suficientes?
Cuando un poco más tarde Vae miró hacia afuera vio que su hijo mayor se había marchado. Dan, en tanto, había hecho algo maravilloso: había trazado él solo sobre la nieve una flor perfecta.
Ella tenía mucho valor y sabia lo que había sucedido. Intentó desahogarse llorando antes de salir al patio para decirle al niño lo maravillosa que era su flor y que era hora de entrar para comer.
Pero se sintió desfallecer al ver que Dan, moviéndose en silencio en la nieve, trazaba hábilmente la flor con una delgada rama, mientras en la oscuridad creciente las lágrimas no dejaban de correrle por las mejillas.
Los siguió en el crepúsculo, y luego a la luz de la luna y de las antorchas. Al principio incluso les tomó ventaja atajando a través del valle, mientras ellos subían por los riscos más altos. Cuando lo hubieran adelantado y la luz de las antorchas y de la llama roja quedaron a su derecha, no se apresuró; se limitó a seguirlos de cerca. De algún modo estaba seguro de que no hubiera podido rezagarse, aunque hubieran aumentado la velocidad. Había comenzado el viaje. Había llegado el día,
la noche y muy pronto llegaría la hora.
Por fin había llegado el día, la noche, la hora. No sentía miedo; a medida que se alejaba más y más de la cabaña también se desvanecía el dolor. Estaba atravesando el círculo de los hombres hacia otro lugar diferente. Sólo haciendo un esfuerzo, mientras se acercaban al bosque, se acordó de rogarle al Tejedor que anudara bien en el Telar el hilo de la mujer, llamada Vae, y del niño, llamado Darien. Lo hizo con esfuerzo, y luego sintió que el suyo era cortado mientras el fuego resplandecía, sonaba el cuerno y veía y reconocía a los reyes.
Oyó que Owein gritaba preguntando por él:
-¿Dónde estd el niño?
Vio que la mujer que llevaba la llama caía ante las pezuñas de Cargail. Recordaba la voz de Owein y sabía que su tono era amedrentador e intranquilizador. Habían estado durmiendo durante muchísimo tiempo en la cueva. ¿Quién los conduciría de nuevo al cielo iluminado por las estrellas?
¿Quién lo haría por fin?
-No la asustes -dijo-. Aquí estoy.
Avanzó desde los árboles, pasó de largo junto a Owein y se detuvo en el circulo que formaban los siete reyes montados sobre sus caballos. Oyó que gritaban de alegría y que comenzaban a corear el canto de Connla que con el paso del tiempo se había convertido en el ta’kiena, un juego infantil. Sintió que su cuerpo y sus ojos estaban cambiando. Sabia que parecía como de humo. Volviéndose hacia la caverna, dijo con una voz que sabía sonaba como el viento:
-Iselen.
Y vio que salía su blanco caballo. Montó sobre él y sin una mirada atrás condujo a Owein y a la caza hasta el cielo.
Todo había convergido, pensó Paul, sintiendo que interiormente se desgarraba por el resplandor y el dolor. Los dos cantos habían convergido: el del juego infantil y el de Owein. Miró a su alrededor y vio a la luz de la luna que Kim todavía permanecía de rodillas sobre la nieve; se adelantó hacia ella y, arrodillándose, la estrechó contra su pecho.
-Era sólo un niño -sollozaba-. ¿Por qué tengo que ser yo la causa de tanto dolor?
-No has sido tú -murmuró él acariciándole los blancos cabellos-. Hace tiempo que había sido llamado. No podíamos saberlo.
-Yo habría debido saberlo. Tenía que haber un niño. Lo decía la cancion.
Él no dejaba de acariciarle el pelo.
-Oh, Kim, podemos echarnos la culpa en justicia de muchas cosas. Pero no de las que no son justas. No creo que estemos destinados a conocer.
¿Qué voluntad capaz de premeditar con tanta anticipación en la sucesión de todos los años, pensó Paul, había sido lo bastante clarividente para determinar lo que había sucedido esa noche? En voz baja dijo para expresar tal pensamiento:
Cuando el fuego errante
rompa el corazón de piedra,
¿me seguirás?
¿Abandonarás tu casa?
¿Dejarás tu vida?
¿Seguirás el Camino Más Largo?
El ta’kiena había ido degenerando a lo largo de los años. No se trataba de cuatro niños distintos para cuatro destinos distintos. El fuego errante era el anillo que Kim llevaba. La piedra era la roca que se había hecho pedazos. Y todas las preguntas conducían al Camino que ahora había emprendido Finn.
Kim levantó el rostro y lo miró con unos ojos grises que parecían los suyos.
-¿Y tú? -le preguntó-. ¿Te sientes bien?
Ante otro hubiera podido disimular, pero en cierto modo ella era como él, estaba tan aislada como él, aunque por distinto motivo.
-No -dijo Paul-. Me siento tan asustado que podría echarme a llorar.
Ella lo vio claramente en sus ojos. Paul vio que la expresión de ella cambiaba y reflejaba la suya.
-Oh -dijo ella-. ¡Darien!
De regreso a casa incluso Diarmuid iba silencioso. El cielo se había despejado y la luna, casi llena, era muy brillante y estaba ya muy alta. No necesitaban la luz de las antorchas. Kevin cabalgaba junto a Kim con Paul al otro lado.
Al mirarla a ella y luego a Paul, Kevin sentía que la sensación de agravio que había sentido se desvanecía. Era cierto que tenía poco papel en todo aquel asunto, desde luego mucho menos que sus conturbados y afligidos amigos, pero tampoco tenía que soportar lo que era evidente que ellos estaban soportando. El anillo de Kim no era simplemente un regalo resplandeciente y luminoso. No debía de haber sido nada fácil precipitar el destino de aquel muchacho. ¿Cómo un niño de carne y hueso podía haberse transformado, ante sus propios ojos, en algo así como la niebla, tan evanescente como para ascender a los cielos y desaparecer entre las estrellas? Intuía que tenía que ver con los cantos, con los dos cantos que había convergido. Y no estaba seguro de querer averiguar más.
Sin embargo, Paul no podía hacer esa elección. Él sabia más, no podía ocultarlo; de ahí su tensión y su lucha interior. No, decidió Kevin, no les envidiaba sus palabras, ni lamentaba su propia insignificancia en lo que había sucedido.
El viento soplaba detrás de ellos, lo cual hacía la marcha más fácil, y, a medida que se acercaban al valle en torno al lago, se hacía menos violento y menos frío.
De nuevo rodearon la granja, desandando el camino. Al mirar hacia abajo vio que aunque era muy tarde había todavía luz en las ventanas, y luego oyó que Paul lo llamaba.
Ambos se detuvieron a un lado del camino. Los demás siguieron adelante y desaparecieron tras un recodo en la ladera de la colina.
Se miraron uno al otro un instante, y luego Paul dijo:
-Debería habértelo dicho antes. El hijo de Jennifer vive ahí abajo. Es el pequeño al que vimos antes. Su hermano mayor… por decirlo así.., es el muchacho al que vimos marcharse con la Caza.
Kevin intentó controlar su voz.
-¿Qué sabemos acerca del niño?
-Muy poco. Crece muy deprisa. Como todos los andains, según dice Jaelle. Todavía no ha dado señal de… mnguna tendencia -suspiró y siguió diciendo-: Finn, el mayor, lo vigilaba, y también las sacerdotisas a través de una muchacha que estaba sintonizada con Finn. Ahora él se ha marchado y la madre está sola. Será una mala noche.
Kevin asintió.
-¿Vas a ir? -le preguntó.
-Creo que debo hacerlo. Pero necesito que digas una mentira. Di que he ido al Bosque de Mórnir, al Árbol, por razones personales. Puedes decirle la verdad a Jaelle y a Jennifer; en realidad más vale que lo hagas, pues ya deben de haberse enterado por la muchacha de la marcha de Finn.
-¿No vas a venir, pues, hacia el este? ¿A la cacería?
Paul sacudió la cabeza.
-Es mejor que me quede aquí. No sé qué puedo hacer, pero es mejor que me quede.
Kevin permaneció un momento silencioso. Luego dijo:
-Debería decirte que tengas cuidado, pero me temo que eso no sirva de mucho en estos andurriales.
-No -asintió Paul-, pero lo intentare.
Se miraron de nuevo.
-Haré todo lo que me has encargado -dijo Kevin; luego añadió, como si dudara-: Gracias por habérmelo dicho.
Paul esbozó una ligera sonrisa. Después dijo:
-¿A quién si no iba a decírselo?
Luego, enderezándose sobre las sillas, los dos hombres se abrazaron.
-¡Adiós, amigo! -dijo Kevin y volviendo grupas picó espuelas y desapareció en el recodo.
Paul lo vio alejarse. Permaneció un buen rato contemplando inmóvil el sendero y la curva por donde había desaparecido Kevin. El camino no sólo trazaba ahora una curva, sino que se bifurcaba de forma repentina. Se preguntó cuándo volvería a ver a sus amigos. Gwen Ystrat estaba lejos. Entre otras cosas, allí podía estar Galadan. Galadan, a quien había jurado matar cuando se encontraran por tercera vez. Si es que se encontraban.
Sin embargo, ahora tenía otra misión, menos amenazadora, pero no por eso menos oscura. Sus pensamientos pasaron de Kevin y del señor de los andains, a otro que también era un andain y que podía llegar a ser mas grande que su señor, para bien o para mal.
Descendió con cuidado la pendiente y dio una vuelta en tomo a la granja a la luz de la luna y del resplandor de la ventana; encontró un sendero que llevaba hasta la puerta.
Pero había algo cerrando el paso.
Cualquiera en su lugar se habría quedado paralizado por el terror, pero Paul sintió algo distinto, aunque igualmente intenso. ¿Cuántas veces ha de retorcerse el corazón de dolor esta noche?, pensó. Mientras así pensaba desmontó del caballo y se encontró frente a frente en el camino con el perro gris.
Había pasado más de un año, pero a la luz de la luna pudo distinguir las cicatrices. Las cicatrices recibidas junto al Arbol del Verano, mientras Paul yacía atado e indefenso ante Galadan, que había venido a reclamar su vida. Y esa vida le había sido negada por el perro que ahora se erguía en el camino que llevaba a la casa de Darien.
Paul sintió un nudo en la garganta. Dio unos pasos.
-¡Bendita sea la hora! -exclamó mientras caía de rodillas sobre la nieve.
Por un momento vaciló, pero luego el enorme perro avanzó hacia él y permitió que le pusiera los brazos en torno al cuello. De su garganta surgió un leve gruñido que Paul interpretó como un saludo de igual a igual.
Se echó hacia atrás para mirarlo. Los ojos eran los mismos que los que él había visto la primera vez, sobre el muro, pero ahora él era su igual; su corazón se había ahondado lo suficiente para poder absorber aquel dolor, y además vio en ellos algo más.
-Has estado protegiéndolo -le dijo-. Debería haberme imaginado que lo harías.
De nuevo el perro gruñó junto a su pecho, pero fue en el brillo de sus ojos donde Paul leyó otra cosa. Asintió con la cabeza.
-Debes marcharte -le dijo-. Tu puesto está en la partida de caza. Ha sido más que el puro azar lo que me ha traído hasta aquí. Me quedaré aquí esta noche y me las arreglaré con lo que venga mañana.
Poco después el perro volvió a erguirse ante él; luego, con otro gruñido, se apartó dejando libre el camino hacia la casa. Mientras el perro se alejaba, Paul observó de nuevo sus cicatrices y su corazón se entristeció.
Se dio la vuelta. El perro había hecho lo mismo. Recordó su último adiós y el aullido que había surgido de lo más profundo del corazón del Bosque de Mórnir.
-¿Qué puedo decirte? -le dijo-. He jurado matar al lobo la próxima vez que nos encontremos.
El perro levantó la cabeza.
Paul murmuró:
-Quizá sea una promesa temeraria, pero si muero, ¿quién me lo echará en cara? Tú lo ahuyentaste una vez. Ahora me toca a mí matarlo, si es que puedo.
El perro, que era el Camarada en cada uno de los mundos, regresó al lugar donde él permanecía todavía agachado y le lamió cariñosamente la cara antes de alejarse de nuevo.
Paul, a quien la incapacidad de llorar lo había llevado al Arbol del Verano, estaba ahora llorando.
-¡Adiós! -le dijo en voz muy baja-. ¡Que tengas suerte! Todavía quedan esperanzas; incluso para ti. La mañana nos traerá luz.
Vio cómo el perro ascendía la pendiente por donde él había bajado y desaparecía en el recodo por donde había desaparecido Kevin.
Por fin se levantó y, cogiendo las riendas del caballo, abrió la cancilla y se dirigió hacia el establo. Dejó el caballo junto a un pesebre vacio.
Cerró el establo y también la cancilla, y caminó por el patio hacia la puerta de atrás de la cabaña; llegó al porche. Antes de llamar miró hacia el cielo: las estrellas, la luna y algunos jirones de nubes empujados por el viento hacia el sur. No se veía nada más. Pero sabía que allá arriba cabalgaban nueve jinetes. Ocho eran reyes, pero el noveno, sobre un caballo blanco, era sólo un niño.
Llamó a la puerta y para no asustar a la mujer dijo con voz suave:
-Soy un amigo. Seguro que me reconocerás.
Ante su sorpresa, ella abrió esta vez muy rápidamente. Sus ojos estaban hundidos. Se arrebujó entre las ropas.
-Sabía que alguien vendría. Por eso dejé la luz.
-Gracias -dijo Paul.
-Entra. Por fin se ha dormido. Por favor, no hagas ruido.
Paul entró. Ella se acercó para ayudarlo a quitarse el abrigo y se dio cuenta entonces de que no llevaba ninguno. Sus ojos se abrieron mucho.
-Tengo ciertos poderes -explicó él-. Si me lo permites, creo que debería quedarme a pasar la noche.
-Así pues, ¿él se ha ido? -Su voz parecía estar más allá de las lágrimas. En cierto modo, era mucho peor.
Paul asintió con la cabeza.
-¿Qué puedo decirte? ¿Quieres saberlo?
Era valiente; quería saberlo. El se lo contó en voz muy baja para no despertar al niño. Cuando hubo acabado, ella se limitó a decir:
-Es un destino muy frío para quien tenía un corazón tan cálido.
Paul trató de consolarla:
-Cabalgará a través de todos los mundos del Tapiz. No puede morir nunca.
Era una mujer todavía joven, pero aquella noche sus ojos no lo parecían.
-Un destino frío -repitió balanceándose en la mecedora ante el fuego.
En medio del silencio, Paul oyó que el niño se movía en la cama, al otro lado de las cortinas. Fue a verlo.
-Estuvo levantado hasta muy tarde –murmuró Vae-, esperándolo. Hizo algo extraño esta tarde. Dibujó una flor en la nieve. Acostumbraban hacerlo a menudo, como todos los niños, pero esta vez Dan la pintó él solo, después de que se hubiera marchado Finn. Y…
la coloreó.