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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (46 page)

BOOK: Graceling
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—No, no es menester —contestó—. Los preocuparía más. Lo primero que haré en cuanto vea a Po será devolvérselo.

—¿Saldremos muy temprano?

Seria y con una mano apoyada en la empuñadura del cuchillo que llevaba al cinto, la niña se había plantado delante de Katsa, quien desvió bruscamente la vista hacia ella, la reina de Monmar, que vistiendo pantalones y con el pelo corto parecía nada menos que un pirata en miniatura.

—No hace falta que vengas —dijo la joven—. Será un viaje difícil. Una vez que lleguemos a Porto Mon habrá que caminar muy deprisa y no voy a aflojar el paso por tu bienestar.

—Voy a ir contigo.

—Ahora eres la reina de Monmar. Puedes esperar hasta que pase el invierno, encargar un gran barco y viajar rodeada de lujo.

—¿Y consumirme de preocupación e impaciencia aquí, en Lenidia, hasta que envíes noticias de que Po está bien? Ni hablar. Voy a ir contigo.

Katsa bajó la vista al regazo y se le hizo un nudo en la garganta. No le gustaba admitir que la consolaba saber que Gramilla la acompañaría en esa empresa.

—Nos marcharemos con las primeras luces en un barco que Ror ha hecho traer de un puerto próximo. Primero iremos a recoger a la capitana Faun y aprovisionaremos su barco; después nos llevará a Porto Mon.

—Entonces voy a tomar un baño y a dormir. ¿Dónde busco a alguien que pueda traerme agua caliente?

—Toque la campanilla, majestad —contestó Katsa con una sonrisa—. Los criados de Po están un poco agobiados de trabajo, creo, pero para la soberana de Monmar vendrá alguien, seguro.

De hecho, fue la madre de Po la que acudió. Enseguida se hizo cargo de la situación y llamó a una criada, que se ocupó de conducir a Gramilla a otro cuarto mientras murmuraba palabras tranquilizadoras sobre la temperatura del agua y hacía reverencias lo mejor que podía con los brazos llenos de toallas.

La madre de Po se quedó en el dormitorio, y se sentó en la cama, al lado de Katsa, con las manos enlazadas sobre el regazo. Los anillos reflejaban la luz del fuego de la chimenea y atrajeron la mirada de la muchacha.

—Po me contó que usted lleva diecinueve anillos —se oyó decir como una tonta.

Hizo una profunda inhalación y se apretó las sienes intentando, por centésima vez, rechazar la imagen de Leck clavado en el sillón con la daga. La reina extendió las manos y contempló los anillos. Las cerró de nuevo, y, echando una ojeada de soslayo a la joven, comentó:

—Los demás creen que usted recordó de repente la verdad sobre Leck. Creen que lo recordó de pronto y lo hizo callar de inmediato, antes de que sus mentiras consiguieran hacerle olvidar de nuevo. Y tal vez fue eso lo que pasó, pero yo sospecho por qué halló la fuerza necesaria para actuar en aquel momento.

Katsa contempló el semblante sosegado y los ojos inteligentes de la mujer, y decidió responder a la pregunta que veía en aquellas pupilas:

—Po me ha contado la verdad sobre su gracia.

—Debe de amarla muchísimo —replicó la reina con una sencillez que sobresaltó a Katsa.

—Estaba muy enfadada cuando me lo dijo por primera vez —repuso con la cabeza gacha—. Pero he... superado esa ira.

Era una descripción de sus sentimientos insuficiente y lamentable, ella lo sabía. Pero la reina no le quitaba ojo de encima y le pareció que la mujer había adivinado algo de lo que no había dicho.

—¿Se casará con él? —preguntó la reina, de nuevo con una franqueza que sobresaltó a la joven por segunda vez.

Sin embargo, ésa era una pregunta que no tenía una respuesta sencilla. Katsa miró a la reina directamente a los ojos.

—Nunca me casaré.

La reina expresó desconcierto, pero no dijo nada. Vaciló un momento antes de hablar de nuevo, y al fin manifestó:

—Salvó la vida a mi hijo en Monmar y hoy ha vuelto a salvársela. Jamás lo olvidaré.

Se puso de pie, se inclinó y besó a Katsa en la frente. Por tercera vez desde la llegada de la reina lenita a su dormitorio, Katsa pegó un brinco de sobresalto. La dama dio media vuelta y salió de la habitación arrastrando los vuelos del vestido. Mientras la puerta se cerraba tras ella y Katsa permanecía con la vista fija en el lugar donde la madre de Po había estado sentada, la imagen de Leck irrumpió de nuevo en su mente.

Capítulo 36

S
e quedó en un rincón apartado de la cubierta mientras Oso, Rojo y varios hombres más tiraban de las cuerdas en las que se mecía el ataúd de Leck para subirlo a bordo. Habría querido no tener nada que ver con aquel asunto, y deseó que las cuerdas se partieran y el cadáver se hundiera en el mar para que lo despedazaran las criaturas marinas. Así pues, trepó por el mástil y se sentó sola en la percha de la vela.

Era una gran procesión de la realeza la que marcaba el derrotero y zarpaba con rumbo a Monmar. Porque Gramilla no era la única reina, sino que ahora estaba al cuidado del rey Ror y del príncipe Celaje. Ror puntualizó que la hija de su hermana era una niña, pero aunque no lo fuera, regresaba a Monmar para afrontar una situación difícil, pues el reino había estado sometido intensamente a un hechizo, un reino convencido de que su rey era virtuoso y de que la princesa estaba enferma, débil, puede que incluso loca.

Por lo tanto, no era prudente enviar a la reina niña a Monmar para que proclamara que era ella quien mandaba y denunciara a un rey muerto, al que adoraba todo el país. Gramilla iba a necesitar autoridad y asesoramiento, elementos que Ror le proporcionaría.

El rey lenita delegaría en Celaje para ir en busca de Po; a Argento lo había enviado ya en otro barco a Terramedia para que recogiera al príncipe Tealiff y lo llevara de vuelta a Lenidia; a los otros hijos los habían mandado de regreso al hogar a fin de que cuidaran de sus familias y de sus obligaciones, e hizo oídos sordos a la insistencia de todos ellos que le pedían que se quedara en Burgo de Ror y se ocupara de los asuntos propios de un rey. En lugar de eso, Ror dejó sus asuntos en manos de la reina, como hacía siempre que las circunstancias lo apartaban del trono. La reina era muy competente.

Katsa observó al rey lenita día tras día desde su atalaya en los aparejos, y se acostumbró al sonido de su risa y a su conversación afable, que daban pie a que la tripulación se sintiera a gusto. En él no había nada de humildad ni de transigencia; era apuesto, como Po; y seguro de sí mismo, como Po, pero mucho más autoritario de lo que nunca llegaría a serlo Po. Sin embargo (y a esa conclusión llegó Katsa de forma gradual), no estaba ebrio de poder. Quizá nunca se plantearía ayudar a un marinero a tirar de un cabo, pero lo observaría con interés mientras efectuaba esa tarea y le haría preguntas sobre la cuerda, su trabajo, su casa, sus padres o su primo, que en cierta ocasión había pasado un año pescando en los lagos de Nordicia. La joven se dio cuenta de que ésa era una actitud que no había apreciado hasta ese momento en un monarca: un rey que trataba bien a sus súbditos, en lugar de mirarlos por encima del hombro; un rey que no era egoísta.

A Katsa le cayó bien Celaje enseguida. El príncipe trepaba de vez en cuando a las jarcias, jadeando, y los ojos —grises— le chispeaban risueños cada vez que el barco cabeceaba al remontar una ola. Se sentaba cerca de ella, en ningún momento tan a gusto en la percha como lo estaba Katsa, pero tranquilo, de buen talante; una grata compañía.

—Después de conocer a su familia, creía que Po era el único varón de ella capaz de guardar silencio —le dijo Katsa una vez en que pasaron un rato juntos sin hablar.

—Me lanzaré a una discusión con toda rapidez si quiere mantenerla —fue la respuesta, acompañada de una cálida sonrisa que le iluminó la cara—. Y tengo mil preguntas que me gustaría hacerle, pero imagino que si tuviera ganas de charlar... En fin, charlaría, ¿verdad?, en lugar de subir aquí arriba, expuesta a salir lanzada hacia una muerte segura cada vez que coronamos una ola.

La compañía de Celaje y el runrún cordial de la voz de Ror, los delicados detalles de la tripulación con Gramilla cuando la niña subía a la fría cubierta para hacer ejercicio, la capitana Faun, tan competente y tan segura, que siempre la miraba a la cara con respeto... reconfortaban a Katsa y actuaron como un cicatrizante que poco a poco fue recubriendo la herida abierta a partir del instante en que su daga atravesó a Leck.

En una ocasión se sorprendió pensando en su tío. ¡Qué insignificante le parecía Randa en estos momentos y qué carente de fundamento su poder! Qué absurdo que alguien como él la hubiera tenido controlada. «Control.» Ésa era la herida de Katsa; Leck le arrebató el control. No obstante, tal circunstancia no tenía nada que ver con una autocondena; no podía culparse de lo ocurrido, porque era inevitable que se produjera ese desenlace. Leck era demasiado poderoso y Katsa respetaba a los contrincantes poderosos, como sucedió con el puma y con las montañas, pero la humildad y el respeto no cambiaban en absoluto el hecho de haber perdido el control, ni lo hacían menos espantoso.

—Discúlpeme, Katsa, pero tengo que hacerle una pregunta —dijo una vez Celaje estando los dos encaramados en lo alto de la arboladura. Ella ya había advertido la expresión desconcertada en los ojos del hombre en otras ocasiones—. No es la esposa de mi hermano, ¿verdad?

—No, no lo soy —contestó con una sonrisa apagada.

—Entonces, ¿por qué la tripulación lenita de este barco la llama princesa?

Katsa respiró profundamente para aliviar el escozor que esa pregunta le producía en la herida. Se llevó la mano al cuello de la chaqueta y sacó el anillo para que lo viera.

—Cuando me lo entregó, no me explicó lo que significaba —contestó—. Ni me dijo por qué me lo daba.

Celaje miraba la joya con meticulosidad, mientras el estupor se reflejaba en su semblante; luego, la consternación, seguida de una especie de rechazo radical y terco.

—Tendrá alguna razón lógica para haberlo hecho —murmuró.

—Sí. Y me propongo quitársela de la cabeza a golpes.

Celaje soltó una carcajada corta y se sumió en el silencio. Pero continuó reflejando preocupación, y Katsa fue consciente de que la dura cicatriz que recubría su dolor interno se relacionaba tanto con su carencia de control en el futuro como con la del pasado.

Por ello, no sería capaz de conseguir que Po se recuperara, del mismo modo que no pudo pensar con claridad en presencia de Leck. Había cosas, pues, que escapaban a su control y, por consiguiente, debía estar preparada ante cualquier sorpresa cuando llegara a la cabaña de Po, al pie de las montañas monmardas.

* * *

El retraso debido a las formalidades necesarias una vez que el barco atracó en Porto Mon y el grupo hubo desembarcado, le resultó insoportable a Katsa. Se tuvo que convocar al capitán de la guardia de la ciudad portuaria y a los nobles de la corte de Leck, residentes por el momento en ella, y hacerles entender las verdades increíbles que Ror les exponía. La búsqueda de Gramilla, todavía en marcha, se canceló, al igual que las instrucciones de prender viva a Katsa y a Po, muerto. El tono de Ror en ese último punto adquirió un matiz gélido como el hielo.

—¿Lo han encontrado? —interrumpió Katsa.

—¿Encontrado? ¿A quién? —preguntó tontamente el capitán de la guardia mientras se llevaba la mano a la cabeza, en una actitud que denotaba una indecisión y una perplejidad que la comitiva lenita reconoció.

—¿Sus hombres han encontrado al príncipe Po? —espetó Ror, quien al advertir que las miradas del capitán y de los nobles se desviaban hacia Celaje, añadió con mayor afabilidad—. Quiero decir si han hallado al príncipe más joven; es un graceling y tiene un ojo plateado y el otro dorado. ¿Alguien de Monmar lo ha visto?

—No creo que lo haya visto nadie, majestad. Sí, estoy bastante seguro de eso; no lo hemos encontrado. Disculpe, majestad. Todo eso que nos ha contado... Mi memoria...

—Sí, lo comprendo. Debemos ir despacio —aceptó Ror.

La tardanza sacaba de quicio a Katsa de tal modo que habría echado la ciudad abajo, piedra a piedra. Se dedicó a pasear de un lado para otro, a la espalda del rey lenita; se puso en cuclillas y se tiró de los pelos. La monótona conversación se prolongó con lentitud. Pasarían horas —¡horas!— antes de que esos hombres se liberaran del hechizo de Leck, y ella no lo soportaría.

—Quizá podríamos conseguir algunos caballos, padre —susurró Celaje—, y ponernos en camino.

—Sí —secundó Katsa, que se había incorporado de un brinco—. Sí, por lo que más quiera, por favor...

Ror miró alternativamente a ambos jóvenes, y después, a Gramilla.

—Reina Gramilla —dijo—, si se fía de mí para que me ocupe de esta situación en su ausencia, no veo razón para retrasar la marcha.

—Por supuesto que me fío —contestó la niña—. Y mis propios hombres deferirán en todo a su autoridad mientras estoy ausente.

El capitán y los nobles miraron boquiabiertos a su nueva reina que, a pesar de llegar a Ror a la cintura e ir vestida como un chico, se comportaba con ceremoniosa dignidad. Los hombres hicieron patente su asombro, mientras Katsa reventaba de impaciencia. Entonces Ror se dirigió a ella y le dijo:

—Cuanto antes lleguen donde está Po, mejor. No los retendré más aquí.

—Necesitamos dos caballos, los más rápidos de la ciudad —pidió la joven.

—Y una escolta monmarda, porque ninguna persona con la que se crucen estará enterada de lo que ha sucedido —añadió Ror—. Cualquier soldado monmardo que los vea intentará capturarlos y rescatar a la reina.

—De acuerdo, una escolta. —Katsa hizo un ademán impaciente con la mano—. Pero si son incapaces de aguantar el paso que voy a marcar, se quedarán atrás —y a Celaje le comentó—: Espero que cabalgue tan bien como su hermano.

—¿Y si no, también lo dejará atrás a él? —inquirió Ror—. ¿Y qué ocurrirá con la reina de Monmar? Como la llevará usted en su caballo, ¿la dejará también atrás si el caballo se retrasa a causa del exceso de peso? Y supongo que abandonará al propio caballo cuando se derrumbe de agotamiento y deje de serle útil. —A medida que hablaba se fue irguiendo más y más, y el tono de voz se volvió cortante—. Sea razonable, Katsa. Les acompañará una escolta que cabalgará delante y detrás de ustedes todo el viaje, ¿está claro? Recuerde que le acompaña la reina de Monmar y viaja con mi hijo.

—¿Acaso cree que necesito una escolta para protegerlos de los soldados monmardos? —barbotó Katsa.

—No —le espetó el rey—. No dudo que sea muy capaz de conducir a la reina de Monmar, a mi hijo y al resto de mis hijos y a un centenar de gatitos norgandos en medio de un violento ataque de jinetes vociferantes si decide hacerlo. Pero —pareció erguirse más aún— tendrá que conducirse con sentido común. A estas alturas no nos beneficia a nadie que cabalgue desenfrenadamente a través de Monmar con la reina del país montada en su caballo y matando a los soldados monmardos a diestro y siniestro. ¿Qué cree que conseguiría con esa actitud? Por lo tanto, viajarán con una escolta y los guardias serán los que den explicaciones y se aseguren de que nadie los ataque. ¿He hablado con claridad?

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