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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (92 page)

BOOK: Guerra y paz
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—Solo una cosa te pido: que no tengamos hijos demasiado pronto —dijo por una inconsciente asociación de ideas.

—Sí —respondió Vera—, tampoco yo lo deseo. Sin embargo —dijo sonriendo con el mismo cuidado que Berg había apartado los caros encajes (le encantaba ponerse por encima de todo el género masculino encarnado en su marido)—, creo que hoy va a venir alguien a visitarnos —dijo, apartándose de su marido de nuevo por una inconsciente asociación de ideas—. ¿Están encendidas las velas del salón?

—Sí. Igual que este era el de la princesa Yusopova —dijo Berg sonriendo alegremente y señalando el chal de encaje de su mujer.

En ese momento anunciaron la llegada de un invitado de honor al que deseaban recibir desde hacía tiempo: el príncipe Andréi. Ambos cónyuges intercambiaron una sonrisa de satisfacción, atribuyéndose cada uno el honor de aquella visita.

«¡Ahí tienes lo que significa saber hacer buenas amistades!», pensó Berg.

«¡Ahí tienes lo que significa saber comportarse!», pensó Vera.

El príncipe Andréi, al acudir de visita a casa de los Berg, mantuvo su compromiso de no ver durante dos días a Natasha. Confiaba vagamente en verla en casa de su hermana. Le recibieron en el nuevo salón, donde no había un lugar en el que sentarse sin que se rompiese la simetría, la pulcritud y el orden. Por ese motivo, era comprensible y no resultaba extraño que Berg propusiera magnánimamente romper la simetría de un sillón o de un diván en honor de un invitado tan preciado y, por lo visto, hallándose a ese respecto en un doloroso estado de indecisión, dejó la solución de esta cuestión al gusto del invitado. Berg no era en absoluto del agrado del príncipe Andréi, con su torpe egoísmo y necedad. Probablemente, porque Berg representaba el contraste más drástico a su carácter. Sin embargo, Berg era en ese momento el mejor contertulio que podía tener. Escuchó con placer durante largo rato el relato de sus ascensos, sus planes y bajo el sonido de su voz, entregándose con placer todo el tiempo a la ensoñación de sus propios asuntos. Vera, que permanecía sentada, rara vez intercalaba alguna palabra, sin aprobar en su fuero interno a su marido no por hablar todo el rato de sí mismo (según ella, no podía ser de otro modo), sino por hacerlo sin la suficiente despreocupación. Vera también se mostraba agradable con el príncipe por el involuntario nexo existente en su memoria entre Natasha y él. Vera era una de esas personas decentes y poco atrayentes que tanto abundan en el mundo y que uno nunca toma en serio, y para el príncipe Andréi, que la consideraba un ser bueno e insignificante, ahora también era alguien especialmente allegado, debido a su proximidad con Natasha.

Berg rogó disculpas al príncipe por dejarle a solas con Vera (con una mirada, ella le mostró la inconveniencia de ese gesto), y salió del salón para enviar rápidamente al ordenanza a comprar las mismas pastas para el té que había probado en casa de los Potemkin y que según su opinión eran de más categoría que el resto y debían por ello provocar el asombro del príncipe Andréi cuando las viera servidas en la cestita de plata que su padre le había enviado como regalo de boda.

El príncipe Andréi se quedó a solas con Vera, sintiéndose súbitamente incómodo. Vera habló tanto como su marido, pero no se podía evadir uno de su charla, porque, a diferencia de su marido, tenía la costumbre de dirigirse con preguntas a su contertulio a mitad de la conversación, como si estuviera examinándole: «¿Comprende usted?». Por esta razón, el príncipe Andréi debía seguir su conversación, sobre todo cuando comenzó a hablar de Natasha, nada más salir del salón su marido.

Vera, tal y como todos los que habitaban y frecuentaban la casa de los Rostov, advirtió los sentimientos del príncipe hacia Natasha y sobre esa base hizo sus propuestas. No es que estimase imprescindible comunicar al príncipe Andréi sus consideraciones sobre el carácter de Natasha y sus inclinaciones y aficiones pasadas —aunque lo hizo—, pero sentía la necesidad de abordar esa conversación con un invitado tan apreciado y mundano, y poder sacar a relucir su aparente tacto diplomático en el trato, el arte de las insinuaciones y la astucia sin causa ni motivo. Tenía que mostrarse cercana y sagazmente fina, y Natasha era el mejor pretexto para poner en juego todo su arte. Orientando sus preguntas hacia su familia, la última visita del príncipe Andréi y la voz de Natasha, Vera se detuvo en el enjuiciamiento del carácter de su hermana.

—Creo, príncipe, que usted se ha debido asombrar con frecuencia de la inhabitual capacidad de Natasha para cambiar sus afectos. Antes le encantaba la música francesa y ahora no la soporta. Y esto le ocurre continuamente. Es capaz de encariñarse por todo y
también
de olvidarse de ello rápidamente...

—Sí. Pienso que muestra sus sentimientos de una manera muy intensa —dijo el príncipe con un tono como si la cuestión de los rasgos del carácter de Natasha no pudiera en absoluto interesarle.

—Sí —respondió Vera con una leve sonrisa—. Pero usted, príncipe, es una persona muy perspicaz y comprende de inmediato el carácter de la gente. ¿Qué piensa de Natalie? ¿Puede ella amar para siempre a una sola persona?

La conversación empezó a desagradar al príncipe.

—No tengo ningún motivo para pensar nada que no sea bueno de su hermana.

—Yo creo que cuando ella ame de verdad... —prosiguió Vera con un aire muy significativo, como dando a entender que ella amaba entonces. (En toda esta conversación Vera pensaba que deseaba el bien de Natasha)—. Pero en nuestros tiempos —continuó, mencionando «nuestros tiempos» como lo hacen las personas de pocas miras, que creen haber descubierto y valorado que las peculiaridades de nuestro tiempo y las características de la gente cambian con los años— una muchacha goza de tanta libertad que el placer de tener admiradores ahoga en ellas ese sentimiento, y Natalie, hay que reconocerlo, es muy sensible a esto.

El príncipe Andréi desconocía qué resultaría de todo aquello, pero escuchando las torpes y desacertadas palabras de Vera sintió un sufrimiento en su interior, semejante al que debe experimentar un músico al escuchar y ver a su lacayo remedando y tocando con gesto expresivo un instrumento que no conoce. Con ese mismo aire de suficiencia tocaba Vera el instrumento de la fina conversación de salón.

—Sí, eso creo —contestó Andréi secamente—. ¿Ha asistido al último concierto de Catalani?

—No, no estuve. Pero volviendo al tema de Natalie, creo que nunca han cortejado tanto a nadie como a ella, pero hasta ahora no le ha gustado seriamente nadie, incluso nuestro simpático primo Borís, al que tan difícil le resultó rechazarla.

El príncipe Andréi aclaró la voz y frunciendo el ceño, guardó silencio. Estaba experimentando sentimientos hostiles hacia Vera, que no se habría contenido de expresar de no ser ella una mujer. Vera no se percató.

—Así que es amigo de Borís... —dijo Vera.

—Sí, le conozco.

—Seguramente le ha hablado de su amor infantil hacia Natalie. En los últimos tiempos fue muy tierno, estaba muy enamorado. Si hubiera sido rico...

—¿Acaso hizo una proposición de matrimonio? —preguntó el príncipe sin querer.

—Bueno, sabe, fue un amor de infancia, y ya sabe, entre primos esa intimidad lleva a veces al amor. Pero, ya sabe, la edad, las circunstancias...

—¿Fue su hermana la que le rechazó o fue él? —preguntó el príncipe.

—Sí, ya sabe, fue una relación íntima infantil, que era adorable cuando eran niños. Pero ser primos es una vecindad peligrosa y mi madre lo arregló todo. Tanto mejor para Natasha, ¿no es así?

El príncipe Andréi no contestó nada y calló descortésmente. En su interior algo se había hecho jirones. Lo que había no solo de natural, sino de imprescindible en el carácter de Natasha, el hecho de que ella hubiera amado a alguien, que se hubiera besado con su primo (como se abrazara el príncipe Andréi con la suya en la adolescencia), nunca se le había ocurrido; pero siempre que pensaba en Natasha, a ese pensamiento se le unía el de la pureza y virginidad de las primeras nieves. «Vaya una sandez que me haya enamorado alguna vez de esa niña», fue lo primero que pensó el príncipe Andréi. Y como un viajero que tras perderse en la noche examina con asombro al amanecer el lugar al que ha llegado, el príncipe no pudo entender de inmediato qué destino le había conducido a sentarse a la mesa del té de unos tales Berg, jóvenes e ingenuos. ¿Qué tenía que ver él con Natasha y con su hermana, y con ese ingenuo alemán que contaba lo bien que fabrican en Finlandia las cestitas de plata para el pan y los bizcochos? Pero como el viajero que llega a un lugar desconocido y que durante largo tiempo no se decide a volver al no saber dónde se halla su camino anterior, el príncipe Andréi, sin escuchar ni responder, permaneció largo rato en casa de los Berg, asombrándoles, e incluso hacia el final agobiándoles, con su presencia.

Tras abandonar la casa de los Berg y en cuanto se quedó a solas consigo mismo, el príncipe Andréi sintió que ya no podía volver a su antiguo camino y que tenía celos y temía perderla; a pesar de todo, la amaba aún más que antes. Todavía no era tarde y se permitió ir a casa de Pierre, al que asombrosamente no había visto en todos esos días. Unas carrozas se hallaban paradas junto al portal iluminado de la casa de los Bezújov; la condesa había organizado una recepción para el embajador de Francia, pero Pierre estaba solo en la planta de arriba, en su mitad de la casa.

Vestido con una camisa suelta, Pierre estaba sentado en su habitación de techo bajo y anegada de humo. Estaba pasando a limpio unas actas escocesas auténticas, cuando el príncipe Andréi entró en los aposentos.

Desde el día del baile, Pierre notaba la llegada de sus accesos de hipocondría y trataba desesperadamente de luchar contra ellos. De nuevo todo le parecía mezquino en comparación con la eternidad, de nuevo se hacía la misma pregunta: «¿Para qué?». Y se
obligaba a trabajar
día y noche, confiando así en alejar la llegada de un malestar anímico.

—¡Ah!, es usted —dijo con aspecto malhumorado y distraído—. Ya ve, estoy trabajando —dijo, señalando la libreta con el aire de la salvación de los infortunios de la vida con el que se entregan los desventurados a su trabajo.

—Hace tiempo que no te veía, querido amigo —dijo Andréi—. Los Rostov preguntan por ti.

—¡Ah!, los Rostov. —Pierre se sonrojó—. ¿Ha estado de visita en su casa?

—Sí.

—Nunca tengo tiempo, ya sabe... y me voy en cuanto acabe el trabajo.

—¿Adónde? —preguntó el príncipe Andréi.

—A Moscú. —Pierre súbitamente resolló con dificultad y dejó caer su pesado cuerpo en el diván junto a Andréi—. A decir verdad, la condesa y yo no congeniamos. Hemos hecho la prueba y... Sí, sí, me casé muy pronto. Pero usted... ya es hora.

—¿Tú crees? —dijo el príncipe.

—Sí, y te diré con quién —dijo Pierre, enrojeciendo otra vez.

—Con la pequeña de las Rostova —dijo Andréi sonriendo—. Sí, te digo que podría enamorarme de ella.

—Pues enamórese, cásese y sean felices —dijo Pierre con especial fervor, levantándose de un salto y comenzando a andar por la habitación—. Siempre lo pensé. Esa muchacha es un tesoro tal, un tesoro tal... No abundan chicas como ella. Querido amigo, se lo ruego: No le dé más vueltas ni dude. Cásese, cásese y cásese.

—¡Es muy fácil decirlo! En primer lugar, soy viejo —dijo el príncipe Andréi, mirando a los ojos de Pierre y esperando su respuesta.

—¡Eso es absurdo! —gritó enojado Pierre.

—Bueno, si pensase, aunque estoy a más de cien millas de la boda, tengo un padre... que me dice que mi nuevo matrimonio sería lo único que podría abatirle de dolor.

—¡Absurdo! —gritó Pierre—. También él la querrá. Es una buena muchacha. Cásese, cásese. No hablemos más de ello.

Y, efectivamente, Pierre se arrimó sus libretas y comenzó a explicar al príncipe el sentido de esas actas escocesas auténticas, pero Andréi no comprendía sus explicaciones; ni siquiera entendía el sufrimiento envidioso que se ocultaba en Pierre. De nuevo sacó como tema de conversación a los Rostov y la boda. ¿Dónde estaba su melancolía, su desprecio a la vida y su desencanto? Soñaba y hacía planes como un niño, viviendo totalmente para el futuro. Pierre era la única persona ante la que había decidido sincerarse y ya le había contado todo lo que albergaba su alma. Como un muchacho, bien ingenuamente, bien riéndose de sí mismo, le relató sus planes.

—Sí, si me casase ahora —decía—, me hallaría en las mejores condiciones. Cualquiera de mis ambiciones está enterrada para siempre. En el campo he aprendido a vivir. Llevaría un educador a Nikólushka. Masha, a la que le resulta difícil sobrellevar esa vida, viviría con nosotros. En invierno iría a Moscú. En verdad, tengo diecisiete años.

Continuaron hablando hasta bien entrada la noche, siendo estas las últimas palabras de Pierre: «Cásese, cásese, cásese».

XIV

A
L
día siguiente de la conversación nocturna con su madre, en la que decidieron que el príncipe Andréi hiciese una proposición de matrimonio, Natasha le esperó con temor. Llegaría ese momento decisivo que la privaría de su mayor dicha: la esperanza de recibir amor de todos los hombres que conocía, y las pruebas a las que gustaba de someterles: amarla. Llegaría el día en que aparecerían otras alegrías: ser una dama, acudir a palacio, etcétera. Pero sería imprescindible rehusar las antiguas y alegres dichas de costumbre. Temía que llegara el príncipe, el hombre que más le gustaba de cuantos conocía, y le propusiera matrimonio. Pero el príncipe no llegó. Al día siguiente, recelando, Natasha le esperó con impaciencia y pasión. Si hubiera sabido comprender sus sentimientos, habría visto que esa impaciencia no derivaba de su amor, sino del miedo a aparecer ridícula y estafada ante los ojos de su madre, de Pierre, de ella misma, y según creía, de todo el mundo que supiera del asunto y lo que esperaba ella de él. Aquel día estaba calmada y avergonzada. Creía que todos estaban al tanto de su desencanto y que se reían de ella, o que la compadecían. Por la tarde se acercó a su madre y comenzó a llorar junto a su cama como un niño que busca su culpa y al no encontrarla, pregunta por qué se le castiga. Después se enfadó y le anunció a su madre que no amaba en absoluto al príncipe Andréi y que nunca lo había amado. Tampoco iría detrás de él y ahora habría de ser él el que rogara su mano. Pero ¿lo haría? Esta cuestión no la abandonó ni por un minuto, adormeciéndose con ese torturador e insoluble dilema.

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