Los franceses ya se encontraban cerca, el príncipe Andréi que iba junto a Bagratión ya distinguía claramente las bandoleras, las rojas espoletas, e incluso los rostros de los franceses. (Vio claramente a una anciano oficial francés que con las piernas torcidas y calzando unas botas caminaba con dificultad por la montaña.) El príncipe Bagratión no daba ninguna nueva orden y todos seguían avanzando en silencio formando filas. De pronto, entre los franceses zumbó un primer disparo, un segundo, un tercero... y por toda la formación enemiga se propagaron el humo y las descargas. Unos cuantos de nuestros soldados cayeron, entre ellos el oficial de rostro redondo que marchaba tan alegre y diligente. Pero en el mismo momento en el que resonó el primer disparo Bagratión les miró y gritó:
—¡Hurra!
—¡Hurra-a-a-a! —un prolongado grito se difundió por nuestra línea y abrazando al príncipe Bagratión y los unos a los otros, abandonando la formación, pero en alegre y animada multitud los nuestros corrieron por la montaña en pos de las desbaratadas filas de franceses.
E
L
ataque del Sexto de Cazadores consiguió la retirada del flanco derecho. En el centro, la acción de la olvidada batería de Tushin, que había logrado incendiar Schengraben, había detenido el movimiento de los franceses. Los franceses apagaron el incendio extendido por el viento y tuvieron tiempo de retirarse. Aunque la retirada a través del barranco fue apresurada y ruidosa, las tropas consiguieron retirarse sin confundir las órdenes. Pero el flanco izquierdo, compuesto por los regimientos de infantería de Azov y Podolsk y el de los húsares de Pavlograd que fue al mismo tiempo atacado y rodeado por las superiores fuerzas de los franceses, bajo las órdenes de Lannes, fue aniquilado. Bagratión envió a Zherkov a ver al general del flanco izquierdo con la orden de retirarse inmediatamente.
Zherkov espoleó al caballo y salió al galope marcialmente, sin retirar la mano de la gorra. En presencia de Bagratión se comportaba de modo excelente, es decir, muy valerosamente, pero tan pronto como se alejó le abandonaron las fuerzas. Se apoderó de él un temor invencible a que le mataran y no pudo volver a la zona de riesgo.
Al acercarse a las tropas del flanco izquierdo avanzó hacia donde se oía tiroteo y comenzó a buscar al general y a los mandos donde no podía encontrarlos y por esa razón no transmitió las órdenes.
El mando del flanco izquierdo pertenecía por superior grado al coronel del mismo regimiento al que pasó revista Kutúzov en Braunau y en el que servía el soldado Dólojov. Y como comandante del extremo del flanco izquierdo había sido designado el coronel del regimiento de Pavlograd donde servía Rostov, lo que provocó un malentendido. Los dos mandos estaban fuertemente enojados el uno con el otro y al mismo tiempo que en el flanco derecho ya hacía tiempo que la acción había concluido y los franceses comenzaban a retirarse, ambos jefes estaban inmersos en unas conversaciones a través del ayudante de campo que tenían como fin ofenderse mutuamente. Esos regimientos, tanto el de caballería como el de infantería, estaban muy mal preparados para la inminente acción. Por una extraña circunstancia, los hombres de los regimientos, desde el soldado al general, no esperaban la batalla y se dedicaban tranquilamente a tareas nada bélicas: alimentar a los caballos en caballería y recoger leña en infantería.
—Si me supera en grado —decía el coronel de húsares alemán, dirigiéndose al ayudante de campo que se acercaba—, déjale que haga lo que quiera. Yo no puedo sacrificar a mis húsares. ¡Trompeta! ¡Toca retirada!
Pero los acontecimientos se precipitaron. Los cañonazos y el tiroteo atronaban fundiéndose a la derecha y en el centro y los capotes franceses de los tiradores de Lannes pasaban ya la presa del molino y formaban a este lado a dos tiros de fusil. El coronel de infantería, con paso tembloroso, se acercó al caballo, montó bien alto y erguido, y fue a ver al comandante del regimiento de Pavlograd. Los comandantes se acercaron y se saludaron con cortesía y ocultaron la rabia que albergaban en sus corazones.
—De nuevo igual, coronel —decía el general—, yo no puedo dejar a la mitad de mis hombres en el bosque. Le ruego, le ruego —repitió él—, que ocupe la posición y se prepare para el ataque.
—Y yo le pido que no se inmiscuya en lo que no es asunto suyo —respondió el coronel acalorándose—. Si usted fuera de la caballería...
—Yo no soy de la caballería, coronel, pero soy un general ruso, por si no lo sabe...
—Lo sé muy bien, Su Excelencia —gritó de pronto el coronel, espoleando el caballo y amoratándose—. No quiero aniquilar mi regimiento para darle gusto.
—Se está propasando, coronel. Yo no estoy aquí por gusto y no le permito que me diga eso.
El general aceptó la invitación del coronel para el torneo de valor, enderezando el pecho y frunciendo el ceño fue con él hacia la línea de tiro como si todas sus diferencias debieran decidirse allí, en la línea, bajo las balas. Se acercaron a la línea, algunas balas volaron sobre ellos y se detuvieron en silencio. No había nada que ver en las filas, porque igual que desde el otro sitio en el que se encontraban antes estaba claro que la caballería no podía hacer nada a causa de los arbustos y el barranco y que los franceses rebasaban el ala izquierda. El general y el comandante se miraron severa y significativamente como dos gallos preparándose para la pelea, esperando en vano una señal de cobardía. Ambos superaron la prueba. Y como no había nada que decir y ninguno de los dos quería dar lugar a que el otro dijera que era el primero en alejarse del alcance de las balas, se hubieran quedado allí durante mucho tiempo probando mutuamente su valor si en ese momento en el bosque casi detrás de ellos no se hubiera escuchado el traqueteo de los fusiles y unos gritos sordos entremezclados. Los franceses habían caído sobre los soldados que recogían leña en el bosque. Los húsares ya no podían retroceder con la infantería. Tenían el camino de retirada cortado a la izquierda por las filas francesas. Pero entonces, por muy desfavorable que fuera el terreno, era imprescindible atacar para abrirse camino.
El escuadrón en el que servía Rostov fue situado de cara al enemigo, casi sin que tuvieran tiempo de montar en los caballos. De nuevo, como en el puente sobre el Enns, no había nadie entre el escuadrón y el enemigo y entre ambos, separándoles, se encontraba esa extraña línea de desconocimiento y temor como la línea que separa a los vivos de los muertos. Todos los soldados percibían esa línea y la pregunta sobre si cruzarla o no, y cómo hacerlo, les agitaba.
El coronel se acercó al frente, respondió enojado a las preguntas de los oficiales y como si siguiera insistiendo en lo mismo, dio alguna orden. Nadie dijo nada concreto, pero por el escuadrón se difundió el rumor de un ataque. Se dio la orden de formar, después chirriaron los sables al ser desenvainados, pero aún nadie se movió. Las tropas del flanco izquierdo, los húsares y la infantería notaron que los propios mandos no sabían qué hacer. Y la indecisión de los mandos se transmitió a las tropas. Se miraban entre ellos y a los mandos que tenían delante con impaciencia.
—¿Por qué sueltas las riendas? —le gritó un suboficial a un soldado que se encontraba cerca de Rostov.
—Aquí viene el capitán —dijo otro soldado—. Ahora debe empezar la cosa.
«Cuanto antes, cuanto antes», pensaba Nikolai mirando la cruz de San Jorge que colgaba del cordón de su chaqueta y que había recibido dos días antes por el incendio del puente sobre el Enns. Nikolai se encontraba ese día, más que nunca, en su acostumbrado feliz estado de ánimo. Dos días antes había recibido la cruz, ya se había reconciliado completamente con Bogdanich y para mayor felicidad iba a conocer el goce de un ataque, cosa sobre la que había oído hablar mucho a los húsares de su regimiento y que esperaba con impaciencia. Había oído hablar del ataque como si se tratara de un goce extraordinario. Le habían dicho que en cuanto te internas en el cuadro te olvidas completamente de ti mismo, que en el sable del húsar quedan nobles huellas de la sangre enemiga, etc.
—La cosa pinta mal —dijo un anciano soldado. Nikolai le miró con reproche.
—¡Que Dios nos acompañe, muchachos! —sonó la voz de Denísov—. ¡Al trote, marchen!
En la primera fila se agitaron las grupas de los caballos. Gráchik tiró de las riendas y él mismo arrancó a andar.
«Internarse en el cuadro», pensó Nikolai apretando la empuñadura del sable. Veía al frente la primera línea de húsares y más allá se divisaba una oscura franja que no podía ver claramente, pero que tomó por el enemigo. No hubo ni un solo disparo, como antes de una tormenta.
—¡Trote largo! —se escuchó la orden y Nikolai sintió cómo su Gráchik movía las ancas arrojándose al galope. Preveía de antemano sus movimientos y se sentía más y más alegre. Advirtió un árbol solitario junto al que debía pasar el escuadrón. Ese árbol se encontraba al principio al frente, en el medio de esa línea que parecía tan terrible. Y ahora sobrepasaban esa línea y no solo nada terrible sucedía sino que todo se volvía aún más alegre y animado. «¡Cuanto antes, cuanto antes! Hay que dar a probar al sable la carne del enemigo», pensaba Nikolai. No veía nada bajo sus pies ni frente a él más que las grupas de los caballos y las espadas de los húsares de la fila de delante. Los caballos comenzaban a saltar adelantándose involuntariamente unos a otros. «¡Si pudieran verme en Moscú en este instante!», pensaba él.
—¡¡Hurra-a-a-a-a-a!! —ulularon las voces.
«Que agarre ahora a quien sea», pensaba Nikolai clavándole las espuelas a Gráchik y poniéndole a la carrera adelantando a los otros. De pronto algo azotó el escuadrón como si de una ancha escoba se tratara. Nikolai levantó el sable preparándose para asestarlo, pero en ese instante el soldado que cabalgaba delante suyo se distanció de él y Nikolai sintió, como en un sueño, que continuaba corriendo hacia delante a una velocidad sobrenatural y que sin embargo, no se movía del sitio. Un húsar al que conocía, Bondarchúk, que iba más atrás, se topó con él y le miró enojado. El caballo de Bondarchúk se echó a un lado y él pasó galopando. Todavía le adelantó un segundo y un tercer húsar.
«¿Qué es esto? ¿No me muevo? He caído, estoy muerto...», se preguntó y se respondió Nikolai en un instante. Ya se encontraba solo en medio del campo. En lugar de los caballos al galope y las espaldas de los húsares veía a su alrededor la inmóvil tierra y los rastrojos. Había sangre caliente debajo de él. «No, estoy herido y el caballo muerto.» Gráchik se incorporó sobre las patas traseras, pero cayó aprisionando la pierna del jinete. De la cabeza del caballo manaba sangre, este se agitaba sin poderse levantar. Nikolai quiso incorporarse y también cayó. El sable se le había enganchado en la silla. No sabía dónde estaban los nuestros ni dónde estaban los franceses. No había nadie a su alrededor.
Después de liberar su pierna se levantó. «¿Dónde, en qué lado estaba ahora esa línea que tan bruscamente separaba las dos tropas?», se preguntó a sí mismo sin hallar respuesta. «¿No me ha pasado ya algo malo? ¿Qué hay que hacer cuando se presenta una situación como esta?», se preguntó a sí mismo incorporándose. En ese instante sintió que algo inútil colgaba de su entumecido brazo izquierdo. Se lo miró buscando en vano la sangre. «Ahí hay gente —pensó alegremente, viendo a unos cuantos soldados que corrían hacia él—. Ellos me ayudarán.» Al frente de estos soldados corría uno con un extraño chacó y capote azul, moreno, bronceado, con nariz aguileña. Dos más corrían detrás de él y aún muchos algo más atrás. Uno de ellos pronunció unas palabras en una lengua extraña que no era ruso. Entre los soldados que iban un poco más atrás con los mismos chacos había un húsar ruso al que llevaban cogido por los brazos; más atrás llevaban su caballo.
«Seguramente es uno de los nuestros que han cogido prisionero... Sí. ¿Acaso me van a apresar a mi? ¿Quiénes son esos? —seguía pensando Nikolai, sin creer lo que veía—. ¿Acaso son franceses?» Miraba a los franceses que se aproximaban y a pesar de que un instante antes había cabalgado hacia ellos para alcanzarlos y matarlos, su proximidad le parecía ahora tan terrible que no creía en sus propios ojos. «¿Quiénes son? ¿Por qué corren? ¿Acaso vienen a por mí? ¿Acaso corren hacia mí? ¿Y para qué? ¿Para matarme? ¿A mí, a quien todos quieren tanto?» Se acordó del amor que su madre sentía por él, de su infancia y de sus amigos y le pareció imposible que el enemigo tuviera intención de matarle. «Pero puede ser que me maten.» Estuvo parado sin moverse del sitio y sin cambiar de posición más de diez segundos. El francés que iba delante, el de la nariz aguileña, se acercó tanto que ya podía ver la expresión de su rostro. Y la acalorada y extraña fisonomía de este hombre con la bayoneta terciada, conteniendo la respiración, acercándose ágilmente a él, asustó a Rostov. Empuñó la pistola, pero en lugar de dispararle con ella se la tiró al francés y corrió con todas sus fuerzas hacia los arbustos. No con esa sensación de duda y lucha con la que corría por el puente del Enns sino con la sensación de la liebre que huye de los perros. Un simple sentimiento de temor por su joven y feliz vida dominaba todo su ser. Saltando rápidamente entre los linderos con la misma premura con la que corriera cuando jugaba al pilla-pilla, volaba por el campo volviendo de vez en cuando su pálido, bondadoso y juvenil rostro y un estremecimiento de terror le recorría la espalda. «No, mejor no mirar», pensó él, pero al acercarse a los matojos miró una vez más. Los franceses se habían quedado atrás y en ese instante el que iba el primero pasaba del trote al paso y dándose la vuelta le gritaba algo a un camarada que iba detrás. Nikolai se detuvo. «Algo no marcha bien —pensó él—, no puede ser que quieran matarme.» Y mientras tanto la mano izquierda le pesaba tanto como si le hubieran colgado de ella una pesa de dos puds. No podía correr más. El francés también se detuvo y apuntó. Nikolai cerró los ojos y se agachó. Una y después otra bala pasaron volando, zumbando, por su lado. Reunió sus últimas fuerzas, se cogió el brazo izquierdo con el derecho y corrió hacia los arbustos. En los arbustos se encontraban los tiradores rusos.
L
OS
regimientos de infantería, sorprendidos de improvisto en el bosque, huían de él y las compañías, mezclándose unas con otras, corrían en una desordenada multitud. Un soldado, presa del pánico, pronunció la frase: «Nos han cortado la retirada», terrible en una guerra, y la frase, junto con una sensación de terror, se difundió por toda la masa de soldados.