El Cadillac, que había adquirido con fondos destinados a los equipos y provisiones del
Bahía de Darwin,
tenía el mismo nombre que el hotel; el mismo nombre de la ciudad legendaria de grandes riquezas y oportunidades que sus antepasados españoles habían buscado, y que nunca encontraron. Los antepasados de Cruz habían torturado a los indios para que dijeran dónde estaba El Dorado.
Es difícil hoy imaginar que nadie pueda torturar a nadie. ¿Cómo es posible aun que alguien pueda capturar a alguien para torturarlo con sólo un par de aletas y una boca? ¿Cómo se podría organizar hoy una cacería humana cuando la gente puede nadar tan deprisa y permanecer tanto tiempo sumergida? La persona a la que uno quisiera perseguir no sólo se parecería mucho a todas las demás sino que también podría esconderse en las profundidades abisales de prácticamente cualquier parte.
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Hernando Cruz había puesto su granito de arena por la humanidad.
La Fuerza Aérea Peruana pronto pondría también el suyo, pero no hasta las seis de esa tarde, después de que murieran *Andrew MacIntosh y *Zenji Hiroguchi; a esa hora Perú le declararía la guerra a Ecuador. Perú había quebrado catorce días antes que Ecuador, de modo que la hambruna estaba allí mucho más avanzada. Los soldados de tierra se estaban volviendo a sus casas y se habían llevado las armas consigo. Sólo las pequeñas Fuerzas Aéreas Peruanas eran todavía leales, y la junta militar las mantenía así dando a sus miembros los mejores alimentos que aún pudieran encontrarse.
Una de las cosas que contribuía a la alta moral de la Fuerza Aérea era el equipo —comprado a crédito y entregado antes de la quiebra— totalmente moderno. Disponía de ocho nuevos bombarderos franceses, y cada uno de estos aviones contaba además con un misil aire-tierra americano de cerebro japonés que podía ser guiado por una señal de radar o por el calor de un motor, según las instrucciones que le diera el piloto. El piloto a su vez recibía instrucciones de computadoras instaladas en tierra y en su propia cabina. La cabeza de cada misil llevaba un nuevo explosivo israelí con una quinta parte del poder devastador de la bomba atómica que los Estados Unidos lanzaran sobre la madre de Hisako Hiroguchi en la Segunda Guerra Mundial.
Este nuevo explosivo era una verdadera bendición para los voluminosos cerebros de los científicos militares. En tanto mataran a la gente con armas convencionales y no nucleares, se los alababa como estadistas humanitarios. En tanto no emplearan armas nucleares, parecía, nadie llamaría por su nombre a todas las matanzas que venían sucediéndose desde el fin de la Segunda Guerra Mundial que sin duda era la «Tercera Guerra Mundial».
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La junta peruana dio como motivo oficial de la declaración de guerra que las Islas Galápagos eran peruanas, según derecho, y Perú estaba dispuesto a recuperarlas.
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Nadie es hoy bastante inteligente como para fabricar la clase de armas que aun las naciones más pobres tenían hace un millón de años. Sí, y se utilizaban todo el tiempo. Durante toda mi vida no hubo un día en que, en algún lugar del planeta, no estuvieran librándose al menos tres guerras a la vez.
Y la Ley de Selección Natural era incapaz de dar una respuesta a estas nuevas tecnologías. Ninguna hembra de ninguna especie era capaz, salvo quizá la del rinoceronte, de parir un vástago a prueba de fuego, bombas o balas.
En el mejor de los casos, la Ley de Selección Natural podría producir un ejemplar que no tuviera miedo de nada, aun cuando había tanto que temer. Conocí a unos pocos tipos de esa especie en Vietnam, en la medida en que es posible conocerlos. Y uno de ellos era *Andrew MacIntosh.
Selena MacIntosh nunca sabría con certeza que su padre había muerto, hasta que se reunió con él a la salida del túnel azul que conduce al Más Allá. Sólo estaba segura de que él había abandonado la habitación del hotel y que había intercambiado en el corredor unas palabras con *Zenji Hiroguchi. Luego los dos bajaron juntos por el ascensor. Nunca volvió a tener noticia de ninguno de ellos.
He aquí, de paso, la historia de su ceguera: padecía de retinitis pigmentosa, consecuencia de un gen defectuoso que le venía del lado materno. La había heredado de su madre, que podía ver perfectamente y que le había ocultado a su marido la certidumbre de que se trataba de un gen del que ella misma era portadora.
También con esta enfermedad estaba familiarizado Mandarax, pues era una de las mil enfermedades graves del
Homo sapiens.
Cuando Mary lo consultó sobre ella en Santa Rosalía, Mandarax consideró grave el caso de Selena, pues era ciega de nacimiento. Era más corriente, dijo Mandarax, hijo de Gokubi, que la retinitis pigmentosa dejara ver el mundo claramente a sus anfitriones a veces hasta los treinta años. Mandarax confirmó también lo que la misma Selena le había dicho a Mary: que si tenía un bebé habría un cincuenta por ciento de probabilidades de que fuera ciego. Y si ese bebé era de sexo femenino y creciera y se reprodujera, habría un cincuenta por ciento de probabilidades de que también su hijo fuera ciego.
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Es extraño que dos enfermedades hereditarias relativamente raras, la retinitis pigmentosa y el corea de Huntington, hayan sido causa de preocupación para los primeros colonos humanos de Santa Rosalía, pues estos colonos eran sólo diez.
Como he dicho ya, por fortuna el capitán no resultó portador. Selena lo era seguramente. Si se hubiera reproducido, sin embargo, creo que hoy la humanidad hubiera quedado libre de la retinitis pigmentosa, gracias a la Ley de Selección Natural, los tiburones y las ballenas asesinas.
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He aquí cómo murieron su padre y *Zenji Hiroguchi, entre paréntesis, mientras junto con su perra Kazakh ella escuchaba el ruido que la multitud producía afuera: recibieron un tiro en la cabeza y por la espalda, de modo que nunca supieron qué los había golpeado. Y es preciso atribuir al soldado que les disparó el mérito de haber hecho algo cuyos efectos, al cabo de un millón de años, son todavía visibles. No me refiero a los disparos. Me refiero al hecho de que irrumpió en una tienda de
souvenirs
clausurada que estaba frente al El Dorado.
Si no hubiera robado esa tienda de
souvenirs
casi con seguridad no habría hoy seres humanos sobre la faz de la Tierra. Lo digo en serio. Todos los que hoy viven tendrían que agradecer a Dios que este soldado estuviera loco.
Se llamaba Gerardo Delgado, y había desertado de su unidad llevándose con él un equipo de primeros auxilios, una cantimplora, un cuchillo de monte, un rifle automático, varios cargadores de cartuchos, etcétera. Sólo tenía dieciocho años y era un esquizofrénico paranoico. Nunca tendrían que haberle dado un arma.
El voluminoso cerebro le decía toda clase de cosas que no eran verdad: que era el bailarín más grande del mundo, que era hijo de Frank Sinatra, que la gente lo envidiaba por su capacidad para la danza e intentaba destruirle el cerebro con pequeños aparatos de radio, etcétera.
Delgado, que se enfrentaba con el hambre como tantas otras personas en Guayaquil, pensaba que su principal problema eran los enemigos que llevaban pequeñas radios. Y cuando irrumpió por la puerta trasera de una evidente y difunta tienda de
souvenirs,
para él no era una tienda. Para él era la sede del Ballet Folklórico Ecuatoriano y allí intentaría probar que él era el más grande bailarín del mundo.
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Hay aún hoy mucha gente que alucina, que reacciona apasionadamente ante toda clase de cosas que no existen. Quizá sea éste un legado de los kanka-bonos. Pero esa gente hoy no puede sostener ningún arma, y es fácil alejarse de ellos nadando. Aun si encontraran una granada, una ametralladora o cualquier objeto semejante de los viejos tiempos, ¿cómo podrían utilizarlos si sólo tienen un par de aletas y una boca?
Cuando era niño en Cohoes, mi madre me llevó una vez a ver un circo en Albany, aunque no podíamos permitírnoslo y mi padre no aprobaba los circos. Y había allí focas amaestradas y leones de mar que podían sostener una pelota sobre la nariz y tocar la trompeta y aplaudir con las aletas cuando se les indicaba y muchas cosas más.
Pero jamás hubieran podido cargar y amartillar un arma automática o arrancar la espoleta de una granada de mano y arrojarla lejos con cierta precisión.
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En cuanto a cómo una persona tan loca como Delgado ingresó en el ejército: tenía aspecto normal y actuó de manera normal cuando habló con el oficial de reclutamiento, como hice yo cuando me alisté en la Marina de los Estados Unidos. Y Delgado había sido incorporado el verano anterior, poco más o menos por el tiempo en que murió Roy Hepburn, para un servicio transitorio, específicamente relacionado con «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza», junto con una parte de la tropa se luciría desfilando delante de la señora Onassis y compañía. Llevarían rifles, cascos de acero y todo lo demás, pero por cierto no armas cargadas.
Y Delgado era magnífico para desfilar y dar brillo a los botones de bronce y lustrar botas. Pero poco después la crisis económica sacudía al Ecuador y dieron armas cargadas a los soldados.
Fue un horripilante ejemplo de rápida evolución; claro que todos los soldados lo eran por entonces. Cuando terminé mi período de entrenamiento en la Marina y fui enviado a Vietnam y me dieron armas cargadas, perdí toda semejanza con el incompetente animal que yo había sido en la vida civil. E hice cosas peores que las que hizo Delgado.
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Pues bien: la tienda en la que Delgado irrumpió se encontraba en una manzana de comercios cerrados frente a El Dorado. Los soldados que habían rodeado el hotel con alambradas de espino consideraban que los comercios eran parte de la barrera. De modo que cuando Delgado entró por la puerta de atrás de uno de ellos, y luego entreabrió la de delante y espió afuera, había abierto un boquete en la barrera por el que podría pasar algún otro. Y esa abertura fue su contribución al futuro de la humanidad, pues gente muy importante pasaría muy pronto por allí para llegar al hotel.
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Cuando Delgado miró afuera por la hendidura de la puerta, vio a dos de sus enemigos. Uno de ellos llevaba una resplandeciente radio pequeña capaz de revolverle el cerebro a Delgado, o así lo creía él. No era una radio. Era Mandarax, y los dos supuestos enemigos eran *Zenji Hiroguchi y *Andrew MacIntosh. Caminaban deprisa a lo largo del interior de la barricada, y nadie podía prohibirles que estuvieran allí, pues eran huéspedes del hotel.
*Hiroguchi todavía hervía de furor y *MacIntosh se burlaba de él diciéndole que se tomaba la vida demasiado en serio. Pasaron justo por delante de la tienda en la que Delgado acechaba. De modo que Delgado salió por la puerta delantera y los mató a los dos en defensa propia, creía él.
Por tanto ya no tengo que poner asteriscos delante del nombre de Zenji Hiroguchi ni de Andrew MacIntosh. Sólo lo hice para recordar a los lectores que eran dos de los seis huéspedes de El Dorado que morirían antes de ponerse el sol.
Estaban muertos ahora, y el sol se ponía sobre un mundo en el que tanta gente pensaba, un millón de años atrás, que sólo sobrevivirían los más aptos.
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Delgado, el sobreviviente, desapareció dentro de la tienda y se dirigió a la puerta trasera en busca de más enemigos a los que sobrevivir.
Pero sólo había allí seis niñitas mendigas, de piel oscura. Cuando este horripilante fenómeno militar salió de un salto al encuentro de las niñas con su equipo de matanza, estaban demasiado hambrientas y demasiado resignadas para echar a correr. Abrieron la boca en cambio y revolvieron los ojos pardos y se señalaron el estómago para mostrar cuánta hambre tenían.
Los niños de todo el mundo hacían eso por entonces y no sólo en esa callejuela del Ecuador.
De modo que Delgado siguió adelante y no fue nunca atrapado, ni castigado, ni hospitalizado, ni nada parecido. Era un soldado más en una ciudad que hervía de soldados, y nadie pudo verle la cara, aunque, de todas maneras, la sombra del casco de acero en nada se diferenciaba de la de cualquier otro. Y, como el gran sobreviviente que era, violaría a una mujer al día siguiente y se convertiría en el padre de uno de los últimos diez millones de niños, poco más o menos, que nacerían en el continente de América del Sur.
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Después que Delgado se marchó, las seis niñitas entraron en la tienda en busca de alimentos o algo que pudiera cambiarse por alimentos. Eran huérfanas de las selvas ecuatorianas, más allá de las montañas del este, venidas de muy, muy lejos. Los insecticidas arrojados desde el aire habían matado a los padres de todas ellas, y un piloto de avión las había llevado a Guayaquil, donde se habían convertido en niñas de la calle.
Estas niñas eran predominantemente indias, pero tenían también antepasados negros, esclavos africanos que habían escapado a la selva mucho tiempo atrás.
Eran kanka-bonas. Llegarían a mujeres plenamente desarrolladas en Santa Rosalía, donde, junto con Hisako Hiroguchi, se convertirían en las madres de toda la moderna humanidad.
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Antes que pudieran llegar a Santa Rosalía, sin embargo, tendrían que llegar primero al hotel. Y los soldados y las barricadas se lo habrían impedido sin duda si el soldado raso Gerardo Delgado no hubiera abierto ese sendero a través de la tienda.
Estas niñas se convertirían en las seis Evas del capitán von Kleist, el Adán de Santa Rosalía, y no hubieran estado en Guayaquil sin la intervención de un joven piloto ecuatoriano llamado Eduardo Ximénez. Durante el verano anterior, en verdad en el día que siguió al entierro de Roy Hepburn, Ximénez conducía su propio avión anfibio para cuatro pasajeros volando sobre la selva tropical, cerca del nacimiento del río Tiputini, que desembocaba en el Atlántico y no en el Pacífico. Acababa de dejar a un antropólogo francés junto con su equipo corriente abajo, en la frontera con Perú, donde el francés planeaba iniciar la búsqueda de los furtivos kanka-bonos.
Ximénez viajaría después a Guayaquil, a quinientos kilómetros de distancia y a través de dos altas y escarpadas barreras montañosas. En Guayaquil tenía que recoger a dos deportistas argentinos millonarios y llevarlos al campo de aterrizaje de la Isla Baltra, en las Galápagos, donde habían alquilado un barco de pesca profunda. Tampoco iban tras cualquier especie de pez. Esperaban poder pescar grandes tiburones blancos, las mismas criaturas que, treinta y un años más tarde, se engullirían a Mary Hepburn, al capitán von Kleist y a Mandarax.