Read Guerra y paz Online

Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (90 page)

BOOK: Guerra y paz
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—¡Encantadoras, adorables!

Las Rostova la ensalzaron y cuidando de sus peinados, subieron a las carrozas y partieron. Para Natasha los preparativos del baile empezaron ya en la víspera, pero no había tenido ni un momento libre en todo el día y no le había dado tiempo a pensar en lo que le esperaba. En aquel ambiente húmedo y frío, entre la penumbra y las estrecheces y saltos del carruaje, Natasha se imaginó por primera vez lo que le esperaba allí, en el baile, en las resplandecientes salas entre cientos de mujeres encantadoras: música, flores, bailes, el zar... Aquello estaba tan fuera de lugar con la impresión de frío, oscuridad y apreturas de la carroza, que no podía ni creer que así sería. Solamente tuvo conciencia de todo lo que le esperaba, cuando tras pasar hacia el vestíbulo por la alfombra roja, se quitó el abrigo y subió por la escalera, iluminada y llena de flores, delante de su madre. Justo en ese instante recordó cómo tenía que comportarse, y se esforzó por adoptar el aire majestuoso que consideraba apropiado para una muchacha en un baile así. Por suerte, sintió que su corazón latía a cien pulsaciones por minuto y no pudo adoptar esa pose que la hubiera hecho parecer ridícula. Caminaba encogida por la emoción y tratando con todas sus fuerzas de ocultarla. Pero ese era el estilo que mejor le iba. Delante y detrás, conversando también en voz baja, entraban los invitados con sus trajes de gala. En los espejos de la escalera se reflejaban las damas, con sus vestidos blancos y azules, luciendo brillantes y perlas en sus brazos y cuellos desnudos. Natasha no conseguía ver su imagen reflejada entre ellas. Al entrar en la primera sala, el murmullo uniforme de las voces, pasos y trajes la ensordeció. La luz y el resplandor la cegaron más aún. Los anfitriones, que desde hacía media hora permanecían en la puerta de entrada recibiendo a los invitados con las mismas palabras —«Encantado de verles»—, acogieron con idéntica cortesía a los Rostov y a la señorita Perónskaia.

Las dos muchachas, ambas de blanco y con rosas iguales en sus negros cabellos, hicieron la misma reverencia, pero la anfitriona fijó su atención involuntariamente en la delicada Natasha y le dedicó una sonrisa especial, además de la que repartía a todos. Puede que la anfitriona recordase su primer baile y sus dorados años de juventud que no habían de volver. El dueño de la casa también siguió con los ojos a Natasha y preguntó al conde si era su hija.

—¡Encantadora! —dijo.

En la sala, los invitados se agrupaban ante la puerta de entrada, en espera de la llegada del zar. Cedieron un sitio a la condesa y esta se colocó en las primeras filas.

Natasha oyó y sintió que algunos hablaban de ella y la miraban. En esos instantes, no veía ni comprendía nada, pero en su rostro no se percibía ni la más mínima turbación. Fue la primera en hablar unas palabras con su madre solo con tal de no permanecer en silencio. Sin prisa y sin mostrar curiosidad, miró a su alrededor. Cerca de ella se alzaba un embajador, un anciano de abundantes cabellos plateados y ensortijados, que sosteniendo una tabaquera, reía y hacía reír a las damas que lo rodeaban. Una dama de belleza singular, alta y rellena, hablaba con algunos hombres, sonriendo con tranquilidad. Se trataba de Hélène. Natasha admiró con entusiasmo su belleza y con tristeza pensó en su insignificancia en comparación con ella. Contoneándose, Pierre caminaba entre los invitados, dejando caer los brazos perezosamente y con un aspecto como si estuviese andando por el mercado, estrechando manos a diestro y siniestro. Sin llegar hasta Natasha, a la que había tendido una mirada desde lejos con sus miopes ojos, cogió del brazo a un joven oficial y dijo:

—Váyase a cortejar a mi esposa —dijo señalando a Hélène. Un viejo general se acercó a Perónskaia, pero pronto se alejó. Después, un joven empezó a charlar tranquilamente con ella. Natasha tenía la sensación de que preguntaban por ella. Borís se acercó a ellas y comenzó a hablar con la condesa. Llegaron dos muchachas rubias acompañadas de su madre, que iba engalanada con unos brillantes enormes. El príncipe Andréi Bolkonski entró en la sala vestido con un traje de coronel, y Natasha quedó sorprendida por su elegancia y seguridad. Recordó que le había visto en alguna parte. Había poco movimiento y poca conversación, mientras todos estaban a la espera de la llegada del zar. Natasha tuvo tiempo de observar los peinados, los trajes y las relaciones de los invitados. Por el trato y las miradas, determinó para sí quién pertenecía a la más alta sociedad o a la mediana. El pensamiento acerca de en qué capa se enmarcarían ellas, la tenía ocupada. De entre los hombres que en ese rato habían entrado en la sala y permanecían ahora cerca de ella, incluyó en esa clase a cuatro: Pierre, el príncipe Andréi, el secretario de la embajada francesa y un caballero de la guardia real extraordinariamente apuesto, que había entrado después de los otros y permanecía en medio de la sala, con la mano puesta sobre los botones del uniforme y con un aire despectivo. Al ver a Natasha, Pierre dejó al oficial y se dirigió hacia los Rostov, pero en ese momento los invitados comenzaron a hablar, se agolparon y retrocedieron de nuevo; entre dos filas que le abrían paso y al son de la música, el zar apareció, seguido de los dueños de la casa. El soberano caminaba con paso rápido, saludando a derecha e izquierda, como afanándose en acabar cuanto antes esos primeros minutos de aquella recepción.

La orquesta comenzó a tocar una polca y todo se puso en movimiento. Un joven con aspecto azorado rogó a Natasha echarse a un lado. Algunas damas, cuyos rostros expresaban un completo olvido de las normas de sociedad, se abalanzaron hacia delante. Los caballeros empezaron a acercarse a ellas y a formar las parejas para la polca. Todos se apartaron y el zar, sonriendo y dando la mano a la anfitriona fuera de compás, entró en el salón. Le siguieron el dueño de la casa y María Antónovna Narýshkina, luego el embajador, los ministros y los generales, a los que iba nombrando Perónskaia, que no había sido invitada a bailar. Natasha comprendió que se quedaba junto con su madre y Sonia entre el pequeño grupo de damas que no habían sido invitadas a bailar y que su posición era ultrajante. Si permanecía así durante todo el baile, solo haciendo bulto, y su vestido, que tanto había encantado a la niñera, resultaba en balde, no sería feliz. Estaba de pie, con sus delgados brazos caídos sosteniendo un abanico, conteniendo la respiración y mirando al frente con sus asustados ojillos de azabache, con expresión de estar esperando una gran alegría o un gran dolor; como un pajarito herido. Su pecho, apenas formado, subía y bajaba rítmicamente. No le interesaban ni el zar ni las personalidades importantes que iba señalando Perónskaia. Solo tenía un pensamiento: «¿Es posible que nadie se acerque a mí y que no baile entre las primeras? ¿Es que no se dan cuenta de mi presencia todos estos caballeros que ahora parece que no me miran y si lo hacen, aparentan decir: “¡Ah!, no es esa la que busco. No hay nada que mirar”? No, esto no puede ser —pensaba—. Deben de saber lo mucho que me apetece bailar, lo bien que bailo y lo mucho que les regocijará bailar conmigo».

Los compases de la polca, que sonaba desde hacía rato, comenzaron a resonar tristemente, como un recuerdo en los oídos de Natasha. Sintió ganas de llorar. Pierre pasó a su lado con una dama importante, sin reparar en ella y mascullando algo. El príncipe Andréi, en el que se había fijado, pasó con la bella Hélène, sonriendo perezosamente y comentándole alguna cosa. También dos o tres jóvenes más, que ella consideraba pertenecían a la alta sociedad y por lo tanto deseaba bailar con ellos, pero ninguno la miraba. El apuesto Anatole no estaba bailando y, sonriendo con desprecio, hablaba con otros jóvenes que le rodeaban. Natasha observó que, a su manera, él también era una celebridad. Tenía la sensación de que estaba hablando sobre ella y que la miraba, lo que le causaba alarma. Perónskaia, señalándole, le dijo a la condesa:

—¿Sabe que ese es el famoso señorito Kuraguin? ¡Qué guapo es!

Borís pasó dos veces junto a Natasha y no hizo el menor signo de interés, por lo que se desenamoró totalmente de él. Berg y su esposa, que tampoco bailaban, se acercaron. Fue incluso peor. A Natasha le pareció ofensivo que ese acercamiento familiar tuviese lugar ahí, en el baile.

Por fin, el zar se detuvo junto a su última pareja de baile (bailaba con tres). La música cesó y un cuidadoso ayudante de campo se acercó a las Rostova y les rogó que se apartaran a un lado, haciendo un círculo. Empezaron a sonar claramente los compases rítmicos y cautelosos de un vals. Sonriendo, el zar echó una ojeada al salón. Pasó un minuto y nadie comenzaba a bailar. El ayudante de campo que dirigía el baile se acercó a María Antónovna y la invitó. Ella alzó su mano para posarla en su hombro. Estaba extraordinariamente guapa y el ayudante bailaba magníficamente. En el gran círculo que se había formado en el salón y bajo la mirada de cientos de invitados, comenzaron a bailar sin dar vueltas, para después hacer giros rítmicamente. Debido al son cada vez más rápido de la música, se oía el tintineo de las espuelas en los rápidos y ágiles pies del ayudante, que hacía girar a María Antónovna. Natasha contemplaba la escena y estaba a punto de romper a llorar, viendo que no era ella la que bailaba el primer vals. No se percató de que en ese momento Bezújov y Bolkonski se habían acercado y la estaban mirando. Al príncipe Andréi le encantaba el baile, con sus invitados, sus flores, y su música. Era uno de los mejores bailarines de su tiempo, de antes de la guerra, y era el primer baile al que acudía desde que se había instalado en San Petersburgo. Conocía a todos los invitados y era conocido por todos ellos, que ansiaban su compañía. Pero en los cinco años que había permanecido al margen de la alta sociedad, los círculos jóvenes y mundanos que se divierten en los bailes habían cambiado. Todas las muchachas que en su época estaban en disposición de salir, ya eran damas, y las radiantes damas de entonces ya habían sido eclipsadas por otras. Le recibieron preguntándole por el último decreto y por las novedades que se producían en la política. Los ancianos y ancianas deseaban recordar con él el pasado, mas no era ese su propósito. Al príncipe le gustaba el baile, el vals y ser parte activa, no mero espectador. En cuanto entró en el salón, se apoderó de él una radiante poesía de elegante alegría y, quitándose de encima a las damas y caballeros que deseaban acapararle, avanzó por la estancia, experimentando una animación que no esperaba para sí. Sentía como antaño que era un hombre apuesto al que se dedican atenciones, alegrándose sin motivo. Cogiéndole del brazo, Pierre le detuvo.

—¡Qué guapa está la señorita Rostova! ¿Recuerda que le hablé de ella?

—No sé quién es, nunca me has hablado de ella. ¿Quién es? —señaló también a Natasha Rostova—. Apuesto a que es su primer baile.

—Esa es. Vayamos y se la presento.

—¡Ah!, la conozco, su padre es ese obtuso caudillo de Riazán. Vamos.

Bolkonski y Pierre se acercaron por el lado al que no miraba Natasha. El príncipe Andréi se ofreció para bailar con ella una vuelta de vals. La pétrea expresión de Natasha, pronta a la desesperación o al entusiasmo, se iluminó de repente con una sonrisa feliz, infantil y agradecida. «Hace tiempo que te esperaba», parecía decir aquella asustada muchacha de finos hombros con su resplandeciente sonrisa, feliz y contenida, cuando puso su mano en el hombro del príncipe Andréi. Era la tercera pareja que entraba en el círculo. Enseguida, todos se fijaron en Natasha; sus ojos resplandecían con tanto entusiasmo y había una gracia tan infantil e inocente en sus brazos y cuello desnudos, que era imposible no fijarse. Su cuerpo escotado no era hermoso, sus hombros, en comparación con los de Hélène, eran delgados, su pecho estaba sin definir y sus brazos eran escuálidos. Pero sobre Hélène parecía advertirse el barniz de miles de miradas que habían resbalado por su cuerpo, y Natasha parecía una niña a la que habían puesto un escote por primera vez y a quien le daría mucha vergüenza ponérselo si no le hubiesen dicho que era necesario. El príncipe Andréi salió a bailar porque deseó escoger a Natasha como pareja. De todas las primerizas, que él gustaba de poner en juego, ella fue la primera que vio. Apenas se ciñó a su delgado, flexible y tembloroso talle, esa niña con escote comenzó a moverse y sonreír tan cerca de él, que el aroma de su encanto le embriagó. Durante el baile el príncipe le comentó lo bien que bailaba, a lo que ella respondió con una sonrisa. Luego le dijo que la había visto en alguna parte y ella se sonrojó. Y de repente, las imágenes de Pierre sobre el pontón, el roble, la poesía, la primavera y la dicha, revivieron en el alma del príncipe Andréi. Pierre permanecía de pie junto a la condesa, y a su pregunta sobre quién era aquella dama con brillantes, respondió: «El embajador sueco». No veía ni escuchaba nada; seguía ávidamente cada movimiento de la pareja y los rápidos y rítmicos movimientos de los pies de Andréi y los zapatos de Natasha, y el rostro de ella, entregado, agradecido y dichoso, tan inclinado hacia el de Andréi. La escena le resultaba dolorosa y alegre. Se alejó unos pasos y vio en el otro lado a su esposa en toda la magnificencia de su belleza, que honraba a los que la rodeaban con su elevada conversación.

—¡Dios mío, ayúdame! —se dijo, tornándose su rostro sombrío.

Deambulaba por la sala, como si hubiera perdido algo. Esa noche asombró a sus conocidos por su particular e incoherente distracción.

Volvió junto a Natasha y comenzó a hablarle del príncipe Andréi, del que con tanta frecuencia la hablaba. Después del príncipe Andréi, se acercó Borís y la invitó a bailar, y luego otros jóvenes. Natasha, feliz y sonrojada, no cesó de bailar durante toda la noche. A mitad del cotillón, Natasha era continuamente escogida para bailar, a lo que ella accedía con una sonrisa, a pesar de que le faltaba el aliento. De repente, el príncipe Andréi, que bailaba cerca de ella, pensó que aquella muchacha no bailaría más allá de la mitad del invierno y que se casaría muy pronto. Por algún motivo, ese pensamiento le aterrorizó. Al final del baile, cuando Natasha atravesaba el salón, una idea extraña y totalmente inesperada asaltó al príncipe Andréi: «Si se acerca primero a su prima y después a su madre, esa chica se convertirá en mi esposa —se dijo a sí mismo. Primeramente se acercó a su prima—. ¿Qué estoy diciendo? He perdido el juicio», pensó Andréi.

La última pieza, una mazurca, el príncipe Andréi la bailó con Natasha, antes de dirigirse a la cena. El viejo conde, con su frac azul, se aproximó a ellos y tras recordar al príncipe su estancia en Otrádnoe e invitarle a que les visitara, preguntó a su hija si estaba contenta.

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