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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción

Galápagos (23 page)

BOOK: Galápagos
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De modo que la señora Hoover apareció en la puerta con un traje de baño muy reducido. Detrás había una piscina. Ella tenía la cara pintarrajeada e inexpresiva y los dientes en mal estado, pero lucía aún una hermosa figura. Le preguntó si no le gustaría entrar en la casa, donde había aire acondicionado, y beber algo fresco, té helado o limonada.

Cuando *Wait quiso acordarse estaban teniendo contacto sexual, y ella le decía que los dos pertenecían a la misma clase, que ambos estaban perdidos, y le besaba las cicatrices, etcétera.

La señora Hoover concibió, y nueve meses más tarde dio a luz a un niño que el señor Hoover creyó suyo. Era un muchacho guapo, y llegó a ser un buen bailarín y le gustaba mucho la música, como a *Wait.

• • •

*Wait oyó hablar del niño después de haberse trasladado a Manhattan, pero nunca pudo considerarlo como un pariente. Pasarían años sin que pensara nunca en eso. Y de pronto el cerebro voluminoso, sin motivo alguno, le dijo que en algún lugar del mundo andaba un joven que no estaría en el mundo si no fuera por él. Eso lo intranquilizaba. Un resultado demasiado grande para tan pequeño accidente.

¿Por qué iba a querer él un hijo en ese entonces? Nunca se le hubiera ocurrido.

• • •

El apogeo sexual de los machos humanos de la actualidad, entre paréntesis, se produce más o menos a los seis años. Cuando un macho se encuentra con una hembra en celo, no hay modo de impedir el contacto sexual.

Y lo compadezco porque recuerdo aún cuando yo tenía dieciséis años. Era infernal lo mucho que uno se excitaba. Entonces, como ahora, los orgasmos no traían ningún alivio. Diez minutos después de un orgasmo, ¿qué? Nada servía de nada, excepto otro orgasmo. ¡Y además había que hacer los deberes para el colegio!

4

La gente que viajaba en el
Bahía de Darwin
no estaba todavía desesperadamente hambrienta. Los intestinos de cada cual, con inclusión de los de *Kazakh, estaban aún extrayendo las últimas moléculas digeribles de lo que habían comido la tarde anterior. Nadie había empezado a consumir parte de su propio cuerpo, el plan de supervivencia de las tortugas de las Galápagos. Las kanka-bonas conocían ya por cierto lo que era el hambre. Para el resto, sería un descubrimiento.

Y las únicas personas que tenían que mantenerse fuertes y no limitarse a dormir todo el tiempo eran Mary Hepburn y el capitán. Las niñas kanka-bonas no entendían nada del barco ni del océano, y nada comprendían de lo que se les dijera en lengua alguna, salvo el kanka-bono. Hisako estaba en estado catatónico, Selena era ciega y *Wait agonizaba. Por tanto, sólo quedaban dos para gobernar el barco y cuidar de *Wait.

Durante la primera noche, los dos acordaron que Mary gobernaría el barco durante el día, cuando el sol le indicara sin ambigüedad en qué dirección se encontraba el este, del cual estaban huyendo, y en qué otra el oeste, donde supuestamente los aguardaban la paz y la abundancia de Baltra. Y el capitán navegaría durante la noche de acuerdo con las estrellas.

Quien no estuviera al timón, haría compañía a *Wait, y presumiblemente dormitaría algo mientras tanto. Eran éstas por cierto largas guardias, difíciles de soportar. Aunque la ordalía sería en verdad muy breve, ya que de acuerdo con los cálculos del capitán, Baltra sólo se encontraba a unas cuarenta horas de Guayaquil.

Si alguna vez hubieran llegado a Baltra, cosa que jamás hicieron, la habrían encontrado devastada y despoblada por otro paquete de dagonita vía aérea.

• • •

Los seres humanos eran por ese entonces tan prolíficos que estas explosiones convencionales apenas tenían consecuencias biológicas de largo alcance. Aun al final de guerras muy prolongadas, todavía había mucha gente alrededor. Los bebés eran tan numerosos que los esfuerzos por reducir la población mediante la violencia estaban condenados al fracaso. No causaban más daños irreversibles —exceptuando los ataques nucleares de Hiroshima y Nagasaki— que el
Bahía de Darwin
al hendir y agitar el mar sin senderos.

Era la capacidad que tenía la humanidad de curarse muy deprisa por medio de los bebés lo que hacía que mucha gente concibiera las explosiones como un espectáculo organizado, como formas altamente teatrales de autoexpresión, y no mucho más.

Lo que la humanidad estaba a punto de perder, sin embargo, excepto una minúscula colonia en Santa Rosalía, era lo que el mar sin senderos no perdería nunca, en tanto estuviera hecho de agua: la capacidad de curarse.

En lo que a la humanidad concernía, todas las heridas estaban a punto de volverse muy permanentes. Y los altos explosivos no serían ya una rama de la empresa del espectáculo.

• • •

Sí, y si la humanidad hubiera seguido curando sus autoinfligidas heridas por medio de la copulación, el cuento que tengo que contar acerca de la colonia de Santa Rosalía sería una tragicomedia con el vano e incompetente capitán Adolf von Kleist como protagonista. Habría abarcado unos meses en lugar de un millón de años, pues los colonos nunca se hubieran convertido en colonos. Habrían sido náufragos avistados y rescatados en un tiempo muy breve.

Entre ellos se contaría el avergonzado capitán, único responsable de los afanes de los demás.

Después de sólo una noche pasada en el mar, sin embargo, el capitán aún podía creer que todo iba bien. Pronto sería hora de que Mary Hepburn lo relevara en el timón, y entonces le daría las siguientes instrucciones: «Mantenga el sol a popa toda la mañana, y a proa toda la tarde». Y la tarea más urgente que tenía por delante, se decía, era ganarse el respeto del pasaje. Habían visto lo peor de él. Por el tiempo en que llegaran a Baltra, esperaba, habrían olvidado la borrachera, y todos a una estarían diciendo que les había salvado la vida.

Había otra cosa que la gente podía hacer por entonces, de la que ya no es capaz: disfrutar dentro de sus cabezas de acontecimientos que aún no habían acontecido, y que quizá nunca acontecieran.

Mi madre era muy hábil para esto. Algún día mi padre dejaría de escribir ciencia ficción y en cambio escribiría algo que muchísima gente querría leer. Y tendríamos una nueva casa en una hermosa ciudad, etcétera. A veces hacía que me preguntara por qué Dios se había tomado el trabajo de crear la realidad.

Dijo Mandarax:

La imaginación equivale a múltiples viajes ¡y es mucho más barata!

George William Curtis (1824-1892)

De modo que allí estaba el capitán, medio desnudo en el puente del
Bahía de Darwin,
pero dentro de su cabeza se encontraba en la isla de Manhattan, donde tenía la mayor parte de su dinero y muchos de sus amigos. De alguna manera iría allí desde Baltra, y se compraría un bonito apartamento en Park Avenue, y al diablo el Ecuador.

• • •

Ahora la realidad se entrometía. Estaba saliendo un sol muy real. El sol tenía un pequeño defecto. El capitán había imaginado durante toda la noche que estaban navegando hacia el oeste, de modo que el sol saldría directamente a popa. Este sol particular, sin embargo, estaba a popa, sí, pero también bastante a estribor. De modo que viró el barco a babor hasta que el sol estuviera en el lugar adecuado. El voluminoso cerebro, único responsable del error, le aseguró al alma del capitán que se trataba de un error menor y reciente, y que había ocurrido porque el alba oscurecía las estrellas. El gran cerebro quería que el alma lo respetase, así como quería que los pasajeros lo respetasen. Era un cerebro con vida propia; y llegaría un momento en que el capitán se sentiría desorientado, y culparía al cerebro, e intentaría dispararle un tiro.

Pero para ese momento faltaban todavía cinco días.

Todavía confiaba en él cuando fue a popa para averiguar cómo se encontraba «Williard Flemming» y ayudar a Mary, según lo planeado, a transportarlo a la sombra del pasillo entre las cabinas de los oficiales. No pongo un asterisco delante del nombre de Williard Flemming porque no había tal individuo, y por tanto no podía morir.

Y el capitán sentía tan poco interés por Mary Hepburn como persona, que ni siquiera conocía su apellido. Creía que era Kaplan, el nombre sobre el bolsillo de la blusa de fajina que *Wait utilizaba ahora como almohada.

*Wait también creía que el apellido de ella era Kaplan, por mucho que ella lo corrigiera. Durante la noche él le había dicho:

—Vosotros los judíos sois los verdaderos sobrevivientes.

Ella le había contestado:

—También usted es un sobreviviente, Williard.

—Bien —había dicho él—, solía creer que lo era, señora Kaplan. Ahora no estoy tan seguro. Supongo que todo el que todavía no ha muerto es un sobreviviente.

—Vamos, vamos —había dicho ella—, hablemos de algo agradable. Hablemos de Baltra.

Pero el flujo de sangre al cerebro de *Wait tuvo que haber sido, al menos por un rato, adecuado, porque él había continuado en la misma línea de razonamiento. Hasta llegó a emitir una risita seca. Había dicho:

—Hay muchos por ahí que se jactan de ser sobrevivientes, como si se tratara de algo muy especial. Pero los únicos que no pueden decirlo son los cadáveres.

—Vamos, vamos —había dicho ella.

• • •

Cuando poco después del alba el capitán apareció delante de Mary y *Wait, Mary acababa de aceptar casarse con *Wait. La había ganado por cansancio. Era como si le hubiera estado pidiendo agua toda la noche, de modo que finalmente ella tuvo que darle un poco. Él necesitaba tanto el matrimonio, y ella no tenía otra cosa que darle, de modo que le daría un poco.

Mary no creía, sin embargo, que tuviera que cumplir esa promesa casi inmediatamente, o quizá nunca. Por cierto, a ella le gustaba todo lo que él había dicho de sí mismo. Durante la noche él se había enterado de que ella era una entusiasta esquiadora a campo traviesa. Él jamás había calzado un par de esquíes, pero una vez había estado casado con la viuda del propietario de una posada para esquiadores, en las White Mountains, en New Hampshire, y la había arruinado. La había cortejado durante la primavera y la había dejado en la miseria antes que las hojas verdes se volvieran anaranjadas y amarillas y rojas y pardas.

Mary no se había comprometido con un ser humano. Tenía por novio un pastiche.

No era que importase mucho con quién se hubiera comprometido, le decía el voluminoso cerebro, pues con seguridad no podrían casarse antes de llegar a Baltra, y «Williard Flemming», si aún seguía vivo, tendría que someterse a cuidados intensivos inmediatamente. Había mucho tiempo, pensaba, para renunciar al compromiso.

De modo que no le pareció algo muy grave cuando *Wait le dijo al capitán:

—Tengo la mejor de las noticias. La señora Kaplan se casará conmigo. Soy el hombre más afortunado del mundo.

El destino le hizo entonces una zancadilla a Mary, casi tan rápida y tan lógica como mi decapitación en el astillero de Malmö.

—Estáis de suerte —dijo el capitán—. Como capitán de este barco en aguas internacionales, estoy legalmente capacitado para casaros. Amados míos, henos aquí reunidos a la vista de Dios… —empezó, y dos minutos más tarde había hecho de «Mary Kaplan» y «Williard Flemming» marido y mujer.

5

Dijo Mandarax:

Los juramentos no son sino palabras, y las palabras no son sino viento.

Samuel Butler (1612-1680)

Y Mary Hepburn, en Santa Rosalía, memorizaría esa cita de Mandarax y centenares de otras más. Pero a medida que fueron transcurriendo los años, fue tomando cada vez más en serio el matrimonio con «Williard Flemming», aun cuando su segundo marido había muerto con una sonrisa en los labios dos minutos después que el capitán los declarara marido y mujer. Le diría a la peluda Akiko cuando ya era una señora vieja, muy vieja, encorvada y desdentada:

—Agradezco a Dios que me haya dado dos hombres buenos. —Se refería a Roy y a «Williard Flemming». Era un modo de decir, también, que no apreciaba mucho al capitán, entonces un hombre viejo, muy viejo, y padre y abuelo de todos los jóvenes de la isla, excepto Akiko.

Akiko era la única persona joven de la colonia que insistía en escuchar historias, y en particular historias de amor, de la vida en el continente. De modo que Mary se disculpaba por conocer tan pocas historias de amor en primera persona. Sus padres, decía, habían estado muy enamorados, y Akiko disfrutaba al oír que habían estado besándose y abrazándose hasta el último momento.

Mary hacía reír a Akiko contándole el ridículo romance, si así podía llamárselo, que había tenido con un viudo llamado Robert Wojciehowitz, director del departamento de inglés en la escuela secundaria de Ilium antes de que la clausuraran. Era la única persona, aparte de Roy y «Williard Flemming», que le había propuesto matrimonio.

La historia era la siguiente:

Robert Wojciehowitz había empezado a llamarla y proponerle citas sólo dos semanas después de la muerte de Roy. Ella lo rechazó y dijo que todavía era muy pronto para que empezara a hacer citas otra vez.

Trató de desalentarlo por todos los medios, pero él insistió y fue a verla una tarde, aunque ella le había dicho que quería estar sola. Llegó a la casa mientras ella estaba cortando el césped. Hizo que apagara la segadora y farfulló una propuesta de matrimonio.

Mary describió el coche de su pretendiente a Akiko y la hizo reír, aunque Akiko no había visto ni vería nunca ninguna clase de automóvil. Robert Wojciehowitz conducía un Jaguar que había sido muy hermoso, pero que estaba todo rayado y abollado del lado del conductor. El coche era un regalo que le había hecho su esposa mientras agonizaba. El nombre de ella era *Doris, nombre que Akiko daría a una de sus peludas hijas sencillamente por la historia que Mary le había contado.

*Doris Wojciehowitz había heredado algo de dinero y compró el Jaguar para Wojciehowitz como modo de agradecerle que hubiera sido tan buen marido. Tenían un hijo grande llamado Joseph, que era un zafio, y que estropeó el hermoso Jaguar cuando su madre todavía vivía. Joseph fue enviado a la cárcel un año, como castigo por conducir un vehículo motorizado bajo los efectos del alcohol.

He aquí otra vez nuestro viejo amigo el alcohol, el reductor de cerebros.

La propuesta de matrimonio de Robert tuvo lugar en el único césped recién cortado de todo el barrio. Los demás patios estaban siendo reconquistados por la vida silvestre, pues el resto de la gente se había ido. Y todo el tiempo que duró la propuesta de matrimonio de Wojciehowitz, un gran perdiguero de color dorado estuvo ladrándoles y pretendiendo ser peligroso. Éste era Donald, el perro que tanto había consolado a Roy en los últimos meses de su vida. Aun los perros tenían nombre en ese entonces. Donald era el perro. Robert era el hombre. Y Donald era inofensivo. Jamás había mordido a nadie. Todo lo que quería era que alguien arrojara un palo para que él pudiera traerlo de vuelta, para que alguien lo arrojara y él pudiera traerlo de vuelta, y así una y otra vez. Donald no era muy inteligente, por no decir más. Por cierto, no compondría la Novena Sinfonía de Beethoven. Cuando Donald dormía, a menudo gimoteaba y le temblaban las piernas traseras. Soñaba que recuperaba palos.

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