—¿De quién es esta compañía? —le preguntó el príncipe Bagratión a un artillero que se encontraba al lado de las cajas de municiones.
Preguntaba: «¿De quién es esta compañía?», pero en esencia lo que preguntaba era: «¿No se estarán acobardando por aquí?». Y el artillero lo entendió.
—Del capitán Tushin, Su Excelencia —gritó poniéndose firme con voz alegre y terrible el pelirrojo artillero con el rostro cubierto de pecas.
—Está bien —dijo Bagratión reflexionando, y pasando al lado de los carros se acercó al último cañón. En el momento en el que pasaba resonó un disparo de este cañón ensordeciéndole a él y al séquito, y en el humo que rodeaba los cañones pudo verse a los artilleros que empujaban el cañón y apresuradamente, con todas sus fuerzas, lo hacían rodar hasta su posición original. Un enorme soldado de anchos hombros que llevaba un escobillón saltó hacia la rueda con las piernas muy abiertas. Otro metía con manos temblorosas una bala en la boca del cañón. Un hombre pequeño y encorvado, el oficial Tushin, tropezando con la cola de la cureña corrió hacia delante sin advertir la presencia del general y haciéndose visera con la mano para poder ver.
—Así es la cosa, añade dos líneas más —gritó con voz tonante, a la que intentaba dotar de una gallardía que no iba con su figura—. ¡El número dos! —dijo con voz fina—. ¡Fuego, Medvédev!
Bagratión llamó al oficial y Tushin, con tímidos y torpes movimientos, habiéndose llevado dos dedos a la visera, con un gesto en nada parecido a como saludan los soldados, sino más bien a como bendicen los clérigos, se acercó al general. Aunque la batería de Tushin estaba destinada para disparar sobre la cañada, disparaba con balas incendiarias sobre la aldea de Schengraben que se divisaba en frente y ante la que se movían grandes masas de franceses.
Nadie había ordenado a Tushin dónde y con qué disparar, y él, aconsejado por su brigada Zajárchenko, al que respetaba mucho, había decidido que sería buena idea incendiar la aldea. «¡Bien!», dijo Bagratión al informe del oficial y comenzó a mirar todo el campo de batalla que se abría ante él como considerando algo. Por el lado derecho era por donde más se acercaban los franceses. Bajo la colina en la que se encontraba el regimiento de Kíev en la cañada del río se escuchaba el retumbante traqueteo de los fusiles y tras los dragones mucho más a la derecha, un oficial del séquito le señaló al príncipe una columna de franceses que se acercaba a nuestro flanco. A la izquierda el horizonte terminaba en un bosque cercano.
El príncipe Bagratión ordenó que dos batallones del centro fueran a reforzar el flanco derecho. Un oficial del séquito se atrevió a advertir al príncipe que si estos batallones se iban, las baterías quedarían desprotegidas. El príncipe Bagratión se volvió hacia el oficial del séquito y le miró en silencio con ojos apagados. Al príncipe Andréi le parecía que la apreciación del oficial del séquito era correcta y que realmente no se le podía objetar nada. Pero en ese instante el ayudante del comandante del regimiento, que se encontraba en la cañada, galopó hasta ellos con la noticia de que enormes masas de franceses avanzaban por debajo y que el regimiento se había dispersado y se retiraba hacia los granaderos de Kíev. El príncipe Bagratión movió la cabeza en señal de acuerdo y aprobación. Fue al paso hacia la derecha y envió a un ayudante a dar la orden a los dragones de atacar a los franceses. Pero el ayudante enviado allí volvió al cabo de media hora con la noticia de que el jefe del regimiento de dragones se retiraba hacia el otro lado del barranco ya que habían dirigido contra ellos un intenso fuego y perdía hombres inútilmente y por esa razón había ordenado a los tiradores que corrieran a internarse en el bosque.
—Está bien —dijo Bagratión.
Cuando se alejó de la batería se escucharon también a la izquierda disparos en el bosque y como se encontraba demasiado lejos del flanco izquierdo para que él mismo pudiera llegar a tiempo, envió allí a Zherkov a decirle al general superior, el mismo que presentara el regimiento a Kutúzov en Braunau, que se retirara lo más rápido posible al otro lado del barranco porque era probable que el flanco derecho no tuviera fuerzas para detener por mucho tiempo al enemigo. Tushin y el batallón que le cubría fueron olvidados por completo.
El príncipe Andréi escuchaba concienzudamente las conversaciones del príncipe Bagratión con los mandos y las órdenes que les daba y reparó con sorpresa en que no daba ninguna orden y que el príncipe solo trataba de aparentar que todo lo que se hacía por necesidad, casualidad y la voluntad de los mandos, si no era por orden suya, sí al menos de acuerdo con sus intenciones. Gracias al tacto que demostraba el príncipe Bagratión, el príncipe Andréi advirtió que a pesar del carácter casual de los acontecimientos y su independencia de la voluntad del jefe, su presencia hacía mucho. Los mandos que se acercaban al príncipe Bagratión con rostros desolados se tranquilizaban, los soldados y oficiales le saludaban alegremente y se animaban más en su presencia y hacían visible alarde de su valor ante él.
E
L
príncipe Bagratión, habiendo llegado al punto más alto de nuestro flanco derecho, comenzó a descender donde se escuchaba el resonar del tiroteo y no se podía ver nada a causa del humo de la pólvora. Cuanto más descendían hacia la cañada menos podían ver, pero se hacía más perceptible la cercanía del propio campo de batalla. Comenzaron a encontrarse con heridos. A uno que tenía la cabeza ensangrentada y no llevaba gorra le llevaban dos soldados sujeto por los brazos. Gemía y escupía, estaba claro que la bala le había entrado por la boca o el cuello. Otro con el que se encontraron caminaba solo vigorosamente, sin fusil, iba quejándose en voz alta y agitando a causa de un dolor reciente, un brazo, del que manaba sangre como de una botella, manchando su capote. Por su rostro parecía más asustado que dolorido, acababan de herirle. Atravesando el camino comenzaron a descender por la pendiente y en ella vieron a algunos soldados tumbados; se encontraron con una multitud de heridos entre los que también había soldados sanos. Los soldados subían la montaña jadeando, y a pesar de ver al general hablaban en voz alta y gesticulaban con los brazos. Enfrente, en el humo, ya se podían ver filas de capotes grises y un oficial, al ver a Bagratión, salió corriendo con un grito tras los soldados que se marchaban en masa pidiéndoles que volvieran. Bagratión se acercó a las filas en las que aquí y allá resonaban los disparos acallando las conversaciones y las órdenes. Todo el aire estaba saturado del humo de la pólvora. Los rostros de los soldados estaban cubiertos de pólvora y excitados. Unos limpiaban los fusiles con las baquetas, otros añadían la pólvora, sacaban la carga de las bolsas y disparaban. Pero no podían ver a quién disparaban a causa del humo de la pólvora que no se había llevado el viento. Y se escuchaban con frecuencia los agradables sonidos de los zumbidos y los silbidos.
«¿Qué es esto? —pensó el príncipe Andréi, al acercarse a ese grupo de soldados—. ¡No puede ser una línea de tiradores porque están en grupo! No puede ser un ataque porque no se mueven, no puede ser un cuadro porque no están formando correctamente.»
Un anciano delgado de aspecto débil, el comandante del regimiento, con una agradable sonrisa y unos párpados que cubrían más de la mitad de sus ancianos ojos, otorgándole un aspecto dulce, se acercó al príncipe Bagratión y le recibió como un anfitrión a un apreciado huésped. Informó al príncipe Bagratión de que su regimiento había sufrido el ataque de la caballería francesa y de que a pesar de que el ataque había sido rechazado, el regimiento había perdido más de la mitad de sus soldados. El comandante del regimiento decía que el ataque había sido rechazado ideando esta denominación militar para explicar lo que había sucedido en su regimiento, pero sin saber él mismo realmente qué era lo que había ocurrido en esa media hora en las tropas de las que era responsable y sin poder decir con certeza si el ataque había sido rechazado o su regimiento había sido masacrado por el ataque. Al comenzar la acción solo supo que empezaron a volar balas y granadas por todo su regimiento y a caer soldados y que después alguien gritó: «La caballería», y los nuestros comenzaron a disparar. Y seguían disparando hasta el momento ya no sobre la caballería que se había ocultado, sino sobre la infantería francesa que se había dejado ver en la cañada y abría fuego sobre nosotros.
El príncipe Bagratión asintió con la cabeza en señal de que todo era exactamente como él había deseado y supuesto. Ordenó a su ayudante que hiciera bajar de la montaña a los dos batallones del Sexto de Cazadores junto a los que acababa de pasar. Al príncipe Andréi le sorprendió en ese instante el cambio que se había operado en el rostro de Bagratión. Su rostro expresaba la ensimismada y alegre determinación que hay en un hombre que va a arrojarse al agua en un día de calor y está tomando carrerilla. No había ya ni ojos empañados por la falta de sueño, ni fingido aspecto de concentración: los ojos redondos, firmes, de rapaz, miraban al frente animada y algo despreciativamente, sin detenerse en nada en particular, aunque en sus movimientos se mantenía su anterior lentitud y gravedad.
El comandante del regimiento se volvió al príncipe Bagratión rogándole que se alejara, dado que ese sitio era demasiado peligroso.
—Excelencia, por el amor de Dios —decía él, mirando a un oficial del séquito, que le daba la espalda, para pedirle ayuda—. Mire.
Le hacía advertir las balas que aullaban, silbaban y cantaban sin cesar a su alrededor. Hablaba con el tono de reproche y de ruego con el que un carpintero le habla a un señor que ha cogido el hacha: «Nosotros estamos acostumbrados, pero a usted le saldrán callos». Hablaba con un tono tal como si a él mismo no pudieran herirle las balas. Y sus ojos entrecerrados daban a sus palabras una expresión aún más persuasiva. El oficial superior se unió en sus ruegos al comandante del regimiento, pero el príncipe Bagratión no les respondió y únicamente ordenó que cesaran de disparar y que se situaran de modo que dejaran espacio para los dos batallones que se acercaban. Mientras hablaba parecía, a causa del viento que se había levantado, que una mano invisible descorriera de derecha a izquierda la cortina de humo que ocultaba la cañada y la montaña situada enfrente y las filas de franceses que se movían por ella se hicieron visibles ante ellos. Todos los ojos se posaron involuntariamente en estas columnas francesas que se movían hacia nuestras tropas serpenteando por los escalones del terreno. Ya podían verse los gorros de piel de los soldados, ya se podía diferenciar a los oficiales de los soldados y se veía cómo ondeaban las banderas.
—Marchan bien —dijo alguien del séquito de Bagratión.
La cabeza de la columna casi había descendido a la cañada. El enfrentamiento debía producirse en ese lado.
Los restos de nuestro regimiento, que había entrado en combate, formaron apresuradamente y se echaron hacia la derecha; tras ellos, adelantando a los rezagados, se acercaban, bien alineados, los dos batallones del Sexto de Cazadores. Aún no habían llegado a la altura de Bagratión y ya se podía oír el paso duro y pesado que marcaba toda esa masa de gente. El que iba más cercano a Bagratión por el flanco izquierdo era el comandante del regimiento, un hombre de cara redonda y buena planta, con una expresión feliz y estúpida en el rostro. Era evidente que en ese momento no pensaba en nada excepto en que marchaba bravamente junto a su jefe. Complaciente, marchaba con facilidad con sus musculosas piernas, como flotando, estirándose sin el menor esfuerzo y distinguiéndose así del pesado paso de los soldados que le seguían. En la pierna llevaba desenvainada una espadita delgada y estrecha (una espadita curvada, en nada similar a un arma) y mirando bien al jefe, bien hacia atrás, volvía ágilmente todo su fuerte talle sin perder el paso. Parecía que todas sus fuerzas estaban dedicadas a marchar del mejor modo posible junto a su superior y sintiendo que lo estaba haciendo bien, se encontraba feliz. «Izquierda, izquierda, izquierda, derecha, izquierda», parecía decir interiormente a cada paso y con ese compás y con rostros severos se movía el muro de las figuras de los soldados, soportando el peso de las mochilas y los fusiles como si cada uno de estos soldados dijera mentalmente a cada paso: «Izquierda, izquierda, izquierda, derecha, izquierda».
Un grueso mayor, jadeando y perdiendo el paso, evitó un arbusto del camino; un soldado rezagado, jadeando con rostro asustado por la falta que había cometido, alcanzó corriendo a la compañía; una bala, segando el aire voló sobre la cabeza del príncipe Bagratión y su séquito y cayó en la columna.
—¡Cerrad filas! —se escuchó la presuntuosa voz del comandante del regimiento.
Los soldados evitaron en arco el lugar en el que había caído la bala y un viejo caballero, un suboficial de flanco que se había detenido junto a las víctimas, alcanzó su fila, cambió el paso de un salto, se puso al ritmo de la marcha y miró con rostro enfadado. «Izquierda, izquierda, izquierda, derecha, izquierda», parecía escucharse en el silencio amenazador y el rítmico sonido de las piernas que golpeaban el suelo al unísono.
—¡Bravo, muchachos! —dijo Bagratión.
—¡Hurra-a-a-a-a-a-a-a-a-a! —se extendió por las filas.
Un sombrío soldado que iba a la izquierda miró al gritar a los ojos a Bagratión con una expresión tal como si le dijera: «Ya lo sabemos»; otro, sin mirar y como si temiera distraerse, abrió la boca, gritó y siguió adelante. Se les ordenó que se detuvieran y se quitaran las mochilas.
Bagratión pasó junto a sus filas y se bajó del caballo. Le dio las riendas a un cosaco, luego se quitó la burka y se la dio, estiró las piernas y se enderezó el gorro en la cabeza. La cabeza de la columna francesa con los oficiales al frente se dejó ver por detrás de la montaña. Pero nadie les vio, todos miraban al hombre de baja estatura con gorro de borrego, los brazos alineados a lo largo del cuerpo y los, entonces brillantes, ojos.
—¡Que Dios os acompañe! —dijo él con voz fuerte y firme, en un instante se volvió hacia el frente y meneando suavemente los brazos, con paso torpe de jinete, avanzó como trabajosamente por el accidentado terreno. El príncipe Andréi sintió que una irresistible fuerza le lanzaba hacia delante y experimentó una felicidad que le hizo olvidarse de todo en ese instante...
Aquí tuvo lugar ese ataque sobre el que el señor Thiers dijo: «Los rusos se comportaron valerosamente y —cosa rara en una guerra—, dos masas de infantería marcharon con decisión la una contra la otra y ninguna de las dos cedió hasta la propia confrontación», y Napoleón en la isla de Santa Elena dijo: «Algunos batallones rusos se comportaron de forma intrépida».