Fuego Errante (17 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

BOOK: Fuego Errante
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Pero Paul Schafer contestó en voz muy baja:

-Bueno, o un rival, Jen. No podemos saberlo. Por eso debo saber dónde está.

En algún lugar de la carretera, Diarmuid y sus hombres galopaban. En la guerra habría que blandir espadas y hachas, habría que disparar flechas y arrojar lanzas. Habría que ser valiente o cobarde, habría que matar o morir, habría que unirse codo a codo con todos y cada uno de los hombres.

El, en cambio, tendría que actuar de otra manera. Caminaría solo en medio de la oscuridad para librar su última y personal batalla. El, que había logrado regresar, tendría que decir las verdades más crudas y amargas, tendría que hacer llorar a una pobre mujer aunque se rompiera lo poco que en su corazón restaba todavía entero.

A dos mujeres, pues también brillantes lágrimas corrían sin control por las mejillas de Jaelle.

-Se han marchado al lago. Al lago de Ysanne -dijo-. La casita estaba abandonada, por eso los enviamos allí.

-¿Por qué?

-Es un andaín, Pwyll. Se lo estaba contando a Jennifer antes de que tú llegaras: no crecen como nosotros. Tan sólo tiene siete meses y ya parece un niño de cinco años. Y sigue creciendo más y más.

Los sollozos de Jennifer remitían. Paul se dirigió hacia ella y se sentó a su lado. Con sincera vacilación le cogió la mano y se la besó.

-Nunca he conocido a nadie más digno de admiración que tú. Todo el daño que te hago lo sufro yo mucho más; debes creerme. Yo no elegí ser lo que ahora soy. Y ni siquiera estoy seguro de lo que soy.

Se dio cuenta de que ella lo estaba escuchando.

-Estás llorando porque tienes miedo de haberte equivocado, o de haber dado a luz un monstruo -continuó diciéndole-. Sólo puedo decirte que no lo sabemos. Es incluso posible que Darien sea nuestra última, nuestra más poderosa esperanza de luz. Recordemos -levantó la vista y vio que Jaelle se había acercado-, recordemos los tres que Kim soñó su nombre; por lo tanto tiene un lugar, forma parte del Tapiz.

Había dejado de llorar y su mano seguía entre las de él. Al cabo de un rato alzó la vista y le preguntó a Jaelle:

-Dime, ¿cómo lo vigilas?

La sacerdotisa parecía incómoda.

-Leila -se limitó a decir.

-¿Aquella jovencita? -preguntó Paul sin comprender-. ¿Aquella que nos espiaba?

Jaelle asintió con la cabeza. Dio unos pasos hacia el arpa y tensó dos de sus cuerdas antes de responder.

-Está sintonizada con el hermano -susurró-. No sé exactamente cómo, pero ve a Finn que está casi siempre con Darien. Una vez a la semana les llevamos comida.

Paul sintió que su garganta estaba otra vez seca por el miedo.

-¿Qué ocurrirá en caso de que los ataquen? ¿No pueden apoderarse de él?

-¿Por qué iban a ser atacados una madre y sus dos hijos? -replicó Jaelle tocando con suavidad el arpa-. ¿Quién puede saber siquiera que están allí?

Paul respiró profundamente. Sonaba a locura, a indefensa y desprotegida locura.

-¿Y los lobos? -siguió preguntando-. ¿Los lobos de Galadan?

Jaelle sacudió la cabeza y dijo:

-Nunca irán allí. Nunca lo han hecho. Hay un poder en el lago que se lo impide.

-¿Qué clase de poder? -preguntó él.

-No lo sé. En verdad no lo sé. Nadie en Gwen Ystrat lo sabe.

-Apuesto a que Kim sí -dijo Jennifer.

Permanecieron callados un rato escuchando el arpa que tocaba la sacerdotisa. Las notas surgían en desorden una tras otra, como si tocara un niño.

De pronto llamaron a la puerta.

-¿Quién es? -preguntó Paul.

La puerta se abrió y Brendel entró en la habitación.

-He oído música -dijo-. Estaba buscándote -añadió dirigiéndose a Jennifer-. Ha llegado alguien. Es mejor que vengas.

No dijo nada más. Sus ojos estaban muy oscuros.

Todos se levantaron. Jennifer se secó el rostro, se alisó los cabellos y enderezó los hombros. A Paul le pareció una reina. Juntos él y Jaelle la siguieron fuera de la habitación. Luego salió el lios y cerró la puerta.

Kim estaba nerviosa y asustada. Habían planeado llevar a Arturo ante Aileron por la mañana, pero después Brock había descubierto sobre la nieve el helado cuerpo de Zervan. Y, antes de que hubieran podido reaccionar, les habían hecho saber la inminente llegada de Shalhassan desde Seresh, y el palacio y la ciudad habían estallado en febril actividad.

Febril, pero controlada. Loren, Matt y Brock, los tres con expresión severa, se habían marchado, y Kim y Arturo, solos en la residencia de los magos, subieron al piso de arriba para presenciar los preparativos desde una ventana del segundo piso. Era evidente tanto para la novata mirada de ella como para la más avisada de él que un propósito claro subyacía en el caos que reinaba allá abajo. Kim reconoció a muchos de los que pasaban corriendo o a caballo: Gorlaes, Kell, Brock, Kevin -que desapareció tras una esquina con una bandera en las manos- e incluso la inconfundible figura del lios alfar Brendel. Se los iba mostrando al hombre que estaba junto a ella procurando que su voz fuera lo más inexpresiva e uniforme posible.

Pero era difícil. No sabia, en efecto, qué iba a ocurrir cuando los hombres de Cathal hubieran sido recibidos y hubiera llegado la hora de llevar a Arturo Pendragon ante Aileron, y el soberano rey de Brennin. Durante tres estaciones -otoño, invierno y una primavera semejante al invierno- había estado esperando el sueño que le permitiría llamar a aquel hombre que, imperturbable y observador, estaba a su lado. Había sabido, con la profunda convicción con que ahora sabia las cosas, que aquella llamada era imprescindible; de otro modo no habría tenido el coraje y la sangre fría de recorrer el camino que la noche anterior había hollado en plena oscuridad iluminada sólo por la llama que ella llevaba.

Ysanne lo había visto en sueños; lo recordaba perfectamente, y eso le daba seguridad. Pero también recordaba otra cosa que no la tranquilizaba en absoluto. «Esta tiene que ser mi guerra», había dicho Aileron muy al principio de todo, durante su primera conversación, antes de que él fuera rey y ella su vidente. Él se había dirigido cojeando hacia la chimenea como Tyrth, el criado lisiado, y había vuelto como un príncipe dispuesto a matar por una corona. Y ahora se preguntaba con ansiedad qué haría o diría ese joven, orgulloso e intolerante rey cuando se encontrara frente a frente con el Guerrero que ella había traído. Un Guerrero que también había sido rey, que había combatido en muchas batallas contra muchas y diferentes formas de oscuridad, que había venido desde su isla, desde sus estrellas, armado con su espada y su destino, para luchar en una guerra que Aileron llamaba suya.

No iba a ser fácil. Desde que había logrado llamarlo, no había vuelto a ver nada más y ahora se sentía incapaz de hacerlo. Era preciso responder a Rakoth, que se cernía libre sobre Fionavar. Por esta razón y no por ninguna otra, lo sabía perfectamente, se le había encomendado el fuego que llevaba en la mano. Ella tenía en su poder la Piedra de la Guerra y había traído al Guerrero. Pero no sabía para qué ni con qué fin. Todo lo que sabía era que había llamado a un poder desde más allá de los muros de la Noche y que por eso sentía una losa sobre el corazón.

-Hay una mujer en ese primer grupo -dijo él con voz sonora.

Ella miró hacia allí. Los cathalianos estaban llegando. Los hombres de Diarmuid, a quienes por primera vez veía correctamente uniformados, habían relevado a la guardia de honor de Seresh. Miró de nuevo con atención. El primer grupo era precisamente la escolta de Seresh y, sin poder creer lo que veía, reconoció a uno de los guardias.

-¡Sharra! –murmuró-…. ¡Otra vez! ¡Oh, Dios mío!

Dejó de mirar a la princesa disfrazada con quien tan buenas migas había hecho hacía ya un año, para contemplar con asombro al hombre junto a ella que había sido capaz de distinguir un disfraz en uno de tantos jinetes de aquella abigarrada multitud.

Él la miró también con sus grandes, oscuros y amables ojos.

-Es mi responsabilidad -dijo Arturo Pendragon- ver cosas así.

Era mediodía. El aliento de los hombres y de los caballos levantaba una humareda en el aire helado. El sol, alto en el cielo claro y azul, reverberaba sobre la nieve. Mediodía, y junto a la ventana Kimberly pensó de nuevo, al ver los ojos de él, en las estrellas.

Reconoció al fornido guardia que abrió la puerta: la había escoltado hasta el lago de Ysanne la última vez que estuvo allí. Leyó en sus ojos que él también la reconocía. Luego su expresión cambió al ver al hombre que estaba junto a ella.

-¡Hola, Shain! -le dijo antes de que pudiera hablar-. ¿Ha llegado ya Loren?

-Si, y también el lios alfar, señora.

-Bien. ¿Quieres llevarme ante ellos?

Él saltó hacia atrás con una ligereza que le habría hecho reír si hubiera estado de humor. Parecía tener miedo de ella, del mismo modo en que en otro tiempo habían tenido miedo de Ysanne. Sin embargo, no resultaba divertido, ni siquiera irónico; pero no eran ni el lugar ni el tiempo apropiados para entretenerse en disquisiciones.

Exhalando un profundo suspiro, Kim se quitó la capucha, sacudió su blanca cabellera y salió de la habitación. Vio primero a Loren y recibió de él un gesto de ánimo que no pudo disimular la tensión que el mismo sentía. Luego vio a Brendel, el lios alfar de cabellos de plata, a Matt con Brock, el otro enano, y a Gorlaes, el canciller.

Luego se dirigió hacia Aileron.

No había cambiado, a menos que el cambio consistiese simplemente en reafirmar, en el plazo de un año, lo que siempre había sido. Estaba en pie, junto a una mesa sobre la que se extendía un enorme mapa de Fionavar. Tenía las manos en la espalda, mientras se balanceaba sobre sus piernas muy separadas, y sus ojos hundidos, que tan bien recordaba, parecían taladrarla. Sin embargo ella lo conocía muy bien: era su vidente, la única.

Vio que su rostro expresaba alivio.

-¡Hola! -dijo ella con calma-. Me han dicho que seguiste mi último consejo.

-Así es. Bienvenida -dijo Aileron, y continuó tras una pausa-: Loren y Matt han estado caminando de puntillas a mi alrededor. ¿Quieres decirme por qué y a quién has traído contigo?

Brendel ya lo sabía; ella pudo leer en sus ojos de plata el asombro. Elevando la voz para lograr la claridad y la seguridad obligadas en una vidente, dijo:

-He usado el Baelrath tal como Ysanne lo soñó hace tiempo. Aileron, soberano rey, aquí tienes a Arturo Pendragon, el Guerrero de las antiguas leyendas, que ha venido para unirse a nuestra causa.

Sus palabras llenas de orgullo se levantaron y cayeron en el más absoluto silencio, como olas que fueran a romperse contra el pétreo rostro del rey.

Cualquiera de los que están en la habitación lo habría hecho mejor, pensó, dolorosamente consciente de que el hombre junto a ella no había hecho ninguna reverencia. No podría esperarse que lo hiciera ante ningún hombre vivo, pero Aileron era joven, hacía poco que era rey, y…

-Mi abuelo -dijo Aileron dan Ailell- se llamaba, en tu honor, como tú; y si algún día tengo un hijo también le pondré ese nombre.

Mientras los hombres y la mujer presentes en la habitación sofocaban un grito de asombro, el rostro del soberano rey se iluminó con una sonrisa de alegría.

-Ninguna visita -continuó el rey-, ni siquiera la de Conary o Colan, podría hacerme más feliz, mi señor Arturo. ¡Oh, espléndidamente entretejido, Kim!

Le golpeó con energía el hombro mientras avanzaba para abrazar con fuerza, como a un hermano, al hombre que ella había traído.

Arturo le devolvió el abrazo y, cuando Aileron se retiró, los ojos del Guerrero mostraban por primera vez un fulgor divertido.

-Ellos me dieron a entender -dijo- que era posible que no te agradara mucho mi presencia.

-Estoy rodeado -dijo Aileron con énfasis- de consejeros de limitadas capacidades. Es una triste verdad que…

-¡Alto ahí! -exclamó Kim-. No es justo, Aileron. No es… justo.

Se interrumpió porque no sabía qué más decir y porque comprendió que se estaba riendo de ella.

-Lo sé -dijo Aileron-. Sé que no lo es –controló su sonrisa y continuó-: No quiero saber cómo te las arreglaste para traernos a este hombre, aunque de niño fui discípulo de Loren y puedo aventurarme a adivinarlo. Sed bienvenidos los dos. No podrías haber hecho nada mejor.

-Bien dicho -dijo Loren-. Mi señor Arturo, ¿has combatido alguna vez en Fionavar?

-No -contestó una voz profunda-. Ni tampoco contra Rakoth, aunque he visto muchas veces las sombras de su sombra.

-Y las derrotaste -dijo Aileron.

-Nunca puedo saberlo -replicó Arturo con calma.

-¿Qué quieres decir? -preguntó Kim en un susurro.

-Siempre muero antes del final -contestó él con calma-. Creo que es mejor que lo entendáis bien ahora: no estaré aquí hasta el final. Eso forma parte de la maldición que recae sobre mí.

Se hizo el silencio. Luego Aileron habló otra vez.

-Me han contado la leyenda de que, si Fionavar cae, también los demás mundos caerán, y no mucho después, víctimas de las sombras de la sombra, como tú mismo has dicho.

Kim lo entendió: quería alejarse de las simples emociones para llegar a algo más abstracto.

Arturo sacudió la cabeza con expresión grave.

-Así se contaba también en Avalon -dijo- y entre las estrellas del verano.

-Y así lo cuentan también los líos alfar -añadió Loren.

Todos volvieron los ojos hacia Brendel y sólo entonces notaron que se había ido. Kim sintió un estremecimiento, una débil y apenas discernible anticipación, aunque demasiado tardía, de lo único que no había podido saber.

Na-Brendel de la Marca de Kresrel sintió la misma sensación de tardía conciencia, pero de forma más lúcida, pues los lios alfar tienen tradiciones y recuerdos que se remontan mucho más allá que los de las videntes. Ysanne antes, y ahora Kim, podían caminar por el futuro o ver en sueños algunos de sus hilos, pero los lios vivían lo suficiente para conocer el pasado y a menudo eran lo bastante sabios como para comprenderlo. Y Brendel, el señor de Kresrel, no era entre ellos el menos importante en edad y sabiduría.

Una vez, hacía un año, en un bosque al este de Paras Derval, la sensación de un acorde apenas percibido lo había invadido, y ahora lo había sentido de nuevo con mayor claridad. Con pena y asombro siguió los ecos de un arpa hasta otra puerta, la abrió y les pidió a los tres que lo acompañaran; a uno en nombre del dios, a otra en nombre de la diosa, y a la tercera en nombre de los niños y en el del más amargo de los amores.

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