Asentí.
—Soy raro. Conduzco muy bien.
Con una mano en el volante saqué la botella de "peppermint" de la guantera, le di un tiento y la devolví a su sitio sin pasársela, que bastante cargada iba ya. Aquello la enfadó. Puso el otro seno al descubierto.
—¿Le gusta más este otro, tío raro?
—Visto uno, visto los dos —respondí, mordaz.
Se los acarició pensativamente.
—Dicen que son los mejores senos de California...
Como se estaba poniendo pelma decidí molestarla.
—Serán los que no han visto los de nuestra común amiga Tatiana.
Reaccionó como si una avispa le hubiera picado en la vulva.
—¡Tatiana es
viejísima
! ¡Lo menos tiene tres años
más que yo!
Eso en las tetas se nota mucho.
Pero acusó el golpe. Guardó las tetas y guardó silencio hasta que llegamos a su residencia. Entonces volvió a hablar:
—No crea que soy una desagradecida, asegurador de pacotilla. Me ha librado de pasar la noche entre rejas. Como recompensa estoy dispuesta a concederle tres deseos.
Me abstuve de preguntar si para alcanzarlos habría de hacer la ranita, la gallinita y el burrito, aunque habría sido todo un golpe.
—De acuerdo —dije mientras caminábamos por el césped— Primer deseo: olvídese de Eddie; segundo deseo: ponga tierra entre Clyde y usted; tercer deseo: déjeme charlar con su doncella.
Mis palabras se filtraron trabajosamente en su cerebro invadido por los vapores del alcohol. Se paró, enfrentándome con el ceño fruncido.
—¿En qué trabaja? ¿Qué es lo que sabe usted, Flower?
—Trabajo en lo que sale y sé lo que saben dos o tres personas y nadie más debe saber.
Su estado no era el más apropiado para aquella clase de sutilezas. Lo dejó correr. Habló con ligereza:
—¿No tiene otros deseos?
—Los tengo —reconocí—. Pero me los aguanto.
Nos recibió un mayordomo con los ojos cargados de sueño y el cuerpo cargado de años, que no en balde eran las tres de la madrugada pasadas. Con él no había riesgo de que Berenice sufriera tentaciones eróticas a no ser que entre sus aberraciones se contara la gerontofilia. Le despidió en tono adusto y me hizo acompañarla a sus habitaciones. Antes de decirnos adiós indicó que la de su criada se hallaba en el piso superior, justo encima de la suya, y que si cuando acabara se me ocurría un cuarto deseo me estaría aguardando.
Subí las escaleras y llamé a la puerta quedamente. Azalea había dicho que la buscara cuando tuviera un rato, yo estaba de buen humor y tenía un rato. Nadie contestó. Giré el pomo con cuidado. El perfume a espliego me envolvió. Encendí la luz. El cuarto estaba vacío y la cama perfectamente hecha, sin descubrir.
Pasé al interior, cerrando detrás de mí. Se trataba de un recinto pequeño en aquella casa de espacios inmensos, lo que denunciaba el racismo social del arquitecto que había dedicado superficies enormes para los señores y al servicio lo confinaba en celdas monacales. El techo abuhardillado poseía cierto encanto. Las paredes estaban insólitamente decoradas con estampas prendidas con chinchetas, representando modelos femeninas y "starlets" sin ropa sacadas de calendarios soeces y revistas atrevidas, como las que se suelen encontrar en los despachos de los gerentes de clubs nocturnos o en los talleres de reparación de automóviles.
En la mesilla de noche había una caja de puros finos y delgados y en el cenicero la colilla de uno a medio consumir. Al lado una agenda de direcciones telefónicas.
Curioseé el armario empotrado encontrando dos sencillos trajes de calle, una trinchera impermeable, una colección de zapatos de tacón alto y media docena de uniformes planchados, uno de ellos de lujoso satén. No miré los cajones de ropa interior porque para qué, volviendo la atención a la agenda.
La mayoría de los teléfonos anotados correspondían a direcciones tales como lavanderías, colmados, peluquerías, casas de modas y cuanto se supone que puede aparecer en la agenda profesional de la doncella de una señorita joven. Sólo atrajo mi atención un número trazado en grandes caracteres, en hoja independiente muy manoseada indicando su repetida consulta, sin la menor referencia. Por lo que pudiera ser, lo anoté.
Di un último vistazo y me dispuse a marchar. Entonces oí acercarse unas pisadas sigilosas. Apagué la lámpara y me adosé junto al quicio de la puerta.
Alguien se detuvo al otro lado, arañando la madera y susurrando palabras ininteligibles. A continuación accionó el tirador y una mano tanteó hasta dar con la mía. Me sentí agarrado con brusquedad, abrazado y besuqueado, frotado contra una mejilla rasposa, mientras su dueño murmuraba:
—¡Oh, amor mío!
Lancé un grito histérico. Un tío feo de cabellos rojos y despeinados y pijama a rayas, con la nariz desviada, me tenía bien sujeto. Por el parecido remoto con Clyde Stradivarius adiviné que se trataba de su hermano Stephen.
—¡Usted no es Azalea! —exclamó, iracundo.
De los otros cuartos salía gente alarmada por mi alarido. Vi a Haste, con los hocicos hinchados, muy mono con su pijama azul cobalto, a dos mujeres en bata, que debían ser las cocineras, y a Kristine Kleinman, con un camisón transparente que le llegaba a medio muslo. Coxe no la había entretenido demasiado.
—¡Desde luego que no soy Azalea! —respondí muy digno.
—¡Dígame lo que hacía en su cuarto! —gruñó Stephen sin soltarme.
—¡No me da la gana! —me desasí.
Fui hacia las escaleras.
—No es lo que ustedes piensan —dije al pasar por delante de los sirvientes que me habían visto abrazado a Stephen. —Se trata de un malentendido.
Con la mayor presencia de ánimo abandoné la residencia Stradivarius. Al pasar ante la puerta de Berenice me llegaron sus acompasados ronquidos.
Nadie se atrevió a cerrarme el paso.
Amanecí con bolsas horrorosas bajo los ojos, que me conferían un aire mayor y gastado, y la Neura instalada en los sesos. De pronto me sentía ratón atrapado en la caja experimental de un investigador sádico que va dándote descargas eléctricas para que averigües el camino que quiere que sigas, al final del cual tendrás una golosina como premio y él se llenará de contento diciendo a sus ligues que ha determinado tu coeficiente de inteligencia ratonil. Sin importarle nada más. Sin importarle el ratón. Sin importarle el ratón que quedó con el cuerpo lacerado y jodido.
La caja experimental era el caso Stradivarius y el investigador loco la sociedad que me empujaba de un lado a otro, descubriendo un tío que se quería tirar a su hermana, o una hermana que alcanzaba la cima de la excitación si un "gángster" le tocaba los pezones y le sacaba los mocos.
En una mañana de primavera, dura y gris, me sorprendía de nuevo inundado por la Soledad, odiando al coronel Huston Orrin Stradivarius, sus condecoraciones estúpidas y su estúpida silla de ruedas. Odiaba a sus hijos, a la señorita Wise, a Kristine Kleinman y a Haste, el chófer que se dejaba reventar las narices por un gordo con pistola. Lo único positivo de las últimas jornadas fue el momento en que la doncella me puso el culo en las rodillas. Por un instante había habido un inexplicado optimismo en mi persona y música en el ambiente que me envolvía.
Planeé, para alejar la Neura, olvidar por un día el trabajo y dedicarlo a la chavalona que me hiciera sentir emociones nuevas, enterándome como había pasado la noche. El número telefónico anotado en una página sobada de su agenda era un punto de partida.
Llamé a la compañía de teléfonos.
—¡Habla el sargento Coxe, de Homicidios, Pasadena! ¡Necesito saber el nombre del abonado de cierto número!
La telefonista contestó que la petición no era regular y que había que hablar con la celadora, el jefe de servicios, el jefe de día, el gerente de turno, el consejo de accionistas y el presidente de los Estados Unidos.
—¡Al diablo con todos! —gruñí tan grosero como sólo puede serlo un policía auténtico—. ¡Siga obstruyendo la labor de la justicia y antes de que termine su jornada sabrá lo que cuesta un peine!
Sin buenos modos se llega muy lejos. Hubo cuchicheos al otro lado del hilo, me pidió el número en cuestión y en menos de un minuto tenía una dirección en Santa Mónica y el nombre de algo llamado Templo de Cleis.
Dejé la Neura en la oficina que se las compusiera como pudiese y llegué a Santa Mónica antes del almuerzo.
El Templo de Cleis era un caserón perdido en las colinas, con amplio espacio delante aplanado por las apisonadoras, cercado con alambre de espino. Estaba semicubierto de andamios porque andaban en obras de ampliación y la fachada aparecía sustituida parcialmente por una fábrica de sillería que le otorgaba cierto parecido con una catedral gótica. Medio centenar de obreros se afanaba como hormiguitas industriosas y las mezcladoras de cemento escoñaban con su estruendo la paz campestre. De la vista de los enormes bloques de piedra tallada a mano que descargaban los camiones se infería que en la obra corría el dinero a caño libre.
Me acerqué a un tipo con casco, de brazos nervudos y pinta de capataz, porque era el único que no daba golpe liando un pitillo a la sombra, y le enseñé diez dólares.
—¿De qué se trata, jefe? —pregunté señalando con el pulgar las hormiguitas atareadas.
Atrapó los dos billetes con la habilidad de quien coge una mosca al vuelo, los introdujo en el bolsillo posterior del pantalón y volvió a la artesanía del tabaco.
—De la habitual chifladura de los desgraciados de siempre: estamos construyendo algo que dejará tamañita a la Basílica de San Pedro.
—Por el precio que he pagado podría contarme quién paga...
Se encogió de hombros dando a entender que ni lo sabía, ni le importaba.
—Sólo puedo decirle que nuestras órdenes son concisas; trabajo acelerado y antes de las cinco, todos a casa. No quedamos ninguno. Ni un guarda. Los del Templo se encargan de la vigilancia nocturna. Creo que también entonces montan su "show" pero no me haga demasiado caso. Cobramos por no ser curiosos.
Con un gesto inquirí si podía acercarme al caserón.
—Adelante, amigo —empezó a chupar su obra de arte—. Usted es mi invitado.
La parte de la fachada que aún estaba intacta aparecía alegre en el día gris. Había rosas blancas trepadoras, macizos de pensamientos y begonias aterciopeladas que flanqueaban la entrada. En la pesada puerta de roble, un cartel clavado. Leí:
GRAN TEMPLO DE CLEIS.
LA LIBERACIÓN POR EL AMOR NUEVO. LA CLAVE DE LA CONCIENCIA VITAL. NO TE EXTRAVÍES
EN EL DÉDALO DE LAS PASIONES DEL MACHO
TODOS LOS DÍAS: CHARLA DE ORIENTACIÓN CON INVOCACIÓN A LA AMANTE UNIVERSAL. NO FALTES, MUJER.
RIGUROSAMENTE PROHIBIDA LA ASISTENCIA A LOS CABALLEROS.
Un cartel más pequeño avisaba:
LOS LUNES, CERRADO POR DESCANSO DE LA COMPAÑÍA.
En la carretera acababa de hacer su aparición un vendedor de salchichas, con una camioneta blanca y roja, chaquetilla blanca, delantal rojo y gorrito del mismo color. "¡Ricas salchichas! —voceaba—. ¡Lo mejor para acallar el ruido de las tripas, chicos!".
Caminé hacia él pensando que acababa de topar con uno de tantos cultos seudorreligiosos que proliferan a este lado del Pacífico. Como muchos de los afincados en Los Ángeles proceden de Iowa y Kansas hay una fuerte tendencia puritana que se desahoga con la permisibilidad de chifladuras de iluminados y hasta prácticas de brujería. A lo mejor la joven Azalea simpatizaba con la secta. Si su señorita frecuentaba los hurgaderos chinos era lo menos que cabía esperar de la criada.
—¡Eh, camarada! —me llamó el vendedor ambulante—. No se marche sin probar una de mis salchichas. ¡Cosa buena, camarada!
Llegué a la camioneta y le di un dólar. Pinchó con un largo tenedor una de las piezas que se asaban sobre las brasas, la introdujo en un pan poroso envuelta en una hoja de lechuga, me la tendió, y se quedó con el cambio.
—Buen negocio... —dije por los trabajadores que miraban en nuestra dirección ansiosos de que el silbato del capataz les permitiese aproximarse a acallar el hambre.
—Podría ser mejor si me dejaran venir por las noches. Lástima que sean tan rígidas.
—¿Qué ocurre? ¿Tienen algo contra sus salchichas?
—¿No ha leído el cartel, camarada? ¡Rigurosamente prohibido a los hombres!
Contesté que me había empapado del letrero, pero que no comprendía lo que quería decir. Sus pequeños labios se estiraron en una mueca.
—Cada noche se reúnen cientos de chavalas y entonan himnos. Luego vuelven por donde han venido, excepto unas pocas que pasan la noche en el caserón. Traté de acercarme con la camioneta un día y me volaron el gorro de un balazo.
Comí la salchicha sin decir palabra, que no soy de los que hablan con la boca llena. El salchichero añadió en plan venenoso:
—¡El dinero que ganan con el Templo! No hay más que ver lo que se invierte en obras. Y los pobres, sin poder lucrarnos.
Sugerí que pusiera una vendedora.
—Ya lo hice. Encargué a mi novia del trabajo. Pero la convirtieron al culto, me abandonó por ser tío y les regaló las salchichas. Menos mal que no les dio la camioneta... Perdí más de doscientos pavos.
El silbato anunció un alto para los constructores de basílicas. Echaron a correr hacia donde nos encontrábamos y yo me despedí del vendedor con un plan bullendo bajo el sombrero, que la curiosidad de Flower es cosa mala cuando se dispara, lo prometo.
El plan combinaba la obligación con la devoción. Me fui de tiendas al Paseo Marítimo, pasando una tarde como hacía tiempo no recordaba. Una tarde loca, loca, palabra.
En la primera tienda adquirí una falda acampanada en tonos almendra amarga de mi medida, con una blusa de organdí que era un sueño, junto con un abriguito de entretiempo que no me lo había hecho mejor mi modista. Cuando me lo probé todo a la dependienta se le abrió la boca hasta mostrar las amígdalas, pero a mí no me importó. En la siguiente adquirí un sujetador de mi talla, braguitas de encaje que hubieran avergonzado a Triple M. por lo ridículas que le quedaban las suyas, medias de seda tostada, que para una vez que me ponía no iba a usar nilón y un liguero vaporoso. A todo ello añadí la combinación correspondiente con encajes en la parte de arriba.
Los zapatos de tacón me dieron más guerra porque los que me gustaban me quedaban pequeños, pero con paciencia y tesón logré conseguirlos. Añadí a ellos un bolso que era un suspiro, y pasé a una perfumería donde me hice con una peluca castaña, pestañas postizas, maquillaje, esmalte para las uñas, lápiz labial y esencia, todo de Elizabeth Arden.