Pero como dice el viejo adagio, Flower propone y Dios dispone. La conversación con la señorita Wise provocó la curiosidad, y a mí la curiosidad me pierde, lo prometo.
—Quería pedirle perdón... —empecé.
Me atajó.
—Le fue de mucha utilidad mi indicación de ayer, ¿no, Míster Flower?
—Figúrese. Resulta que...
Volvió a cortarme.
—Tengo otra para hoy. Convendrá que esta noche se dé una vuelta por "The Tigertail Lounge".
—No, señorita Wise. Mi propósito...
No había manera de hilvanar una frase completa. Me interrumpió otra vez. Todas las tías son iguales.
—Berenice visitó esta mañana al bufete. Clyde ha estado a punto de pegarle, que no sé que ocurriría ayer, ni me interesa; ella le ha acusado de carecer de sentido del humor, prometiendo compensarle con creces si la llevaba a cenar al restaurante que he mencionado, con lo cual el señor Stradivarius se ha convertido en mermelada.
Le expliqué que no me interesaba.
—Es que luego Berenice ha pasado a mi departamento y telefoneado a Morningstar sin importarle que la escuchara. Le ha citado en el mismo sitio sugiriendo burlar a su hermano y marcharse en su compañía.
No puede resistirme.
—Usted gana, señorita Wise. Iré.
A las ocho en punto estaba apostado estratégicamente frente a "The Tigertail Lounge". A las ocho y cinco llegaron Clyde y Berenice en el "Cadillac" que ya conocía. A las ocho y diez hacían el pedido al camarero. A las ocho quince estaban tomando los
martinis
de aperitivo, que el servicio del local es rápido, no como otros. A las ocho dieciocho Berenice dejaba la mesa, encaminándose al tocador. A las ocho y veinte salía de él, comprobaba que Clyde no miraba en su dirección y corría hacia la entrada donde acababa de llegar el "Mercury" plateado manejado por Morny, subía en él y se alejaban con una risotada que me llegó clara e indistinta. La Stradivarius tenía una pulsión a dejar a sus adoradores con la miel en los labios y los cuernos en la frente.
Fueron hasta "Santa Teresa Terrace" donde cenaron media docena de ostras y tres docenas de
martinis.
Después volvieron al "Mercury" poniendo proa hacia Manhattan Beach. Fuimos hasta el extremo Norte de la bahía y aparcaron en una cuesta, para caminar hacia unas construcciones aisladas, donde se encuentra el fumadero de opio de Shung Chu, lo rebasaron y llegaron a la casa siguiente. Yo les miraba de lejos, con el Sedán parado, sin atreverme a aventurarme más.
Bajo una luz tan pálida que hacía falta un telescopio para distinguirla, Berenice llamó con una señal convenida. Les dejaron paso libre.
Dudé un rato y al final me decidí. Llegué a la entrada insuficientemente iluminada y golpeé con el puño. Por un ventanuco me examinaron unos ojos orientales suspicaces.
—¿Qué pasa? —preguntó el propietario de los ojos orientales.
—Que quiero pasar.
—No le conozco, compañero.
—Soy de la banda de Morny. Debo ver al jefe.
La sospecha anidada bajo la frente huida.
—La contraseña —pidió.
—¿Te sirve esta? —dije; y le puse la detonadora en el entrecejo.
—Usted es de los de Fatty —reconoció—. Aguarde.
Cerró el ventanuco. Era un momento delicado. Si buscaba al gordo me vería en dificultades. Pero lo único que hizo fue descorrer los cerrojos. Me encontré con un chino con chaqueta arrugada, piel picada por las viruelas y orejas comidas por las ratas.
—No puedo guiarle, compañero —dijo—. Debo permanecer en el puesto, que esta noche hay mucha clientela. Busque usted mismo.
Era justo lo que deseaba. Contesté qué ya me las arreglaría, y me indicó con un ademán un pasillo tan poco iluminado como la entrada, que arrancaba después de un tramo de cinco escalones y se perdía en las entrañas de la casa. Comencé a recorrerlo.
A cada lado aparecían cuartos resguardados por cortinillas de bambú. Con la excusa de buscar a mi supuesto jefe atisbé en el primero. Se hallaba abarrotado de tapices del Celeste Imperio, tenía un par de banquetas y esteras de cáñamo en el suelo. Sobre una, sentado con las piernas cruzadas estilo hindú aparecía un conocido productor de Hollywood. Se dedicaba a explorarse la nariz con el índice y estaba tan concentrado como el pescador en alta mar, a punto de cobrar una pieza importante. Ni me vio.
Pasé al siguiente. Una pareja formada por un caballero en uniforme diplomático y una dama con vestido largo descansaba en un sofá de mimbre. Los dos habían hecho presa en el interior de las fosas nasales y tenían el semblante inundado de felicidad, recostados sobre cojines con dragones bordados a mano. La mujer se estremecía de forma sensual. En una mesilla de jade aparecía una bandeja de estaño, con varias pelotitas de moco convenientemente redondeadas. Había también una balanza de farmacéutico con el correspondiente juego de pesas que supuse serviría para comprobar el peso de la pelotita final formada con las pelotitas parciales de todo lo extraído.
El lugar tenía toda la apariencia de un fumadero de opio, pero no se trataba de eso, sino de algo mucho más sofisticado. Me había colado en un hurgadero de narices.
No experimenté asco sino admiración ante la explotación de un nuevo placer prohibido, al alcance de la gente con dinero. El sacarse mocos de la nariz puede ser más enervante que un trago de láudano o un pinchazo de heroína, y mucho menos peligroso. Como la sociedad puritana repudia tal deporte y no se puede practicar sino que a uno le afeen la conducta, el ingenio del hampa había llevado a la instalación del hurgadero chino, donde quien tuviese los dólares suficientes contaba con la garantía de sacarse los mocos durante el tiempo que le diera la gana sin riesgo de ser molestado, y la seguridad de encontrar compañeros de vicio con los que compartir las extracciones.
Hecha la comprobación de la naturaleza del lugar en que me hallaba recorrí el pasillo hasta el final, antes de continuar la búsqueda de Fatty y su compañera.
Una ventana daba a un jardín enorme, con setos en forma de laberinto que se perdían en lontananza. El jardín estaba desierto. Terminado el reconocimiento del camino de retirada para una posible emergencia porque uno es así de estratega cuando se pone a funcionar, volví al cotilleo de los cuartos en que los ocupantes andaban en diversas fases de los trances moconasales, hasta dar con lo que buscaba.
Eddie y Berenice estaban despatarrados sobre las esteras. Fatty parecía una montaña de carne en esmoquin. La chica era una planicie con dos cúspides de tetas, vestida con pantalones naranjada brillante muy ceñidos y zapatos con tacón de cuña.
Gordo
tenía extendido el brazo izquierdo sobre el que reposaba la cabeza de la joven. El pecho derecho de Miss Stradivarius estaba fuera de su blusa limón, erguido como una cumbre rosada. La mano izquierda del jugador descansaba sobre él, masajeándole con el índice y el pulgar un pezón tieso como el rabo de un perro de muestra. Con los mismos dedos de la otra mano moldeaba la pelotita correspondiente recién pescada en sus narices. Berenice se agitaba con convulsiones epilépticas porque su moco se le resistía.
El desprecio hacia Berenice me asaltó a oleadas. Además de borracha, jugadora, incestuosa y puta, se drogaba a base de mocos. Me sentí mal por el espectáculo y por la peste a
martinis
que hacían. Fui hacia la ventana en busca de aire puro. Respiré a pleno pulmón durante un rato, cuando reparé en dos linternas que se movían indecisas por el sur del laberinto. Como si un timbre de alarma se me hubiera puesto a sonar en la cabeza corrí hacia el cuarto de marras. Al mismo tiempo alguien se puso a golpear sin miramientos en la entrada. El chino gritó:
"¡Policía! ¡Policía!".
Ahora Eddie estaba muy próximo al orgasmo, caído sobre la pechuga de Berenice, con los dedos en las narices de ella.
—¡Pronto! —grité—. ¡Síganme y nada de preguntas!
Fatty reaccionó con los reflejos de un auténtico profesional. Se incorporó de un salto, increíble en un hombre de su peso, y esgrimió una automática más grande que su mano. Tiré del brazo de Berenice arrastrándola hacia el fondo del pasillo. El pasillo se llenaba de personas que se atropellaban como ovejas asustadas.
Les señalé el laberinto forestal.
—¡Salten y vayan siempre hacia el Norte! ¡Yo entretendré a los polis!
Eddie me dirigió una mirada penetrante que jamás olvidaría. Sin decir ni media enfundó el pistolón, agarró a Berenice que todavía no se había enterado de qué iba aquella guerra y la tiró por la ventana. Él saltó detrás.
Me fui hacia la barahúnda, donde agentes uniformados esposaban a los adictos. Me alegré al reconocer al sargento Coxe al frente de las tropas de asalto.
—¡Hombre, Keenan! —saludé en plan campechano—. ¿Qué hace un hombre de Homicidios por estos pagos?
Me examinó con suspicacia.
—Ha llegado a la Central el soplo de que funcionaba este nuevo antro, y como me hallaba libre he dirigido la redada. ¿Y usted, Flower? No me dirá que
también
se dedica a esto...
No me gustó lo que aquél
también
llevaba implícito. Por ello contesté con cierto desabrimiento:
—¡Yo no tengo tiempo para hurgarme las narices, ni para rascarme la tripa! Si no se fía, examine mis narices.
Como estábamos en un hurgadero oriental le conté el cuento chino de que una pista del atentado de Clyde Stradivarius me había llevado hasta el antro, con resultados negativos.
El voluminoso Coxe parecía con la atención lejos de allí. Se tragó la bola como se hubiera tragado la historia de Caperucita, y pasamos al exterior, caminando hacia los coches-patrulla. Los nasoadictos iban subiendo al furgón celular. Alguno gritaba que quería hablar con su abogado y los agentes les empujaban sin miramientos, replicando que se lo dijeran al comisario llegada la hora.
El sargento me tomó del codo llevándome hacia su coche con gran animación.
—Ahí está la que ha dado el soplo. ¡Verá qué pieza, Flower!
Del automóvil policial asomó una mujer al oír que nos acercábamos. Apareció una cabeza rubia y se escondió prestamente, no tan rápida como para evitar que la reconociera. Apoyé el pie en el estribo y dije con zumba:
—¡Vaya, vaya, Miss Kleinman, qué agradable sorpresa! ¿Usted por aquí?
La enfermera del coronel dijo con rencor:
—He denunciado el hurgadero de Li Fong para que trincaran a Azalea, que siempre está aquí, y devolverle la pasadita de la combinación.
Coxe terció, disparando preguntas consecutivas, que es una forma como otra de que no te contesten una.
—¿Se conocen? ¿Quién es Azalea? ¿Qué es eso de la pasadita de la combinación?
—Aquí, la joven —expliqué al sargento— es la enfermera del padre de su conocido Clyde Stradivarius. El resto es una larga historia. —Me volví a la Kleinman—. ¿Viene Azalea mucho por aquí?
—Es cliente habitual, señor Flower.
Le sonreí con falsa simpatía.
—Lo siento. Hoy no estaba.
—¡La próxima vez no fallaré! —barbotó con pasión.
El sargento volvió a meter baza.
—Veamos: deben aclarárseme muchas cosas. Usted, Flower, habrá traído coche, ¿verdad? Pues lárguese. Usted, Mc Gee, déjeme el volante y regrese con los patrulleros. Y usted, señorita, monte a mi lado, que vamos a hacer un largo viaje.
Estaba tan claro como una luz de magnesio en un túnel que la enfermera le gustaba a Coxe todavía más que al coronel y que lo que deseaba era tenerla para él solo. Los otros estábamos de más. El furgón y los tres coches-patrulla se pusieron en marcha. Aprovechó la excusa de manejar el cambio para tocar una de las musculosas pantorrillas, pidiendo disculpas con risita de conejo. Kristine Kleinman puso cara de resignación porque con pacientes o policías aquél era su sino.
Se perdieron de vista.
Al quedar solo me dirigí dando un paseo por la playa cercana. Hacía una noche hermosa y la luna plateaba un mar particularmente tranquilo, que para eso era el Pacífico. Fumé un cigarrillo hasta el final antes de volver al camino. Junto a los coches veíase una figura con aire desvalido, chaquetón corto y pantalones muy ceñidos.
—¡Señorita Stradivarius! —llamé corriendo a su encuentro.
Vi iluminarse su rostro en la oscuridad. Curioso que lo viera en las tinieblas, ¿no?
—¡Qué suerte! —exclamó, con lengua estropajosa— ¡El falso vendedor de seguros!
Estaba enterada del engaño. Tanto daba.
—¿Y el señor Morningstar?
Se me colgó del brazo.
—Es un cerdo. Se las ha pirado dejándome en el jardín, para no tener que enfrentarse a los guardias. Todos los gordos son unos cerdos. Eddie es el más gordo de todos los gordos.
Ergo
es el más cerdo de todos los cerdos.
—Suba al Sedán, señorita. La llevaré a casa.
—¿A la suya o a la mía?
—A la de usted. En la mía son muy quisquillosos con las visitas femeninas.
Le dije que nos separaban unas cuantas millas de Pasadena, así que lo razonable sería que descabezara un sueñecito. No lo hizo, porque tenía ganas de rollo.
—Cuénteme lo que hacía en el hurgadero, Flower... —pidió mientras buscaba la carretera principal.
—Lo mismo que usted: tocarme las narices.
Sofocó una risa. Tenía la risa fácil.
—Me gusta usted, Flower. De todos los agentes de seguros falsos que he conocido es el que más me agrada. ¿Por qué no detiene el coche en cualquier sitio y hacemos el amor?
—Ya he cubierto mi cupo del día, gracias —mentí, fardón.
Se sacó una de las tetas poniéndola sobre el volante.
—Dígame qué le parece
esto.
La aparté a un lado para no darnos la torta, sin quitar los ojos de la cinta de cemento, que ya tenía bastante con atender el acelerador, el volante, el cambio, el embrague, el freno, el cuentamillas, el indicador de gasolina, el del aceite, los adelantamientos y los vehículos que venían en dirección contraria deslumbrándome sin fallar uno, para que ella me metiera una teta por delante.
—No está mal, señorita.
Comenzó a divertirse. Era una chica divertida. Borracha, viciosa y divertida.
—¿Es usted
raro,
Flower?
—¿Por qué lo pregunta?
—Cada vez que me he sacado un pecho en un automóvil conducido por un hombre, hemos terminado contra un árbol. Usted no se ha desviado una pulgada del camino.