Al príncipe Murat. Schönbrunn,
25 de brumario del año 1805 a las ocho de la mañana.
No encuentro palabras para expresar mi disgusto. Usted se limita a dirigir la vanguardia de mi ejército y no tiene autoridad para declarar una tregua sin que yo se lo ordene. Me va a hacer perder los frutos de toda la campaña. Rompa inmediatamente la tregua y avance contra el enemigo. Explíquele que el general que ha firmado esta tregua no tiene autoridad para ello y que nadie la tiene exceptuando al zar de Rusia.
Por otra parte, si el emperador ruso está de acuerdo con el citado acuerdo yo también lo estaré, pero esto no es otra cosa más que un ardid. Avance y destruya el ejército ruso. Puede apresar sus convoyes y su artillería.
El general ayudante de campo del emperador ruso... Los oficiales no son nada si no tienen plenos poderes oficiales y él tampoco los tiene. Los austríacos se dejan engañar en el paso del puente de Viena y usted se deja engañar por este general ayudante de campo del emperador.
N
APOLEÓN
El ayudante de campo de Bonaparte galopó a uña de caballo con esta severa carta para Murat. El propio Bonaparte, que no se fiaba de sus generales, fue con toda la guardia hacia el campo de batalla, temiendo dejar escapar a la víctima y mientras el destacamento de 4.000 hombres de Bagratión encendía alegremente las hogueras, se secaba, entraba en calor, y calentaba el rancho por vez primera después de tres días, y nadie de entre los soldados del destacamento sabía, ni pensaba en lo que le esperaba.
A
las cuatro de la tarde el príncipe Andréi, que había persistido en su petición a Kutúzov, llegó a Grunt y se presentó a Bagratión. El ayudante de campo de Bonaparte aún no había llegado al destacamento de Murat y la batalla aún no había comenzado. En el destacamento de Bagratión nadie sabía nada sobre el transcurso de los acontecimientos, hablaban sobre la paz, pero no pensaban que fuera posible. Hablaban sobre la batalla, pero tampoco creían en su inminencia. Bagratión, que conocía a Bolkonski como un querido y fiable ayudante de campo, le recibió con una especial distinción y benevolencia, le explicó que seguramente iban a entrar en batalla ese día o al siguiente y le dio plena libertad para quedarse con él durante la batalla o en la retaguardia para controlar en orden en la retirada, «lo que también es muy importante».
—Por otra parte seguramente hoy no habrá batalla —dijo Bagratión, como para tranquilizar al príncipe Andréi.
«Si es uno de esos petimetres del Estado Mayor que han enviado para conseguir una medalla, en la retaguardia la conseguirá, y si quiere estar conmigo es libre de hacerlo... puede ser útil si es un oficial valiente», pensó Bagratión.
El príncipe Andréi, sin responder nada, pidió el permiso del príncipe para recorrer las avanzadas y conocer la distribución de las tropas para en caso de que se le encomendara alguna tarea saber adonde acudir. El oficial de guardia del regimiento, un hombre apuesto, elegantemente vestido y con un anillo de diamantes en el dedo índice, que hablaba mal pero gustosamente el francés, se ofreció a guiar al príncipe Andréi.
El oficial superior de guardia ocupaba una de las casas ocupadas de la aldea de Grunt y el príncipe Andréi entró con él en ella mientras ensillaban su caballo. Tras un tabique derribado calentaba una estufa y ante ella se arrugaban y clareaban secándose unas botas mojadas y humeaba un empapado capote. En el suelo del aposento dormían tres oficiales, la atmósfera era pesada.
—Siéntese, príncipe, aunque sea aquí —dijo el oficial superior en francés—. Ahora mismo me entregarán el caballo. Estos son nuestros oficiales, príncipe. Es que hemos marchado dos noches bajo la lluvia y no había ni dónde secarse.
Los oficiales tenían un aspecto triste y penoso. Ese mismo aspecto triste y desordenado era el que ofrecía todo el pueblo, cuando ellos, montados a caballo, lo recorrieron. Por todas partes se veían oficiales mojados con rostros tristes, que parecían buscar algo, y soldados que se traían puertas, bancos y vallas del pueblo.
—No podemos, príncipe, librarnos de esta gente —dijo el oficial superior señalando a esos soldados—. Los comandantes relajan la disciplina, y aquí —dijo señalando a la tienda del cantinero— es donde se reúnen y pasan el rato. Hoy por la mañana les eché a todos y mire ahora, ya está otra vez llena. Tengo que ir a asustarlos, príncipe. Solo un momento.
—Vayamos y tomaré algo de queso y pan —dijo el príncipe Andréi que aún no había tenido tiempo de comer nada.
—¿Por qué no lo ha dicho antes, príncipe?
Bajaron del caballo y entraron en la tienda del cantinero. Algunos oficiales con rostros sonrojados y agotados estaban sentados en las mesas comiendo y bebiendo.
—¿Qué es esto, señores? —dijo el oficial superior en tono de reproche como una persona que ya ha repetido muchas veces la misma cosa—. No pueden ausentarse así. El príncipe ha ordenado que no haya nadie aquí. Bueno, y usted, señor capitán ayudante —dijo dirigiéndose a un oficial de artillería menudo, sucio y delgado que, sin botas (se las había dado al cantinero para que se las secara), se había levantado en calcetines al ver a los que entraban en la tienda y sonreía de un modo no del todo natural.
—¿Cómo es que no le da a usted vergüenza, capitán Tushin? —continuó el oficial del Estado Mayor—. Usted como artillero debería dar ejemplo y está aquí sin las botas. Si dan la alarma estará muy bien sin las botas. —El oficial superior sonrió—. Hagan el favor de volver a sus puestos, señores, todos, todos —añadió en tono autoritario.
El príncipe Andréi sonrió involuntariamente, mirando también al capitán ayudante Tushin. Sonriendo en silencio Tushin apoyaba alternativamente el peso de una pierna a la otra, mirando interrogativamente con ojos grandes, inteligentes y bondadosos, bien al príncipe, bien al oficial superior.
—Los soldados dicen que descalzo se va más cómodo —dijo el capitán Tushin, sonriendo y azarándose, deseando evidentemente pasar de su incómoda situación al tono de broma; pero aún no había terminado de hablar cuando se dio cuenta que su broma no era bien recibida. Se turbó.
—Haga el favor de irse —dijo el oficial superior intentando mantener la seriedad.
El príncipe Andréi miró una vez más la figura del artillero. Tenía algo de particular, nada marcial, algo cómico, pero excepcionalmente atractivo.
El oficial superior y el príncipe Andréi se sentaron en el caballo y siguieron avanzando.
Al salir del pueblo sin dejar de encontrarse y de dejar atrás a soldados y oficiales de distintas armas, vieron a la izquierda las rojizas fortificaciones en construcción. Unos cuantos batallones de soldados en mangas de camisa, a pesar del frío viento, pululaban en estas fortificaciones como blancas hormigas. Desde el terraplén, alguien a quien no podían divisar, arrojaba sin cesar paladas de tierra roja. Se acercaron a la fortificación, la supervisaron y siguieron adelante. Tras la misma fortificación tropezaron con unas decenas de soldados relevándose continuamente bajando de las fortificaciones. Tuvieron que taparse la nariz y espolear al caballo para alejarse de esa atmósfera envenenada.
—Estos son los deleites del campamento, príncipe —dijo el oficial superior de guardia.
Se acercaron a la montaña del lado opuesto. Desde esta montaña se podía ver ya a los franceses. El príncipe Andréi se detuvo y comenzó a mirar.
—No, más tarde los veremos, príncipe —dijo el oficial superior, para el cual ese espectáculo era ya algo común. Señaló al punto más alto de la montaña—. Ahí es donde está nuestra batería —dijo él—, y el mismo estrafalario que estaba en la cantina sin botas; desde ahí se puede ver todo; luego iremos.
—Puedo seguir solo —dijo el príncipe Andréi, deseando librarse del chapurreo francés del oficial superior—, no quisiera molestarle más.
Pero el oficial superior le dijo que tenía que seguir hasta los dragones y juntos tomaron el camino de la derecha.
Cuanto más avanzaba, acercándose al enemigo, tanto más ordenadas y alegres parecían las tropas. El mayor desorden y decaimiento lo había visto en un convoy ante Znaim que había adelantado por la mañana y que se encontraba a diez verstas de los franceses. En Grunt también se percibía una cierta alarma y miedo. Pero cuanto más se acercaba el príncipe Andréi a las filas francesas, más seguro era el aspecto de nuestras tropas. Los soldados formaban en filas, vestidos con sus capotes y los brigadas y los jefes de compañía contaban a sus hombres señalando con el dedo al pecho del último soldado de la sección y ordenándole que levantara la mano; repartidos por todo el campo los soldados traían leña y ramaje seco y construían pequeñas barracas, riéndose alegremente y charlando entre ellos; junto a las hogueras había soldados vestidos y desnudos, secando sus camisas y calcetines o arreglando las botas y los capotes, agolpándose alrededor de los peroles y los cocineros. En una compañía ya estaba preparado el rancho, y los soldados con rostros ansiosos miraban a los peroles humeantes y esperaban a la cata que en una escudilla de madera llevaba el intendente al oficial que se encontraba sentado en un tronco frente a su barracón.
En otra compañía más afortunada, porque no todas tenían vodka, los soldados apelotonados se encontraban frente a un brigada picado de viruelas y ancho de espaldas que inclinando el tonelete vertía vodka en los tapones de las cantimploras colocadas por turno. Los soldados, con rostros fervorosos, se llevaban a la boca el tapón, lo volcaban y haciendo gárgaras y secándosela con las mangas del capote se alejaban del brigada con el rostro alegre. Todos los rostros reflejaban tanta tranquilidad como si todo estuviera sucediendo no ante el enemigo, antes de una batalla en la que se iba a perder, por lo menos la mitad del destacamento, sino en algún lugar de la patria en espera de una parada tranquila. Habiendo recorrido el regimiento de los cazadores y las filas de los granaderos de Kíev, gallardos hombres ocupados en las mismas pacíficas actividades, el príncipe Andréi y el oficial superior, cerca del alto barracón del comandante del regimiento que se distinguía de los otros, chocaron de frente con una sección de granaderos ante los que yacía un soldado desnudo. Dos soldados le sujetaban y otros dos blandían flexibles vergajos y le golpeaban rítmicamente con ellos en la espalda desnuda. El condenado gritaba artificialmente, un grueso comandante no cesaba de caminar por delante de él y sin prestar atención a sus gritos decía:
—Robar es vergonzoso para un soldado, un soldado debe ser honrado, noble y valiente, y si roba a su hermano es que no tiene honor y es un canalla. ¡Más, más!
Y se oían los golpes y los desesperados pero falsos gritos.
—¡Más, más! —decía el comandante.
Un joven oficial, con expresión de incredulidad y sufrimiento en el rostro, se alejó del condenado mirando interrogativamente a los ayudantes de campo que pasaban. Pero los ayudantes no dijeron nada, se dieron la vuelta y siguieron avanzando.
El artificialmente desesperado y falso grito del condenado se fundió inarmónicamente con los sonidos de una canción de baile que cantaban en la compañía de al lado. Los soldados estaban en círculo y en el medio bailaba un joven recluta haciendo con los pies y con la boca reiterados movimientos atrozmente rápidos.
—¡Anda a bailar tú, Makatiuk! —dijo un anciano soldado con una medalla y una cruz empujándole al círculo.
—Pero yo no puedo bailar como él.
—¡Venga!
El soldado entró en el círculo con el capote por encima de los hombros con las condecoraciones que se sacudían en él, con las manos metidas en los bolsillos pasó andando despacio por el círculo sacudiendo apenas los hombros y entornando los ojos. Miró y fijó los ojos en los ayudantes de campo que pasaban. Era evidente que le era igual a quien mirara, aunque por la expresión de su mirada parecía tener ante los ojos a algún amigo con el que con esta mirada recordara una broma común. Se detuvo en el medio y de pronto se dio la vuelta, saltó en cuclillas, dio dos patadas con las piernas, se levantó, dio otra vuelta y sin parar y empujando a los que estaban en su camino salió del círculo.
—¡Todos vosotros! Dejad que bailen los jovencitos. Vete a limpiar el fusil.
Todo lo que vio se quedó grabado en la memoria del príncipe Andréi.
Donde los dragones, el oficial superior fue a ver al comandante del regimiento y el príncipe Andréi siguió solo hasta el frente. Nuestras filas y las del enemigo estaban lejos las unas de las otras en el flanco derecho y el izquierdo pero en el medio en el sitio en el que se habían acercado los emisarios las filas estaban tan cerca que podían verse la cara los unos a los otros y hablar entre ellos. Además de los soldados que formaban filas, en este lugar había un montón de curiosos a ambos lados riéndose que miraban al extraño y para ellos ajeno enemigo.
Desde la mañana temprano, a pesar de la prohibición de acercarse a las filas, los mandos no pudieron librarse de los curiosos. Los soldados que estaban en las filas, algo fuera de lo común, ya no miraban a los franceses sino que hacían sus observaciones sobre lo que iba a venir y esperaban aburridos al relevo. El príncipe Andréi se detuvo a observar a los franceses.
—¡Mira, mira! —Le decía un soldado a su compañero señalando a un mosquetero ruso que se había acercado con un oficial a las filas y hablaba rápida y acaloradamente con un granadero francés.
—Mira qué bien charla. Ni siquiera el franchute puede seguirle. ¡Prueba tú, Sídorov!...
—Espera, déjame escuchar. ¡Fíjate! —respondió Sídorov que se consideraba un maestro hablando francés.
El soldado al que señalaban los burlones era Dólojov. El príncipe Andréi le reconoció y se puso a escuchar su conversación. Dólojov y el jefe de su compañía habían ido a esas filas desde el flanco izquierdo en el que se encontraba su regimiento.
—¡Más, más! —con inocente alegría y rostro grave le instigaba Býkov inclinándose hacia delante y tratando de no perderse ni una de las, para él, ininteligibles palabras—. Más deprisa, por favor. ¿Qué dice él?
Dólojov no respondió al jefe de su compañía, se había dejado arrastrar a una acalorada discusión con el granadero francés. Hablaban, como es lógico, de la campaña. El francés afirmaba, confundiendo a los rusos con los austríacos, que los rusos se habían rendido y que huían corriendo desde el mismo Ulm; Dólojov hablaba como siempre con un innecesario y algo afectado ardor. Decía que los rusos no se habían rendido, sino que se retiraban. Y que donde se quisieran quedar derrotarían a los franceses como en Krems.