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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (94 page)

BOOK: Guerra y paz
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XV

E
L
invierno de 1809, como los diez anteriores, el príncipe Nikolai Andréevich Bolkonski y su hija lo pasaron en Moscú. Al anciano se le permitió la salida hacia las capitales y quiso aprovechar su estancia en ella, pero no aguantó vivir en Moscú más de tres meses, por lo que regresaron a Lysye Gory para la cuaresma. La salud y el carácter del príncipe se deterioraron bastante aquel año, después de la partida de su hijo para el extranjero. Se volvió aún más irritable que antes y sus continuos arrebatos de genio los descargaba principalmente contra la princesa María. Parecía buscar afanosamente sus puntos más débiles para mortificarla con la mayor crueldad posible. La princesa María tenía dos pasiones que constituían sus dos alegrías; su sobrino Nikólushka y la religión, siendo ambos los temas preferidos del príncipe para sus ataques y sus burlas. Se hablara de lo que se hablase, él conducía la conversación hacia el tema de la superstición de las viejas solteronas y de los mimos excesivos hacia el niño. «Quieres hacer de él una solterona como tú, pero es inútil; el príncipe Andréi necesita un hijo», decía. O bien, dirigiéndose a mademoiselle Bourienne, le preguntaba en presencia de la princesa María qué pensaba de los popes y los iconos, bromeando sobre ello.

Hería continuamente a la princesa María, pero su hija no tenía que hacer el menor esfuerzo para perdonarle. ¿Acaso podía parecerle culpable un anciano enfermo y débil? ¿Podía su padre ser injusto, amándola como ella sabía? ¿Y en qué consiste la justicia? La princesa jamás pensaba en esa soberbia palabra: justicia. Todas las complicadas leyes y razonamientos humanos se concentraban para ella en una sola, simple y clara; en la ley del amor y la abnegación, promulgada por Aquel, que siendo Dios, sufrió por amor a la humanidad. ¿Qué le importaba a ella la justicia o injusticia de otras personas? Ella debía sufrir y amar, y eso es lo que hacía.

En los albores de la primavera, el príncipe Andréi estuvo en Lysye Gory. Había obtenido un permiso por vacaciones y marchó al extranjero para que su herida sin restañar sanase y a buscar un educador para su hijo, uno de esos preceptores filósofos, amigos virtuosos de los que entonces se llevaban para educar a los hijos de los ricos. El príncipe Andréi estaba feliz y se mostraba dulce y tierno como hacía tiempo no le había visto la princesa María. Presentía que algo le había sucedido, pero él no le comentó nada de su amor.

Antes de partir, conversó largo rato con su padre, percatándose la princesa María de que ambos habían quedado descontentos.

El viejo príncipe envejeció bastante tras la noticia de la muerte de su hijo, la vuelta de este, el fallecimiento de su nuera, y en particular, por las desgracias que la milicia causara en su finca. En 1808 marchó a Moscú, pero regresó al poco tiempo. Su abatimiento moral se manifestó especialmente tras la marcha de su hijo, sobre todo cuando, al irritarse, mostraba una extraña y repentina pasión por la señorita Bourienne (la princesa María no daba crédito a lo que veía) mitigándose únicamente su genio por raros minutos de sosiego. Solo la señorita Bourienne podía hablar y reírse sin causarle molestia, solo ella podía leer para él en voz alta para que quedara satisfecho, y constantemente le servía como ejemplo a imitar por su hija. La princesa María era culpable de no ser tan jovial, de no poseer un color de cara tan saludable, de no ser tan sagaz como la señorita Bourienne. Gran parte de la conversación de sobremesa con Mijaíl Ivánovich discurría sobre la educación, y tenía como fin demostrar a la princesa María que con sus mimos estaba echando a perder a su sobrino, y que las mujeres no son capaces de nada sino de parir niños, y que en Roma, si fuesen unas solteronas, probablemente las habrían arrojado por la roca de Tarpeya. Con la señorita Bourienne hablaba de que la religión era una ocupación para personas ociosas y que sus compatriotas en el año 1792 solo hicieron una cosa inteligente: Eliminar a Dios. Había semanas en las que no dirigía palabras de afecto a su hija y se afanaba por encontrar sus puntos débiles donde poder pincharla. A veces (esto pasaba preferentemente antes del desayuno, el momento en el que estaba de peor humor), entraba en la habitación del niño y apartando a un lado a la niñera y a la nodriza, encontraba que todo estaba sistemáticamente mal y que eso podía deteriorar la educación del niño, desparramaba y rompía los juguetes, regañaba, e incluso a veces, empujaba a la princesa María, para luego salir apresuradamente.

A mitad del invierno, el príncipe se encerró en su habitación sin motivo alguno sin ver a nadie que no fuera la señorita Bourienne y sin dejar pasar a su hija. Mademoiselle Bourienne estaba muy animada y alegre, y en la casa se hacían los preparativos para una partida. La princesa no estaba al tanto; había estado sin dormir dos noches, atormentándose, y finalmente se decidió a ir a hablar con su padre. Escogiendo imprudentemente un momento antes de la comida, fue a la habitación de su padre, exigiéndole una cita para explicarse. Bajo la influencia de un sentimiento de indignación por la inmerecida posición que ocupaba en la casa, esta vez superó su habitual temor. Este pensamiento la inquietaba tanto, que se permitía sospechar que mademoiselle Bourienne había predispuesto deliberadamente a su padre en contra suya. Pero quedó enteramente como culpable al escoger mal el momento para recibir explicaciones. Si hubiera preguntado a mademoiselle Bourienne, le habría explicado a qué horas se podía o no se podía hablar con el príncipe. Pero con su falta de tacto, entró en el despacho a grandes zancadas y con unas manchas rojas que asomaban en su rostro. Temiendo que si vacilaba le faltaría el valor, fue directamente al grano.

—Padre —dijo—, he venido a decirle que si he hecho algo mal, dígame qué es. Castígueme, pero no me atormente así. ¿Qué he hecho?

El príncipe estaba en uno de sus peores momentos. Tumbado sobre el diván, atendía a la lectura. Refunfuñando, la miró en silencio unos cuantos segundos, y riéndose de un modo poco natural, dijo:

—¿Qué es lo que quieres? ¿Qué quieres? Vaya una vida, ¡ni un minuto de tranquilidad!

—Padre...

—¿Qué quieres? No necesito nada. Tengo a la señorita Bourienne, lee bien. Y Tijón es un buen ayudante de cámara. ¿Qué más puedo desear? Bueno, siga —dijo volviéndose a mademoiselle Bourienne y recostándose de nuevo.

La princesa María rompió a llorar y salió corriendo del despacho, Ya en su cuarto, fue presa de un ataque de nervios.

La tarde de ese mismo día, el príncipe la mandó llamar y la recibió en el umbral de la puerta. Enseguida la abrazó, nada más entrar por la puerta —evidentemente, la estaba esperando—. Le hizo leer en voz alta y sin cesar de andar a su alrededor, le tocaba el cabello. Esa tarde no llamó a mademoiselle Bourienne y durante largo rato no se desprendió de la compañía de la princesa María. En cuanto ella manifestaba el deseo de salir del despacho, él proponía una lectura nueva y comenzaba de nuevo a caminar por la habitación. La princesa sabía que su padre deseaba hablar de las explicaciones que no le había dado esa mañana, pero el viejo príncipe no sabía como empezar. El que su padre se hallara ahora en una situación de culpabilidad, a ella le apuraba y dolía de una manera indescriptible, mas no podía ayudarle porque no se atrevía a ello. Finalmente, se levantó por tercera vez para salir. El rostro de su padre estaba reblandecido y radiante, con una mirada y una sonrisa infantilmente apocadas sobre sus mejillas llenas de arrugas... La miró directamente a los ojos. Con un movimiento rápido la cogió del brazo y a pesar de sus esfuerzos por librarse de él, la besó. Nunca antes había hecho algo semejante. Cerrando sus dos palmas, la volvió a besar, y con la misma sonrisa apocada miró a los ojos de su hija. De repente, frunció el ceño, le dio la vuelta sobre sus hombros y la empujó hacia la puerta.

—¡Anda, márchate! —dijo. En el momento de darle la vuelta, se sintió tan débil que comenzó a tambalearse, y la voz con la que había dicho «¡Anda, márchate!», queriendo parecer terrible, era en realidad débil y decrépita.

¡Cómo podía no perdonársele todo después de esto!

Pero ese minuto de enternecimiento del viejo príncipe se desvaneció, y al día siguiente la vida discurrió como siempre y como antaño; comenzó de nuevo a manifestarse el habitual sentimiento de odio sereno del anciano hacia su hija, que a cada minuto se expresaba en ofensas como proferidas en contra de su voluntad.

Desde ese momento, un pensamiento nuevo empezó a rondar por la cabeza de la princesa María. Era un pensamiento que constituía el sentido de su vida, tan sombrío y preciado como el del roble del príncipe Andréi. Se trataba de la idea del monacato, y no tanto del monacato como de la peregrinación. Unos tres años atrás, la princesa María había tomado por hábito viajar dos veces al año al monasterio de Serdob para ayunar y conversar con el padre Akinfi, el abad, y confesarse ante él. Solo a él, al padre Akinfi, le confió este secreto. Al principio, le disuadió de la idea, pero después la bendijo. «Abandonar la familia, los parientes, la patria, su posición, toda preocupación por los bienes materiales para no apegarse a nada, ir vestida con harapos de cáñamo, errar por una propiedad ajena de lugar en lugar sin causar mal alguno a la gente y rezar por ellos. Y también rezar por los que les amparan y por los que los persiguen. No hay una verdad y ni una vida más elevadas que estas —pensaba la princesa María—. ¿Qué puede haber mejor que esta vida? ¿Qué puede haber más puro, sublime y dichoso?»

Con frecuencia, al escuchar los relatos de las peregrinas, se excitaba al oír su habla sencilla y mecánica, estando preparada para dejarlo todo al instante y salir corriendo de la casa (ya disponía incluso del traje). Pero después, tras ver a su padre y al pequeño Koko, maldecía su debilidad, lloraba pausadamente y sentía que era una pecadora, amándoles más que a Dios. La princesa, horrorizada, descubrió en su alma algo, en su opinión, todavía peor: el pavor a su padre, el odio a Bourienne, el pesar por la imposibilidad de unir su destino a una persona tan sencilla, honorable y simpática como le parecía que era Rostov. Y luego, una y otra vez volvía a su ensoñación preferida de verse junto con Pelaguéiushka, vestida con ásperos harapos, caminando con un palo y un morral por un camino polvoriento, dirigiendo su peregrinación sin alegría, sin pasiones humanas, sin anhelos, de santo en santo, y al fin y al cabo, allá donde no haya penas, ni suspiros de dicha suprema y felicidad eterna.

«No, ya lo he meditado y lo cumpliré con toda seguridad», pensaba la princesa María, sentada junto al escritorio y royendo la pluma con la que escribía en 1809 a su amiga Julie su habitual y acostumbrada carta de los jueves.

«Las desdichas parecen ser nuestro común atributo, mi querida y tierna amiga, por las que, aparentemente, siento mayor aprecio cuanto más desgraciadas son —escribía la princesa—. La pérdida que le ha causado la guerra después de sufrir dos desgracias es tan terrible que no la puedo explicar sino como una especial gracia de Dios, porque la ama, para ponerla a usted y a su excelente madre a prueba (la carta de la princesa María expresaba su pésame con motivo de la muerte del tercero de sus hermanos por fiebres, cuando ya habían matado a sus otros dos hermanos en Turquía, uno en la campaña de 1805 y otro en 1807. De esta manera, de los cuatro hijos de Nastasia Dmítrievna solo ella quedaba ahora con vida). ¡Ah, querida amiga! La religión y únicamente la religión puede, no digo ya consolarnos, sino librarnos de la desesperación. Solo la religión puede explicarnos que, sin su amparo, el hombre no puede comprender por qué seres buenos y nobles que saben hallar la alegría de vivir, y que no solamente no hacen daño alguno a nadie, sino que son imprescindibles para la dicha de los demás, son llamados por Dios, mientras que entre los vivos quedan personas malvadas, inútiles, nocivas, que son una carga para sí mismos y los demás. La primera muerte que vi y que jamás olvidaré, fue la de mi querida cuñada, que tanta impresión me produjo. Del mismo modo que usted pregunta al destino por qué tenía que morir su excelente hermano, así me pregunté yo por qué tenía que desaparecer Liza, ese ángel que no solo no hizo mal alguno a nadie, sino que nunca tuvo en el alma más que buenos pensamientos. ¿Y qué, querida amiga? Ya han pasado cinco años desde entonces, y con mi insignificante inteligencia comienzo ahora a comprender con claridad por qué tenía que morir, y de qué modo su muerte no era más que la expresión de la infinita bondad del Creador, cuyos actos, para nosotros incomprensibles en su mayoría, son solamente una manifestación de su infinito amor hacia sus criaturas. Quizá, pienso con frecuencia, ella era demasiado angelical y cándida como para poder soportar sus obligaciones como madre. Como joven esposa era impecable, y puede que no lo hubiera sido como madre. Ahora, no solo nos ha dejado, en particular al príncipe Andréi, el lamento y el recuerdo más puros, sino que probablemente ocupará un lugar que yo no oso esperar para mí.

»Pero, sin hablar más de ella, esta muerte terrible y prematura, a pesar de toda su tristeza, ha tenido la más saludable influencia para Andréi, para mi padre y para mí. Entonces, en el momento de la pérdida, estos pensamientos no podían venir a mí; horrorizada, los habría alejado, pero ahora los veo claros e indiscutibles. Le escribo todo esto, querida amiga, solo para convencerla de una verdad evangélica de la que he hecho una norma de vida: ni un solo cabello caerá de nuestra cabeza sin Su voluntad. Y Su voluntad se guía únicamente por su infinito amor hacia nosotros. Por eso, todo lo que nos acontezca será por nuestro bien. Usted nos pregunta si iremos pronto a Moscú. A pesar de todo el deseo que tengo de verla, no creo que sea así, ni lo deseo. Se sorprenderá de que el motivo de ello sea Bonaparte; he aquí la explicación. La salud de mi padre se deteriora notoriamente y se manifiesta en una especial irritabilidad nerviosa. Con esta irritabilidad, como sabe, arremete preferentemente contra los asuntos políticos. No puede soportar la idea de que Bonaparte se trate de igual a igual con todos los soberanos europeos, especialmente con el nuestro, el nieto de Catalina la Grande.

»Ya sabe que me muestro completamente indiferente ante los asuntos políticos, pero según lo que dice mi padre en sus conversaciones con Mijaíl Ivánovich, conozco todo lo que ocurre en el mundo, en especial todos los honores rendidos a Bonaparte, al que según parece, de todo el mundo solo es en Lysye Gory donde no se le reconoce como un gran hombre y menos aún como emperador de los franceses. Mi padre no puede soportarlo. Creo que mi padre, principalmente como consecuencia de su enfoque de los asuntos políticos y en previsión de los choques que su manera de expresar sus opiniones sin cohibirse en modo alguno pueda producir, no habla con gusto de un viaje a Moscú. Todo lo que ganaría con un tratamiento médico, lo perdería como consecuencia de sus discusiones sobre Bonaparte, que son inevitables. Un ejemplo de esto lo tuvimos el año pasado. De cualquier modo, la cosa se decidirá muy pronto. La vida familiar discurre como siempre, con la excepción de la presencia de Andréi. Como ya le decía, ha cambiado mucho últimamente. Después de su desgracia, solo ahora, en este año, ha renacido moralmente. Ya es el que conocí de pequeña; dulce, bondadoso y tierno. Ha comprendido, según creo, que la vida no se ha acabado para él. Pero junto con este cambio de espíritu, se ha debilitado mucho físicamente; está más delgado y nervioso que antes. Temo mucho por él, pero me alegra que haya emprendido este viaje a San Petersburgo. Espero que eso le restablezca. Ha marchado allá porque necesita terminar un asunto con su suegro y porque prometió a los Rostov asistir a la boda de su hija mayor. Se casa con un tal Berg. Pero confío en que este viaje le anime de algún modo. Sé que el príncipe Razumovski escribió a Andréi invitándole a ocupar un puesto importante en el servicio civil, Andréi se ha negado, pero espero que cambie de opinión. Necesita hacer algo. Mi padre aprobó fervientemente el viaje y desea que Andréi trabaje en el servicio civil. Por mucho que injurie y desprecie al actual gobierno, es la inactividad de Andréi en estos cinco últimos años y el hecho de que muchos de sus camaradas le hayan sobrepasado en el servicio civil, lo que realmente martiriza a mi padre, aunque no lo manifieste.

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