Galápagos

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Galápagos
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Un viaje a la extinción de la raza humana. León Trout, el fantasma de un constructor de barcos decapitado, es el narrador de la historia de la decadencia de la humanidad, contada por Vonnegut con humor e ironía, tal y como la viven los supervivientes de un crucero a las Islas Galápagos en el año 1986. Entre estos supervivientes encontramos a personajes tan dispares como Hisako, una mujer que porta genes radiactivos debido a las bombas atómicas; James Wait, que se hizo rico casándose con mujeres ancianas, o el grupo formado por seis chicas huérfanas de la tribu caníbal de los kanka-bonos.

En esencia,
Galápagos
describe cómo una crisis económica mundial, unida a una epidemia, derrumba el entramado político y social y acaba con parte de la humanidad. Vonnegut carga las tintas sobre la estupidez humana, capaz de acabar con la sociedad.

Kurt Vonnegut

Galápagos

ePUB v1.2

GONZALEZ
09.03.12

Corrección de erratas por jugaor y Doña Jacinta

Título original:
Galápagos

Traducción de Rubén Masera y F. Abelenda

Primera edición: abril de 1988

© Kurt Vonnegut, 1985

© Ediciones Minotauro, 1987

Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona

ISBN: 84-450-7071-1

Depósito legal: B. 27-1988

En memoria de Hillis L. Howie

(1903-1982), naturalista aficionado.

Un buen hombre que

nos llevó a mí y a mi mejor amigo Ben Hitz

y a algunos otros muchachos

al Salvaje Oeste americano

desde Indianapolis, Indiana,

en el verano de 1938.

El señor Howie nos presentó a los verdaderos indios

y nos hacía dormir al aire libre cada noche

y enterrar nuestra mierda,

y nos enseñó a cabalgar

y nos dijo el nombre de muchas plantas

y animales,

y lo que tenían que hacer para mantenerse vivos

y reproducirse.

Una noche el señor Howie por poco no nos mata de miedo,

a propósito,

aullando como un gato montés.

Un verdadero gato montés le contestó desde lejos.

A pesar de todo, sigo creyendo que la gente es realmente buena en el fondo.

Anne Frank (1929-1944)

LIBRO PRIMERO

La cosa fue así

1

La cosa fue así:

Hace un millón de años, en 1986 d.C., Guayaquil era el principal puerto marítimo de la pequeña democracia sudamericana de Ecuador, cuya capital era Quito, en lo alto de la cordillera de los Andes. Guayaquil estaba situada a tres grados al sur del ecuador, la cintura imaginaria del planeta de la que el país tomó el nombre. Hacía siempre mucho calor allí, y también mucha humedad, porque la ciudad se levantaba en las calmas ecuatoriales sobre un marjal esponjoso en el que se mezclaban las aguas de varios ríos que bajaban de las montañas.

Este puerto marítimo se encontraba a varios kilómetros del mar abierto. Balsas de materia vegetal a menudo atascaban las aguas turbias, ocultando pilotes y ancladeros.

• • •

Los seres humanos tenían entonces el cerebro mucho más grande que ahora, de modo que cualquier misterio podía seducirlos. En 1986 uno de esos misterios era cómo unas criaturas que no podían nadar grandes distancias habían llegado a las Islas Galápagos, un archipiélago de picos volcánicos al oeste de Guayaquil, separado del continente por un millar de kilómetros de aguas muy profundas, y muy frías, que venían del Antártico. Cuando los seres humanos descubrieron estas islas, ya había allí salamanquesas e iguanas, ratas de campo y lagartos gigantes, arañas, hormigas, escarabajos, garrapatas y ácaros, para no mencionar las enormes tortugas de tierra.

¿Qué medio de transporte habían utilizado?

Mucha gente consiguió satisfacer sus voluminosos cerebros con esta respuesta: llegaron en balsas naturales.

• • •

Otros sostuvieron que esas balsas se inundaban y se pudrían hasta deshacerse tan deprisa que nadie había visto ninguna lejos de tierra firme y que la corriente entre las islas y el continente habría arrastrado a esas rústicas embarcaciones hacia el norte y no hacia el oeste.

O afirmaron que esas torpes criaturas terrestres se habían trasladado con pies secos por un puente natural o habían nadado cortas distancias entre unos vados que desde entonces habían desaparecido bajo las olas. Pero los científicos, con la ayuda de sus voluminosos cerebros y sus astutos instrumentos, habían trazado mapas del suelo oceánico en 1986. No había huellas, dijeron, de ninguna masa de tierra intermedia.

• • •

Otra gente de esa era de grandes cerebros y fantasioso pensamiento afirmó que las islas habían sido parte del continente, y se habían separado luego por alguna estupenda catástrofe.

Pero las islas no tenían aspecto de haberse separado de nada. Eran evidentemente jóvenes volcanes, vomitados allí mismo. Muchas de ellas eran tan recién nacidas que podía esperarse que estallaran de nuevo de un momento a otro. En 1986 ni siquiera había allí mucho coral, y por tanto no había tampoco lagunas azules y playas blancas, amenidades que muchos seres humanos consideraban un pregusto de una ideal vida postrera.

Un millón de años después, tienen playas blancas y lagunas azules. Pero en los comienzos de esta historia, eran todavía montes y bóvedas y conos espirales de lava, feos, frágiles y abrasivos, cuyas grietas y pozos y cuencos y valles no contenían tierra fértil ni agua dulce, sino una muy fina y muy seca ceniza volcánica.

Otra teoría de entonces era que Dios Todopoderoso había creado a todas esas criaturas donde los exploradores las habían encontrado, y que por lo tanto no habían necesitado medios de transporte.

• • •

Otra teoría sostenía que habían bajado a la costa de dos en dos por la planchada del arca de Noé.

• • •

Si hubo en verdad un arca de Noé, y pudo haberla habido, podría titular mi historia «Una segunda arca de Noé».

2

Hace un millón de años no era un misterio que un americano de treinta y cinco años llamado James Wait, que no era capaz de nadar una brazada, tuviera intención de ir desde el continente sudamericano a las Islas Galápagos. Por cierto no iría sentado en una balsa de materia vegetal, esperando lo mejor. Acababa de comprar un billete en su hotel del centro de Guayaquil para un crucero de dos semanas en el que sería el viaje inaugural de un nuevo barco de pasajeros llamado
Bahía de Darwin
[1]
. El primer viaje a las Galápagos del barco, que lucía la bandera ecuatoriana, había sido anunciado durante todo el año anterior como «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza».

Wait viajaba solo. Era prematuramente calvo y regordete, tenía el mal color de una corteza de pastel barato, y llevaba gafas, de modo que podía afirmar que estaba en la cincuentena, si esta plausible afirmación pudiera reportarle algún provecho. Tenía la intención de parecer inofensivo y tímido.

Era en ese momento el único cliente en el bar del Hotel El Dorado, en la amplia calle Diez de Agosto, donde había alquilado una habitación. Y el camarero a cargo del bar, un descendiente de veinte años de orgullosos nobles incaicos, llamado Jesús Ortiz, tuvo la impresión de que alguna temible injusticia o alguna tragedia habían quebrantado el espíritu de este hombre descolorido y solitario que se decía canadiense. Wait quería que todos los que lo vieran tuviesen esa impresión.

Jesús Ortiz, una de las personas más agradables de esta historia mía, compadecía más que despreciaba a este turista solitario. Le parecía triste, como Wait había deseado, que este hombre se hubiera vaciado los bolsillos en la
boutique
del hotel comprando un sombrero de paja, unas sandalias de cuerda, pantalones cortos de color amarillo y una camisa de algodón azul, blanca y púrpura, que llevaba en ese momento.

Wait había tenido un aspecto de considerable dignidad, pensaba Ortiz, cuando llegó desde el aeropuerto vestido con traje de empresario. Pero ahora, y a costa de mucho dinero, se había convertido en un payaso, una caricatura de turista norteamericano en los trópicos.

El rótulo con el precio estaba todavía prendido en el faldón de la crepitante camisa nueva de Wait, y Ortiz, muy cortésmente y en buen inglés, así se lo hizo saber.

—¿Ah? —dijo Wait. Sabía que el rótulo estaba allí y quería que allí se quedara. Pero representó toda una charada en la que se reía embarazosamente de sí mismo, y pareció que iba a arrancar el rótulo. Pero luego, como si lo abrumara algún dolor del que estaba tratando de escapar, dio la impresión de olvidarlo.

• • •

Wait era un pescador y el rótulo con el precio era la carnada, un modo de alentar a los extraños a que le dijeran de alguna manera lo que Ortiz le había dicho:

—Disculpe, señor, pero no puedo evitar haber notado…

Wait se había registrado en El Dorado con el nombre de su falso pasaporte canadiense: Williard Flemming. Era un timador de suprema fortuna.

No era un peligro para Ortiz, pero una mujer sin escolta que pareciese tener algún dinero, sin marido ni hijos, correría por cierto un riesgo. Wait hasta el momento había cortejado y desposado a diecisiete mujeres de esas características; y luego les había limpiado los joyeros, las cajas fuertes y las cuentas bancarias, y había desaparecido.

Era tan afortunado en su oficio que se había vuelto millonario, con cuentas de ahorros a nombres diversos en los bancos de toda Norteamérica, y no lo habían arrestado nunca. Que él lo supiera, nadie siquiera intentaba atraparlo. En lo que a la policía concernía, razonaba, él era uno de diecisiete maridos infieles, cada uno con un nombre distinto, en lugar de un único delincuente común cuyo verdadero nombre era James Wait.

• • •

Es difícil creer en nuestros días que la gente haya podido ser tan brillantemente múltiple como James Wait, hasta que me recuerdo a mí mismo que casi todos los seres humanos adultos de ese entonces tenían un cerebro de unos tres kilogramos. Era infinito el número de planes malignos que una máquina pensante de semejante tamaño podía concebir y ejecutar.

De modo que planteo una pregunta, aunque no haya nadie aquí para contestarla: ¿puede haber alguna duda de que los cerebros de tres kilogramos fueron otrora defectos casi fatales en la evolución de la raza humana?

Una segunda cuestión: ¿cuál podía haber sido la causa, salvo nuestro complicado circuito nervioso, de los males que veíamos y oíamos por doquier?

Mi respuesta: no había ninguna otra causa. Éste era un planeta muy inocente, con excepción de esos grandes cerebros.

3

El Hotel El Dorado era un flamante edificio de cinco plantas destinado al turismo y construido con lisos bloques de cemento. Tenía las proporciones y el aire de una biblioteca con frente de cristal, alto y ancho y poco profundo. En cada habitación había un muro de cristal que iba del suelo al techo y miraba a la zona ribereña.

En el pasado el comercio abundaba en esa zona ribereña, y barcos de todo el planeta habían llevado allí carne, granos, verduras y frutas, y vehículos, ropas, maquinarias, objetos domésticos, etcétera, y retiraban, en justo intercambio, café, cacao, azúcar, petróleo, oro y objetos de arte y artesanía indios, todos ellos productos ecuatorianos, incluso sombreros de «Panamá», que siempre habían venido del Ecuador y no de Panamá.

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