¿Y cómo podía dejar de mentirle? «Te lo quitaré todo», le había dicho Rakoth, y había estado muy cerca de conseguirlo.
Brendel se dio la vuelta. Sus ojos eran ahora dorados; parecía ser su genuino color.
-He permanecido aquí durante mucho tiempo –le dijo-, por deseo de Ra-Tenniel y por el mío propio. El deseaba que pudiera así aconsejar al joven rey y enterarme de los planes de los hombres de Brennin; yo deseaba volver a verte para ponerme a tu servicio y hacerte un ruego.
-¿Cuál?
Se mantenía muy erguida, más hermosa que nunca, y la sombra de la desgracia que se había cernido sobre ella le confería algo muy especial.
-Desearía que vinieras conmigo a Daniloth para ser de nuevo la que eras. Si eso es posible, sin duda allí lo lograrás.
Ella lo miró como si lo hiciera desde una gran altura o una insondable profundidad; en suma, desde una gran distancia.
-No -le dijo mientras veía que en sus ojos ardía el dolor como si fuera una llama-. No -repitió-. Prefiero seguir siendo como soy. Paul logró hacerme vivir de nuevo, él y otra cosa más. Dejémoslo así. Ahora estoy aquí y no me siento infeliz y temo que si trato de obtener más luz sólo consiga mayor oscuridad.
El no pudo alegar nada a tal respuesta; ella no le dejaba ninguna posibilidad. Antes de marcharse le acarició una mejilla, y ella soportó la caricia lamentando que tal gesto no pudiera aportarle ningún placer, pero así era y ¿qué más podía hacer o decir ella?
Ya desde la puerta, el lios volvió a hablar; la música había casi desaparecido de su voz.
-Así pues, sólo queda la venganza -dijo Brendel de la Marca de Krestel-. Sólo queda eso y siempre será así.
Cerró la puerta con suavidad detrás de él.
Juramentos, pensó ella dirigiéndose otra vez hacia la chimenea. Kevin, Brendel; se preguntó quién más juraría vengarse en su nombre. Se preguntó si eso en realidad significaba algo para ella.
Y, mientras ella permanecía quiera en aquella región gris de silencio y de sombras, Loren y Matt abrían la puerta y se encontraban frente a dos siluetas sobre la nieve con las estrellas y la luna como telón de fondo.
Una última puerta se abrió tarde, en la fría noche. En las heladas calles había muy pocos viandantes. El Jabalí hacía rato que había cerrado sus puertas. Kevin y Dave se habían marchado a los cuarteles de la Fortaleza del Sur con Diarmuid y sus hombres. En aquella hora próxima al alba, cuando el norte parecía más cercano y el viento más salvaje los centinelas se agrupaban en los puestos de guardia inclinándose sobre las pequeñas fogatas que les estaba permitido encender. Nadie atacaría, nadie podía hacerlo; para todos estaba claro que aquel viento y aquella nieve, que aquel invierno de malignas intenciones era un ataque suficiente. Era suficiente para matar, y, en efecto, lo hacía. Además se iba haciendo más y más crudo.
Sólo había un hombre que no lo sentía. En mangas de camisa y con pantalones tejanos, Paul Schafer caminaba completamente solo por las calles y callejas de la ciudad. El viento movía sus cabellos pero no lo afectaba, y su rostro se mantenía erguido cuando encaraba el norte.
Caminaba a la ventura, más por estar solo en la noche que por ninguna otra cosa, para comprobar su extraña inmunidad y familiarizarse con la distancia que se abría entre él y los demás. Una distancia insalvable.
¿ Cómo podía ser de otro modo para un hombre que había saboreado la muerte en el Arbol del Verano? ¿Acaso había esperado ser uno más en la banda de Diarmuid? ¿Un camarada de Carde y de Kell, del mismísimo Kevin? Él era el Dos Veces Nacido; había visto a los cuervos en el bosque, había oído sus palabras, así como las de Dana, y había sentido en su interior a Mornir. Era la Flecha de Dios, la Lanza. Era el señor del Arbol del Verano.
Y, por otra parte, era dolorosamente ignorante de lo que todo esto significaba. Se había podido hacer la travesía con Jennifer. Había necesitado la ayuda de Jaelle para regresar a su mundo y sabia que ella habría llevado las de ganar en aquella conversación apenas empezada sobre la diosa y el dios. Aquella misma noche, no se había apercibido de la proximidad de Fordaetha; sólo la muerte de Tiene le había permitido oír a los cuervos; ni siquiera había sido él quien los había llamado, ni sabía de dónde habían venido o cómo podía hacerlos volver de nuevo.
Se sentía como un niño. Como un niño desafiante que camina en pleno invierno sin abrigo. Y había demasiadas cosas en juego; todo, en realidad.
Como un niño, pensó de nuevo, y de pronto se dio cuenta de que su caminata no carecía de objetivo. Estaba en la calle que desembocaba en el césped. Ante una puerta que recordaba muy bien. La tienda estaba en la planta baja; la vivienda, encima. Miró hacia allí. No se veían luces; claro, era demasiado tarde. Debían de estar durmiendo los tres, Vae, Finn y Darien.
Dio media vuelta para marcharse y de pronto se quedó helado, frío por primera vez en aquella noche, al tiempo que la luz de la luna le mostraba algo.
Avanzó unos pasos y empujó la puerta de la tienda que se abrió sin esfuerzo crujiendo sobre los goznes. Dentro todavía estaban los estantes de tejidos y lanas, y por todas partes se amontonaban alfombras. Pero la nieve se había acumulado en el espacio que quedaba entre los mostradores. Notó, mientras subía, que las escaleras estaban heladas. Todos los muebles en su sitio, tal como los recordaba, pero la casa estaba abandonada.
Oyó un ruido y se volvió lleno de terror. Entonces vio lo que había producido el ruido. Movida por el viento que penetraba por las destrozadas ventanas, una cuna vacía se mecía sin cesar de un lado a otro.
Por la mañana muy temprano el ejército de Cathal atravesó el río Saeren y se internó en el Soberano Reino. Su general en jefe se permitió un leve gesto de satisfacción. Todo había sido planeado en sus más mínimos detalles y calculado con gran cuidado. Había llegado a Cynan por la noche, con todo silencio; luego, por la mañana habían enviado mensajeros al otro lado del río, sólo media hora antes de que las barcazas especialmente
construidas para tal fin llevaran al ejército al otro lado del río, hasta Seresh.
Habían contado con que la carretera que llevaba a Paras Derval estuviera expedita de nieve, y así había ocurrido. En medio del cortante frío y bajo el cielo azul se pusieron en camino hacia Paras Derval a través del nevado paisaje. Los mensajes enviados al nuevo soberano rey sólo podían llevarles unas dos horas de ventaja; Aileron no iba a tener tiempo de hacer ningún preparativo.
Y ésa era precisamente la intención. Habían enviado mensajes a uno y otro lado del Saeren, habían cruzado en barcazas desde Cynan a Seresh, habían mandado señales con luces a través del río, hacia el este; era indudable que la corte de Brennin sabía que el ejército de Cathal se había puesto en marcha, pero no sabía con cuántos hombres contaba ni cuándo llegaría.
Los hombres de Brennin darían la sensación de desharrapados y mal pertrechados cuando el espléndido ejército de dos mil quinientos hombres llegara galopando desde el suroeste. Y no sólo llegarían los jinetes. ¿Qué dirían los hombres del norte cuando vieran entrar por las puertas de Paras Derval a doscientos de aquellos legendarios carros de combate de Cathal? Y en el primero de ellos, tirado por cuatro corceles de Faille, no iba a ir un simple general o capitán de los eidolaths, la guardia real, sino el propio Shalhassan en persona, el supremo señor de Sang Marlen, de Larai Rigal, de las nueve provincias del País del Jardín.
A ver cómo se las iba a apañar el joven Aileron, si es que podía.
Pero no se trataba de una vulgar exhibición. Shalhassan se las había tenido que ver durante demasiado tiempo con un país desgarrado por las intrigas, para caer en una simple extravagancia. Un frío cálculo guiaba cada uno de los pasos de aquella maniobra; un firme propósito se evidenciaba en la velocidad que exigía a sus carros de combate, y había incluso una razón que explicaba el esplendor de su apariencia física, desde la rizada y perfumada barba hasta el manto de pieles artísticamente diseñado para que pudiera echar mano de la espada, primorosa y ricamente trabajada.
Hacía mil años que Angirad había capitaneado a los hombres del sur en la guerra contra el Desenmarañador, y habían combatido y cabalgado bajo la bandera de Brennin, con la luna y el roble, a las órdenes primero de Conary y luego de Colan. Pero entonces no existía realmente Cathal, ni la enseña de la flor y la espada; sólo existían nueve provincias mal avenidas. A su regreso, imbuido por la gloria de haber estado en Andarien y en Gwynir, de haber participado en la última y desesperada batalla ante el puente Valgrind y de haber cooperado en el encadenamiento de Rakoth bajo Rangar, Angirad se sintió capaz de mostrar con orgullo el centinela de piedra que le habían encomendado, de fundar un reino y de construir una fortaleza en el sur y luego un palacio de verano, junto al lago, en Larai Rigal.
Había conseguido todas esas cosas. El sur ya no seria nunca más un nido de principados mal avenidos. Ahora era Cathal, el País del Jardín, y ya no era un reino bajo el dominio de Brennin, por mucho que los herederos de Iorweth así se empeñaran en considerarlo. Cuatro guerras en otras tantas centurias así lo habían demostrado. Si Brennin tenía su Arbol, en el sur se jactaban de que en Larai Rigal había diez mil.
Y también tenía un auténtico gobernante, un hombre que se había sentado en el trono de Marfil hacía ya veinticinco años, un hombre sutil, inescrutable, familiarizado con la guerra, pues había combatido contra Brennin treinta años atrás, cuando el joven rey Aileron ni siquiera había nacido. Con Ailell todavía hubiera podido tener diferencias, pero no con su hijo, que había regresado del exilio apenas hacia un año para ocupar el trono de Roble.
Las batallas se ganaban sobre la marcha, pensó Shalhassan. Un sabio pensamiento: hizo un peculiar gesto con la mano y poco después se le unió Raziel, poco habituado a galopar, y el supremo señor de Cathal hizo que lo escribiera. Delante, los cinco miembros de la escolta de honor, enviados a toda prisa por el sorprendido duque de Seresh, fustigaban los caballos para mantenerse a la cabeza de los carros de combate. Por un momento pensó en adelantarlos, pero luego cambió de opinión. Sería más agradable, y en cierto modo él se permitía el lujo de disfrutar con tales cosas, llegar a Pa
ras Derval pisando los talones de la escolta de honor como si fuera él quien los espoleara.
Era mucho mejor, decidió. En Sang Marlen, Galienth supervisaría las decisiones de su hija. Había llegado el momento de que pusiera en práctica el arte de gobernar que había estado aprendiendo desde la muerte de su hermano. El ya no podía tener otro heredero. Escapadas como la de la última primavera cuando ella siguió los pasos de la embajada a Paras Derval, ya no podían ser toleradas. En realidad, él todavía no había recibido ninguna explicación satisfactoria de tal suceso. Aunque no tenía por qué esperarla, dada la naturaleza de su hija. Su madre había sido igual. Sacudió la cabeza. Ya había llegado el momento de casarla, pero siempre que él abordaba ese asunto, ella le salía con evasivas. Incluso en su última entrevista, ella le había dirigido una falsa sonrisa de respeto (él la conocía perfectamente pues era la sonrisa de su madre) e, inclinándose sobre su plato de m’rae frío, había murmurado que si seguía insistiendo en aquel asunto se casaría.., y elegiría como esposo a Venassar de Gath.
Sólo décadas en el ejercicio del autodominio le habían impedido pegar un bote de su asiento y mostrar ante la corte y los eidolaths su confusión. Peor que la imagen de aquel blandengue y desgarbado proyecto de hombre sentado en el trono junto a su hija fue pensar en la ladina influencia que su padre, Bragon de Gath, ejercería sobre él.
Había desviado la conversación hacia cómo se las iba a arreglar ella con los impuestos durante su ausencia. Aquel invierno sin precedentes, que había helado el lago de Larai Rigal y había devastado los anchurosos jardines de T’Varen, causaba la muerte por doquier, le explicó él, y ella debería caminar por el resbaladizo sendero entre la compasión y la indulgencia. Ella lo escuchaba aparentando la mayor atención, pero la vio sonreír en el fondo de los ojos. El jamás sonreía; pues las sonrisas traicionaban siempre. Tampoco había sido nunca atractivo y, en cambio, Sharra lo era en grado sumo. En ella la belleza era un instrumento, pensó él mientras se esforzaba por guardar la real compostura.
Incluso la sonrisa de superioridad de su indomable hija. Se dijo a sí mismo que ahí se encerraba otro pensamiento y poco después lograba formularlo. Levantó de nuevo la palma de la mano semicerrada y al instante acudió Raziel, puso el caballo a la par del suyo y tomó nota. Luego Shalhassan alejó de su pensamiento a su hija y mirando hacia el sol del atardecer decidió que ya estaba muy cerca de su destino. Se enderezó, arregló su manto, se mesó la barba y se dispuso a conducir a los jinetes y los carros de combate de Cathal, en una espléndida formación, por las calles de la caótica capital de sus desprevenidos aliados. Ahora verían lo que era bueno.
Pero aproximadamente a una legua de Paras Derval sus planes comenzaron a torcerse.
Para empezar, la carretera estaba bloqueada. La guardia de avanzadilla aminoró el paso, y los carros de combate tuvieron que hacer lo mismo. Shalhassan agudizaba la mirada esforzándose por ver a través de la luz del sol que reverberaba sobre la nieve. Poco después todos hubieron de detenerse, mientras los caballos pateaban y piafaban por frío y él prorrumpía en maldiciones con una intensidad que hasta ahora jamás se había insinuado bajo su apariencia de serenidad.
Ante ellos, una veintena de jinetes, vestidos con esmero en marrón y oro, presentaban armas con altiva ceremoniosidad. Tras la formación se oyó el sonido armonioso e inconfundible de un cuerno, y los soldados se colocaron a ambos lados de la carretera para dejar paso a seis niños cuyas vestiduras rojas resaltaban sobre la nieve. Dos de ellos pasaron ante la escolta de honor de Seresh, sin hacer el más mínimo caso a las coces de los caballos, y le entregaron a Shalhassan flores de Brennin en señal de bienvenida.
Con gesto severo las acepió. ¿Cómo demonios conseguían flores en semejante invierno? Luego vio que los otros cuatro niños alzaban con pértigas un tapiz y que ante él se desplegaba una magnífica obra de arte acorde a su realeza: en aquella carretera, abierta a la inclemencia de los elementos, sostenían ante sus ojos una magnífica escena del Bael Rangat. En evanescentes colores y formas, obra maestra del arte de tejer, contempló la batalla del puente Valgrind. Y no cualquier momento de la batalla, sino aquel, cantado y celebrado desde entonces en Cathal, en que Angirad, el más resplandeciente héroe de aquella hueste, hollaba el puente sobre el río Ungarch para abrir la marcha triunfal hacia Starkadh.