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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción

Galápagos (25 page)

BOOK: Galápagos
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Había aparecido por tercera vez cuando yo mismo me encontraba en lo alto del mástil, durante una tormenta en el Atlántico Norte, golpeado por el aguanieve y la ventisca, sosteniendo en alto mi cabeza rebanada como si fuera una pelota de baloncesto.

Sólo yo puedo darme cuenta de lo que implica la aparición del túnel azul: ¿He satisfecho por fin mi curiosidad acerca del significado de la vida? Entonces es hora de entrar en lo que comparo con una aspiradora. Si hay en verdad una fuerza de succión dentro del túnel, de una luz muy semejante a la que arrojan las hornallas y hornos eléctricos del
Bahía de Darwin,
no parece afectar a mi difunto padre, el escritor de ciencia ficción Kilgore Trout, que puede permanecer en la tobera y charlar conmigo.

• • •

Lo primero que mi padre me dijo por sobre la popa del
Bahía de Darwin
fue lo siguiente:

—¿Ya tienes bastante de ese barco de necios, hijo? Ven conmigo enseguida. Si esta vez me desairas, no volverás a verme en un millón de años.

¡Un millón de años! ¡Dios mío, un millón de años! No bromeaba. Por malo que hubiera sido como padre, siempre había cumplido sus promesas, y nunca me había mentido a sabiendas.

De modo que di un primer paso hacia él, pero no un segundo. Estaba yo como una pájara boba de patas azules al comienzo de la danza nupcial. Como en una danza nupcial, ese titubeante primer paso era como el primer tic de un reloj, que se volvería irresistible. Yo ya estaba cambiando, aunque todavía me encontraba lejos de la tobera. El latido de las maquinarias del
Bahía de Darwin
se hizo más débil y el acero de la cubierta principal se hizo transparente, de modo que yo podía ver el salón principal a mis pies, donde las niñas kanka-bonas roían los huesos de su inocente hermana Kazakh.

Ese primer paso hacia mi padre me hizo pensar lo siguiente acerca de las niñas indias y Mary en el puesto de vigía a mis espaldas, e Hisako Hiroguchi y su feto en el lavabo y el desmoralizado capitán y la ciega Selena en el puente, y el cadáver en el refrigerador: «¿Cómo he llegado a preocuparme por esta gente desconocida, estos esclavos del miedo y el hambre? ¿Qué tienen que ver conmigo?»

• • •

Cuando no di un segundo paso hacia mi padre, él me dijo:

—Adelante, León. No es tiempo de titubeos.

—Pero no he completado aún mi investigación —protesté. Había decidido ser un fantasma porque esa ocupación tiene como beneficio secundario la posibilidad de leer el pensamiento, conocer la verdad del pasado de la gente, ver a través de los muros, estar en muchos sitios a la vez, conocer en profundidad cómo esta o aquella situación ha llegado a tener determinada estructura, y acceder a todo conocimiento humano—. Padre —dije—, concédeme cinco años más.

—¡Cinco años! —exclamó. Se burló de mí recordándome los tres convenios previos que había hecho con él—: «Sólo un día más, papá.» «Sólo un mes más, papi.» «Sólo seis meses más, papaíto.»

—¡Pero estoy aprendiendo tanto acerca de lo que es la vida, cómo funciona en realidad, cuál es su verdadero significado! —dije.

—No me mientas —dijo—. ¿Te has mentido alguna vez a ti mismo?

—No, señor —dije.

—Entonces no me mientas a mí —dijo.

—¿Eres un dios ahora? —le pregunté.

—No —dijo—. Aún no soy nada más que tu padre León, pero no me mientas. A pesar de todo lo que escuchas a escondidas, no has acumulado otra cosa que información. Lo mismo daría que fueras un coleccionista de cromos de jugadores de baseball o de tapas de botellas. Por el sentido que encuentras en toda esa información de que ahora dispones, lo mismo daría que fueras Mandarax.

—Sólo cinco años más, papaíto, papi, padre, papá —dije.

—Ese tiempo no basta para aprender lo que esperas aprender —dijo—. Y es por eso, hijo, que te doy mi palabra de honor: si me desairas ahora, no volveré en un millón de años.

»¡León, León, León! —imploró—. Cuanto más aprendas acerca de la gente, tanto mayor será tu disgusto. Habría creído que el hecho de que los hombres supuestamente más sabios de tu país te hubieran enviado a luchar en una guerra incesante, despiadada, horripilante, y en última instancia sin sentido, te habría dado suficiente comprensión de la naturaleza humana como para que te durara toda la eternidad.

»¿Es preciso que te diga que esos mismos maravillosos animales de los que aparentemente quieres saber más y más, están en este momento tan orgullosos como Punch por tener armas preparadas para dispararse en cualquier momento, con la garantía de matarlo todo?

»¿Es preciso que te diga que este planeta otrora hermoso y nutritivo cuando se lo miraba desde el aire parece ahora los órganos enfermos del pobre Roy Hepburn expuestos en la autopsia, y que los cánceres visibles que crecen por el gusto de crecer, y que lo consumen y lo envenenan todo, son las ciudades de tu amada humanidad?

»¿Es preciso que te diga que estos animales han hecho tantas chapucerías que ya no pueden imaginar una vida decente ni siquiera para sus propios nietos, y que considerarían un milagro que quedara algo que comer o disfrutar en el año dos mil, para el que ahora sólo faltan catorce años?

»Como los pasajeros de este maldito barco, hijo mío, son conducidos por capitanes que no tienen cartas ni brújulas, y que minuto a minuto no se ocupan de problema más sustancial que proteger su amor propio.»

• • •

Como mientras vivía, le hacía falta afeitarse. Como mientras vivía, estaba pálido y demacrado. Y un motivo, sin duda, por el que me era difícil dar otro paso hacia él, era que no me gustaba.

Me había escapado de casa a los dieciséis años porque me avergonzaba tanto de mi padre.

Si en lugar de mi padre hubiera habido un ángel a la boca del túnel azul, quizá me habría metido en él de un salto.

• • •

James Wait había escapado de casa porque la gente lo castigaba todo el tiempo. No habría sido muy diferente si hubiera escapado de las manos de la Inquisición española, tan ingeniosas eran las torturas que los voluminosos cerebros de los padres adoptivos concebían para él. Yo escapé de un padre real que nunca me había levantado la mano.

Pero cuando yo era demasiado joven como para entenderlo, mi padre me utilizó como cómplice con el propósito de alejar a mi madre para siempre.

Hacía que junto con él me mofara de mi madre cuando ella quería viajar a algún sitio, hacerse de amigos o invitarlos a cenar, ir alguna vez al cine o a un restaurante. Yo estaba de acuerdo con mi padre. Entonces yo creía que él era el escritor más grande del mundo; y yo en verdad no conocía otra cosa de la que pudiera sentirme orgulloso. No teníamos amigos —la nuestra era la casa más deteriorada del vecindario—, y ni siquiera televisor o automóvil. ¿Por qué entonces no habría de defenderlo contra mi madre? De cualquier modo es preciso reconocer que él jamás sugirió que fuera un gran escritor. Cuando mi juicio no era maduro, sin embargo, yo admiraba su insistencia en no hacer otra cosa que escribir y fumar todo el tiempo… y digo bien, todo el tiempo.

Oh, sí, y había otra cosa de la que creía que podía enorgullecerme, y que por cierto contaba mucho en Cohoes: mi padre había estado en la Marina.

Cuando tuve dieciséis años, sin embargo, yo mismo llegué a la conclusión a la que mi madre y los vecinos habían llegado tanto tiempo atrás: que mi padre era un repelente fracasado, que su obra aparecía sólo en las editoriales y revistas de más baja reputación y que no le pagaban casi nada. Era un insulto a la vida misma, pensé, cuando siguió utilizándola nada más que para escribir y fumar todo el tiempo, y digo bien, todo el tiempo.

Por ese entonces yo tenía cero en todas las asignaturas excepto en arte. Nadie tenía cero en arte en la escuela secundaria de Cohoes. Eso era sencillamente imposible. Y huí en busca de mi madre, a la que nunca encontré.

Mi padre había publicado más de cien libros y un millar de cuentos, pero en todos mis viajes sólo encontré a una persona que hubiera oído de él. Semejante encuentro después de una búsqueda tan larga, me confundió de tal modo emocionalmente que creo que estuve loco por un tiempo.

Nunca telefoneaba a mi padre, ni siquiera le enviaba una postal, y sólo supe que había muerto cuando morí yo mismo, y él apareció por primera vez en la boca del túnel azul que conduce al Más Allá.

No obstante yo lo había respetado por lo único que —pensaba yo— él podía aún sentirse orgulloso: también yo había estado en la Marina de los Estados Unidos. Era una tradición de familia.

Y vaya si no me he convertido también yo en escritor, garabateando como mi padre, sin el menor indicio de que pueda haber un lector en sitio alguno. No lo hay. No puede haberlo.

• • •

De modo que los dos habíamos sido como los pájaros bobos de patas azules, hacíamos lo que teníamos que hacer, con testigos o sin ellos; y esto último era lo más probable.

• • •

Entonces mi padre me dijo desde la boca del túnel:

—Eres como tu madre.

—¿En qué sentido? —pregunté.

—¿Sabes cuál era su cita favorita? —dijo.

Por cierto que yo la sabía, y también la sabía Mandarax. Es el epígrafe de este libro.

• • •

—Crees que los seres humanos son animales bondadosos, que terminarán por resolver todos sus problemas y que harán otra vez de la Tierra un Jardín del Edén.

—¿Puedo verla, por favor? —dije. Sabía que ella estaba en algún sitio al otro extremo del túnel, sabía que estaba muerta. Eso fue lo primero que le pregunté a mi padre después de haber muerto yo mismo—: ¿Sabes qué ha sido de mamá?

La había buscado por todas partes antes de ingresar en la Marina de los Estados Unidos.

—¿Es mamá la que está detrás de ti? —pregunté. El túnel azul se retorcía en una inquieta peristalsis. Las contorsiones me permitían a menudo atisbar profundamente dentro de él. Vi a esa mujer allí la tercera vez que papá apareció, y pensé que quizá fuera mi madre, pero no tuve tanta suerte.

—Soy Naomi Tharp, León —me dijo la mujer. Era la vecina que, por un corto tiempo después de la partida de mi verdadera madre, hizo lo que pudo por reemplazarla—. Soy la señora Tharp —llamó—. Me recuerdas, ¿no es cierto, León? Ven, entra, como cuando entrabas en mi casa por la puerta de la cocina. Sé un buen chico. No querrás quedarte ahí afuera un millón de años más.

Avancé otro paso hacia la boca del túnel. El
Bahía de Darwin
se convirtió en una fantasía de telarañas. El túnel se convirtió en un medio de transporte tan sustancial y adecuado como el tranvía de Malmö que solía llevarme al astillero y traerme de vuelta cada día.

Pero entonces, detrás de mí, desde la cofa del
Bahía de Darwin,
escuché el oscuro fantasma que era Mary ahora: gritaba algo una y otra vez. Me pareció que pasaba por alguna especie de agonía. No entendía lo que gritaba, pero el tono habría sido el adecuado si le hubieran disparado un tiro en el estómago.

Tenía que enterarme de lo que decía y por lo tanto di dos pasos atrás, y luego me volví y la miré allá arriba. Estaba sollozando, estaba riendo. Se había inclinado sobre el borde del cubo de acero, de modo que tenía la cabeza al revés cuando le gritó al capitán que estaba en el puente:

—¡Tierra, tierra! ¡Alabado sea Dios! ¡Dios querido! ¡Tierra, tierra!

8

Fue Santa Rosalía lo que vio Mary Hepburn. El capitán, por supuesto, acercó el barco enseguida con la esperanza de encontrar gente que la habitara, o cuando menos animales que él y los demás pudieran cocinar y comer. Faltaba decidir si me quedaría allí a ver qué pasaba. El precio que yo tendría que pagar por satisfacer mi curiosidad acerca del destino de los pasajeros no era nada ambiguo: tener que merodear por la Tierra, sin oportunidad de libertad condicional, durante un millón de años.

Lo decidió por mí Mary Hepburn, «la señora Flemming», cuya alegría en la cofa del mástil sostuvo mi atención durante tanto tiempo que cuando me volví hacia el túnel, el túnel había desaparecido.

• • •

He completado ya esa sentencia de un millar de milenios. He pagado plenamente la deuda que tenía con la sociedad o lo que fuere. Puedo esperar que en cualquier momento aparezca el túnel azul. Por supuesto, saltaré dentro de él de muy buen grado. Ya no ocurre nada aquí que yo no haya visto u oído antes, muchas veces. Nadie, por cierto, va a componer la Novena Sinfonía de Beethoven… o decir una mentira, o iniciar una Tercera Guerra Mundial.

Mi madre estaba en lo cierto: aun en los días más oscuros hay esperanzas para la humanidad.

• • •

Un primero de diciembre de 1986, un lunes por la tarde, el capitán Adolf von Kleist, cuyo barco no tenía un ancla que sirviera, varó intencionalmente el
Bahía de Darwin
en un bajío de lava, cerca de la costa. Creía que podría librarse por sí mismo, como lo había hecho en Guayaquil, cuando fuera tiempo de volver a navegar.

¿Cuándo se disponía el capitán a volver a navegar? Tan pronto como la despensa estuviera llena de huevos, pájaros bobos, iguanas, pingüinos y cangrejos, y cualquier otra cosa que fuera comestible y fácil de atrapar. Cuando la reserva de alimentos fuese equiparable a las reservas de combustible y agua, podría volver tranquilamente al continente y buscar algún puerto pacífico. Redescubriría el continente sudamericano.

Apagó los motores, que habían sido siempre fieles, pero que ya no lo serían. Por razones que nunca entendió, no volverían a ponerse en marcha.

Esto significaba que las hornallas, los hornos y los refrigeradores dejarían de funcionar también, tan pronto como se gastaran las baterías.

• • •

Había todavía diez metros de amarra de popa, de cordón umbilical de nylon blanco enrollado a una cornamusa en la cubierta principal. El capitán hizo unos nudos y luego él y Mary bajaron por la cuerda, y vadearon el bajío hacia la costa para buscar huevos, y matar animales inferiores que no les tuvieran miedo. Como bolsas de almacenaje, utilizarían la blusa de Mary y la camisa nueva de James Wait, que todavía conservaba el rótulo con el precio.

Retorcieron el pescuezo a los pájaros bobos. Atraparon iguanas de tierra por la cola y luego las golpearon contra las piedras negras hasta matarlas. Y fue durante esta carnicería que Mary se arañó, y un audaz pinzón vampiro probó un primer sorbo de sangre humana.

• • •

Los matarifes dejaron en paz a las iguanas marinas, creyéndolas incomestibles. Pasarían dos años antes que descubrieran que las algas parcialmente digeridas en el estómago de estas criaturas no sólo eran un sabroso plato caliente precocinado, sino también un remedio para las deficiencias de vitaminas y minerales que habían padecido hasta entonces. Algunas personas, además, digerían mejor que otras este puré, por lo que tenían un aspecto más saludable, y eran más atractivos como compañeros de sexo. De modo que la Ley de Selección Natural puso manos a la obra con el resultado de que un millón de años más tarde los seres humanos pueden digerir las algas por sí mismos, sin intervención de las iguanas marinas, a las que dejan en paz.

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