—Permita que pase este carro, ¿o es que no ve que hay una mujer? —dijo el príncipe Andréi acercándose al oficial.
El oficial le miró y sin responderle se volvió de nuevo al soldado.
—Ni se te ocurra pasar. ¡Atrás!
—Le digo que les deje pasar —repitió de nuevo, apretando los labios el príncipe Andréi.
—¿Y tú quién eres? —se dirigió de pronto a él el oficial ebrio de cólera—. ¿Tú quién eres? ¿Tú (subrayó especialmente el
tú
) eres un mando o qué? Yo soy aquí el que manda y no tú. Tú, da la vuelta o te haré papilla.
Era evidente que esta expresión le gustaba al oficial.
—Ha puesto bien en su sitio a ese ayudantito —se escuchó una voz atrás. El príncipe Andréi vio que el oficial se encontraba en ese instante de tal inmotivada ebriedad de furia en la que la gente no sabe lo que dice. Se dio cuenta de que su intervención a favor de la mujer del médico de la kibitka
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podía servir para aquello que él temía más que nada en el mundo, lo que se llama ridículo, pero su instinto le decía otra cosa. No tuvo tiempo el oficial de decir las últimas palabras, cuando el príncipe Andréi, con el rostro demudado por la cólera, se acercó a él y levantó la nagaika.
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—¡Dé-je-les pa-sar!
El oficial dejó caer los brazos y se apartó.
—Todo este desorden es culpa de estos miembros del Estado Mayor —gruñó él—. Hágalo usted como sepa.
El príncipe Andréi apresuradamente, sin levantar la mirada, se alejó de la mujer del médico, que le llamaba salvador y rememorando con repugnancia todos los detalles de esa humillante escena, siguió cabalgando hasta el pueblo en el que le habían dicho que se encontraba el comandante en jefe.
Al llegar al pueblo se bajó del caballo y se acercó a la primera casa con la intención de descansar aunque solo fuera por un instante, de comer algo y de aclarar los ultrajantes pensamientos que le atormentaban.
«Son un montón de canallas y no un ejército», pensaba él acercándose a la ventana de la primera casa, donde una voz conocida le llamaba por su nombre.
Miró. Por la pequeña ventana se asomaba el bello rostro de Nesvitski. Nesvitski, gesticulando con las manos, le llamaba.
—¡Bolkonski! ¡Bolkonski! ¿No me oyes? Ven deprisa —gritaba él.
Al entrar en la casa, el príncipe Andréi vio a Nesvitski y a otro ayudante. Ambos se dirigieron apresuradamente a él con preguntas sobre si tenía alguna información nueva. En sus rostros conocidos para él, el príncipe Andréi advirtió la expresión de alarma e inquietud.
Esa expresión se percibía particularmente en el rostro siempre risueño de Nesvitski.
—¿Dónde está el comandante en jefe? —preguntó Bolkonski.
—Aquí, en esta casa —respondió el ayudante.
—Bueno, ¿y qué? ¿Es verdad que se va a firmar la paz y la capitulación? —preguntó Nesvitski.
—Eso os pregunto yo a vosotros. Yo no sé nada más excepto lo que me ha costado llegar hasta aquí.
—¡No sabes lo que nos ha pasado, hermano! ¡Un desastre! Reconozco, hermano, que nos reímos de Mack, y a nosotros nos está yendo aún peor —dijo Nesvitski—. Siéntate y bebe algo.
—Ahora, príncipe, no encontrará ni carro ni nada y su Piotr, Dios sabe dónde andará, —dijo el otro ayudante.
—¿Dónde está el cuartel general? ¿Se alojan en Znaim?
—Yo ya he empaquetado todo lo que necesito en dos caballos —dijo Nesvitski—, me han hecho fardos separados. Para huir aún a través de los montes de Bohemia. La cosa está mal, amigo. ¿Qué te sucede? Seguro que estás enfermo, ¿por qué tiemblas así? —preguntó Nesvitski, al advertir que el príncipe Andréi temblaba como si hubiera tocado una botella de Leiden.
—No es nada —respondió el príncipe Andréi.
En ese instante había recordado el reciente conflicto con la mujer del médico y el oficial de aprovisionamiento.
—¿Y qué hace aquí el comandante en jefe? —preguntó él.
—Yo no entiendo nada —dijo Nesvitski.
—Yo lo único que comprendo es que todo es vileza, vileza y vileza —dijo el príncipe Andréi y salió hacia la casa en la que se encontraba en comandante en jefe.
Tras pasar al lado del coche de Kutúzov, los agotados caballos del séquito y los cosacos que hablaban en voz alta entre sí, el príncipe Andréi entró en la casa. El propio Kutúzov, como le habían dicho al príncipe Andréi, se encontraba en la estancia con el príncipe Bagratión y Weirother. Este último era un general austríaco que reemplazaba al asesinado Schmidt. En la habitación, el pequeño Kozlovski estaba acuclillado ante un escribano. El escribano, apoyado en un tonel vuelto, con las mangas del uniforme remangadas, escribía apresuradamente. El rostro de Kozlovski reflejaba agotamiento —era evidente que él tampoco había dormido— y estaba sombrío y preocupado, más que de costumbre. Miró al príncipe Andréi y ni siquiera le saludó con la cabeza.
—La segunda línea... ¿La ha escrito? —continuó él dictando al escribano—. Los granaderos de Kíev, los de Podolsk...
—No vayas tan rápido, Excelencia —respondió el escribano, mirando irrespetuosamente y con enojo a Kozlovski.
A través de la puerta se podía oír en ese momento la voz animada e insatisfecha de Kutúzov a la que interrumpía otra voz desconocida. En el sonido de estas voces, en la poca atención con la que le miraba Kozlovski, en la falta de respeto del agotado escribano, en el mismo hecho de que el escribano y Kozlovski estuvieran sentados, tan cerca del comandante en jefe, en el suelo alrededor de un tonel, y que los cosacos que cuidaban de los caballos se rieran sonoramente bajo la ventana de la casa, el príncipe Andréi sintió que algo importante y lamentable había debido suceder. A pesar de ello el príncipe Andréi preguntaba insistentemente a Kozlovski.
—Enseguida, príncipe —dijo Kozlovski—. Es la disposición de Bagratión.
—¿Y la capitulación?
—No hay ninguna capitulación, se están haciendo todos los preparativos para la batalla.
El príncipe Andréi se dirigió hacia la puerta, a través de la que se oían voces.
Pero en el instante en el que quería abrir la puerta, las voces en la habitación cesaron, la puerta se abrió sola y Kutúzov apareció en el umbral.
El príncipe Andréi estaba enfrente de Kutúzov, pero por la expresión del único ojo útil del comandante en jefe era evidente que los pensamientos y la preocupación le ocupaban de tal modo que incluso nublaban su vista. Miró de frente al rostro de su ayudante y no le reconoció.
—¿Ya ha terminado? —le dijo a Kozlovski.
—Un segundo, Su Excelencia.
Bagratión, de corta estatura, con un firme e inmóvil rostro de tipo oriental, delgado, aún joven, pasó tras el comandante en jefe.
—Tengo el honor de presentarme —repitió en voz bastante alta el príncipe Andréi, tendiéndole un sobre.
—Ah, ¿de Viena? Bien. Después, después.
Kutúzov salió con Bagratión al porche.
—Bien, príncipe, ¡adiós! Que Dios te acompañe. Llevas mi bendición para esta gran hazaña.
El rostro de Kutúzov se enterneció inesperadamente y las lágrimas acudieron a sus ojos. Se atrajo hacia sí con la mano izquierda a Bagratión y con la derecha, en la que llevaba un anillo, le bendijo y le presentó su rolliza mejilla para que se la besara, aunque en su lugar Bagratión le besó en el cuello.
—¡Que Dios te acompañe! —repitió Kutúzov y se acercó a la carroza.
—Siéntate conmigo —le dijo a Bolkonski.
—Su Excelencia, quisiera ser útil aquí. Permítame quedarme en el destacamento del príncipe Bagratión.
—Siéntate —dijo Kutúzov, al advertir que Bolkonski tardaba—, a mí también, a mí también me hacen falta mis mejores oficiales.
Se sentaron en la carroza y avanzaron unos minutos en silencio.
—Más adelante aún nos esperan muchas, muchas cosas —dijo con expresión de anciana perspicacia, como si adivinara lo que sucedía en el alma de Bolkonski—. Si de entre su destacamento vuelve mañana una décima parte daré gracias a Dios —añadió Kutúzov, como hablando consigo mismo.
El príncipe Andréi miró a Kutúzov e involuntariamente le saltó a la vista, a medio arshin
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de su rostro, los limpios contornos de la cicatriz en la sien de Kutúzov, donde una bala en Izmáilov le había atravesado la cabeza. «Sí, él tiene derecho a hablar con esa tranquilidad de la muerte de esa gente», pensó Bolkonski.
—Por esa razón le pido que me envíe a ese destacamento —dijo él.
Kutúzov no respondió. Parecía que ya se había olvidado de lo que le habían dicho e iba pensativo. Cinco minutos después, meneándose rítmicamente sobre los blandos muelles de la carroza, Kutúzov se dirigió al príncipe Andréi. En su rostro no había ni rastro de agitación. Con fina burla le preguntó al príncipe Andréi sobre los detalles de su encuentro con el emperador y de las opiniones que había oído en la corte sobre la batalla de Krems. Era evidente que ya preveía todo lo que le contó su ayudante.
E
L
1 de noviembre Kutúzov recibió a través de su espía una noticia que ponía al ejército que él comandaba en situación casi desesperada. El espía informó de que los franceses habían pasado el puente de Viena con numerosas fuerzas y se dirigían hacia la vía de comunicación de Kutúzov con las tropas que venían de Rusia. Si Kutúzov se decidía por quedarse en Krems, el ejército formado por 150.000 soldados de Napoleón le cortaría todas las comunicaciones, rodearía su agotado ejército de 40.000 soldados y se encontraría en la misma situación que Mack en Ulm. Si Kutúzov se decidía por abandonar la línea de comunicación con las tropas de Rusia, debería entrar sin seguir una ruta en los desconocidos territorios de los montes de Bohemia, defendiéndose de un enemigo que le superaba en fuerzas y abandonar toda esperanza de reunión con Buchsgevden. Si Kutúzov se decidía a retroceder por el camino de Krems a Olmütz para reunirse con las tropas de Rusia, se arriesgaba a que los franceses que habían pasado el puente de Viena le adelantaran por este camino y de ese modo verse obligado a entrar en batalla durante la marcha con todos los petates y los convoyes y a entrar en acción contra un enemigo que le atacaría por los dos flancos. Kutúzov eligió esta última opción.
Los franceses, como había informado el espía, habían cruzado el puente en Viena e iban a marchas forzadas hacia Znaim, que se encontraba en el camino de retirada de Kutúzov a más de 100 verstas de distancia de él. Alcanzar Znaim antes que los franceses significaba conquistar una gran esperanza de salvar el ejército; dejar que los franceses llegaran antes que él a Znaim significaba seguramente someter a todo el ejército a un oprobio similar al de Ulm, o a una total destrucción. Pero no se podía adelantar a los franceses con todo el ejército. El camino de los franceses desde Viena a Znaim era más corto y mejor que el de los rusos desde Krems a Znaim.
La noche en que recibiera la noticia, Kutúzov envió la vanguardia de 6.000 hombres de Bagratión a la derecha por las montañas, dejando el camino entre Krems y Znaim para tomar el de entre Viena y Znaim. Bagratión debía seguir esta marcha sin descanso, detenerse frente a Viena dejando Znaim a su espalda y si conseguía adelantar a los franceses retenerlos lo más posible. El propio Kutúzov con el grueso del ejército se lanzaría hacia Znaim.
Después de haber avanzado cuarenta y cinco verstas sin seguir un camino, por las montañas, con soldados hambrientos y descalzos, en una noche tormentosa, habiendo perdido a la tercera parte de sus hombres, Bagratión llegó a Hollabrünn, que se encontraba en el camino entre Viena y Znaim, unas horas antes de que llegaran los franceses que se acercaban a Hollabrünn desde Viena. Kutúzov tenía que avanzar aún durante veinticuatro horas con sus convoyes para alcanzar Znaim y por eso, para salvar al ejército, Bagratión debía, con 4.000 soldados hambrientos y agotados, detener durante veinticuatro horas a todo el ejército enemigo con el que iba a encontrarse en Hollabrünn, lo que evidentemente era imposible. Pero una rara suerte convirtió en posible lo imposible. El éxito del engaño que entregó sin combate el puente de Viena a manos de los franceses, incitó a Murat a tratar de engañar del mismo modo a Kutúzov. Murat, al encontrarse con el débil ejército de Bagratión en el camino de Znaim, pensó que ese era todo el ejército de Kutúzov y para aplastarlo por completo quiso esperar a las tropas rezagadas y con ese fin propuso una tregua de tres días, con la condición de que ninguna tropa rusa modificara su posición y no se movieran del sitio. Murat afirmaba que ya se habían puesto en marcha las negociaciones para la firma de la paz y por eso, para evitar un inútil derramamiento de sangre, proponía una tregua. El general austríaco conde Nostits, que se encontraba en la avanzada, creyó al emisario de Murat y retrocedió dejando al descubierto el destacamento de Bagratión. Otro emisario fue a las filas rusas a contar la misma noticia de las conversaciones de paz y proponer la tregua de tres días a las tropas rusas. Bagratión respondió que él no podía ni aceptar ni rechazar la tregua y mandó a su ayudante a informar a Kutúzov de la propuesta que le habían hecho.
La tregua era para Kutúzov el único medio para ganar tiempo, permitir descansar al agotado destacamento de Bagratión y avanzar con los petates y los convoyes cuyo movimiento se ocultaba de los franceses, aunque solo fuera una jornada más hacia Znaim. La proposición de tregua le daba una única e inesperada posibilidad de salvar el ejército. Al recibir esta noticia Kutúzov envió a toda prisa al general ayudante de campo Witzengerod al campamento enemigo. Witzengerod debía no solo aceptar la tregua sino proponer condiciones de capitulación, y mientras tanto Kutúzov envió a sus ayudantes atrás para acelerar en lo posible el movimiento de los convoyes de todo el ejército por el camino entre Krems y Znaim. El agotado y hambriento destacamento de Bagratión debía, ocultando el movimiento de los convoyes y del grueso del ejército, quedarse inmóvil ante el enemigo que era ocho veces más numeroso.
Las esperanzas de Kutúzov se cumplieron tanto en el sentido de que la propuesta de capitulación, que no obligaba a nada, podía dar tiempo para el avance de una parte de los convoyes, como en relación con que el error de Murat sería descubierto en breve. Tan pronto como Bonaparte, que se encontraba en Schönbrunn, a veinticinco verstas de Hollabrünn, recibió el informe de Murat sobre el proyecto de tregua y capitulación, se dio cuenta del engaño y escribió la siguiente carta a Murat: