Hermine Braunsteiner vino al mundo el 16 de julio de 1919 en la ciudad austríaca de Viena en el seno de una familia de clase trabajadora y humilde. Su padre Friedich Braunsteiner trabajaba de chófer de una
fábrica de cerveza, aunque hay informaciones que apuntan a que además, ejercía como carnicero. Su madre, María, era asistenta del hogar y se dedicaba a limpiar negocios y casas. La pequeña Hermine, la más joven de siete hermanos, fue instruida bajo la más estricta educación católica, algo sorprendente cuando profundizamos sobre su «carrera profesional» en los campos de concentración. De hecho, en su casa no se hablaba de política, ni se discutía sobre ello. Ninguno de los miembros de su familia mostraba interés alguno ante tal circunstancia, podemos decir que sus progenitores sentían una total indiferencia frente a los temas gubernamentales o estatales. No obstante y contra todo pronóstico, su hija acabaría formando parte de uno de los aparatos políticos más descabellados del siglo XX: el nazismo.
Aquella jovencita alta, rubia y de ojos azules, bastante atractiva y de mirada intensa, tenía un sueño: ser enfermera. Imaginamos que aquel afán por dedicar su vida ayudando a sus allegados, tenía mucho que ver con el acérrimo sentimiento católico que le habían inculcado desde niña. Su frustración fue grande al no poder hacer realidad su deseo —solo estuvo ocho años en el colegio—, así que tuvo que conformarse con trabajar en una fábrica de cerveza además de como empleada doméstica.
Entre 1937 y 1938, un año antes de afiliarse al partido nazi, se marchó a Inglaterra para ejercer como asistenta en la casa de un ingeniero estadounidense.
El 15 de marzo de 1938 tras el
Anschluss
(unificación) de Alemania y Austria donde el país austríaco se incorporaba a la Alemania nazi como una provincia del III Reich —pasando de denominarse Osterreich a Ostmark—, Hermine se convierte automáticamente en ciudadana alemana y decide regresar a Viena. Pocos meses después y ante las pocas expectativas laborales, vuelve a mudarse, pero esta vez a Berlín. Allí conoce la política de Hitler y tal y como les sucedió a muchas de las que serían sus camaradas, la fascinación le llevó a afiliarse al partido nazi. Aquella nueva ciudad le abre los ojos y le descubre un mundo muy distinto al que ella estaba acostumbrada. Para mantenerse encuentra trabajo en las fábricas de aviones Heinkel, factoría de donde salieron algunos de los aviones más rápidos de la época. Pero el sueldo que era más bien bajo no daba ni tan solo para vivir dignamente. Así es que Braunsteiner, dicen las malas lenguas que presionada por su casero, se arriesga a presentarse como guardiana de prisioneros en los campos de concentración. La tentación de cobrar cuatro veces más le hizo caer irremediablemente en la trampa y el 15 de agosto de 1939 comienza su entrenamiento como
Aufseherin
a las órdenes de María Mandel en el campamento de prisioneros de Ravensbrück.
GUERRA ENTRE «BESTIA» Y «YEGUA»
Aquel verano se preveía diferente para la recién llegada Hermine Braunsteiner. Después de su polifacética trayectoria laboral, «El Puente de los Cuervos» sería un nuevo escalafón, un reto a superar día tras día. Su único objetivo era demostrar ante sus camaradas que ella sí servía para el puesto de guardiana y si tenía que contentarles de alguna forma un tanto «especial», lo terminaría haciendo.
Lo que empezó siendo una corta etapa de instrucción, tal y como les había sucedido a otras compañeras, acabó por ser su primer destino como
Aufseherin
a cargo de un número determinado de prisioneros. Se exhibía ante ellos con ciertas dotes de soberbia, altivez y sobre todo violencia. Poco a poco fue desplegando su lado más inhumano y bárbaro. Practicaba originales procedimientos infringiendo patadas a los internos hasta dejarles inconscientes. Entre las supervisoras que Braunsteiner tuvo durante su etapa más dorada estaban las
Oberaufseherin
Emma Zimmer, Johanna Langefeld o María Mandel, quienes conocían a la perfección su
modus operandi
. Ninguna de ellas le replicó lo más mínimo si se excedía en sus acciones, más bien todo lo contrario. Con la única con quien llegó a tener problemas en los últimos meses de permanencia en Ravensbrück fue con
La Bestia de Auschwitz
. Ambas se hacían notar, de eso no cabía duda; sus sanguinarios métodos eran muy populares en todo el recinto y ninguna quería perder ni su hegemonía ni su poder frente al comandante Max Koegel. Esto es, de marzo a octubre de 1942 Mandel y Braunsteiner empezaron una batalla campal para ver quién continuaba con la supervisión de Ravensbrück. Sin embargo, Hermine perdió y la relegaron a ser su auxiliar.
Si las perversiones tuvieron nombre, esas llevaban el de las dos criminales nacionalsocialistas.
En las dilatadas jornadas en el temido búnker donde se castigaba a las reclusas por cualquier disparate, Mandel y Braunsteiner desplegaban su lado más maquiavélico dando rienda suelta a sus fantasías más enfermizas. Los gritos de sus víctimas se podían escuchar en varios kilómetros a la redonda. La aparición de estas dos féminas hacía tremular al mismísimo lucifer. Algunos escritores y dramaturgos como Eugene Ionesco, se atrevieron a garantizar que «la única explicación para el Holocausto Judío está en la demonología».
Pero algún día tenía que zanjarse esa insostenible situación entre las dos guardianas. Por ello, en octubre de 1942 mientras que María Mandel fue transferida al
KL Konzentrazionslager
de Auschwitz, Hermine Braunsteiner hizo lo propio pero al de Majdanek donde ejercitó todo lo aprendido en su destino anterior. Su espeluznante fama ya la precedía, por lo que cuando llegó, muchos de los confinados que esperaban el milagro de la liberación supieron que no llegarían a conocerla jamás.
MAJDANEK Y EL GASEAMIENTO DE PRESOS
Aquel centro de destrucción humana fue construido por la Alemania nazi en la Polonia ocupada. Ubicado a unos cuatro kilómetros de la ciudad de Lublin —cerca de la frontera con Ucrania— este centro se erigió en 1941 por órdenes expresas del comandante de las SS Heinrich Himmler. El principal cometido era recibir a prisioneros de guerra polacos capturados por los nazis. En cambio, bajo la supervisión del comandante Karl Otto Koch este fue transformado en un campamento de internamiento para toda clase de reclusos.
Si comparamos a Majdanek con otros campos de su misma índole, podemos destacar que este no estaba escondido en ningún lugar apartado para que nadie supiera de su existencia. Ni tampoco tenía un bosque alrededor o estaba cercado por zonas de exclusión. Cualquier civil que se pasease por los aledaños podía divisar lo que acaecía en su interior.
Al principio, Majdanek albergó a unos 50.000 prisioneros de guerra pero con la llegada de judíos deportados en febrero de 1943, la población aumentó a 250.000 reos. Fue en ese preciso instante cuando este campo de concentración se transformó en uno de exterminio.
Su capacidad iba en aumento. Las avalanchas de trenes plagados de deportados inundaban las calles de un recinto que, poco a poco, tuvo que ampliarse y dividirse en seis campos diferentes. Por un lado, tenían una zona de aislamiento para mujeres dirigida y supervisada por guardianas tan depravadas como Elisabeth Knoblich, Else Erich y la mismísima Hermine Braunsteiner. También disponían de un hospital para desertores rusos; había una zona de alejamiento para prisioneros políticos polacos y judíos de Varsovia; y el número cuatro, albergaba a prisioneros soviéticos y rehenes civiles. En el campo cinco habían levantado un hospital para hombres y en el número seis, la zona de las cámaras de gas y crematorios.
En el distinguido como «Campo de mujeres» los niños acompañaban a las féminas y eran custodiados, seleccionados y eliminados por sus cuidadoras. En menos de tres años la población de Majdanek se redujo de 500.000 seres humanos —de 28 países y de 54 grupos étnicos— a 250.000. Los nazis se encargaron de asesinarles y seleccionarles para las cámaras de gas —entre ellos a 100.000 mujeres—. Inclusive, cuando se daban casos donde la madre no quería separarse de su pequeño, esta era liquidada con gas junto a su hijo.
La situación que soportaban los cautivos en Majdanek era humanamente insostenible. La esclavitud a la que estaban sometidos era increíble. Trabajaban doce horas al día y los únicos alimentos que recibían era medio litro de té a la hora del desayuno y poco menos de un litro de sopa en la comida. Las bajas por inanición iban
in crescendo
a diario, aunque en verdad, el motivo real por la que toda esta gente moría era la violencia ejercitada contra ellos. Braunsteiner era una de las más «respetadas» por la temeridad que irradiaba contra sus prisioneras. Sobresalía por su crueldad y sadismo, por patear a las ancianas hasta matarlas, por pisotear sin escrúpulos. Por eso la apodaron
the mare
(la yegua),
kobyla
(en polaco), o la
Stute von Majdanek
(en alemán). Aquellas patadas eran estrepitosamente insoportables.
Desde el 16 de octubre de 1942 la muchachita rubia de ojos azules que había engatusado a sus superiores con tan solo 23 años, campaba a sus anchas en Majdanek. Después de su llegada al campamento la
Aufseherin
pasó de trabajar en una fábrica de ropa a cumplir la orden de ayudar en lo que se conocería como «el exterminio total».
Durante aquel otoño el comandante Koegel decreta el gaseamiento masivo de presidiarios a causa de la sobrepoblación que estaba sufriendo el campo. Como en un primer momento, el número de reclusos destinados a morir no eran muchos, se utilizaron botellas de monóxido de carbono. Al final, con el transcurso de los meses, se determina que la eliminación total de la población reclusa judía de Majdanek se haría usando el Zyklon-B.
En enero de 1943 y gracias a su talante demoledor Braunsteiner fue promovida como asistente de guardia de su camarada Elsa Erich y de otras cinco mujeres más. Aquí su papel fue crucial, ya que se ocupó de las selecciones de reos que morirían en las cámaras de gas. Majdanek tuvo dos patíbulos, siete cámaras de gas y varios hornos crematorios.
EL GRITO DESGARRADO DE LAS REAS
Según numerosos testigos, Hermine Braunsteiner realizaba su ronda por el «Campo de las mujeres» vistiendo unas botas altas negras con tacones reforzados de acero. Con ellas podía patear y golpear a las internas hasta la muerte. En el caso de que los ataques no terminasen con la vida de la rea, los impactos habían sido tan demoledores que le podía dejar con la cara completamente desfigurada.
Sus azotes con un látigo también eran del todo conocidos por las prisioneras del campamento, acciones que jamás fueron reprendidas por las demás compañeras. Su sombrío talante hacía temblar a todo aquel que se presentase a su lado. Algunas de las testificaciones más lúgubres describen a Braunsteiner como una mujer atroz, excesivamente sádica y de sangre fría.
En el tercer juicio de Majdanek celebrado en la ciudad de Düsseldorf en noviembre de 1975 —casi veinte años después de la puesta en libertad de Braunsteiner—, una de las internas que había conseguido sobrevivir declaró haber visto a la acusada ayudando a cargar en los camiones a los niños que iban a ser conducidos a las cámaras de gas.
Eva Konikowski, exprisionera católica y polaca que fue apresada por ayudar a familias judías, aseguró ante la Corte que en un ocasión
la Yegua
le había golpeado con una «porra de goma» por no haber efectuado apropiadamente las tareas de lavandería del campo. Aún conservaba las marcas de aquella paliza en su brazo. También señaló que esta criminal junto con su supervisora Else Ehrich, habían conducido a las cámaras de gas a numerosos pequeños. «Les dieron a los niños algunos caramelos y llevaron a los pequeños a las cámaras de gas», concluyó Konikowski.
Otra de las cautivas que narró más fechorías de la guardiana en Majdanek fue la interna Mary Finkelstein, que señaló a Braunsteiner como la nazi que la había golpeado en incontables situaciones y que había matado a otra de sus compañeras.
Aaron Kaufman de 71 años, superviviente de ocho campos de concentración, tuvo la desgracia de conocer a Hermine en Majdanek. La
Aufseherin
—y así lo explicó el interno— había azotado hasta la muerte a cinco mujeres y a un niño en su presencia y en la de más compañeros. Cuando Kaufman le chilló para que terminase con aquellos terribles golpes, varias auxiliares le sacaron del barracón y le propinaron 25 latigazos en la espalda. En este sentido, el antiguo recluso contó que durante su estadía en Majdanek vivió diversos episodios angustiantes con la vigilante. Algunos de los que se especifican a continuación aparecen en dos artículos: el primero publicado el 9 de octubre de 1972 en el periódico
The New York Times
bajo el título "U.S. Deportation Hearing Here Told Woman Killed 6 as a Nazi"; y el segundo publicado el 10 de septiembre de 1972 en
The Washington Post
titulado: "Nazi Camp Inmate tells of 6 killings".
El primero de ellos, el de
The New York Times
, relata a través de varios párrafos que Kaufman tuvo que sobornar para conseguir un puesto de trabajo como «caballo». Es decir, para transportar alimentos al complejo de mujeres que distaba cerca de un kilómetro de la cocina. También porteó carbón junto con otros 40 hombres. Asimismo, una mañana de mayo de 1942, mientras cargaban esta piedra negra, Kaufman vio a cinco mujeres en un pasillo alambrado quitando mala hierba.
«De repente, apareció Braunsteiner, habló a las mujeres durante un minuto y luego empezó a golpear a dos de ellas. Ambas murieron».
El testigo conocía a las mujeres que estaban siendo apaleadas a unas seis yardas de su puesto. Una de ellas era Sara Fermeinska de 26 años y la otra se llamaba Secholovic de unos 30. Kaufman también declaró que el asesinato de la tercera y cuarta mujer había tenido lugar un día que describió como «El Segundo Campo». Aquella tarde, él y otros hombres llevaban madera de un lado a otro del campamento y al llegar a la altura donde se encontraban algunas internas que recolectaban piedras y madera, se detuvieron para hablar.
«Cuando las guardianas vieron a los hombres y a las mujeres y a nadie más allí, la señora Braunsteiner se presentó, y cuando ella miró, empezó a usar su látigo de nuevo y mató a otras dos mujeres».
El tercer incidente que sufrió Kaufman a manos de Braunsteiner sobrevino cuando junto con otros compañeros, tuvo que transportar un cargamento de alimentos hasta el campo número 5 de mujeres. Ya en la puerta fueron bloqueados.