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Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

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Un ejemplo: Rebecca Ryman se cayó del caballo en una exhibición de salto celebrada durante la Feria del Estado de Wisconsin de hace tres años. Entonces tenía quince. Yo no entiendo qué gracia tienen las exhibiciones de salto de caballos, no me interesa ningún aspecto de los grandes mamíferos y me gustan menos aún cuando se les coloca encima y se les enseña a saltar obstáculos, así que no puedo explicar qué ocurrió realmente, sólo que, de algún modo, el equino pisó mal, y Rebecca se cayó. A ella no le pasó nada, pero el caballo se rompió una pierna y hubo que sacrificarlo.

El sacrificio se llevó a cabo sin complicaciones; siguiendo el procedimiento estándar para los grandes mamíferos: se le disparó en la frente con una pistola de bala cautiva, y luego se le hundió un estilete en el espinazo.. Nadie sufrió ningún daño salvo el animal, el orgullo de Rebecca y la reputación de la Feria del Estado de Wisconsin. El caballo nunca dio muestras de reanimarse; sin embargo, eso no ha evitado que seis de nuestros colegas rivales hayan publicado clips de vídeo del episodio durante semanas, como si el bochorno de una adolescente compensara el hecho de que ellos no superaran la selección para la cobertura de la campaña de Ryman. «¡Ja, ja, ja! ¡Vosotros estáis con el candidato, pero nosotros podemos mofarnos del error inocente de su hija adolescente!»

A veces me pregunto si mi equipo es el único grupo de periodistas profesionales que evitó con éxito las pastillas de gilipollez durante el proceso de entrenamiento. Pero entonces echo un vistazo a mis editoriales, sobre todo los que tienen como protagonista a Wagman y su lento suicidio político, y me doy cuenta de que también nosotros tomamos esas pastillas; simplemente echamos mano de un poco de ética periodística para tragarlas mejor.

Emily sabe que con nosotros está segura porque, a diferencia de nuestros colegas, Shaun y yo no nos aprovechamos de personas inocentes para conseguir un puñado de declaraciones que atraigan audiencia. Ya tenemos a los políticos para cuando necesitamos algo así.

Miré la hora y recorrí el pasillo a grandes zancadas en dirección a la entrada principal. Un atajo a través de la zona de prensa me llevaría directa a las dependencias del gobernador, donde su jefe de candidatura estaría más que encantado de entretenerme todo el tiempo que le fuera posible. Mi entrevista no tenía asegurada una duración de sesenta minutos; necesitaría mucho más tirón si quería acercarme a algo así. Sólo me dedicaría a disparar todas las preguntas que pudiera hacerle y a recabar las respuestas que pudiera sacarle en el transcurso de una hora sin dar importancia a lo que fuera surgiendo a lo largo de ese periodo. No quería hacerle esperar más de diez minutos. Con eso cumpliría mi objetivo y aún me dejaría tiempo para conseguir las respuestas que quería y necesitaba obtener. Su jefe de candidatura no sólo querría hacerme esperar, le gustaría hacerme esperar al menos media hora y de ese modo acortar la entrevista y demostrar una vez más quién tiene el control de la situación.

A veces contemplo el mundo en el que vivo, con todos esos políticos despiadados y todos esos trapicheos partidistas, y me pregunto cómo es posible que haya alguien feliz dedicándose a cualquier otra cosa. Después de esto, la política local me parecerá un mercadillo benéfico. Lo cual significa que debo mantener mi posición, que a la vez significa que he de demostrar a todo el mundo lo buena que soy en mi trabajo.

La gente me saludaba mientras cortaba por la zona de prensa. Yo les contestaba con la mano, con la atención puesta en mi camino. En ciertos ámbitos de los medios de comunicación tengo reputación de persona distante. Supongo que merecida.

—¡Georgia! —gritó un hombre que reconocí vagamente como miembro del gabinete de prensa de Wagman. Se abrió paso entre la muchedumbre y se puso a caminar a mi lado mientras yo continuaba hacia la puerta del cuartel general del gobernador Tate—. ¿Tienes un segundo?

—La verdad es que no —respondí, deteniéndome frente al pomo de la puerta.

Me puso una mano en el hombro sin hacer caso de la contracción de mis músculos.

La congresista acaba de arrojar la toalla.

Me quedé de piedra. Volví la cabeza hacia él y me bajé las gafas de sol lo imprescindible para verle la cara sin ningún obstáculo de por medio. Las luces del techo me abrasaron los ojos, pero me dio igual. Veía la expresión de su rostro con la nitidez suficiente para saber que no estaba mintiendo.

—¿Qué quieres? —le pregunté, ajustándome de nuevo las gafas.

Echó un vistazo por encima de su hombro en dirección al resto de periodistas congregados a su espalda. Nadie parecía percatarse de que estaba sucediendo algo gordo. Al menos de momento. No tardarían en hacerlo, y cuando sucediera, nos acorralarían.

—Te traigo todo lo que tengo… incluidos vídeos, un montón de cosas, todos los votos, detalles de a quién va a pasar el apoyo que le queda. A cambio me metes en tu equipo.

—¿Quieres seguir a Ryman?

—Sí.

Lo medité unos instantes con el gesto impertérrito. Al cabo asentí con la cabeza varias veces, cada vez más rápido.

—Ve a nuestra habitación dentro de una hora con copias de todo lo que hayas publicado recientemente y lo que tengas sobre Wagman. Entonces hablaremos.

—Genial —exclamó, retirando la mano para dejarme continuar mi camino.

Los agentes de seguridad del gobernador me dedicaron un leve saludo con la cabeza cuando entré en las dependencias de Tate con el pase de prensa levantado para mostrárselo. Dieron su visto bueno y no me detuvieron.

Las dependencias del gobernador Tate eran muy parecidas a las del senador Ryman, y estaba segura de que también eran idénticas a las de la congresista Wagman. Puesto que en estos días, a los aspirantes a presidente del país se les mete en centros de convenciones contiguos, los tipos que se encargan de organizar las convenciones se desviven para evitar que puedan acusarlos de estar dispensando un trato de favor a alguno de los candidatos. Uno de los aspirantes saldría coronado como príncipe del partido y los otros mendigando las sobras, pero hasta que se realizara el recuento de votos recibirían el mismo trato.

El despacho estaba lleno de voluntarios y miembros del equipo, y las paredes empapeladas con los imprescindibles carteles con el lema «Tate presidente». Sin embargo, se respiraba un ambiente apagado, casi de funeral. La gente no parecía asustada, sólo concentrada en lo que hacía. Apreté el botón de mi solapa para activar el programa de la cámara que tomaba fotos cada quince segundos. El dispositivo tenía la suficiente memoria libre para tomar fotos con esa periodicidad durante dos horas sin tener que descargarlas en un disco duro. La mayoría de las imágenes serían una porquería, pero seguramente podría aprovechar un par.

Maté unos minutos sirviéndome un café que no me apetecía y añadiéndole ingredientes a mi supuesto gusto, antes de acercarme a los guardias que custodiaban la puerta del despacho del gobernador y mostrarles mi pase de prensa.

—Georgia Mason, Tras el Fin de los Tiempos. Vengo a ver al gobernador Tate.

Uno de los guardias me miró por encima de sus gafas de sol.

—Llega tarde.

—Me he entretenido —respondí, sonriendo. Yo llevaba las gafas de sol ajustadas a la nariz, lo que hacía difícil, si no imposible, discernir si la sonrisa de mis labios estaba también en mis ojos.

Los guardias se miraron. He llegado a la conclusión de que los hombres que llevan gafas de sol odian profundamente no poder ver los ojos de sus interlocutores. Es como si el aire de misticismo que intentaran crear no pudiera compartirse con nadie, y mucho menos con una periodista de pacotilla que resulta que padece una enfermedad en los ojos. Me mantuve inmóvil y sonriente.

Hubiera llegado tarde o no, no tenían una razón de peso para no permitirme pasar.

—Que no vuelva a ocurrir —me advirtió el más alto de los guardias antes de abrir la puerta que daba acceso al despacho privado del gobernador.

—Entendido —respondí, borrando la sonrisa de mis labios mientras pasaba entre ellos.

Cerraron la puerta a mi espalda con un clic seco. Yo no me molesté en volverme. Quería echar un primer vistazo al despacho privado del hombre que disponía de la mejor oportunidad para dejarme sin trabajo. Quería saborearlo.

El despacho del gobernador estaba decorado de una manera austera. Había optado por cubrir las dos ventanas de la habitación con unas librerías que prácticamente las ocultaban. La suave luz ambiental procedía de unos tubos fluorescentes del techo. Dos enormes banderas, la de los Estados Unidos de América y la del estado de Texas, ocupaban casi toda la pared del fondo. No se veían otros detalles personales. El despacho sólo era un lugar de paso, no el destino del viaje.

El gobernador estaba detrás de su escritorio, cuidadosamente colocado para quedar enmarcado por las banderas. Podía imaginarme a sus asesores discutiendo sobre el mejor modo de crearle la imagen de hombre fuerte para el país y para el mundo. Lo habían logrado; tenía exactamente el aspecto de un hombre preparado para ser presidente. Si Peter Ryman era el aspecto juvenil y el encanto típicamente estadounidense, el gobernador David Tate era la viva imagen del militar norteamericano, desde su porte solemne hasta la respetabilidad que rezumaba su cabello cano cortado a cepillo. Me resultaba innecesario repasar su hoja de servicio; el hecho de que tuviera una, a diferencia del senador Ryman, había sido fuente de multitud de anuncios pagados por «ciudadanos preocupados» desde el inicio de la campaña electoral. Un general de tres estrellas que había participado en los combates en la frontera canadiense en el 17, cuando recuperamos las cataratas del Niágara de los infectados, y también en Nueva Guinea en el 19, cuando un acto terrorista, que pulverizó el Kellis-Amberlee en estado activo, estuvo a punto de acabar con el país. Había sido herido en combate, había luchado por su nación y por los derechos de los no infectados, y había comprendido que un día tras otro estábamos librando una guerra contra las criaturas que habían sido nuestros seres más queridos.

Hay un montón de buenas razones por las que ese hombre me da miedo. Y éstas sólo son el principio.

—Señorita Mason —dijo, cortando el aire con la mano para señalarme la silla frente a su escritorio mientras se ponía en pie—. Confío en que no se haya perdido. Empezaba a pensar que había cambiado de opinión.

—Gobernador. —Me acerqué a la silla y me senté. Saqué la grabadora de mp3 del bolsillo y la dejé sobre la mesa. El movimiento activó al menos dos videocámaras camufladas en mi ropa. Eso era parte de las que yo sabía que llevaba, pero estaba segura de que Buffy me había escondido media docena más, por si acaso alguien las deshabilitaba con algún pulso electromagnético—. Una retención inevitable.

—Ah, sí —repuso, hundiéndose en su sillón—. Esos controles de seguridad son mortales, ¿eh?

—Sin duda pueden llegar a serlo. —Me incliné hacia delante para encender la grabadora con un afectado movimiento del dedo índice. Humo y espejos: si le convenzo de que es el único aparato que llevo para grabar la entrevista no se preocupará tanto de lo que pueda quedar grabado—. Le agradezco que dedique parte de su tiempo a sentarse hoy aquí conmigo y, por supuesto, con nuestros lectores de Tras el Final de los Tiempos, que han seguido esta campaña con un enorme interés y están ansiosos por entender un poco mejor su programa y sus ideas.

—Unos tipos listos, sus lectores —señaló el gobernador, arrastrando las palabras y apretando la espalda contra el respaldo de su sillón. Levanté la mirada sin mover la cabeza; la posibilidad de observar a los entrevistados sin que ellos se den cuenta es una de las grandes ventajas de ver la vida detrás de unos vidrios tintados.

Me resultó más fácil mirar furtivamente al gobernador que reprimir el estremecimiento que me producía lo que veía. Tate me observaba con una total falta de expresión, como un muchacho observaría un insecto que pretendiera aplastar. Estoy acostumbrada a la gente que aborrece a los periodistas, pero lo del gobernador era un poco excesivo. Me enderecé en la silla y me ceñí las gafas a la nariz.

—Mis lectores se cuentan entre los más exigentes de la comunidad bloguera.

—¿Ah, sí? Bueno, supongo que eso explica su interés sostenido en las elecciones de este año. Sus índices de audiencia están siendo espectaculares, ¿no es así?

—Así es, gobernador. Pero, dígame, su candidatura a la presidencia supuso una ligera sorpresa… En los círculos políticos se consideraba que no volvería a presentarse para una nueva legislatura. ¿Qué lo animó a participar de nuevo en la carrera hacia la Casa Blanca?

El gobernador sonrió, borrando la frialdad de sus ojos. Pero era demasiado tarde; ya me había percatado de ella. En cierta manera, la repentina vida en su semblante resultaba aún más aterradora. También él estaba siguiendo un guión y pensaba que sabía cómo manipularme.

—Bueno, señorita Mason, le responderé que como mero observador externo empecé a preocuparme un poco de cómo estaban yendo las cosas por aquí. Eché un vistazo al patio y me di cuenta de que a menos de que yo me metiera, no había nadie a quien pudiera confiar el bienestar de mi mujer y mis dos hijos cuando los muertos decidieran que había llegado el momento de otro levantamiento en masa. Los Estados Unidos de América necesitan un líder sólido en estos tiempos turbulentos; alguien que entienda lo que significa que un hombre luche para conservar lo que es suyo. Sin ánimo de ofender a mi estimado contrincante, pero el bueno del senador nunca ha luchado por lo que ama. No lo entiende de la misma manera que lo haría si alguna vez hubiera tenido que derramar sangre para no perderlo. —Hablaba en un tono jovial y casi jocoso, como una figura paterna transmitiendo su sabiduría a un alumno privilegiado.

Yo no me lo tragaba y no varié un ápice mi gesto más profesional.

—Entonces, ¿lo ve como una carrera entre dos, es decir, entre usted y el senador Ryman?

—Seamos sinceros: es una carrera entre dos. Kirsten Wagman es una buena mujer, con sólidos valores republicanos y unos profundos conocimientos de los principios morales de esta nación, pero no se va a convertir en nuestra próxima presidenta. No está preparada para tomar las decisiones que nuestro pueblo y la economía de este maravilloso país necesitan.

Reprimí el impuso de señalar que Kirsten Wagman prefería impulsar su candidatura con sus tetas que con un debate de ideas.

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