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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción

Galápagos (13 page)

BOOK: Galápagos
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Fue su uniforme lo que me atrajo. Llevaba el uniforme blanco y dorado de un almirante de la reserva. Yo había sido soldado raso y tenía curiosidad por saber cómo veía el mundo una persona de posición social y rango militar muy elevados.

Y quedé perplejo cuando descubrí que su voluminoso cerebro estaba pensando en meteoritos. Ésa fue a menudo mi experiencia por entonces: me metía dentro de alguna cabeza, en una situación que a mí me parecía particularmente interesante, y descubría que el cerebro voluminoso estaba pensando en cosas que no tenían ninguna relación con el verdadero problema.

He aquí la cuestión acerca del capitán y los meteoritos: había prestado muy poca atención a la mayor parte de los instructores en la Academia Naval de los Estados Unidos, y se había graduado entre los últimos. En verdad, habría sido expulsado por hacer trampas en un examen sobre navegación celeste si sus padres no hubieran intervenido por medios diplomáticos. Pero una conferencia sobre meteoritos lo había dejado muy impresionado. El instructor dijo que chaparrones de enormes piedras venidas del espacio exterior habían sido muy comunes a lo largo de los eones, y los impactos habían sido tan tremendos que quizá provocaron la extinción de muchas formas de vida, incluyendo los dinosaurios. Dijo que había razones para esperar que esos demoledores de planetas volvieran a caer, en cualquier momento, y los seres humanos tendrían que inventar aparatos para distinguir entre misiles enemigos y meteoritos.

De otro modo, la cólera poco significativa del espacio exterior podría desencadenar la Tercera Guerra Mundial.

Y esta apocalíptica advertencia se acomodó de tal manera a las circunvoluciones del cerebro del capitán, aun antes de que su padre padeciera el corea de Huntington, que desde entonces siempre pensó que lo más probable era que la humanidad fuera exterminada por meteoritos.

Al capitán ese modo de morir le parecía mucho más honorable, más poético y aún más hermoso que la Tercera Guerra Mundial.

• • •

Cuando llegué a conocer mejor este cerebro voluminoso, comprendí que había una cierta lógica en que estuviera pensando en los meteoritos mientras contemplaba las muchedumbres hambrientas de Guayaquil, sometidas a la ley marcial. Aun sin el encanto de un chaparrón de meteoritos, para el pueblo de Guayaquil el mundo parecía estar acabándose.

• • •

En cierto sentido, también este hombre había sido golpeado por un meteorito: la muerte de la madre a manos del padre. Y la sensación de que la vida era una pesadilla sin sentido, sin nadie que vigilara o cuidara lo que venía ocurriendo, me era en realidad familiar.

Ésa fue la sensación que tuve cuando en Vietnam maté a una abuela de un tiro. Era tan desdentada y encorvada como al fin lo sería Mary Hepburn. La maté porque formaba parte del pelotón que acababa de matar a mi mejor amigo y a mi peor enemigo con una única granada de mano.

Este episodio me hizo lamentar estar vivo, hizo que tuviera envidia de las piedras. Hubiera preferido ser una piedra al servicio del Orden Natural.

• • •

El capitán fue directamente del aeropuerto al
Bahía de Darwin,
sin detenerse en el hotel a ver a su hermano. Había estado bebiendo champaña durante el largo vuelo desde Nueva York, por lo que tenía un espantoso dolor de cabeza.

Y cuando estuvimos a bordo del
Bahía de Darwin,
me resultó evidente que sus funciones como capitán y también como almirante de la reserva, eran meramente ceremoniales. Otros en su lugar habrían estado vigilando la disciplina a bordo, la navegación, el funcionamiento de las máquinas; él en cambio prefería charlar con los pasajeros distinguidos. Sabía poco de la operación del barco, aunque tampoco le parecía que tuviera que saber mucho más. Las Islas Galápagos tampoco le eran muy familiares. Había visitado como almirante la base naval de la Isla Baltra, y el Centro de Investigación Darwin, en Santa Cruz; también en este caso como pasajero, a bordo de un barco del que era nominalmente el comandante. Pero el resto de las islas eran para él
terra incógnita.
Hubiera sido un guía más provechoso en las pistas de esquí de Suiza, por ejemplo, o sobre las alfombras del casino de Montecarlo, o en los establos de los campos de polo en Palm Beach.

Aunque después de todo, ¿qué importaba? En «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» habría conferenciantes y guías formados en el Centro de Investigación Darwin y graduados en ciencias naturales. El capitán tenía intención de escucharlos atentamente, y aprender acerca de las islas junto con los demás pasajeros.

• • •

Cabalgando en el cráneo del capitán yo había esperado averiguar en qué consistía ser un comandante supremo. Averigüé, en cambio, en qué consistía ser una mariposa de sociedad. Fuimos recibidos con todos los signos de respeto militar cuando subimos por la planchada. Pero, una vez a bordo, ninguno de los oficiales o tripulantes nos pidió instrucciones acerca de algo mientras se preparaban para la llegada de la señora Onassis y el resto del pasaje.

El capitán creía todavía que el barco se haría a la mar al día siguiente. No se le había indicado otra cosa. Como sólo hacía una hora que había vuelto a Ecuador, y aún tenía la barriga llena de buena comida neoyorquina, y un dolor de cabeza causado por el champaña, no acababa de ver claramente la terrible dificultad en que él y el barco se encontraban.

• • •

Hay otro defecto humano que la Ley de Selección Natural todavía no ha corregido: cuando las gentes de hoy tienen la barriga llena, les pasa exactamente como a sus antepasados de hace un millón de años: son muy lentas para reconocer cualquier dificultad terrible en la que puedan encontrarse. Ése es el momento en que se olvidan de los tiburones y las ballenas.

Éste fue un defecto particularmente trágico hace un millón de años, pues la gente mejor informada acerca del estado del planeta, como *Andrew MacIntosh, por ejemplo, y bastante rica y poderosa como para retrasar el deterioro y la destrucción que ocurrían entonces, estaba, por definición, bien alimentada.

De modo que todo estaba en perfectas condiciones en lo que a ellos concernía.

A pesar de todas las computadoras, los instrumentos de medición, los recolectores y evaluadores de noticias, los bancos de memorias, las bibliotecas y expertos sobre esto y aquello, los vientres ciegos y sordos seguían siendo los jueces definitivos acerca de la urgencia de este o aquel otro problema, como, por ejemplo, la lluvia ácida que destruía los bosques de América del Norte y Europa.

Y he aquí la especie de consejo que una barriga llena daba y aún da, y que la barriga llena le dio al capitán cuando el primer oficial del
Bahía de Darwin,
Hernando Cruz, le dijo que ninguno de los guías había aparecido hasta entonces, y que una tercera parte de la tripulación había desertado, considerando que era preferible que cuidaran de sus familias: «Ten paciencia —le dijo la barriga llena—. Sonríe. Ten confianza. De algún modo, al final todo saldrá bien».

24

Mary Hepburn había visto y apreciado el cómico desempeño del capitán en
El espectáculo de esta noche
y luego otra vez en
Buenos días, América.
Tenía pues la impresión de que ya lo conocía, antes de que su cerebro voluminoso hiciera que se trasladara a Guayaquil.

El capitán hizo su aparición en
El espectáculo de esta noche
dos semanas después de la muerte de Roy, y fue la primera persona que la hizo reír desde el desdichado acontecimiento. Allí estaba ella en la sala de su casita, rodeada de casas vacías y en venta, y descubrió que estaba riendo a carcajadas cuando el capitán habló de la ridícula flota submarina del Ecuador, cuya tradición era hundirse y no volver nunca más a la superficie.

Supuso que von Kleist se parecería mucho a Roy, que como él sería amante de la naturaleza y las maquinarias. De lo contrario, ¿por qué iban a elegirlo como capitán del
Bahía de Darwin?

Y su voluminoso cerebro hizo que le dijera a la imagen del capitán en el tubo de rayos catódicos, para gran embarazo de ella misma, a pesar de que se encontraba sola en la sala:

—¿Le gustaría a usted casarse conmigo?

• • •

Sin embargo, ella sabía, cuando menos, un poco más que el capitán sobre maquinarias, por el solo hecho de haber vivido con Roy. Después de que Roy murió, y cuando la segadora de hierba dejó de funcionar, por ejemplo, consiguió cambiar la bujía de encendido, cosa que el capitán jamás habría podido hacer.

Y sabía muchísimo más que él de las islas. Fue Mary la que identificó correctamente la isla a la que habían ido a parar. El capitán, aferrándose a unas hebras sueltas de autorrespeto y autoridad después de que su voluminoso cerebro hiciera un gran embrollo con todo, declaró que la isla era Rábida; por cierto que no lo era y él, por lo demás, nunca la había visto.

Y lo que permitió que Mary reconociera que se trataba de la Isla Santa Rosalía, eran las especies de pinzones que allí dominaban. Estas descoloridas avecillas, escasamente interesantes para la mayor parte de los turistas y los alumnos de Mary, habían entusiasmado tanto al joven Charles Darwin como las grandes tortugas de tierra, los pájaros bobos, las iguanas marinas y cualquier otra criatura del lugar. La cosa era así: los pinzones se parecían mucho entre ellos, pero de hecho se dividían en trece especies diferentes, cada una con su propia dieta peculiar y su propio método para conseguir alimentos.

Ninguno de ellos tenía parientes en el continente de América del Sur o en alguna otra parte. Los antepasados de estos pinzones, además, tenían que haber llegado en el arca de Noé o en una balsa natural, pues no era para nada propio de los pinzones emprender un viaje de mil kilómetros sobre la mar abierta.

No había picamaderos en las islas, pero había una especie de pinzón que se alimentaba de lo que se habría alimentado un picamaderos. No era capaz de picar la madera, y para sacar a los insectos de sus escondrijos utilizaba una ramita o una espina de cacto que sostenía en el piquito romo.

Otra especie de pinzón era un chupasangre y sobrevivía picoteando el largo cuello de algún pájaro bobo distraído, hasta que se formaban pequeñas cuentas de sangre. Luego bebía esa perfecta dieta con el corazón contento. Los seres humanos llamaban a este pájaro
Geospiza difficilis.

El principal habitáculo de estos extraños pinzones, su Jardín del Edén, era la Isla Santa Rosalía. Era probable que Mary nunca hubiera sabido nada de esta isla, tan alejada del archipiélago y tan raramente visitada por nadie, si no hubiese sido por esas bandadas de
Geospiza difficilis.
Y no habría dictado tantas clases de ellos, si los chupasangres no hubieran sido la única especie de pinzón por la que sus alumnos daban algo más que un rábano.

Como gran maestra que era, llamaba a los pinzones «…la mascota ideal para el conde Drácula». A la mayor parte de sus alumnos, como ella sabía, este conde enteramente irreal les parecía una persona más interesante que George Washington, por ejemplo, que no era más que el fundador de la patria.

Estaban mejor informados acerca de Drácula además, de modo que Mary podía ampliar la broma admitiendo que el conde no podría disfrutar de la compañía de la mascota, después de todo, puesto que él, a quien llamaba entonces
Homo transsilvaniensis,
dormía durante todo el día, mientras que el
Geospiza difficilis
dormía durante toda la noche. De modo que —decidía con fingida tristeza— la mejor mascota para el conde Drácula sigue siendo algún miembro de la familia
Desmodontidae,
que es el nombre científico del «vampiro».

• • •

Y luego llegaba a la culminación de la broma diciendo:

—Si os encontrarais en Santa Rosalía y hubierais matado un espécimen de
Geospiza difficilis
¿qué tendríais que hacer para que estuviera siempre muerto?

La respuesta era:

—Tendríais que sepultarlo en una encrucijada, con el corazón atravesado por una estaca pequeña.

• • •

Sin embargo, lo que más intrigó al joven Charles Darwin fue que todas las especies de pinzones de las Islas Galápagos se comportaban, en la medida de lo posible, como una amplia variedad de aves continentales, mucho más especializadas. Estaba aún dispuesto a admitir, si resultara tener sentido, que Dios Todopoderoso había creado a todas las criaturas tal como Darwin las había encontrado en ese viaje alrededor del mundo. Pero su voluminoso cerebro tuvo que preguntarse por qué el Creador, en el caso de las Islas Galápagos, habría encomendado todas las tareas propias de un pajarillo de tierra a un pinzón con frecuencia mal adaptado. ¿Qué pudo haber impedido al Creador, si consideraba que en las islas tenía que haber algún pájaro que picara maderos, crear un verdadero picamaderos? Si pensaba que un vampiro era una buena idea, ¿por qué, por todos los santos, no dio ese trabajo a un murciélago vampiro y no a un pinzón? ¿Un pinzón vampiro?

• • •

Y Mary solía plantear el mismo problema intelectual a sus alumnos concluyendo:

—Vuestros comentarios, por favor.

• • •

Cuando Mary bajó a tierra por primera vez en el pico negro en el que había encallado el
Bahía de Darwin,
tropezó y cayó raspándose los nudillos de la mano derecha. No fue un acontecimiento doloroso. Se examinó brevemente las heridas. Éstas eran esos rasguños que sangran.

Entonces, un pinzón, del todo osado, se le posó en un dedo. No se sorprendió, pues había escuchado muchas historias de pinzones que aterrizaban en la cabeza y las manos de la gente para beberse copas o lo que fuere. De modo que decidió disfrutar de esta bienvenida a las islas. Mantuvo la mano inmóvil y le dijo con dulzura al pájaro:

—¿A cuál de las trece especies de pinzones perteneces?

Como si entendiera la pregunta, el pájaro bebió las cuentas rojas que ella tenía en los nudillos.

Mary echó otro vistazo alrededor, sin sospechar que pasaría allí el resto de su vida, procurando millares de comidas a los pinzones vampiros. Le dijo al capitán por quien había perdido todo respeto:

—¿Decía usted que ésta es la Isla Rábida?

—Sí —dijo él—. Estoy perfectamente seguro.

—Bien, detesto tener que decírselo después de todo por lo que ha pasado —dijo—, pero se equivoca una vez más. Ésta tiene que ser Santa Rosalía.

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