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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (116 page)

BOOK: Guerra y paz
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El príncipe Andréi tenía intención de pasar allí una semana, pero solo estuvo tres días. Desde el primer momento se dio cuenta de que a pesar de que exteriormente todo seguía igual que antes, las relaciones internas habían cambiado. Los miembros de la familia estaban divididos en dos bandos, ajenos y enemistados, que se juntaban entonces solo en su presencia y cambiaban para él su habitual modo de vida. A uno de los bandos pertenecían el anciano príncipe, mademoiselle Bourienne y el arquitecto, y al otro la princesa María y Laborde, Nikólushka y todas las niñeras y nodrizas.

La tarde del primer día, Piotr el ayudante de cámara, después de haber instalado a Andréi y sujetando una vela, le contó que el príncipe habitualmente no salía al comedor para las comidas y que se las servían en su despacho en compañía de Amélie Kárlovna y el arquitecto, y que la princesa comía sola y que en ocasiones no se encontraba con su padre en semanas.

Realmente, durante el noviazgo del príncipe Andréi, el anciano príncipe, al principio en broma y después ya en serio, se había ido acercando más y más hacia sí a Bourienne que le leía en voz alta y cada vez podía soportar menos la presencia de su hija. Todo en ella le irritaba y le llevaba a someterla a injusticias de las que era consciente y que le pesaban aún más precisamente porque quería a la princesa María y no podía soportarla. Quería que ella fuera perfecta y veía que no podía cambiarla y que no podía resignarse a ella tal y como era. Bourienne era para él solo un agradable objeto cuyo espíritu y cualidades le eran indiferentes.

Si ella adulaba y fingía a él no le importaba, siempre y cuando le resultara agradable. Pero en la princesa el más mínimo alejamiento de su ideal le irritaba. Quería a su nieto, pero no aprobaba su educación y por eso trataba de no verle. Su única ocupación entonces, además de la lectura, era la construcción. Tan pronto como terminó de levantar el invernadero, había comenzado a edificar una enorme casa veraniega de estilo griego en el nuevo jardín, donde había plantado árboles y situado estanques. Solo al hablar de ese futuro parque y de la casa veraniega, que podían estar terminados antes de cincuenta años, el anciano se animaba como en el pasado. De asuntos políticos hablaba entonces poco, no sin placer, pero con reserva. El príncipe Andréi advirtió unas cuantas veces que cuando intentaba espolear al anciano y comenzaba a hablarle de la guerra con los turcos, o de la futura campaña contra Bonaparte, el anciano, escuchando, quería decir algo, pero luego era como si reflexionara, como si supiera algo que anulaba todo el interés de todas esas consideraciones y eso le llevara a pensar que no merecía la pena decir lo que sabía porque no podrían comprenderle.

Mientras estuvo en Lysye Gory todos los habitantes de la casa comieron juntos, pero todos estaban incómodos y el príncipe Andréi sintió que él era el invitado para el que hacían tales excepciones y que les estorbaba con su presencia. Durante la comida Andréi sintiendo eso, involuntariamente estuvo taciturno y su padre al advertirlo, también guardó silencio con aire sombrío y se fue a su despacho. Cuando Andréi fue a verle al día siguiente, el anciano príncipe comenzó inesperadamente a hablarle de la princesa María criticándola por su superstición, por su falta de afecto hacia mademoiselle Bourienne, que era la única que le era verdaderamente fiel.

Era obvio que el príncipe Andréi no podía decir nada ni ayudar a su padre de ningún modo. Pero el anciano príncipe hablaba para que él escuchara y no abriera la boca. El anciano sentía hasta el fondo de su alma que era culpable frente a su hija, que la martirizaba todo lo que se puede martirizar a un ser vivo, pero no podía evitar hacerlo.

Debía ser así, era necesario martirizarla, él tenía razón en hacerlo y había causas para ello. Y él hallaba estas causas. Le apenaba que el príncipe Andréi no pareciera aprobar su manera de actuar y por eso era necesario explicárselo y era necesario que él escuchara. Y él se puso a explicárselo. Pero Andréi, en esa disposición de ánimo en la que se encontraba, no pudo escuchar con tranquilidad. Él también necesitaba polemizar, discutir y hacer infelices a los demás. «¿Por qué debo sentir lastima de él? —pensó—. Es mi padre, en tanto que sea justo. “Platón es mi amigo, pero la verdad es el camino.”»

—Si me pregunta mi opinión —dijo el príncipe Andréi sin mirar a su padre (era la primera vez en su vida que censuraba a su padre)—. Yo no quisiera hablar, pero si me pregunta diré que bien al contrario yo no conozco a una criatura más dulce y bondadosa que la princesa María y no puedo entender por qué la aleja de sí. Ya que me pregunta —continuó Andréi acalorándose, porque siempre estaba dispuesto a acalorarse en los últimos tiempos y sin sopesar lo que decía—, lo único que puedo decir es que la princesa María me da lástima. Masha es uno de esos seres bondadosos e inocentes a los que compadecer y mimar. —El príncipe Andréi no pudo terminar de hablar porque el anciano clavó primero los ojos en su hijo, después se echó a reír de forma sardónica y artificial y con su risa descubrió el hueco que le había dejado el diente, al que el príncipe Andréi no se podía acostumbrar.

—Así que hay que darle libertad para que me martirice a mí y a tu hijo con sus tonterías...

—Padre, no puedo ser juez de todo, pero usted me ha provocado y he dicho y siempre diré que usted no es tan culpable como esa francesa.

—¡Ah! ¡Me condenas! Bueno, está bien, está bien. Muy bien —dijo en voz baja, después de pronto pegó un salto y gritó señalando con un enérgico gesto la puerta—: ¡Fuera! ¡Fuera! Para que no quede aquí ni tu olor.

El príncipe Andréi salió con una triste sonrisa. «Todo ha de ser así en este mundo», pensó él.

La princesa María, al saber de su discusión con su padre, se lo recriminó.

El príncipe Andréi quiso marcharse en ese preciso momento, pero la princesa María le pidió que se quedara un día más. Ese día el príncipe Andréi y su padre se vieron y no mencionaron la anterior conversación. Unicamente el anciano príncipe habló a su hijo de usted y fue especialmente generoso y atento a la hora de darle dinero. Al día siguiente el príncipe Andréi ordenó que prepararan el equipaje y fue a la habitación de su hijo. El cariñoso niño, de cabello rizado como su madre, se sentó en sus rodillas. El príncipe Andréi comenzó a contarle el cuento de Barba Azul, pero sin terminarlo se puso a pensar y se dirigió a Laborde.

—¿Así que está muy contento con la princesa? —le dijo—. Me alegra mucho que estén de acuerdo en la forma de educar...

—¿Y es que acaso se puede no estar de acuerdo con la princesa? —dijo Laborde juntando animadamente las manos—. Las princesa es un modelo de virtud, inteligencia y abnegación. Si Nikolai no sale un muchacho excelente no será culpa de los que tiene alrededor —dijo él autoensalzándose tímidamente.

El príncipe Andréi se dio cuenta, pero advirtió, como en sus anteriores conversaciones con Laborde, su sincera admiración hacia la princesa.

—Venga, sigue contando —dijo su hijo.

El príncipe Andréi, sin responder, volvió a dirigirse a Laborde.

—¿Y en los asuntos religiosos cómo puede estar de acuerdo con ella? —preguntó él—. Dado que usted es un defensor del protestantismo.

—Yo solo veo una cosa en la princesa: la pura esencia del cristianismo y ninguna afición a las formas. Y en la religión como en todo ella es la perfección.

—¿Y a sus monjes peregrinos, los ha visto? —preguntó con una sonrisa el príncipe Andréi.

—No, no los he visto, pero he oído acerca de ellos. La princesa reparó en que al príncipe esto no le agradaba y dejó de acogerles.

Realmente, en los últimos tiempos la princesa se había apegado tan apasionadamente a sus planes de emprender una peregrinación y se había convencido tan evidentemente de que no podría cumplirlos de otro modo que a través de la muerte de su padre que la idea de la posibilidad de desear esa muerte le horrorizaba. Le dio su abrigo a Fedósiushka y abandonó ese sueño.

A mitad de la conversación entre Andréi y Laborde la princesa María entró en la habitación con rostro asustado.

—¿Cómo? ¿Se va? —dijo ella. Y ante la respuesta afirmativa de su hermano se lo llevó a su habitación para hablar con él.

Tan pronto como se puso a hablar de ello sus labios temblaron y brotaron las lágrimas. El príncipe Andréi entendió que al contrario que sus palabras, que decían que estaba bien, esas lágrimas decían lo que él había supuesto, que ella estaba sufriendo y que se lo agradecía y le quería aún más (si es que esto era posible) por su intercesión.

—No voy a hablar más de lo que ha pasado. Intentaré tranquilizarle (ella sabía que eso era imposible y que todas las culpas de la separación entre padre e hijo caerían sobre ella). Pero lo que te quiero decir es esto. —Ella con una mano suave, con un gesto gracioso y femenino le tomó del codo, se acercó a él y en sus ojos, en los que aún había lágrimas, brillaron directamente hacia el rostro de su hermano, unos rayos de amor, de simple amor que tranquilizaban y elevaban el alma. Ella ya se había olvidado de sí misma. E igual que en el 1805 necesitaba colgarle a Andréi la imagen, ahora necesitaba darle consejo, dar tranquilidad y consuelo en su dolor. Sabía todo lo que había sucedido por las cartas de Julie (ya entonces) Drubetskoi, pero nunca había hablado de ello con su hermano. «Y no se encontrará un hombre que pueda comprender y apreciar todo el encanto femenino moral de esta muchacha —pensó el príncipe Andréi mirándola—. Y se perderá así, atormentada y acosada por un viejo chocho.»

—Andréi, te pido y suplico una cosa. Si estás sufriendo (la princesa bajó los ojos), no pienses que ese daño te lo han hecho personas. Las personas son Sus armas. —Ella miró a la cabeza del príncipe Andréi con la habitual firme mirada con la que se mira al lugar en el que acostumbramos a ver un cuadro. Seguramente le veía a Él al decir esto.

—El dolor te lo ha causado Él y no las personas. Las personas son sus armas, ellas no son las culpables. Si te parece que alguien es culpable frente a ti olvídalo y perdona. Por amor de Dios, Andréi, no te vengues en nadie. Nosotros no tenemos derecho a castigar. Nosotros somos castigados.

Andréi, con solo ver su mirada, comprendió todo, entendió que ella sabía todo, comprendió que conocía su deseo de encontrar y retar a Kuraguin que estaba en el ejército principal y de eso hablaba. Él quería creerla... y ¿perdonar el qué?, se preguntó a sí mismo. ¿El beso sensual de una mujer a la que amé más que a nada? ¿Y a quién? A ese... No, eso no se puede arrancar del corazón.

—Si yo fuera una mujer, lo haría, Marie. Eso es una virtud de la mujer, pero si a un hombre le golpean en el rostro, no es que no deba, es que no puede perdonar.

—Andréi...

—No, alma mía, no, mi querida amiga Masha, nunca te he querido como te quiero ahora. No hablemos de esto. —Abrazó la cabeza de Masha, se echó a llorar y se puso a besarla.

Escucharon los pasos de la niñera y Nikolasha. Los hermanos disimularon. Andréi sentó en las rodillas a Nikolasha.

—Vente conmigo —dijo el príncipe Andréi.

—No, mañana voy con la tía al jardín a recoger piñas, ¿sabes? Piñas y de las piñas voy a hacer una casa tan grande que todos van a pasar por el camino grande. ¿Conoces el camino grande...?

Nikolasha no había terminado de contar su historia, cuyo único sentido era pronunciar las nuevas palabras (Nikolasha estaba aprendiendo a hablar) cuando el príncipe Andréi se levantó, le abrazó y de nuevo con lágrimas en los ojos, estrechó contra sí su linda carita. Ya estaba totalmente dispuesto para el viaje y envió a preguntar a su padre si podía ir a despedirse. El criado enviado volvió diciendo que el príncipe había dicho que ya se habían despedido y que le deseaba buen viaje. La princesa María rogó a Andréi que esperara un día más diciendo que sabía lo desgraciado que se sentiría su padre si Andréi se iba sin que se hubieran reconciliado. Pero Andréi tranquilizó a su hermana diciéndole que seguramente pronto regresaría de nuevo y que indispensablemente escribiría a su padre, pero que en ese momento, cuanto más se quedara, más se avivaría la discordia

—Todo esto se pasará, se pasará —decía Andréi.

—Adiós, adiós. Recuerda que la desgracia la manda Dios y que las personas nunca son culpables —gritó la princesa María cuando arrancó la carroza. Y las últimas palabras que escuchó fueron «derecho a castigar», que la princesa María pronunció con voz llorosa.

«Así debe ser —pensó el príncipe Andréi—. Ella, una criatura encantadora, se queda a merced de un anciano excelente pero demenciado. Yo sé que lo que ella dice es cierto, pero haré lo contrario. Mi hijo quiere cazar un lobo. Yo voy al ejército. ¿Para qué? No lo sé. Porque así debe ser. Y todo da igual, da igual.»

X

E
L
príncipe Andréi llegó al cuartel general del ejército el 13 de julio. Por muy poco que por entonces se interesara por los asuntos militares sabía que Napoleón había atravesado el Niemen y había tomado Wilno partiendo el ejército en dos, que los nuestros se habían retirado al campamento fortificado del Drissa y que había unos pequeños asuntos que solucionar previos a la retirada cuyo fin consistía solamente en la salvación del ejército, y su reunificación.

La reunificación aún no se había conseguido y según decían, era incierta. El príncipe Andréi supo por rumores que las tropas eran comandadas por el propio emperador Alejandro y que el mando supremo lo ostentaba el prusiano Pful, el mismo que hiciera el plan de la campaña de Jena junto con otros doctos prusianos. Y que Pful tenía toda la confianza del emperador. Al frente de las tropas se encontraban: Rumiántsev el canciller, el antiguo ministro de la Guerra Arakchéev, el nuevo ministro de la Guerra Barclay de Tolli, Bennigsen sin nombramiento, el general sueco Armfeld, Stein antiguo ministro prusiano, Paulucci que el príncipe Andréi había conocido en Turquía y gran cantidad de extranjeros y complejos mecanismos de deberes de estado. En las conversaciones casuales del camino con los militares, el príncipe Andréi advirtió el carácter general de desconfianza hacia los mandos y los peores presentimientos sobre el resultado de la guerra. Pero nadie pensaba en el peligro de una invasión de las provincias rusas.

El príncipe Andréi fue destinado al Estado Mayor de Barclay de Tolli, precisamente donde debía estar Kuraguin. El príncipe Andréi encontró a Barclay de Tolli a la orilla del Drissa. Las tropas estaban distribuidas en el campamento fortificado según el plan de Pful. Dado que no había ni una sola aldea grande ni pueblo en los alrededores, esta enorme cantidad de generales y cortesanos se había distribuido en diez verstas a la redonda en las mejores casas de las aldeítas a uno y otro lado del río. Barclay de Tolli se encontraba a cuatro verstas del emperador.

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