Read Graceling Online

Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (42 page)

BOOK: Graceling
2.15Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Katsa se quitó el trozo de tela que le tapaba el ojo verde y se encaró a la capitana; la mujer le sostuvo la mirada con frialdad. A continuación, se volvió hacia Parche y Jem, que la observaban atónitos al comprender quién era. Qué rasgos tan familiares en aquellas gentes, de cabello oscuro y aros en las orejas, así como la despreocupación con que la miraban a los ojos. La joven se enfrentó de nuevo a la capitana y le dijo:

—La princesa corre un gran peligro. Debo llevarla a Lenidia para esconderla de... De quienes quieren hacerle daño. Po me dijo que el capitán de algún barco de su reino nos auxiliaría cuando enseñara este anillo, pero si ustedes no están dispuestos a hacerlo, recurriré a todo el poder de mi gracia para que nos presten ayuda aunque sea a la fuerza.

Entrecerrados los ojos y con una expresión indescifrable, la capitana la observó muy intensamente y le pidió:

—Déjeme ver ese anillo más de cerca.

Katsa se le aproximó. No pensaba quitarse el anillo del cuello otra vez después de ver la reacción desproporcionada que había provocado al enseñarlo. Pero la capitana no le tenía miedo y alargó la mano para sostener el aro de oro entre los dedos; lo giró a un lado y a otro para verlo a la luz; lo soltó, y, volviendo a observar a Gramilla y a la joven, inquirió:

—¿Dónde está nuestro príncipe?

Katsa se lo planteó y decidió que, al menos, debía revelar parte de la verdad a aquella mujer.

—A cierta distancia de aquí, recuperándose de unas heridas.

—¿Se está muriendo?

—No, por supuesto que no —respondió Katsa, sobresaltada.

—Entonces ¿por qué le entregó este anillo?

—Ya se lo he dicho. Me lo dio para que un barco lenita nos ayudara.

—Tonterías. Si eso era lo único que quería, ¿por qué no le entregó el anillo del rey o el de la reina?

—No lo sé —replicó Katsa—. No conozco el significado de los anillos, aparte de a quién representa cada uno de ellos. Este fue el que eligió entregarme.

—¡Bah! —resopló la capitana. Katsa apretó los dientes y se dispuso a soltar un comentario muy cáustico, pero Gramilla se le adelantó:

—Po le dio el anillo a Katsa —dijo con aire desdichado. Tenía la voz entrecortada y mantenía una postura encogida—. Po quería que ella lo tuviera. Y ya que no le explicó lo que significa, usted debería hacerlo por él.

De inmediato. Dio la impresión de que la capitana evaluaba a Gramilla, que irguió la cabeza, en un gesto severo y obstinado. La mujer suspiró y les dio una explicación:

—No es habitual que un lenita se desprenda de uno de sus anillos y es insólito que entregue su propio anillo, el que lo representa. Dar ese anillo es renunciar a su identidad. Princesa Gramilla, su dama lleva colgado al cuello el anillo del séptimo príncipe de Lenidia. Si el príncipe Po le hubiera entregado realmente ese anillo, significaría que ha renunciado a su principado; dejaría de ser un príncipe de Lenidia para convertirla en princesa a ella, cediéndole así su castillo y su herencia.

Katsa la escuchaba petrificada. Tiró de una silla y se derrumbó en ella.

—No puede ser —susurró.

—Ni un lenita entre mil daría esa clase de anillo —aseguró la capitana—. La mayoría se lo lleva a la tumba en el mar. Pero de vez en cuando, si una mujer se está muriendo y desea que una hermana suya ocupe su lugar como madre de sus hijos, o si un comerciante se está muriendo y quiere que su tienda sea para un amigo, o si un príncipe, que se está muriendo, quiere cambiar la línea de sucesión, un lenita, en alguna de esas circunstancias, entregaría su anillo como regalo. —La capitana dedicó una mirada furiosa a Katsa—. Los lenitas amamos a nuestros príncipes, sobre todo al más joven, el príncipe graceling. Robar el anillo del príncipe Po se consideraría un delito atroz.

Pero Katsa meneaba la cabeza, estupefacta, sin entender que Po hubiera hecho algo así y porque le daba miedo la frase que la capitana no dejaba de repetir una y otra vez:

«Se está muriendo».

Po no se estaba muriendo.

—No lo quiero —musitó—. Que me lo diera y no me explicara...

Gramilla se reclinó sobre la mesa, con la tez cenicienta, y gimió.

—Katsa, no te preocupes. Ten por seguro que tendría una razón para hacerlo.

—Pero ¿qué razón podría ser? Las heridas no parecían tan graves...

—Katsa, recuerda. —En el tono paciente de la niña había un dejo de cansancio—. Te dio el anillo antes de que lo hirieran, por lo tanto no es tan raro que lo hiciera sabiendo que podía morir en el enfrentamiento.

Ante semejante reflexión, la joven comprendió el significado de la actitud de Po y se llevó la mano al cuello. Era muy propio de él. Y de pronto se encontró luchando para contener las lágrimas porque era la clase de locura que a él se le metería en la cabeza cometer; una decisión demencial, absurda y demasiado considerada, además de innecesaria.

—Cielos benditos, ¿por qué no me lo dijo?

—Si lo hubiera hecho, no habrías querido aceptarlo —argumentó la niña.

—Tienes razón, no me lo habría quedado. ¿Me imaginas aceptando algo así de Po? ¿Me ves accediendo a una cosa semejante? E hizo bien al entregarlo, porque va a morir. Lo mataré en cuanto lo vea por actuar de ese modo, y por asustarme, y por no contarme lo que significa.

—Claro que lo matarás —aseguró Gramilla con ánimo de apaciguarla.

—Espero que no sea algo definitivo, ¿verdad? —preguntó Katsa a la capitana. Pero reparó en que la mujer la miraba de otro modo. Y también Parche y Jem. Todos se habían quedado pálidos, y en los ojos de los tres se reflejaba una mezcla de conmoción y de sosiego. La creían, daban por cierto que no robó el anillo y que su príncipe se lo entregó de buen grado. Y Katsa sintió un gran alivio al saber que Gramilla y ella dejaban atrás parte de la terrible experiencia que habían vivido—. Podré devolvérselo, ¿no es cierto? —le preguntó a la capitana.

La mujer carraspeó y asintió con la cabeza:

—Sí, alteza.

—Por todos los mares —gimió Katsa, consternada—. No me llame así.

—Podrá devolvérselo en cualquier momento, princesa, o dárselo a cualquier otra persona. Y él puede recuperarlo. Entretanto, su posición la faculta para actuar con todo el poder y la autoridad de una princesa lenita. Y nuestro deber es ponernos a sus órdenes y cumplir sus deseos.

—Me daré por satisfecha si nos lleva cuanto antes al castillo de Po, en la costa occidental —dijo Katsa—. Y deje de llamarme princesa.

—Ahora es su castillo, alteza.

Dado el genio vivo que tenía, Katsa estaba que echaba chispas porque no deseaba ese tratamiento; pero antes de que manifestara su desaprobación, un hombre repicó en el marco de la puerta.

—Estamos listos, capitana.

Katsa apartó a Gramilla a un lado cuando, al escuchar tales palabras, se desató de repente una febril actividad en la estancia y la capitana empezó a bramar órdenes.

—Parche, vuelve a tu puesto y sácanos de aquí. Jem, ocúpate de Oso y limpia la suciedad de ese rincón. Hago falta en cubierta, alteza, pero suban las dos conmigo, si quieren.

La princesa Gramilla aguantará mejor el mareo arriba.

—Le he dicho que no me llame así.

La mujer no le hizo caso y se dirigió a la puerta. La joven aupó a Gramilla bajo el brazo y siguió a Faun pasillo adelante sin dejar de mirar con enojo la espalda de la capitana. Y entonces, en la negrura que reinaba al pie de la escalera, Faun se detuvo y se volvió hacia Katsa.

—Alteza, lo que esté haciendo aquí, y por qué va disfrazada, y por qué la niña princesa corre peligro sólo le incumbe a usted. No le pediré explicaciones. Pero si hay algo en lo que yo pueda serle útil, no tiene más que decirlo. Estoy por completo a su servicio.

Katsa se llevó la mano al pecho y tocó el aro de oro. A pesar de todo, agradecía el poder que le otorgaba si tal poder la ayudaba a servir a Gramilla. Y ésa podría ser también una explicación que justificaba el regalo de Po; a lo mejor sólo quería que gozara de plena autoridad para así proteger mejor a la pequeña. Sin embargo, no quería que todos los que estaban a bordo vieran el anillo que inspiraba tal adoración, ni que todo el mundo hablara de ello y la señalara y la tratara con tanta deferencia. Se aflojó el cuello de la chaqueta y guardó el anillo debajo.

—¿El príncipe Po se estaba recuperando de las heridas? —preguntó la capitana Faun.

Katsa percibió la preocupación —preocupación de verdad-como si la mujer se interesara por un miembro de su propia familia. Tampoco se le pasó por alto el título, más difícil de separar del nombre de Po que de añadirlo al suyo.

—Se está recuperando —confirmó.

Y entonces se preguntó si los lenitas amarían tanto a su príncipe si supieran la verdad sobre su gracia. Todo lo ocurrido desde que había subido a bordo de ese barco era demasiado confuso. Y muchas de esas cosas le encogían el corazón. Ya en cubierta, condujo a Gramilla hacia un costado del barco y, desde allí, las dos respiraron el aire marino y contemplaron el oscuro centelleo del agua.

Capítulo 33

L
e gustaba a rabiar asomarse por la borda y mirar cómo la proa del barco cortaba las olas. Y le gustaba sobre todo cuando las olas eran altas y la nave subía y bajaba, o cuando nevaba y notaba los copos en la cara como picotazos. La tripulación reía y comentaba entre sí que la princesa Katsa era una marinera nata, a lo que Gramilla añadía —una vez que se encontró bastante bien para subir a cubierta y unirse a las chanzas— que su amiga había nacido para hacer todo aquello que para la gente normal sería aterrador.

Tenía unas ganas locas de trepar a lo más alto de la arboladura más elevada y experimentar la sensación de estar colgada del cielo. Así las cosas, un día despejado, Parche (que resultó ser el primer oficial) envió a un tipo, llamado Rojo, a deshacer un enredo en las jarcias, y le dijo a Katsa que subiera con él.

—No debería animarla a hacerlo —reconvino Gramilla a Parche, puesta en jarras y echada la cabeza hacia atrás parar mirarlo con expresión furiosa.

Una buena demostración de talante fiero si se tenía en cuenta que el hombre la superaba cinco veces en tamaño.

—Alteza, sé que acabaría subiendo allá arriba, se lo permitiera yo o no, de modo que prefiero que lo haga ahora, mientras la vigilo, que de noche o durante un turbión.

—Si cree que porque la mande ahí arriba en este momento va a evitar que...

—¡Cuidado! —le advirtió Parche cuando la cubierta dio un bandazo y la niña salió lanzada hacia delante.

El primer oficial la sujetó y la cogió en brazos. Ambos observaron cómo Katsa trepaba con pies y manos por el mástil, detrás de Rojo; cuando por fin, desde su posición en lo alto del aparejo donde se mecía con tanta brusquedad que se maravillaba de la habilidad de Rojo para desenredar cualquier nudo, la joven miró hacia abajo y vio a Gramilla, recordó que, al conocerse, la niña no se fiaba de ningún hombre, pero ahora permitía que ese marinero grandullón la cogiera en brazos, como un padre, y ella lo abrazaba por el cuello mientras los dos se reían a coro de ella.

La capitana pronosticó que el viaje duraría de cuatro a cinco semanas, más o menos. El barco navegaba deprisa y casi siempre estaban solos en medio del océano.

Katsa no subía ni una sola vez a los aparejos sin otear el horizonte en busca de algún indicio de que los persiguieran, pero nadie iba tras ellos; era un alivio no verse acosadas ni tener que esconderse. Aisladas con la capitana Faun y su tripulación, se sentían seguras en mar abierto, porque ningún marinero las miraba ya con desconfianza, y se convenció de que a ninguno de ellos le afectaba algún rumor propagado por Leck.

—Han tenido suerte, alteza, porque no llegamos a estar un día siquiera en Cantil del Solejar —le dijo en una ocasión la capitana—. Eso hay que agradecérselo a mi don.

—Y a su velocidad —agregó la joven.

Porque aquél era un invierno tempestuoso en el mar, pero como cambiaban de rumbo con tanta frecuencia (tanto que debía de parecer que bailaban una danza extraña en el agua), se las arreglaban para evitar lo más violento de las tormentas, de modo que el avance hacia el oeste era constante y regular.

Durante los primeros días de viaje, Gramilla se encontró muy mal y Katsa se dedicó exclusivamente a cuidarla y a reflexionar, y decidió hablarle a la capitana acerca de la gracia de Leck y las razones por las que huían. Y se lo contó porque, con gran preocupación, se le ocurrió pensar que los cuarenta tripulantes que iban a bordo del barco sabían con precisión quiénes eran Gramilla y ella y adonde se dirigían. Eso los convertía en cuarenta informadores una vez que ellas dos llegaran a su destino y el barco regresara a su ruta comercial.

—Respondo de la discreción de la mayoría de mis tripulantes, alteza —le aseguró la capitana Faun—. Digo la mayoría, si no todos.

—No lo entiende —arguyó la joven—. En lo que concierne al rey Leck ni siquiera yo puedo responder de mi propia discreción. Da igual que juren no decirle nada a nadie, porque si uno de los bulos de Leck llega a sus oídos, olvidarán sus promesas.

—¿Qué quiere entonces que haga, alteza?

Katsa detestaba tener que pedírselo, por lo que se quedó mirando las cartas de navegación que había extendidas en la mesa, apretó los labios y esperó a que la capitana diera con la respuesta por sí misma. La mujer no tardó mucho en hacerlo.

—Pretende que nos quedemos en el mar cuando las hayamos dejado a ambas en Lenidia... —dijo la mujer en un tono cortante que se fue haciendo más acerado a medida que hablaba—. ¿Quiere que permanezcamos en alta mar, que nos quitemos de en medio todo el invierno o más tiempo incluso —quizás indefinidamente—, hasta que usted y el príncipe Po, con el que ni siquiera está en contacto, hayan encontrado algún modo de inmovilizar al rey de Monmar? Porque aun en ese caso, imagino que deberemos esperar que alguien vaya a buscarnos y nos invite a regresar a tierra. Bien, a los que quedemos, claro, porque se nos acabarán los suministros, alteza... Somos un navío mercante, ¿comprende?, un barco diseñado para navegar de puerto en puerto y reponer las existencias de agua y comida en cada escala. Ya es un esfuerzo bastante grande regresar directamente a Lenidia...

—En el cargamento lleva frutas y verduras a montones con las que iba a comerciar —argumentó Katsa—. Y sus tripulantes saben pescar.

—Se nos acabará el agua.

—En ese caso, dirija el barco hacia una tormenta —sugirió la joven.

BOOK: Graceling
2.15Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Basketball Disasters by Claudia Mills
Paradise Lust by Kates, Jocelyn
The Adjusters by Taylor, Andrew
A Demon Summer by G. M. Malliet
Dragon Land by Maureen Reynolds