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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (115 page)

BOOK: Guerra y paz
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—¡Un emperador debe ponerse al frente de su ejército solo cuando sea un jefe militar! —dijo él, arrojando esas palabras en forma de generoso consejo como un reto al rostro del emperador. Napoleón sabía lo mucho que deseaba el emperador Alejandro ser un jefe militar—. Ya hace una semana que ha comenzado la campaña y no han sabido defender Wilno, están divididos en dos y les hemos expulsado de las provincias polacas. Su ejército protesta...

—Al contrario, Majestad —dijo Balashov al que casi no le daba tiempo a recordar qué era lo que le decían, siguiendo con dificultad esa explosión de palabras—, las tropas arden en deseos...

—Lo sé todo —le interrumpió Napoleón—. Lo sé todo y sé el número de sus batallones con la misma certeza que el de los míos. No tienen ni doscientos mil soldados y yo tengo tres veces más. Le doy mi palabra de honor —dijo Napoleón olvidando que esa palabra no tenía ningún sentido y para él era un absurdo—. Le doy mi palabra de honor de que tengo quinientos treinta mil soldados a este lado del Vístula. Sus turcos no ayudarán, no valen para nada y lo han demostrado firmando la paz con ustedes. El destino de los suecos es ser gobernados por reyes dementes. Su rey estaba loco, lo cambiaron y pusieron a otro que ahora se ha vuelto loco (Napoleón se rió de su broma) porque solo un loco puede aliarse con Rusia.

A cada una de las frases de Napoleón, Balashov quería y tenía algo que objetar, y no paraba de moverse como alguien que quiere decir algo, pero Napoleón le interrumpía.

Por ejemplo, sobre la locura de los suecos, Balashov quería decir que Suecia era una isla cuando Rusia estaba de su parte, pero ya ni trataba de hablar porque no solo con la razón o con la inteligencia sino con todo su ser percibía que Napoleón se encontraba entonces en el estado en el que se encuentran todas las personas en un instante de agitación nerviosa y a causa de la que hace falta hablar, hablar y hablar simplemente para demostrarse a sí mismos su acierto. Por un lado a Balashov le resultaba grato presenciar esa irritación, veía que Napoleón estaba actuando mal diciéndole todo aquello. (Lo percibía especialmente por la apesadumbrada e indiferente expresión del rostro de Berthier, que se encontraba presente y que evidentemente, no aprobaba las palabras de Napoleón.) Por otro lado, Balashov temía comprometer su dignidad de emisario del emperador y a cada segundo estaba listo para contradecirle.

—¿Y qué me importan a mí esos aliados suyos?
Yo tengo
aliados: los polacos. Son ochenta mil y pelean como leones. Y serán doscientos mil. («¿De dónde van a salir esos doscientos mil?», pensó Berthier suspirando con tristeza.)

«También redactaron una protesta sobre el duque de Oldemburgo», pensó Napoleón, y recordando esa ofensa previa continuó:

—Si levantan a Prusia en mi contra, sepa que la borraré del mapa de Europa —dijo él, acalorándose más y más, y haciendo un enérgico gesto con su pequeña mano—. Sí, les arrojaré al otro lado del Dvina y del Dnieper y levantaré frente a ustedes esa barrera que Europa, siendo ciega y criminal, permitió demoler. Sí, esto es lo que les sucederá y eso es lo que habrán ganado alejándose de mí —concluyó Napoleón, que había comenzado a hablar con Balashov con la firme intención de conocer la opinión del emperador Alejandro sobre la guerra y con la intención de acordar una verdadera paz.

De pie frente a Balashov, sintiendo la necesidad de terminar de algún modo su extraño discurso, que había culminado con exaltación italiana, dijo de nuevo con lástima: «Qué grandioso reinado podía haber sido el de su emperador, podía haber sido...».

Ante los argumentos de Balashov, que trataba de demostrar que por parte de Rusia el asunto no tenía unos tintes tan sombríos como los que presentaba Napoleón y afirmaba que de la guerra, los generales y los aliados esperaban lo mejor, Napoleón movía la cabeza con condescendencia
como
si dijera: «Sé que su obligación es hablar así, pero usted mismo no cree lo que está diciendo...».

—Asegure en mi nombre al emperador Alejandro —dijo él interrumpiéndole, evidentemente sin escuchar lo que decía Balashov—, que le sigo siendo fiel, conozco su alto valor y sus altas cualidades.

—¿Qué diablo le habrá traído aquí? —dijo él con lástima de que Alejandro hubiera echado a perder su carrera de ese modo y era evidente que pensaba eso solo por él mismo.

—Dios mío, Dios mío, qué grandioso reinado
podía haber sido
el de su emperador... No le entretengo más, general, recibirá mi carta para el emperador. —Y Napoleón, calzando sus botas de montar, se marchó con paso decidido, precedido de sus pajes, para ir a dar su paseo.

Balashov supuso que Napoleón se había despedido, pero a las cuatro le invitaron a la mesa del emperador. En esa comida, a la que asistieron Bessières, Caulaincourt y Berthier, Balashov estuvo más en guardia tratando de encontrar a cada pregunta de Napoleón esa pulla diplomática, esa finura del pañuelo de Márkov, que rechazara respetuosamente el tono altivo de Napoleón. Y encontró dos de esas pullas diplomáticas. Una fue la respuesta a una pregunta de Napoleón acerca de Moscú, sobre la que preguntaba con el agrado y la curiosidad de un viajero que tuviese la intención de visitarla en breve.

—¿Cuántos habitantes tiene, cuántas casas, cómo son esas casas? ¿Cuántas iglesias hay? —preguntaba Napoleón. Y ante la respuesta de que había más de doscientas iglesias, dijo que la gran cantidad de monasterios e iglesias que había advertido en Polonia es señal de atraso del pueblo. Balashov, respetuosa y alegremente, hallando lugar para su pulla diplomática, se permitió no estar de acuerdo con la opinión del emperador francés advirtiendo que había países donde la civilización no puede aniquilar el espíritu religioso del pueblo. «Esos países son Rusia y España», liberó su
bouquet
Balashov. Pero ese
bouquet
de astucia diplomática que más tarde relató Balashov fue en tan alto grado apreciado entre los enemigos de Napoleón, como desapercibido pasó durante la comida. Por los indiferentes y perplejos rostros de los señores mariscales, se evidenció que ellos no entendieron en qué consistía la agudeza que sugería el tono de Balashov. «Si ha habido alguna, no la hemos entendido o no es en absoluto aguda», decían las expresiones de los rostros de los mariscales. La segunda pulla, igual de poco apreciada, consistió en que a la pregunta de Napoleón sobre cuáles eran los caminos que llevaban a Moscú, Balashov respondió que de igual modo que todos los caminos llevaban a Roma, todos los caminos llevaban a Moscú y que entre los diversos caminos Carlos XII eligió el camino de
Poltawa
. Pero esto tampoco pareció agudo y no alcanzó Balashov a terminar de decir la última palabra Poltawa cuando Caulaincourt comenzó a hablar de la dureza del camino entre San Petersburgo y Moscú y de sus recuerdos de esa época.

Después de la comida se trasladaron al despacho de Napoleón para tomar café, a ese mismo despacho que cuatro días antes ocupara el emperador Alejandro. Napoleón se sentó y sorbiendo el café de una taza de porcelana de Sevreskaia, le señaló a Balashov una silla a su lado. Se sabe cuál es el estado de ánimo después de una comida, que más que cualquier otra causa razonable hace que el hombre se encuentre satisfecho consigo mismo y considere a todo el mundo amigos suyos. Napoleón se encontraba en ese estado. Le parecía que las personas que tenía alrededor le idolatraban. Le parecía incluso que hasta Balashov debía ser, después de la comida, un amigo y un admirador.

Esto no es un equívoco, puesto que es antinatural que un hombre siga pensando, después de haber comido con otro, que este es su enemigo. Napoleón, con una agradable sonrisa, amistosamente, olvidando quién era Balashov, se dirigió a él:

—¿Es cierto lo que me han dicho de que estas son las habitaciones en las que vivía el emperador Alejandro? Es extraño.

Balashov le respondió breve y afirmativamente, bajando tristemente la cabeza.

—En esta habitación hace cuatro días deliberaban Witzengerod y Stein —dijo de nuevo coléricamente Napoleón, ofendido por el tono de la respuesta de Balashov—. Lo que no puedo soportar —comenzó a decir— es que el emperador Alejandro se haya rodeado de todos mis enemigos personales. ¿No pensaron que yo puedo hacer lo mismo? Sí, expulsaré de Alemania a todos sus parientes, a los Wurtemberg, a los Baden, a los Weimar, sí los expulsaré... —Napoleón comenzó de nuevo a pasear como por la mañana—. Que se prepare para darles asilo en Rusia.

Balashov se levantó, y su aspecto denotaba que deseaba despedirse. Napoleón continuó sin prestarle atención:

—¿Y por qué ha decidido comandar el ejército, por qué? La guerra es mi oficio y su obligación es reinar y no comandar ejércitos. ¿Por qué ha tomado esa responsabilidad?

Calló, siguió un rato paseando en silencio y de pronto se acercó inesperadamente a Balashov y con una ligera sonrisa tan segura, rápida y directamente como si estuviera haciendo algo no solamente importante, sino incluso benéfico, acercó su mano al rostro de Balashov y le cogió suavemente de la oreja. Que el emperador te tirara de la oreja se consideraba un honor en el imperio francés. —Bueno, ¿por qué no dice nada, admirador y cortesano del emperador Alejandro? ¿Están preparados los caballos para el general? —añadió inclinando ligeramente la cabeza en respuesta a la reverencia de Balashov—. Denle los míos, tiene que viajar lejos.

La carta que llevó Balashov fue la última carta de Napoleón que leyó Alejandro. Todos los detalles de la conversación se transmitieron al emperador ruso y la guerra comenzó.

IX

D
ESPUÉS
de su entrevista en Moscú con Pierre el príncipe Andréi fue a San Petersburgo con la intención de encontrarse allí con el príncipe Kuraguin con el que consideraba indispensable encontrarse. Pero en San Petersburgo se enteró de que Kuraguin había partido al ejército moldavo por encargo del ministro de la Guerra. Allí en San Petersburgo el príncipe Andréi supo que Kutúzov, su antiguo y siempre bien dispuesto hacia su persona general Kutúzov, estaba destinado en el ejército moldavo como ayudante del mariscal de campo Prozorovski. El príncipe Andréi solicitó que le admitieran en el ejército moldavo y después de recibir la orden de ir a servir en el cuartel general partió para Turquía.

Después de pasar aproximadamente un año en el ejército turco, a comienzos del año 1812, cuando Kutúzov ya llevaba más de dos meses sin salir de Bucarest con su amante de Valaquia, manteniendo conversaciones de paz y cuando llegaron rumores de la proximidad de una guerra con los franceses, el príncipe Andréi pidió volver al ejército ruso, y por la intercesión de Kutúzov fue enviado al Estado Mayor del Ministro de la Guerra Barclay de Tolli.

Poco después de que el príncipe Andréi llegara al ejército turco, Kuraguin volvió a Rusia y el príncipe Andréi no pudo encontrarse con él. Bolkonski no consideraba conveniente escribir a Kuraguin y retarle. Sin dar un nuevo motivo para el duelo, consideraba que retarle comprometería a Natalia Rostova y por eso esperaba un encuentro en persona en el que tenía la intención de hallar una nueva causa para el duelo.

A pesar de que había pasado más de un año desde que volviera del extranjero, la decisión del príncipe Andréi no había cambiado su disposición general de ánimo. Por mucho tiempo que pasara no iba a poder evitar retarle cuando se lo encontrara, lo mismo que un hambriento no puede evitar arrojarse sobre la comida. Y por mucho tiempo que pasara no podía ver en la vida otra cosa que la unión de vicios, injusticias y estupidez que solo resultaban amenas a través de ese desprecio que a él le inspiraban. Su herida física había cicatrizado completamente, pero la moral seguía abierta. No había sido la traición de su prometida lo que le desengañara de la vida, pero la traición de su prometida había sido el último de sus desengaños. El único placer que hallaba en la vida era el orgulloso desprecio hacia todos y todo, lo que gustaba de contar con mucha frecuencia a aquellas personas que no podían comprenderlo y a las que despreciaba igual que a los demás. Se estaba convirtiendo en uno de esos parlanchines inteligentes, pero ociosos y amargados que son tan comunes entre los hombres solteros y sin ocupación. Su hijo no necesitaba su apoyo y su amor activo, tenía a su lado al
instituteur
traído de Suiza, monsieur Laborde, y a su tía, la princesa María. Y además, ¿en qué se podía convertir ese niño siendo criado con los mejores medios? O en un embaucador o embaucado igual que todos lo que viven en este mundo, o en un infeliz que ve demasiado claramente toda la estulticia de este mundo. Un hombre que desprecia todo igual que su padre. Así pensaba acerca de él el príncipe Andréi. En Turquía recibía escasas cartas de su padre, su hermana, Laborde y Nikólushka, que ya sabía escribir. Era evidente que la princesa María amaba inmensamente a Nikólushka, que Laborde estaba encantado con la princesa María y que su padre seguía siendo el mismo.

Antes de partir al ejército que se encontraba en mayo en el campamento del Drissa, el príncipe Andréi fue a Lysye Gory, que estaba en el mismo camino, encontrándose a tres verstas del camino real de Smolensk. En los últimos tres años había habido tantos cambios en la vida del príncipe Andréi, había cambiado tanto de opinión, de sentimientos, había visto tanto (había recorrido el este y el oeste) que le dejó estupefacto que todo en Lysye Gory siguiera igual, hasta en sus más pequeños detalles. Como a un castillo encantado y dormido, entró en la avenida y en la puerta de piedra de la casa de Lysye Gory. En esa casa había la misma gravedad, la misma limpieza y el mismo silencio, los mismos muebles, las mismas paredes, la mismas manchas y los mismos tímidos rostros, solo que un poco envejecidos. La princesa María había engordado, pero sus ojos se habían apagado y raramente brillaban con la anterior luz, era como si se hubiera resignado a su vida. Bourienne también había engordado, había embellecido y al príncipe Andréi le pareció que había ganado seguridad en sí misma. Laborde iba vestido con una levita de corte ruso, hablaba en ruso con los criados mutilando el idioma, pero seguía siendo el mismo preceptor de limitada inteligencia, culto, virtuoso y pedante. El anciano príncipe solo había cambiado en que se había hecho visible en uno de los lados de su boca la falta de un diente. El único que había crecido era Nikólushka, había cambiado, había tomado color y le había crecido un oscuro cabello rizado y sin saberlo, cuando se reía elevaba el labio superior de su linda boquita, igual que lo elevaba la fallecida princesita. Era el único que no seguía la regla de inmutabilidad de ese durmiente castillo encantado.

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