Feed (4 page)

Read Feed Online

Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: Feed
8.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

—«Encuentros al borde de la tumba» —mascullé, acercándome a la pantalla. Fuera estaba demasiado tranquilo. Quizá sólo fuera paranoia, pero he aprendido a hacer caso de mi instinto. Dios sabe que Shaun y Buffy no pensaban en nada más que en los titulares del día siguiente.

Shaun esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—Me gusta. Pasa todo a escala de grises excepto las luces y lo utilizaremos.

—Marchando. —Buffy escribió rápidamente una nota antes de apagar la pantalla—. ¿Algún otro plan genial para esta tarde, chicos?

—Largarnos de aquí —respondí, volviéndome a ellos—. Yo marcharé en cabeza con la moto. Hay que regresar a la civilización.

Buffy se me quedó mirando perpleja. Ella es una Accionista; el estilo de su blog es completamente autónomo y sólo pisa territorio zombie cuando Shaun y yo la sacamos para que se encargue de nuestro equipo. Y aun así rara vez abandona la furgoneta. No es su trabajo prestar atención a nada que no viva dentro de una pantalla de ordenador.

—¿Por qué? —gimoteó al momento Shaun.

—No hay movimiento ahí fuera. —Abrí la puerta trasera y examiné más concienzudamente los alrededores. Me había llevado unos minutos, quizá demasiados, caer en la cuenta de lo que iba mal, pero una vez lo había descubierto, resultaba evidente.

En una ciudad del tamaño de Watsonville lo normal era que siempre hubiera movimiento, ya fueran gatos asilvestrados, conejos o incluso manadas de ciervos salvajes buscando los parques abandonados e invadidos por la maleza. Hemos visto de todo, desde cabras hasta un pony Shetland abandonado, deambulando por las ruinas de viejas ciudades, viviendo de lo que encuentran. De modo que, ¿dónde estaban? No se veía ni una mísera ardilla.

Shaun torció el gesto.

—Mierda.

—Mierda —repetí también yo, totalmente de acuerdo con mi hermano—. Buffy, recoge tus bártulos.

—Yo conduciré —dijo Shaun, y salió disparado hacia la parte delantera de la furgoneta.

Buffy nos miraba al uno y al otro con ojos como platos de incomprensión.

—Vale. ¿Va a decirme alguien a qué se debe esta precipitada evacuación?

—No hay animales —respondió Shaun, dejándose caer en el asiento del conductor.

Yo guardé silencio mientras volvía a enfundarme los guantes.

—Nada espanta más a los animales que los infectados —expliqué, compadeciéndome de Buffy—. Tenemos que salir de aquí antes de que…

Y en el momento más oportuno, un gemido apagado y distante llegó desde el otro lado de la puerta trasera de la furgoneta, arrastrado por el viento dominante. Hice una mueca.

… tengamos compañía —dijimos Shaun y yo al unísono.

—¡Te echo una carrera a casa! —grité, y salí por la puerta. Buffy la cerró de un portazo a mi espalda y oí cómo echaba los tres cerrojos. Desde ese momento, aunque se lo hubiera suplicado a gritos, no me habrían dejado volver a entrar. Ése es el protocolo que debe seguirse en territorio zombie. Da igual que chilles a pleno pulmón, nunca te dejarán volver a entrar.

Siempre y cuando quieran conservar la vida, claro.

No había zombies a la vista, pero los gemidos que llegaban del norte y del este se oían cada vez más cercanos. Me ajusté las tiras de los guantes, agarré el casco y pasé una pierna por encima del sillín todavía caliente de la moto. Sabía que dentro de la furgoneta Buffy estaría comprobando sus cámaras, abrochándose el cinturón de seguridad y tratando de encontrar una explicación a por qué estábamos reaccionando con tanta precipitación por unos zombies que probablemente no habían advertido nuestra presencia. Si Dios realmente existe, Buffy nunca conocerá la respuesta.

La furgoneta emprendió la marcha, dando saltos sobre los baches en dirección a la autopista. Yo arranqué la moto y salí detrás, la rebasé y me mantuve a unos tres metros por delante, de modo que Shaun pudiera verme, y ambos pudiéramos controlar la carretera y divisar posibles obstáculos. No es más que una sencilla formación de seguridad, pero ha salvado un montón de pellejos en los últimos veinte años. Y así continuamos, separados por una delgada franja de asfalto maltrecho, hasta que salimos del valle, cruzamos la Bahía Sur y recibimos aliviados el aire fresco de Berkeley, California.

Hogar, dulce hogar libre de zombies.

… cuando le apretó la mano contra la mejilla, Marie sintió el fuego que manaba del interior de su amante y que se transformaba a medida que el virus que dormía en todos nosotros despertaba en él. Marie pestañeó para contener las lágrimas y se relamió los labios, repentinamente secos, antes de conseguir susurrar:

—Lo siento, Vincent. Nunca pensé que lo nuestro acabaría así.

—Para ti no tiene por qué acabar así —replicó él, y sonrió, con el pesar escrito en sus ojos todavía brillantes—. ¡Lárgate de aquí a toda prisa, Marie! En este lugar desolado no hay más que los muertos. ¡Vuelve a casa! Vive y sé feliz.

—Ya es demasiado tarde para eso. Ya es demasiado tarde para mí. —Levantó la unidad de análisis de sangre que sostenía en la mano y observó cómo él abría los ojos al comprender el significado de la luz roja que refulgía solitaria en la parte superior del dispositivo—. Tras el ataque ya fue demasiado tarde. —La sonrisa de Marie era tan imperceptible como la de él—. Me llamaste la chica jacinto; supongo que mi lugar está en una tierra desolada.

—Al menos estamos condenados juntos —repuso él, y la besó.

Extraído de
El amor como metáfora
,

publicado originalmente en
Junto al proceloso mar
,

blog de
Buffy Meissonier
, 3 de agosto de 2039

Shaun y yo nunca conocimos al hijo biológico de nuestros padres. Cuando el Levantamiento, él todavía iba a la guardería y sobrevivió a la oleada de infecciones inicial gracias a nuestros padres, que lo sacaron del jardín de infancia en cuanto los informes empezaron a señalar a las escuelas públicas como focos críticos de la amplificación viral. Hicieron cuanto estuvo en su mano para protegerlo de la amenaza de la infección. Todo el mundo supuso que sería uno de los afortunados.

Los vecinos de al lado tenían dos golden retriever, que debían de pesar unos veinte kilos, lo que los colocaba en el grupo de riesgo.

Uno de ellos recibió una mordedura (nunca se determinó por parte de quién o de qué) que desencadenó su transformación. Nadie pudo preverlo, porque nunca antes había sucedido. Phillip Anthony Mason fue el primer caso confirmado de Kellis-Amberlee en un ser humano transmitido por un animal.

Ese honor no ayuda a mis padres a conciliar el sueño por las noches.

Soy consciente de que mi postura respecto a la legislación sobre la posesión de animales domésticos no goza de popularidad. La gente adora los perros y los caballos, y quiere seguir teniéndolos en casa. Y yo lo entiendo. Como también entiendo que los animales quieran ser libres y que es dos veces más probable que un animal enfermo escape y huya en busca de comodidad; y al final «comodidad» se convierte en «algo que morder». Yo, como mis padres, apoyo las Restricciones Biológicas de la Propiedad Masiva de Animales Domésticos. Quizá si mi hermano estuviera vivo, él discreparía; pero no es el caso.

Extraído de
Las imágenes pueden herir tu
sensibilidad
,

blog de
Georgia Mason
, 3 de noviembre de 2039

Tres

E

n el barrio de Buffy no se permite la entrada de vehículos cuyos propietarios no sean residentes sin un análisis de sangre previo a todos sus ocupantes, así que dejamos a nuestra compañera en la entrada, desde donde podría llegar a su casa a pie después de someterse al control. No me gusta que me pinchen en los dedos, y ya contábamos con que tendríamos que soportar un segundo análisis cuando llegáramos a casa. Nosotros vivimos en un vecindario sin barreras, uno de los últimos que quedan en el condado de Alameda, sin embargo mis padres tienen que cumplir ciertos requisitos si quieren conservar su seguro de propietarios, y hasta que podamos permitirnos independizarnos, tenemos que seguirles el juego.

—Subiré las imágenes en cuanto acabe de limpiarlas —prometió Buffy—. Mandadme un mensaje cuando lleguéis a casa, para saber que habéis llegado sanos y salvos, ¿de acuerdo?

—Claro, Buffy —respondí—. Lo que tú quieras.

Buffy es un as de la informática y una amiga decente, pero sus ideas sobre la seguridad son un poco raras, probablemente porque se ha criado en una zona de alta seguridad. Se preocupa menos cuando está en territorio zombie que cuando se encuentra en las zonas urbanas, en principio, protegidas. Si bien a lo largo del año se producen más ataques en las ciudades que en las áreas rurales, también es cierto que se encuentran muchos más hombretones armados cuando te alejas de los riachuelos y los campos de maíz. Si tuviera que elegir, siempre me quedaría con la ciudad.

—¡Hasta mañana! —dijo Buffy, y se despidió de Shaun agitando la mano desde el otro lado del parabrisas; luego dio media vuelta y enfiló hacia el puesto de guardia, donde pasaría los siguientes cinco minutos realizando pruebas para descartar la contaminación. Shaun le devolvió el saludo, volvió a arrancar la furgoneta y se alejó de la entrada del barrio. Era mi señal. Levanté el pulgar para indicarle que estaba lista, tomé una curva a toda velocidad y encabecé el miniconvoy hasta la avenida del Telégrafo y después por el laberinto de calles sinuosas que rodeaba nuestra casa en las afueras.

Al igual que Santa Cruz, Berkeley es una ciudad universitaria, y durante el Levantamiento se convirtió en un infierno. El Kellis-Amberlee irrumpió en los colegios mayores, donde se incubó y se propagó como una plaga, que pilló prácticamente a todo el mundo por sorpresa. En este caso «prácticamente» es una matización importante, pues cuando la infección llegó a Berkeley ya habían aparecido en la red las primeras entradas que daban cuenta de la agitación que se vivía en las universidades de todo el país. Además gozamos de una ventaja que la mayoría de las ciudades universitarias no tuvieron: contábamos con nuestra buena ración de lunáticos.

Veréis, Berkeley siempre ha atraído a los bichos más raros y a los tipos más locos del mundillo académico. Es lo que ocurre cuando tienes una universidad que ofrece carreras tanto en informática como en parapsicología. Era una ciudad preparada para creer cualquier extravagancia, y cuando todos esos tipos presuntamente locos empezaron a oír rumores sobre que los muertos estaban levantándose de sus tumbas, no se los tomaron a broma, sino que empezaron a acumular armas y a patrullar las calles, atentos a cualquier comportamiento que se saliera de lo normal y a indicios de la enfermedad, y en general, comportándose como gente que había visto una película de George Romero. No todos creyeron lo que habían oído… pero algunos sí, y eso resultó ser suficiente.

Eso no significa que no sufriéramos los estragos de las primeras oleadas de la infección. Más de la mitad de la población de Berkeley murió en el transcurso de los primeros y eternos seis días con sus noches, incluido el hijo biológico de nuestros padres adoptivos, Phillip Mason, que apenas tenía seis años. No fue nada bonito ni agradable lo que ocurrió aquí, pero a diferencia de muchas otras ciudades con unas características similares (con una importante población sin techo, una universidad de primer nivel y montones de calles oscuras y estrechas), Berkeley sobrevivió.

Shaun y yo hemos crecido en una casa que había pertenecido a la universidad. Está ubicada en una zona que fue considerada «imposible de mantener segura» cuando los inspectores gubernamentales empezaron a organizarse, de modo que la vendieron para recaudar fondos para la reconstrucción del campus principal. Los Mason no querían vivir en la casa en la que había muerto su hijo, y el nivel de seguridad del barrio facilitó que pudieran adquirir la propiedad a precio de ganga. Nuestros trámites de adopción finalizaron el día anterior a que se mudaran, una falsa clasificación de «no pasa nada», que acabó dejándolos como propietarios de una casa enorme en medio de las temibles afueras, con dos hijos y sin la más mínima idea de qué hacer. Así que hicieron lo que era normal en ellos: concedieron más entrevistas, escribieron más artículos y subieron los índices de audiencia.

Visto desde fuera, parecía que se dedicaran en cuerpo y alma en darnos el tipo de infancia «normal» que ellos recordaban haber tenido. Nunca se nos llevaron a un barrio cercado, nos dejaron tener animales domésticos que no alcanzaran el peso necesario para la reanimación, y cuando en las escuelas públicas se instauró la obligación de realizar análisis de sangre tres veces al día, antes de que acabara la semana ya nos habían inscrito en una escuela privada. Justo después de cambiarnos de colegio mi padre concedió una entrevista, que adquirió cierta notoriedad, en la que afirmaba que estaba haciendo todo lo que podía para que nos convirtiéramos en «ciudadanos del mundo en vez de en ciudadanos del miedo». Bonitas palabras, sobre todo viniendo de un hombre que consideraba a sus hijos un medio muy práctico de mantenerse en los primeros puestos de las entradas más leídas de los blogs de noticias. ¿Que la audiencia declina? Pues nos vamos de excursión al zoo. Esa misma noche vuelves a estar en el primer puesto.

Se establecieron algunos cambios que no pudieron evitar, gracias a la legislación gubernamental para la lucha contra la infección (los análisis de sangre, los exámenes psicológicos y todas esas bobadas), pero ellos hicieron todo lo que pudieron, y tengo que reconocerles algo: muchas de las cosas que hacían por nosotros no les salían nada baratas. Tuvieron que pagar por el derecho a criarnos como lo hacían. Los equipos de entretenimiento, la seguridad interna e incluso los centros médicos caseros se pueden comprar por una nadería. Cualquier cosa que nos permitiera salir, desde vehículos y gasolina, hasta cualquier tipo de equipo que no nos aislara totalmente del mundo natural… ahí es donde las cosas se vuelven caras de verdad. Los Mason lo habían dado todo menos su sangre para que siempre estuviéramos bajo el cielo azul y en espacios abiertos, y se lo agradezco, aunque siempre actuaran movidos por las audiencias y el recuerdo de un niño que mi hermano y yo nunca conocimos.

Other books

Ordinary Light A Memoir (N) by Tracy K. Smith
Hearths of Fire by Kennedy Layne
Title Wave by Lorna Barrett
Claws of the Dragon by Craig Halloran
Made of Honor by Marilynn Griffith
Appleby at Allington by Michael Innes
Lab Notes: a novel by Nelson, Gerrie
Moonrise by Cassidy Hunter
Mr. Clean by Penelope Rivers
Never Been Witched by BLAIR, ANNETTE