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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción

Galápagos (9 page)

BOOK: Galápagos
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Era una imagen espantosa, y Ortiz no podía deshacerse de ella. Pensó que quizá podría enterrarla afuera en el calor, de modo que cruzó el vestíbulo sin hacer caso de *Siegfried von Kleist, que lo llamaba desde el bar. *Von Kleist le preguntaba qué ocurría, a dónde iba, etcétera. Ortiz era el mejor empleado del hotel, el más leal, el de más abundantes recursos, el más uniformemente animado, y *von Kleist realmente lo necesitaba.

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He aquí, entre paréntesis, por qué el administrador del hotel no había engendrado hijos, aunque tenía hábitos heterosexuales y un esperma que parecía normal bajo el microscopio: había un cincuenta por ciento de probabilidades de que fuera portador de una enfermedad del cerebro heredada e incurable, desconocida en la actualidad, llamada corea de Huntington. En aquel tiempo la corea de Huntington era una de las mil enfermedades comunes que Mandarax era capaz de diagnosticar.

Sólo la casualidad, una cuestión de mero azar, explica que no haya hoy portadores de la corea de Huntington. Fue la misma suerte ciega la que hizo de *Siegfried von Kleist un posible portador. Su padre se enteró de que él era un portador en la edad madura, después de haberse reproducido dos veces.

Y eso significaba, por supuesto, que Adolf, el hermano mayor de *Siegfried, el capitán del
Bahía de Darwin,
el más alto y atractivo de los dos, era también un posible portador. De modo que *Siegfried, que habría de morir sin descendencia, y Adolf, que se convertiría en el progenitor de toda la raza humana, habían renunciado, por motivos admirablemente generosos, a unirse en cópulas biológicamente significativas un millón de años atrás.

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*Siegfried y Adolf habían mantenido en secreto este posible defecto genético. El secreto les ahorraba embarazos personales, sin duda; pero también protegía a sus parientes. Si se hubiera sabido públicamente que los hermanos eran capaces de transmitir a su progenie la corea de Huntington, era probable que a todos los von Kleist les hubiese sido difícil hacer buenos matrimonios, aun cuando no hubiera la menor posibilidad de que también ellos fueran portadores.

Así era la cosa: la enfermedad, si la tenían, les había venido a los hermanos a través de la abuela paterna, que era la segunda mujer del abuelo paterno, y que tenía un único hijo, el padre de ambos, el escultor y arquitecto ecuatoriano Sebastian von Kleist.

¿Qué gravedad tenía ese defecto? Bueno, era por cierto mucho peor que tener una hija peluda.

De hecho, entre todas las enfermedades horribles que Mandarax conocía, la peor era quizá la corea de Huntington. Era sin duda la más traicionera, la más desagradable de todas las sorpresas. Se escondía por lo general al acecho y era indetectable por prueba conocida alguna, hasta que el desdichado que la había heredado era ya perfectamente adulto. El padre de los hermanos, por ejemplo, llevó una vida despejada y productiva hasta los cincuenta y cuatro años, edad en la que empezó a bailar involuntariamente y a ver cosas que no existían. Y después mató a su mujer, hecho que fue silenciado. El asesinato fue comunicado a la policía, que lo manejó como si se tratara de un accidente hogareño.

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De modo que estos dos hermanos habían estado esperando enloquecer en cualquier momento, empezar a bailar y alucinar ya desde hacía veinticinco años. Las probabilidades eran del cincuenta por ciento para cada uno. Si uno de ellos enloquecía, eso probaría que podría transmitir el defecto aún a otra generación. Si uno de ellos se convertía en un hombre muy, muy viejo sin enloquecer, eso probaría que no era un portador y que tampoco lo sería ninguno de sus descendientes. Probaría que hubiera podido reproducirse con impunidad.

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Tal como sucedieron las cosas, una moneda arrojada al aire, el capitán no fue portador, pero su hermano sí. Al menos el pobre *Siegfried no tendría que sufrir demasiado. Empezó a enloquecer sólo cuando le quedaban unas pocas horas de vida: la tarde del jueves 27 de noviembre de 1986. Allí estaba de pie atendiendo la barra del bar de El Dorado, con James Wait sentado enfrente y el retrato de Charles Darwin detrás. Acababa de ver al empleado en quien más confianza tenía, Jesús Ortiz, que salía por la puerta principal, terriblemente alterado por algún motivo.

Y entonces el cerebro voluminoso de *Siegfried lo hundió por un momento en la locura, y luego lo devolvió a la cordura.

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En esa temprana etapa de la enfermedad, la única que el desdichado hermano conocería, aún podía darse cuenta de que su cerebro se había vuelto peligroso, y conservar cierta apariencia de cordura. De modo que mantuvo la cara inmóvil e intentó volver a su trabajo de costumbre haciendo una pregunta a Wait.

—¿A qué se dedica usted, señor Flemming? —inquirió.

Cuando *Siegfried pronunció estas palabras, oyó que le retumbaban infernalmente en la cabeza, como si hubiera estado gritando dentro de un barril de acero. Se había vuelto extremadamente sensible a los ruidos.

Y la contestación de Wait, aunque dada en voz baja, también le rompió los tímpanos.

—Era ingeniero —dijo Wait—, pero la profesión dejó de interesarme, como también todo lo demás a decir verdad, después que murió mi mujer. Supongo que ahora podría llamarme un sobreviviente.

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De modo que Jesús Ortiz abandonó el hotel después de haber sido tan espantosamente insultado por *Andrew MacIntosh. Había pensado caminar por el barrio hasta calmarse un poco. Pero no tardó en descubrir que una alambrada de espino y unos soldados habían convertido los alrededores del hotel en un cordón sanitario. Gran cantidad de gente de todas las edades lo miraban desde el otro lado de la alambrada con tanto sentimiento como lo había hecho Kazakh, la perra lazarilla, esperando contra toda esperanza que quizá tuviera comida para ellos.

Jesús Ortiz no cruzó el cerco y caminó alrededor del hotel una y otra vez. En cada una de tres vueltas completas, pasó junto a la puerta abierta de la lavandería. Dentro había una caja de acero gris fijada a la pared. Sabía lo que contenía: las conexiones que mantenían el matrimonio de los teléfonos del hotel con el mundo exterior. Cualquier buen ciudadano de hace un millón de años hubiera pensado de semejante caja: «Lo que la compañía telefónica ha atado, que el hombre no lo desate».

Sí, y ése era el sentimiento manifiesto del cerebro de Jesús Ortiz. Jamás hubiera dañado una caja tan importante para tanta gente. Pero los cerebros de entonces eran tan grandes que a veces conseguían engañar a sus propietarios. El cerebro de Jesús Ortiz quiso que desconectara todos los teléfonos la primera vez que pasó por el cuarto de la lavandería. De modo que para impedir que Jesús Ortiz quedara paralizado de repente, pues era un ciudadano ejemplar, intentaba tranquilizarlo una y otra vez:

—No, no… por supuesto nosotros nunca haríamos semejante cosa.

Al dar la cuarta vuelta, lo hizo entrar en el cuarto de la lavandería, pero proporcionándole también un motivo encubierto. Como buen ciudadano que era, estaba buscando los pantalones del traje verde de una huésped del hotel, Mary Hepburn, que aparentemente habían desaparecido en algún otro universo la noche anterior.

Y entonces abrió la caja y arrancó las conexiones. En cuestión de segundos, un cerebro típico de hace un millón de años había convertido al mejor ciudadano de Guayaquil en un terrorista furioso.

17

En la isla de Manhattan, un hombre del mundo de la publicidad, norteamericano, de edad mediana, contemplaba el colapso de su obra maestra: «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza». Acababa de mudarse a unas nuevas oficinas dentro de la corona hueca del Chrysler Building, antes la sala de exhibiciones de una compañía de arpas que de pronto se descubrió en quiebra, al igual que la ciudad de Ilium, Ecuador, las Filipinas, Turquía, etcétera. El hombre se llamaba Bobby King.

Bobby King se encontraba en el mismo huso horario que Guayaquil, y una línea trazada hacia el sur a partir de la profunda arruga que tenía en el entrecejo se habría encontrado en el Ecuador con la arruga aún más profunda de la frente de *Andrew MacIntosh. *MacIntosh intentaba devolver la vida al teléfono dando fuertes voces en el auricular. Lo mismo hubiera sido que sostuviera junto a su cabeza cuadrada una disecada iguana marina de las Galápagos mientras gritaba cada vez más imperiosamente:

—¡Hola! ¡Hola!

Bobby King tenía una iguana marina de las Galápagos en su mesa de despacho; de hecho había divertido a más de un visitante fingiendo que la había confundido con el teléfono: la sostenía junto a su cabeza y decía:

—¡Hola! ¡Hola!

No estaba de ánimo para bromas ahora, por cierto. En su estilo, había hecho tanto como Charles Darwin por dar fama a las Islas Galápagos con una campaña publicitaria de diez meses de duración que había convencido a millones de personas de todo el planeta: el viaje inaugural del
Bahía de Darwin
sería sin duda «el Crucero del Siglo». Durante el proceso convirtió en celebridades a muchas de las criaturas de las islas: los cormoranes rastreros, el pájaro bobo de patas azules, los rabihorcados, etcétera, etcétera.

Los clientes de Bobby King eran el Ministerio de Turismo del Ecuador, las Líneas Aéreas Ecuatorianas y los propietarios del Hotel El Dorado y el
Bahía de Darwin,
los tíos paternos de Siegfried y el capitán Adolf von Kleist. Entre paréntesis, ni el administrador del hotel ni el capitán tenían que trabajar para ganarse la vida. Eran fabulosamente ricos por herencia, pero de cualquier modo consideraban que debían mantenerse ocupados.

Por entonces King tenía ya la certidumbre, aunque nadie se lo había dicho, de que todo su trabajo no serviría de nada, que «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» jamás se llevaría a cabo.

En cuanto a la iguana marina en la mesa del despacho: había convertido al reptil en el animal totémico del crucero; había hecho pintar su imagen a ambos lados de la proa del
Bahía de Darwin
y lo había utilizado como logotipo de todos los anuncios y en la parte superior de todas las entregas publicitarias.

En la vida real, la criatura podía alcanzar más de metro de largo y parecer tan espantoso como un dragón chino. Aunque no era en realidad más peligrosa que una salchicha para cualquier forma viviente, excepto las algas marinas. He aquí cómo vive en la actualidad, exactamente lo mismo que hace un millón de años:

No tiene enemigos, de modo que se queda en un sitio con los ojos clavados en nada, sin desear nada ni preocuparse por nada hasta que tiene hambre. Entonces se arrastra anadeando hacia el océano y nada lentamente y no con mucha habilidad alejándose unos pocos metros de la costa. Luego se sumerge como un submarino y se abarrota de algas, que en ese momento son indigeribles. Es preciso cocinar las algas para que resulten digeribles.

De modo que la iguana marina sube a la superficie, vuelve nadando a la costa, y se echa otra vez al sol sobre la lava. Se está utilizando a sí misma como una olla con tapadera, se calienta más y más mientras el sol cuece las algas. Sigue mirando fijamente a nada en particular, como antes, pero con una diferencia: ahora de cuando en cuando escupe un chorro de agua salada.

Durante el millón de años que he pasado en estas islas, la Ley de Selección Natural no ha encontrado modo de mejorar, o por lo demás tampoco de empeorar, este particular plan de supervivencia.

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King sabía que seis personas habían llegado a Guayaquil, y que se alojaban en el Hotel El Dorado en ese preciso momento, todavía esperando llevar a cabo «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza». Ésa fue para él una sorpresa menor.

Había supuesto que quienes habían hecho sus propios planes para llegar a Guayaquil seguramente se habrían abstenido, tan malas eran las noticias que llegaban de la zona.

Tenía el nombre de los seis. Uno de ellos era un verdadero desconocido, un canadiense llamado Williard Flemming. Ése era en realidad James Wait, por supuesto. King no sabía cómo esta persona había aparecido en una lista de pasajeros que, con excepción de Mary Hepburn y un veterinario japonés y su esposa, sólo incluía a gentes de primera plana e iniciadores de tendencias en la moda y el consumo de la más elevada categoría.

Asombraba a King que Mary Hepburn se encontrara allí y no su marido Roy. No sabía que Roy había muerto. Algo sabía de los Hepburn, aunque eran unos don nadie en una lista de pasajeros célebres, porque habían sido los primeros en inscribirse en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza». Fue en el momento en que King empezaba a pensar que nadie que fuera verdaderamente famoso llegaría a embarcar en el crucero.

De hecho, cuando los Hepburn se inscribieron, King había imaginado que quizá podía convertirlos en minicelebridades, con apariciones en la televisión, entrevistas en los periódicos, etcétera. No los había conocido, pero había hablado con Mary por teléfono esperando contra toda esperanza que hubiera algo interesante en los Hepburn, aunque tenían los empleos más corrientes en una descolorida ciudad industrial, con el más alto índice de parados del país. Uno u otro quizá tuviera un antepasado o un pariente famoso, o Roy podría haber sido héroe en alguna guerra, o habría podido ganar alguna lotería, o soportado alguna tragedia en tiempos remotos, o lo que fuere.

Parte de la conversación que King y Mary sostuvieron en enero se desarrolló de la manera siguiente:

—Bien… soy pariente lejana de Daniel Boone —había dicho ella—. Mi apellido de soltera era Boone, y nací en Kentucky.

—¡Eso es magnífico! —había dicho King—. ¿Es usted su tataranieta o algo así?

—No creo que sea un parentesco tan directo —había dicho ella—. Nunca significó mucho para mí, de modo que nunca lo tuve claro.

—Pero su apellido de soltera era Boone.

—Sí, pero eso es sólo una coincidencia. El apellido de mi padre era Boone, pero no era pariente de Daniel Boone. Estoy emparentada con Daniel Boone por parte de madre.

—Si el apellido de su padre era Boone y nació en Kentucky por fuerza tenía que estar emparentado con Daniel Boone, ¿no cree usted? —había dicho King.

—No necesariamente —había dicho ella—, pues el padre de mi padre era húngaro, un entrenador de caballos llamado Miklós Gömbös, que cambió de nombre para llamarse Michael Boone.

Sobre los premios u honores que ella o Roy pudieran haber obtenido, Mary dijo que Roy por cierto los merecía en abundancia, por todo el meritorio trabajo que había llevado a cabo en la G
EFFCO
, pero que la compañía no creía en esas cosas, salvo cuando se trataba de los ejecutivos más altos.

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