Cuando ambos alcanzaron una trompa razonable dejaron la barra y se perdieron rumbo a la ruleta.
Se deslizó una hora con la parsimonia de una procesión.
Al cabo de ese tiempo reapareció mi pareja. Eddie se mostraba satisfecho y la chica rebosaba sábanas de a mil. No podía cerrar el bolso de mano, de tan repleto y hasta llevaba un fajo enrollado entre los senos, allí donde las mejicanas suelen lucir un clavel perfumado. La señorita Wise no me había engañado respecto a la procedencia del dinero de Berenice.
Fueron hacia la salida mientras el portero hacía venir el "Mercury" de Morningstar. Un matón abrió la puerta a Berenice, que subió. Eddie se demoró impartiendo órdenes al matón. Un "Cadillac" coca-cola se puso junto al "Mercury", permaneció emparejado con él menos de un minuto y luego partió.
Eddie despidió al matón, yendo a ocupar el volante. Dio una ojeada al interior y retrocedió con asombro. Se pasó la mano por la torta facial y miró primero otra vez al coche y luego a la desierta calle. La rabia le congestionó. Se puso a dar saltitos blandiendo el puño amenazador, como un personaje de Mack Sennet acabado de burlar. O mucho me equivocaba, o mi perseguida, con su peculiar sentido del humor, había pasado al "Cadillac" escabulléndosele bajo sus mismas papadas.
Hice como si hubiera llego al límite de mis libaciones, dejé dinero junto a la botella y salí pasando junto a Fatty que no dejaba de dar brincos y emitía los sonidos característicos de un volcán a punto de entrar en erupción.
Con pasos fingidamente inciertos me fui hacia mi Sedán y di la vuelta a la llave de contacto.
Se imponía llegar cuanto antes a la calle Ventura y ver qué era lo que había querido dar a entender la señorita Wise con su sugerencia.
Las llaves que me proporcionara resultaron muy útiles. Me introduje en el bufete desierto utilizando la linterna de bolsillo, indispensable en el equipo de todo detective que se precie. Localicé el gran armario que había visto en mi visita anterior, adosado a una de las paredes. Estaba cerrado con un pasador y al descorrerlo comprobé que se encontraba abarrotado de legajos. Con la habilidad que me caracteriza los apilé debidamente a los lados de manera que en el centro quedara el hueco suficiente para albergar una persona de mi tamaño. Me introduje en el hueco dejando una rendija para atisbar si es que llegaba a suceder algo en aquel recinto, y me quedé en una posición incómoda, sin espacio para mover un dedo, pero uno está hecho a las incomodidades cuando se pone en campaña.
No tardó en iluminarse la estancia. Primero entró Berenice. Tras ella, su hermano Clyde. Reían como insensatos. Debían recordar todavía la jugarreta de que habían hecho objeto a Eddie Fatty Morningstar.
Clyde contempló con arrobo a la joven.
—¡Al fin solos! —exclamó con alborozo mientras yo me aguantaba las ganas de decirle que de solos, nada.
A continuación trató de abrazarla. Berenice se zafó, juguetona.
—Poco a poco, hermanito. Ponme una copa.
Clyde se quejó que ya estaba bastante achispada, pero como insistiera preparó el correspondiente par de
martinis.
A mí no me ofrecieron. Claro que ignoraban que les acompañaba.
Chocaron los cristales.
—Por nosotros —dijo Berenice.
—Por esta noche —dijo Clyde.
Bebieron. Berenice se despojó de la capa. Clyde empezó a desabrocharse los pantalones.
—¡Venga! —habló sofocándose—. ¡Manos a la obra!
—Un momento, querido —rió la chica, que se lo estaba pasando en grande—. No seas ansioso.
Clyde no le hizo caso, la abrazó y la besó en la boca a lo bestia. No se trataba de una caricia fraternal sino de un beso de lo más incestuoso, apoyando una mano en la cintura y buscándole con la otra las mamas.
Aquello era lo que la señorita Wise no había querido contar, prefiriendo que lo presenciara "in vivo". Aquello era lo que significaban las rosas rojas y la tarjeta en la que aparecía escrito
"Con amor y deseo"
y a lo que el letrado trató de restar importancia. Vaya panda de degenerados. Lo que tenía uno que tragarse por cincuenta cochinos machacantes.
Berenice se separó del abrazo, alejándole de un empellón.
—¡Así no, Clyde, o me marcho!
El abogado hizo pucheros, pareciendo un niño al que se le niega una golosina.
—Me has prometido que esta noche sería diferente...
Pese a su borrachera la joven se las arregló para dirigirle una mirada malvada.
—El que algo quiere, algo le cuesta.
El hijo de Huston Orrin se retorció los dedos con frenesí.
—¡Pídeme lo que quieras! ¡Por Dios, no me hagas sufrir más!
Berenice se lo pensó un momento, con mucho cachondeo.
—Desnúdate.
El bajito obedeció, despojándose de todo a excepción de los zapatos y los calcetines sostenidos por unas ligas ridículas. Su aspecto era de lo más grotesco. Berenice podía haberme hecho dichoso llevando a Arthur. Pues, no. El único hombre desnudo que me ofrecía a la vista era aquel engendro de la familia.
—Ahora la danza de los siete velos —ordenó, ruin, pegándole a la copa.
El caballero se puso a canturrear y a danzar como una Salomé calva, envuelto en la capa femenina. Correteaba acá y allá descubriendo ora un hombro, ora una rodilla. Por último la arrojó a un rincón exhibiéndose en pelota, con los brazos extendidos, como un artista. La Stradivarius aplaudió la representación, carcajeándose y dijo:
—Muy bien, precioso. Eso te da derecho a la satisfacción de un primer deseo. Ojo: un deseo pequeñito.
—¿Un deseo? ¿Un deseo?... —repitió Clyde ahogándose, por el ejercicio y por el deseo— ¡Quiero ver el sujetador que te he regalado!
—Sea —concedió Berenice, mayestáticamente borracha.
Se bajó parsimoniosamente los tirantes del vestido de gasa blanca. Despacito lo hizo descender hasta el talle y mostró un sostén malva con puntillas, que parecía incapaz de contener la avalancha de los globos pectorales.
De la garganta de su hermano escapó un ronquido agónico.
La niña, que disfrutaba con la situación como no pueden ustedes figurarse, hizo más: apoyó cada pulgar en los bordes superiores de las cazoletas, los empujó hacia abajo, y los pezones saltaron la barrera con un "¡ping!" claramente audible.
El semblante de Clyde daba pena. Estaba del color de la púrpura.
—¡Berenice! ¡Oh Berenice! —suspiró.
Y cayó de rodillas, agarrándola por las corvas al tiempo que hundía el rostro en su vientre. La beoda lo apartó con un rodillazo brutal.
—¡Basta, Clyde, no hagas que me enfade!
—¿Qué quieres ahora? —gimió.
—La ranita.
El letrado Stradivarius se resistía.
—¡La ranita! —repitió la chica, rabiosa.
El tipo se puso en cuclillas y comenzó a dar saltos por la alfombra, croando sin cesar, mientras la joven no perdía un detalle de la actuación. Al concluir declaró:
—No pareces sino un sapo, hermano, pero tienes derecho a un segundo deseo. ¿Cuál es?
—¡Quiero tocarte los pechos! —berreó.
—¿Uno o los dos?
—¡Los dos! ¡Los dos!
—Antes has de hacer la gallinita.
—¡Odio hacer la gallinita!
La Stradivarius dijo con dureza:
—¡Pues no hay teta!
Sabía que el bajito tragaría. Y vaya si tragó. Se agachó andando a dos patas, de forma bamboleante como las gallinas, cacareando: "¡Co-co-co-có! ¡Co-co-co-có!". Había que verlo así, con todas las cosas colgando.
Cuando se cansó de cacarear preguntó si era suficiente. Berenice reconoció que estaba mejor que lo de la rana y se despojó del sujetador.
—Adelante con el segundo deseo, pero sin manos —avisó.
El desgraciado enterró el rostro entre los senos inmensos, atrapando sucesivamente las puntas con los labios, como un bebé que llevara una semana en ayunas. La joven agarró aquella cabeza escasa de pelo y la apretó más contra el busto, los párpados entrecerrados y la boca entreabierta. Su respiración sonaba a locomotora asmática. Luego lo alejó con un golpe de pechos fortísimo.
—¡El tercer deseo! —gritó Clyde—. ¿Qué he de hacer para que me lo concedas?
—El burrito —gorjeó aquella asquerosa.
—El burrito, no, que te burlas.
—Si lo hacías muy bien cuando era pequeñita y querías que me riera... —susurró, melosa—. Anda, no seas malo, chiquitín.
El doctor en Leyes se puso en el suelo, sobre manos y rodillas, rebuznando como un perfecto pollino. Si los vecinos despertaban, llamarían a la policía por la instalación de un Arca de Noé en la finca.
—¿Cuál es el tercer deseo? —quiso saber Berenice, aunque lo sabía de sobras.
—¡Éste! —rugió el calvo.
Saltó sobre la chica, la levantó y la puso sobre la mesa del despacho. Le hundió otra vez la cara en la pechuga y a ciegas le subió las faldas. Berenice había acudido preparada para el evento puesto que no llevaba nada debajo. Clyde le separó las piernas, se metió entre ellas, y agarrándola por los delgados muslos la embistió con la cintura a ritmo creciente.
—Clyde, Clyde... —gangueó entre suspiros—; que entre hermanos esto no está bien...
—Era privilegio de faraones y monarcas hawaianos —contestó sordamente el bajito, demostrando que había estudiado el caso— ¡Y ahora es privilegio de los Stradivarius!
Iba a salir del armario para terminar con tanta guarrada, informándoles de que el coronel sería puesto al corriente de la clase de hijos que tenía, cuando las palabras de Berenice me detuvieron.
—Espera, cariño: antes, el payasito.
—¡Al carajo los payasitos! —bramó Clyde, sin cesar en los envites.
Berenice le golpeó con el puño entre las cejas, mandándolo contra la pared.
—¡El payasito, o te quedas sin postre!
El tío pareció que iba a asesinarla. Pero había llegado a un punto de excitación que era capaz de intentar el triple salto mortal sin red con tal de concluir lo que tenía al alcance de la mano tras una larga temporada de asedio. Y se puso a hacer el payasito.
Daba volteretas con la cabeza en el suelo, se jaleaba "Hale, hop" y volvía a dar más volteretas. A mitad de la segunda tanda de cabriolas, cuando no la observaba, Berenice saltó ágilmente de la mesa, agarró las ropas de su hermano riendo malévolamente, salió de la habitación y cerró con llave.
El infeliz tardó lo suyo en darse cuenta de que estaba más burlado que Morningstar, ya que al fin y al cabo a
Gordo
no le habían dado tanto cebo.
Arremetió contra la puerta con toda su alma, maldiciendo como un energúmeno, y para cuando se le ocurrió saltar la cerradura a silletazos, la chica ya debía estar en casa, entre las sábanas y durmiendo la mona.
Tardó un tiempo en sosegarse, al cabo del cual se cubrió con la capa de seda para marchar a su piso. Antes de irse arregló un poco la cerradura y miró si todo estaba en orden. Entonces reparó en mi escondrijo sin cerrar, por lo que me inmovilicé más de lo que estaba. Clyde Stradivarius se acercó, encajó las hojas y corrió el pasador.
Le oí abandonar el bufete. Empujé tanto como pude, que en mi situación no era mucho. El armario resultaba sólido y yo no me podía mover. Estaba tan atrapado como una sardina en su lata correspondiente. Tomé la situación con filosofía, y ya que no podía hacer otra cosa me dediqué a recapitular mi trabajo hasta que alguien llegara a liberarme.
La recapitulación resultaba cualquier cosa menos halagüeña: me había puesto a trabajar para un viejales que deseaba proteger la virtud de la hija pequeña para mayor honra familiar; pero en la familia el cabeza se buscaba una enfermera con lo que algunos podían calificar de carnes bien puestas, que yo no, y se las tentaba en cuanto tenía ocasión despreciando el riesgo de paro cardíaco que esa actividad implicaba para un hombre de su precaria salud; el hijo mayor era un fetichista de Senos y el mediano padecía fijación erótica por las doncellas exhibicionistas de culos esféricos; en la herencia genética de los Stradivarius debía existir algún tipo de predisposición a la aberración porque la hija pequeña se acostaba con chóferes, mayordomos, electricistas y en general con todo aquél que entraba en su área de influencia, y para mayor abundamiento de desviaciones, cuando el hermano mayor tenía tentaciones incestuosas, las animaba en lugar de rechazarlas previa actuación sádico-circense, colocándole como estímulo unas tetas más grandes que las Rocosas.
Tatiana Putain me había metido en aquel berenjenal de chiflados, mucho más conflictivo que el caso de divorcio anterior, puesto que andaba en él un "gángster" gordo y expeditivo que a poco que se mosquease iba a tirar de gatillo armado una zapatiesta que no podría detener yo, ni la policía de Los Ángeles, ni quien sabe si la Guardia Nacional.
Pensando si sería buena cosa pasar el caso al guarro de Marlowe devolviéndole la judiada que me gastó al recomendarme a la obsesa Triple M, me quedé dormido. De pie, porque no podía adoptar otra postura, más tieso que una momia en su sarcófago.
Me despertó el ruido de alguien trajinando en el despacho. Ignoraba el tiempo transcurrido porque estaba tan encajonado que no podía mirar la esfera luminosa de mi reloj.
Los pasos se acercaron hasta el armario y alguien manipuló el pasador de mi prisión. Se abrieron las puertas.
La luz de la mañana se filtraba a través de las persianas. Me encontré cara a cara con la señorita Wise, fresca y limpia, recién llegada al bufete para comenzar su jornada laboral.
Anquilosado por toda una noche en la misma posición no pude hacer otra cosa sino caer hacia adelante como un gigante de los bosques abatido por el hacha del leñador. Las pupilas de la señorita Wise se dilataron por el pánico, emitió un alarido terrorífico y se desmayó cuando me derrumbaba sobre su cuerpo.
Hube de permanecer un buen rato con la señorita Wise debajo, aunque me repugnara, que aunque simpática no dejaba de ser mujer, hasta que la sangre restableció su circulación normal y pude usar mis brazos y piernas.
No había nadie a parte de nosotros dos en el despacho. No acudió nadie a su grito. En la caída le había abollado todo el sostén maravilloso.
La dejé en la alfombra porque no tenía ánimos para nada, salí del edificio y me fui hacia Pepper Canyon.
Tomé un buen baño turco en el establecimiento de Jimmy Hill, en Pepper Canyon, y reconfortado y recompuesto en lo moral, que a mí me sientan fenómeno los baños turcos para desinfectar los posos espirituales que dejan los espectáculos de corrupción de gente de dinero con protagonista femenino, pasé a su diminuto salón de belleza a que me hiciera la cara mientras Fred, su nueva adquisición, se ocupaba de mis uñas. Fue un tratamiento sedante, con una conversación muy agradable, de modo que cuando salí, terso y hermoso, había tomado decisiones a la luz del día, más objetivas que las que se cavilan encerrado en un armario. Lo mejor era pasar informe a Huston Orrin y retirarse por el foro. Disponía del material suficiente para proporcionarle dolor de cabeza hasta el fin de sus días y razones sobradas para apartarme de un camino transitado por Eddie Fatty Morningstar. A mediodía telefonearía a su casa a la señorita Wise excusándome por el susto matutino, después vería al coronel, y fin.