peso suficiente para una amplificación viral completa, una fauna local con la capacidad de introducir sangre u otros residuos corporales en los límites de la propiedad, que tiene seguridad insuficiente, y con ventanas cuyo diámetro supera el medio metro. Actualmente está preparándose una ley que establece como delito federal criar a un niño en una zona con un riesgo superior al nivel 8. No creo que salga adelante. El solo hecho de que exista ya me espanta.

Para entrar en una zona de nivel 3 se necesita una licencia para la publicación de blogs del tipo A—10 y rezar para que te dejen salir. No se puede conseguir una de esas licencias hasta cumplir los veinticinco años; además hay que superar una serie de pruebas impuestas por las autoridades, la mayoría centradas en la habilidad para acertar en la cabeza del blanco con diferentes armas de fuego. Eso significa que ya puedo olvidarme del parque de Yosemite durante al menos dos años. Pero lo llevo bien. Hay un montón de noticias esperándome en zonas con mayor densidad de población.

Shaun no lo lleva tan bien, pero es un irwin, y los irwins disfrutan adentrándose a ciegas en el peligro. Yo soy lo que siempre he querido ser en la vida: una reportera. Así soy feliz. El peligro es un elemento colateral de lo que hago, no el motivo subyacente. Eso no significa que el peligro levante rápidamente las manos delante de mí y me diga: «Oh, lo siento, Georgia, no te molestaré». La contaminación siempre es un riesgo cuando uno se mezcla con los zombies, sobre todo si se trata de infectados recientes. Los que llevan largo tiempo infectados suelen estar demasiado ocupados tratando de evitar deshacerse para perder el tiempo intentando embadurnarte con sus preciados fluidos corporales. Los más recientes, por el contrario, tienen fluidos de sobra y te salpicarán con ellos si nada se lo impide. Entonces ya puedes contar con que los agentes víricos de su torrente sanguíneo les harán el trabajo sucio. No es la táctica de caza más extraordinaria del mundo, pero como método para propagar la infección funciona mejor de lo que desearíamos los que aún no estamos infectados.

No toda la gente que queda en el mundo está libre de la infección; eso es parte del problema. A los que han sucumbido a la amplificación viral los llamamos «los infectados». Sin embargo, todos llevamos el virus en nuestro interior, donde aguarda a que se le invite a hacerse con el poder. El Kellis-Amberlee puede permanecer en su estado latente durante décadas o incluso durante toda la vida del ser que lo aloja. A diferencia de la gente que sufre su infección, el virus sabe esperar. Un día te sientes como una rosa y al día siguiente tu ración de virus despierta y emprende el proceso de amplificación; tu parte de ser humano racional y emocional muere y comienza tu futuro como zombie. Llamar «infectados» a los zombies proporciona una sensación artificial de seguridad, como si de algún modo pudiéramos evitar convertirnos en ellos. Bueno, ¿pues sabes qué? Que no podemos.

La amplificación viral se da fundamentalmente si se cumple una de las siguientes condiciones: si la primera muerte del cuerpo del huésped provoca un trastorno del sistema nervioso que activa el virus latente en él, o si se entra en contacto con el virus, ya ha pasado de «latente» a «activo». De ahí el auténtico peligro de liarse con zombies, pues cualquier tipo de lucha cuerpo a cuerpo con ellos se salda con la baja del no infectado en no menos del sesenta por ciento de los casos. Tal vez el treinta por ciento de esas bajas, sobre todo si se trata de gente que sabe lo que hace, se produzcan durante la refriega. He visto vídeos de clubs de artes marciales y de idiotas armados de espadas enfrentándose a los zombies durante el Levantamiento, y siempre seré de las primeras en admitir que son unas imágenes condenadamente impresionantes. En ellas se percibe el sorprendente contraste entre la agilidad y la velocidad de una persona sana y la lentitud desmañada de un zombie que acaba de… Es como contemplar un poema visual. Es desgarrador, y también triste, y puñeteramente hermoso.

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