Gusanos de arena de Dune (30 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Gusanos de arena de Dune
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En tierra, Var caminaba entre ellos, dando órdenes a sus seguidores. Miraba con avidez varias de las aeronaves que Duncan había traído para su demostración de fuerza.

—Esas lanzaderas mineras nos serían muy útiles para transportar agua y suministros por el continente.

Sheeana meneó la cabeza.

—Pertenecen al Ítaca. Podríamos necesitarlas.

Var la miró furioso.

—Una compensación bien parca a cambio de la destrucción de un planeta.

—Yo no tuve nada que ver con la muerte de tu mundo. En cambio tú mataste a Stuka a sangre fría antes de…

Teg entró rápidamente en modo mentat e hizo un inventario mental de los suministros y el equipo que llevaban en la no-nave.

—Aunque no hemos tenido nada que ver en el daño hecho a este mundo —le susurró a Sheeana—, nos hemos reabastecido aquí, y muchos de los nuestros van a quedarse. Un pago simbólico no es irrazonable. —Cuando vio que ella asentía, Teg se volvió hacia Var—: Podemos prescindir de dos lanzaderas. No más.

—Y de dos expertos en el desierto —añadió Liet bien alto—. Yo y Stilgar.

—Por no hablar de una fuerza de trabajo voluntariosa y esforzada. Te alegrarás de tener a los judíos contigo. —Teg ya había visto cuán industriosa era la gente del rabino. Esperaba que les fuera bien en aquel planeta, incluso si el clima se endurecía. Aunque quizá algún día llegarían a la conclusión de que después de todo Qelso no era su tierra prometida.

— o O o —

Como era de esperar, Garimi y sus seguidoras conservadoras también quisieron abandonar la no-nave de forma permanente. Más de un centenar de hermanas solicitaron que se les permitiera abandonar el
Ítaca
para establecerse en Qelso, a pesar de su desierto en expansión. Su intención era establecer las bases para su nuevo orden. En la no-nave, Garimi anunció su decisión a Sheeana, más por cortesía que porque quisiera discutirlo con ella.

Pero la gente de Qelso no quiso ni oír hablar de aquello. Recibieron la lanzadera de las hermanas provistos de armas. Var las esperó con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Aceptamos a Stilgar y Liet-Kynes entre nosotros, y a los judíos. Pero ninguna Bene Gesserit será bien recibida.

—¡No queremos brujas! —gritaron otros qelsanos con expresión repentinamente ominosa—. Si encontramos alguna, la mataremos.

Sheeana, que las había acompañado para despedirse, trató de hablar en nombre de Garimi.

—Podríamos llevarlas al otro lado del continente. Jamás sabría nada de su asentamiento. Os prometo que no causarán ningún problema.

Pero los encendidos qelsanos no quisieron escuchan y Var habló de nuevo.

—Vosotras solo actuáis en beneficio de la Hermandad. Os dimos la bienvenida una vez, y nos hemos arrepentido profundamente. Ahora los qelsanos actúan por el bien de Qelso. Ningún miembro de vuestra Hermandad será bien recibido. No creo que se pueda ser más claro, salvo recurriendo a la violencia.

Levantando un reguero de polvo con cada paso, el rabino caminó dificultosamente entre las tiendas y estructuras prefabricadas de vuelta a la lanzadera. Se limpió el sudor de la frente y se detuvo ante Teg y Sheeana, mirando con inquietud al uno y la otra.

—Creo que mi pueblo será feliz aquí, por la gracia de Dios. —Dio una patada al polvo seco con el pie—. Se nos creó para tener un suelo bajo los pies.

—Parece preocupado, rabino —comentó Sheeana.

—Preocupado no. Triste. —A Teg le parecía abatido, y sus viejos ojos vidriosos se veían más enrojecidos de lo normal, como si hubiera estado llorando—. Yo no me quedo con ellos. No puedo abandonar la no-nave.

Isaac, con su barba negra, rodeó los hombros del anciano con un brazo para consolarlo.

—Esto será un nuevo Israel para los nuestros, rabino, bajo mi liderazgo. ¿No quiere reconsiderar su decisión?

—¿Por qué no se queda con los suyos? —preguntó Teg.

El rabino bajó la vista y sus lágrimas cayeron sobre el suelo seco.

—Tengo una responsabilidad mayor para con una de mis seguidoras, a quien fallé.

—Quiere quedarse con Rebecca —explicó Isaac en voz baja a Teg y Sheeana—. Aunque ahora es un tanque axlotl, se niega a abandonarla.

—Velaré por ella hasta el fin de mis días. Mis seguidores están en buenas manos aquí. Isaac y Levi son su futuro, yo en cambio soy su pasado.

El resto de los judíos rodeó al rabino, despidiéndole, deseándole lo mejor. Y entonces el hombre se unió con los ojos llorosos a Teg, Sheeana y el resto de los que esperaban en la lanzadera, que les llevó de vuelta a la no-nave.

Veinticuatro años después de la huida de Casa Capitular
44

Estamos heridas pero invictas. Estamos tocadas, pero podemos aguantar un gran dolor. Nos empujan al final de nuestra civilización y nuestra historia… pero seguimos siendo humanas.

M
ADRE
COMANDANTE
M
URBELLA
, palabras dirigidas a las supervivientes de Casa Capitular

Mientras la epidemia seguía su curso, las supervivientes —todas ellas Reverendas Madres— luchaban por mantener unida a la Hermandad. Ninguna vacuna, tratamiento de inmunidad, dieta o cuarentena surtía ningún efecto y la población seguía muriendo.

Solo hicieron falta tres días para que el corazón de Murbella se volviera de piedra. A su alrededor vio morir a miles de prometedoras acólitas, diligentes alumnas que aún no habían aprendido lo bastante para ser Reverendas Madres. Y todas morían por la epidemia o por la Agonía.

Kiria volvió a recaer en su antiguo ensañamiento de Honorada Matre. Con frecuencia decía que era una pérdida de tiempo preocuparse por quienes ya habían contraído la enfermedad.

—Sería mejor utilizar nuestros recursos en cosas más importantes, en actividades que tengan alguna probabilidad de éxito.

Murbella no podía discutirle aquello, aunque tampoco estaba de acuerdo.

—No somos máquinas pensantes. Somos seres humanos y cuidaremos de los otros humanos.

La triste ironía es que, conforme morían más personas, menos Reverendas Madres se necesitaban para atender a los que quedaban y estas mujeres podían retomar otras actividades más cruciales.

En el interior de una cámara casi vacía en Central, Murbella miró a través de los amplios segmentos arqueados de la ventana que había detrás de su trono. En otro tiempo Casa Capitular había sido un bullicioso complejo administrativo, el vigoroso corazón de la Nueva Hermandad. Antes de la epidemia, la madre comandante Murbella estaba al mando de cientos de medidas defensivas, controlaba los avances de la flota enemiga, tenía tratos con los ixianos, la Cofradía, refugiados y señores de la guerra, con cualquiera que pudiera luchar de su lado.

En la distancia, veía colinas marrones y huertos moribundos, pero lo que le preocupaba era el silencio fantasmal y antinatural de la ciudad. Los dormitorios y edificios de soporte, la zona próxima del puerto espacial, los mercados, jardines, los rebaños que menguaban… todos tendrían que estar siendo atendidos por una población de cientos de miles de personas. Pero por desgracia, la mayor parte de las actividades en la ciudad y en Central se habían detenido. Los que quedaban con vida eran muy pocos incluso para cubrir los trabajos más básicos. El planeta estaba prácticamente vacío, todas sus esperanzas se habían hecho añicos en cuestión de días. ¡De una forma tan chocantemente repentina!

En la ciudad la atmósfera era pesada y tenía el hedor de la muerte y las incineraciones. Columnas de humo negro se elevaban de docenas de hogueras… no, no se trataba de piras funerarias, porque Murbella tenía otra forma de disponer de los cuerpos, eran para incinerar ropas y otros materiales contaminados, incluyendo material médico.

En un momento decididamente bajo, Murbella había llamado a su presencia a dos agotadas Reverendas Madres. Les dijo que trajeran unas garras suspensoras y retiraran el robot de combate desactivado de sus habitaciones. Aunque la máquina no se había movido durante años, Murbella empezaba a sentir que se burlaba de ella.

—Llevaos esta cosa y destruidla. Detesto todo lo que simboliza. —Las obedientes mujeres parecieron aliviadas con la Orden.

La madre comandante dio nuevas instrucciones.

—Abrid nuestros stocks de melange y distribuidla entre los supervivientes. —Cada mujer sana cuidaba de los enfermos, aunque era una tarea inútil. Las Reverendas Madres supervivientes estaban exhaustas, llevaban días trabajando sin descanso. Incluso con el control corporal que les había enseñado la Hermandad, soportaban una pesada carga. Pero la melange podía ayudarlas a seguir adelante.

Tiempo atrás, en los tiempos de la Yihad Butleriana, las propiedades paliativas de la melange habían sido una medida eficaz contra las terribles epidemias de las máquinas. Murbella no esperaba que la especia curara a nadie que hubiera contraído la enfermedad, pero al menos ayudaría a las Reverendas Madres a seguir con la terrible tarea que se les exigía. Aunque necesitaba desesperadamente cada gramo de especia para pagar a la Cofradía y a los ixianos, sus hermanas la necesitaban más. Si la Hermandad unificada desaparecía en Casa Capitular, ¿quién encabezaría la lucha por la humanidad?
Otro gasto que costear entre tantos otros. Pero si no lo hacemos, jamás lograremos pagar la victoria.

—Hacedlo. Distribuid tanta como sea necesaria.

Mientras su orden se cumplía, Murbella estuvo haciendo cálculos y se dio cuenta de que, de todos modos, quedaban demasiado pocas Reverendas Madres para agotar la especia que la Hermandad tenía almacenada…

Todo su personal de soporte había desaparecido, y se sentía aislada. Murbella ya había impuesto medidas austeras, se habían limitado drásticamente los servicios y eliminado toda actividad que no fuera estrictamente necesaria. Pero aunque la mayoría de las Reverendas Madres habían sobrevivido a la epidemia, no estaba tan claro que pudieran sobrevivir a sus efectos.

Convocó a aquellas que eran mentats y les ordenó que determinaran las tareas más vitales y crearan un plan de emergencia y concentraran el personal mejor cualificado en lo esencial. ¿Dónde podían encontrar la fuerza de trabajo que necesitaban para sustentar y reconstruir Casa Capitular, para seguir con la lucha? Quizá podrían convencer a algunos de los refugiados desesperados de los planetas arrasados para que viajaran allí cuando la epidemia completara su ciclo.

A Murbella le cansaba tener que limitarse a recuperarse. Casa Capitular no era más que un diminuto campo de batalla en el vasto lienzo galáctico del clímax bélico. La amenaza más importante seguía allá afuera, y la flota enemiga seguía golpeando un planeta tras otro, dejando un rastro de refugiados que huían como animales desbocados de un fuego. La batalla del fin del universo.

Kralizec…

Una Reverenda Madre llegó corriendo con un informe. La mujer, apenas una adolescente, era una de las que se habían visto obligadas a pasar por la Agonía antes de tiempo, pero había sobrevivido. Ahora sus ojos tenían un matiz azulado, un color que se intensificaría por el consumo continuado de especia. Su mirada tenía un aire perplejo y atormentado que a Murbella le llegó al alma.

—Su informe horario, madre comandante. —Y le entregó un montón de láminas de cristal riduliano en las que aparecían varias columnas de nombres.

Al principio, con un comportamiento frío y profesional, sus consejeras solo le entregaban sumarios y cifras, pero ella exigió que le mostraran nombres. Cada persona que moría por la epidemia era un humano por derecho propio; cada operario, cada acólita de Casa Capitular era un soldado perdido en la causa contra el Enemigo. No los deshonraría reduciéndolos a simples cifras y totales. Duncan Idaho jamás habría perdonado algo así.

—Hemos encontrado otros cuatro que eran Danzarines Rostro —dijo la mensajera.

Murbella apretó la mandíbula.

—¿Quiénes?

Cuando la joven le dijo los nombres, Murbella los reconoció, hermanas discretas que no llamaban la atención… exactamente lo que buscaría un espía Danzarín Rostro. Hasta el momento entre las víctimas de la epidemia habían aparecido dieciséis cambiadores de forma. Murbella siempre había sospechado que se habían infiltrado incluso en su Nueva Hermandad, y ahora tenía la prueba. Pero, en una ironía que sin duda las máquinas pensantes no captaban, los Danzarines Rostro también eran vulnerables a la terrible epidemia. Y sucumbían con la misma facilidad que los demás.

—Conserva sus cuerpos para diseccionarlos y analizarlos. Quizá encontremos algo que nos ayude a reconocerlos.

La joven esperó mientras Murbella repasaba la larga lista de nombres. Un escalofrío le recorrió la espalda, porque un nombre de la tercera columna llamó su atención. Fue como si le hubieran golpeado con fuerza.

Gianne.

Su propia hija, la hija menor que tuvo con Duncan Idaho. Durante años la joven había pospuesto la prueba de la Agonía, porque nunca estaba preparada. Gianne siempre había sido una joven prometedora, pero eso no bastaba. Aunque no había demostrado estar preparada, la joven —como tantos otros miles— se había visto obligada a tomar el veneno prematuramente, era su única posibilidad de sobrevivir.

Murbella se tambaleó por el shock. Tendría que haber estado junto a Gianne, pero en medio de aquel caos nadie había dicho a la Reverenda Madre cuándo darían el Agua de Vida a su hija. La mayoría de las hermanas ni siquiera sabían que Gianne era hija suya. Y seguramente las agotadas ayudantes tampoco. Como una verdadera Bene Gesserit, Murbella atendía sus obligaciones oficiales y llevaba varios días sin dormir.

Tendría que haber estado ahí para darle mi apoyo y ayudarla, incluso si solo era para verla morir sin poder hacer nada.

Pero nadie le había informado. Nadie sabía que Gianne era especial.

Tendría que haber preguntado por ella, pero lo dejé pasar como di ciertas cosas por sentado.

Había tantos problemas a su alrededor que Murbella había descuidado la vida de su propia hija. Primero Rinya, y ahora Gianne, las dos perdidas en la Agonía. Solo le quedaban dos hijas: Janess estaba en el frente, luchando contra las máquinas pensantes; su hermana Tanidia, que desconocía la identidad de sus padres, había sido enviada con la Missionaria. Aunque las dos se enfrentaban a graves peligros, al menos podrían evitar la terrible plaga.

—Mis dos niñas muertas —dijo en voz alta, aunque la mensajera no entendió de qué hablaba—. Oh, ¿qué pensaría Duncan de mí? —Murbella dejó el informe a un lado. Por un instante cerró los ojos, respiró hondo y se controló. Señaló el nombre en la lista de víctimas y dijo—: Llévame hasta ella.

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