Gay Flower, detective muy privado (20 page)

Read Gay Flower, detective muy privado Online

Authors: PGarcía

Tags: #Intriga, Humor

BOOK: Gay Flower, detective muy privado
12.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

Matt O'Mara tardó doce minutos exactos en comparecer. Le acompañaba un hombrecillo calvo, con gruesas lentes y maletín en la mano. Me lo presentó como forense.

Nos quedamos en el garaje, a solas con el médico mientras revisaba el nuevo fiambre. El puro del teniente era un objeto informe, triturado e insalivado entre sus dientes. Sin sombrero, los cabellos aparecían erizados, y todo él ofrecía aspecto de orate.

—Aquí hay gato encerrado, muchacho, se lo digo yo... Un Stradivarius, un exempleado de una amiga de los Stradivarius... Ahora un chófer de Stradivarius... Esto quiere decir algo. He de averiguarlo antes de que me pongan la camisa de fuerza...

El forense vino a nosotros tras el examen de rutina.

—Hasta que no lo tenga en la mesa no puedo comprometerme, Matt —dijo, como se hace siempre—. La muerte debe haber ocurrido entre la una y las cuatro de la madrugada última. Supongo que la causa habrá sido la de los otros casos: rotura de la amígdala cerebral.

Pregunté si me podía hacer más asequible la cosa.

—La supresión de la amígdala —explicó el hombrecillo— hace que el sujeto no controle sus funciones. Si está bebiendo, beberá hasta morir; si come, comerá hasta reventar. Y si tiene un orgasmo, continuará repitiéndolo hasta quedar sin vida. Esa es la razón de que nos encontremos con cuerpos vacíos de contenido espermático.

—¿Y cómo lo consigue el Vampiro, jolines? —exclamé— ¿Es que va armado de un bisturí, o qué?

—No lo necesita —dijo plácidamente el doctor—. Se acuesta con la víctima para realizar el coito. En su transcurso se produce una emoción tan enorme que no desemboca en el paro cardíaco, sino en la explosión de la amígdala, con las consecuencias que ya conocemos. No sé como lo hará. Lo más lógico es suponer el empleo de algún ingenio mecánico o eléctrico desconocido.

—¿No puede ser la acción simple de una mujer, doctor? —intervino O'Mara.

—Lo veo difícil. Tendríamos que pensar que hace el amor de una manera increíble y posee una vagina de calidades y características de potencia inimaginables.

El teniente tenía semblante de funeral. No era para menos. Tras unos días de tranquilidad el Vampiro descargaba otro golpe, precisamente en un lugar que tenía bajo el más riguroso control. Le iban a crucificar. Por nada del mundo me hubiera metido en sus zapatos.

Despejamos el campo para que O'Mara se entregara a los interrogatorios de rutina. No me atreví a hacer nada en favor de la propuesta del coronel.

Me despisté hacia el último piso, hacia los cuartos de los servidores porque la alusión del forense a la vagina de gran potencia me llevaba por asociación de ideas al apellido Virgopotens, llenándome de reminiscencias no ahogadas en la borrachera de los tres días.

La habitación de la criadita estaba igual que la dejé cuando me sorprendió el extinto Stephen. Persistía un aroma a espliego que me hizo daño. Había desaparecido la agenda y en el armario faltaban los trajes de calle y la trinchera. Conté los uniformes. Había uno menos que en la ocasión anterior. El que faltaba era el más elegante.

Resultaba todavía dolorosa su ausencia. La herida estaba sin cicatrizar. No pude aguantar mucho rato, salí y me marché sin decir adiós a nadie.

Por la noche el Vampiro volvió a actuar. Lo escuché en un servicio de madrugada en la radio, cuando daba vueltas incapaz de conciliar el sueño, alborotando las sábanas. A despecho de la policía cobró dos nuevas víctimas. A despecho de O'Mara y sus vigilantes las víctimas fueron el coronel Huston Orrin Stradivarius y su hijo Clyde.

Al Vampiro no le había importado trabajar en festivo.

22

El lunes tenía una recaída erótico-sentimental tipo caballo pese a la alegría de los diez grandes que heredaría. El responsable indirecto había sido el forense. La visita al cuarto de Azalea me había sentado como un tiro. Un detective ha de ser duro como la roca, pero como de nuevo se me coló el encoñamiento, no era roca, sino jalea.

Volví a darme a la bebida.

Llamó O'Mara. Lo mandé a tomar por culo.

Llamó Jimmy Hill. Lo mandé a que le frieran un huevo.

Llamó Slim Hench. Lo mandé a la mierda.

Bebí hasta perder noción de la hora en que bebía y en la que vivía. Mientras Virgopotens andaría haciéndole el amor a su señorita en un camarote de lujo, con champaña y saltos de cama vaporosos, yo estaba haciéndome una sopa con los vapores del alcohol. Concluí que lo mío no era solución y que debía salir del marasmo,
verbi gratia
cotilleando que puñeta de relaciones tenía mi criadita obsesiva con las Hijas de Cleis: una ocupación como otra para un lunes nefasto con la ciudad hirviendo por la última exhibición del Vampiro de Pasadena, en el que cuando las hormiguitas terminasen de trabajar en Santa Mónica apenas quedaría alguien por el Templo, ya que los lunes eran día de descanso para las lesbianas.

Alcancé el caserón a la caída de la tarde. Desde la carretera vi a Cejas de Felpa montando guardia, y una milla más lejos a Jessica, haciendo otro tanto en cortos paseos con la carabina al hombro. Seguí adelante cual viajero ocasional, escondí el Sedán entre unos arbustos y me acerqué a la construcción por retaguardia, a cubierto de miradas indiscretas.

La nave central del templo estaba terminada. Las hormiguitas del capataz que se quedó con mis diez pavos trabajaban rápido. No sólo la habían ultimado sino que comenzaban a decorarla. Había preciosos vitrales con escenas de amor entre mujeres en cristales azules, rojos y amarillos. En el centro se alzaba una escultura estilo Victoria de Samotracia, que es una de las esculturas más bellas que conozco, de más de quince pies de altura, en marfil con incrustaciones de oro, que habría costado una fortuna. Representaba una tía con túnica, que debía ser Cleis o Safo, no lo sé, que yo en eso no estoy muy puesto. Delante aparecía una losa pesada y gorda, sobre un altar, como de sacrificios. Estaba cubierta de salpicaduras amarillentas. Las desprendí con la punta de la navaja. Las costras parecían semen seco. Qué asco.

La nave comunicaba con el caserón original. Descubrí una serie de habitaciones puestas con lujo asiático. Tenían mullidísimas camas y espejos hasta en el techo, por lo que me dije sería donde las sacerdotisas se daban el lote con los seguidores del culto después del sorteo correspondiente. Seguí adelante hasta dar con las oficinas. Justo lo que me interesaba.

Comencé por los ficheros metálicos. Contenían expedientes de las asociadas que serían unas dos mil. Todas no pertenecían a Los Ángeles. Procedían de los cinco continentes. Me asombró la magnitud de la organización de las sáficas. Entre los expedientes no aparecía ninguno del apellido Virgopotens.

En el escritorio encontré los libros de gastos de la organización. La luz de mi linterna recorrió columnas de cifras de seis y siete ceros. Además de los millones que se invertían en la edificación de la basílica de Cleis, otras partidas revelaban que a muchas afiliadas se les costeaban los desplazamientos desde el otro extremo del globo a todo plan, para que pudieran acudir a disfrutar de sus orgasmos en Santa Mónica.

Al llegar a este punto estaba intrigado en dos direcciones: una saber que pintaba mi doncella borde en todo el negocio; la otra averiguar de donde salía el dinero, porque no había referencias a abonos de cuotas por parte de las Hijas y para pagar aquello se necesitaba poco menos que la reserva de Fort Knox.

Me dirigí hacia la caja fuerte. No era muy complicada la cerradura. Una igualita era la que me hicieron abrir en el examen del segundo curso en la Academia de Investigadores Privados. Me llevó diez minutos desvirgarla.

Como no podía menos de suceder, en la caja apareció todo lo que me interesaba: lo de Azalea y lo de la pasta. La documentación de Culo Soberbio estaba con la de las sacerdotisas de Cleis, pues Virgopotens tenía esa categoría en el escalafón. Lo bueno era que sus compañeras no me resultaban desconocidas en absoluto. A la plana mayor de las sáficas pertenecían Jessica Spearing, Lorena Mayfield (las dos morenas del servicio de seguridad de Teo), y Gina Pechoalto, Rutie Sansad, Miranda Dos Santos Do Nascimento y Helena Diabetes. Me quedé pasmadísimo, lo prometo. Las chavalas que se prestaron a la comedia de ligues de Teo Connally eran homosexuales de alta categoría en la nómina de las Hijas de Cleis. Como suele decir Charlie Chan, de la policía de Honolulú, "las murallas de piedra se derrumbaban".

El otro descubrimiento aún fue más tremendo. En un portafolios apareció una serie de órdenes bancarias, transferencias, depósitos e ingresos, más el documento de otorgamiento de poderes para actuar sobre fondos futuros cuando estuvieran disponibles. Los gastos del templo tenían unas mecenas: Tatiana Tereskova Putain Proskouriakoff. Las autorizaciones para los fondos a constituir con la herencia de Edward Morningstar y la de Huston Orrin Stradivarius llevaban la firma de Berenice. La fecha de estas correspondía a los primeros días de enero del año en curso, cuando Triple M acudió a los Sausalito Apartments, en Yucca Avenue, Laurel Canyon, Los Ángeles, California, para contarme la película de que su marido no le concedía el divorcio.

Como también decía Charlie Chan: "... y la luz penetraba a través de las numerosas brechas". Connally, Stradivarius y Vampiro formaban un caso único. Había completado el círculo. Caminando siempre adelante llegaba al punto de partida. Por chiripa, vale, pero el misterio insondable acababa de ser aclarado por el detective más guapo y con más personalidad de Hollywood.

Entonces una voz glacial dijo detrás mío:

—Si ya ha terminado, fisgón del carajo, rasque el techo con las patas.

Traté de hacerlo, pero no llegaba. El cielo está muy alto, aún para Flower. Me di la vuelta despacito porque había tanto hielo en las palabras como en la estepa de Siberia cuando se dejan la ventana abierta, y me daba el pálpito que un índice se tensaba sobre un gatillo de una pistola que tenía un cañón que me apuntaba a mí, esperando la menor excusa para darme el pasaporte. Me maldije por haber estado tan abstraído en el chisme como para no escuchar los pasos acercándose. Quien me sorprendía permanecía fuera del campo de la linterna caída sobre el suelo, que el susto había sido morrocotudo. Me di la vuelta, cuando accionó con conmutador de los tubos fluorescentes.

Me encontré frente al ojo negro y frío de una 32 empuñada sin vacilaciones y ante el continente gélido de una muchacha alta y esbelta, de cabellos cobrizos y piel nacarada, con un traje sastre de tonos ciruela.

—¡Bienvenida, Maestra! —saludé haciendo gala de mi insobornable gracejo.

—Un gracioso, ¿eh, fisgón de mierda? —dijo Adrienne Diabetes tan témpano como de costumbre—. Desde que apareció por el
building
me cayó usted como un cólico. Avisé que nos traería molestias, pero no me hicieron caso. Tanto da, ahora. Voy a telefonear para acabar con los dolores de colon.

Sin desviar la 32 un ápice marcó un número. Habló brevemente con alguien explicando cómo me había pillado. Pidió autorización, simpática ella, para eliminarme en el acto. Insistió al recibir órdenes en contra, y después de colgar, resentida, me obligó con un gesto a extender las muñecas al frente. Me las ciñó con esposas, empujándome a renglón seguido con el cañón para que anduviese hacia el exterior. Se la veía muy contrariada. Su ilusión era descerrajarme un tiro allí mismo. Que jodida.

En la puerta del caserón estaba aparcado un "Plymouth" pintado de bilis. Como la que me rebosaba por dentro pese a mi sonrisa, por haber estado embebido en los papeles que tampoco lo oí llegar. La Diabetes se metió los dedos en la boca, soltando un penetrante silbido. Ay-señorita-Jessica-Spearing-así-no-se-puede-hacer-nada llegó al trote como una perra bien entrenada. No habló palabra, pero su mirada venenosa era más elocuente que un discurso de una hora.

Me senté en la parte de atrás del "Plymouth", con la negra y los cañones de la recortada contra el hígado, y Adrienne nos llevó de paseo. El paseo terminó en el 3764 de Alta Brea Crescent, West Hollywood. Traspasamos la verja que tenía abierta una mujerona enorme de rostro patibulario y nos introdujimos por un camino serpenteante a través de un bosque artificial, de más de una milla de largo. Desembocamos en una plaza tan amplia como un ruedo taurino, ante un edificio imponente, con columnas blancas tan gruesas como secuoyas gigantes y el puro aspecto de las residencias de los plantadores de algodón de Nueva Orleans del siglo pasado.

Triple M en persona nos aguardaba envuelta en armiños, para que se viera lo multimillonaria que era. Llevaba pesados pendientes de brillantes y al moverse el armiño dejaba ver relámpagos de carne desnuda y sombras de vello púbico. Adrienne y Jessica pusieron cara de hambre al entrever la carne. Triple M las mandó a la cocina. Luego señaló la escalinata señorial con capacidad suficiente para que la utilizase un regimiento sin apreturas y dijo:

—Sube.

Era tan helada, había sido tan helada Adrienne y tan helados Jessica y el viaje, que estornudé.

Resultaba estúpido ponerse a gritar pidiendo ayuda, u oponer resistencia con las manos esposadas. Como me convenía reservar fuerzas, hice lo que quería.

Una serie de habitaciones, treinta o cuarenta que aquello era inmenso, se abría frente a la balaustrada. Me introdujo en la primera, rebosante de pieles de animales salvajes, con butacas tan muelles en las que se hundiría sin hacer fuerza un submarino, y una cama baja de dieciocho plazas.

Nos sentamos. Cruzó las piernas frente a mí, por primera vez desde que la conocía sin intenciones de poner caliente al tío que tenía delante.

—Bien, nenito guapo —habló en tono bajo y rasposo—. Larga cuánto has llegado a saber.

Puse cara impertinente. Me la jugaba si decía todo lo que había colocado en orden con mi bien organizado cerebro, pero, caray, una oportunidad de lucirse es una oportunidad de lucirse.

—¿De verdad quieres oírlo? No te va a gustar: sé que eres una tía que mucho presumir de ninfómana, pero tienes un bisexualismo que no te lo acabas. Entraste en la Connally Oil Company con mira puesta en la fortuna del viejo para montar el fantástico proyecto de la internacional sáfica a todo lujo. Dominaste al carcamal con tus cochinos revolcones, que buen asco pasarías, hasta lograr que te casara con Teo y redactase un testamento muy conveniente. Entonces eliminaste al viejo sin mancharte las manos de sangre, sólo con hacerte a un lado cuando en una visita al
building
le sugeriste que intentara el salto del tigre. El Templo de Cleis había empezado a funcionar. Teo, el muy inocente, había ideado la simpleza de rodearse de niñas en la compañía para dárselas delante de ti de muy macho, y tú le invadiste las oficinas con tus chicas. Estabas al corriente de sus chorradas y te reías a más y mejor.

Other books

Jem by Frederik Pohl
En el océano de la noche by Gregory Benford
Johnny Cigarini by John Cigarini
The Nanny and the CEO by Rebecca Winters
GBH by Ted Lewis
The Gathering Dark by Christine Johnson