Otra sorpresa, ésta un poco mayor, la dio el general Sánchez Bravo el día en que, por fin, se puso la primera piedra para la construcción de los nuevos cuarteles, en los solares regalados por la viuda de Oriol, cerca de la estación de Olot. El general, que solía ser parco en sus arengas, en esta ocasión se remontó a las nubes, ante el asombro de su esposa, doña Cecilia, la cual, al regresar a casa le preguntó, mientras se quitaba su nuevo sombrero y sus guantes blancos: «Pero ¿qué te ha pasado? ¿Comiste pico de loro?».
Nada de eso. Simplemente, el general echaba chispas porque un alto jefe militar, compañero suyo de promoción, residente en Madrid, lo había llamado por teléfono asegurándole que todo lo que él pudiera contarle respecto a los manejos del coronel Triguero eran minucias comparado con lo que ocurría en la capital de España. «Te lo dije por carta y no me creíste; pero es así —le informó su amigo—. Están sucediendo cosas graves. Los ingleses ofrecen sistemáticamente el doble de lo que ofrece Alemania por nuestro mercurio, por nuestras piritas, por nuestra badana, etcétera. ¡Y hay compañeros tuyos y míos que están entrando en el juego! ¿Me oyes…, me oyes? ¿Sí? Pues continúo… Vente un día por Madrid y te contaré lo último que ha ocurrido con las veinte mil toneladas de leche en polvo que la Cruz Roja Americana nos ha enviado… Rrrrr… Rrr… Rrrrr… ¿me oyes…? Rrr… Rrrr… Rrrrr…»
Fue una lástima. El teléfono no funcionaba como era debido, y la conversación se cortó. Pero el general tuvo la impresión de que su colega de Madrid había intercalado nombres importantes, entre los «responsables de las cosas graves que ocurrían». De ahí que su discurso al colocar la primera piedra para los nuevos cuarteles fuera larguísimo, apasionado —Carlos Civil, representante de
Emer
, se puso a temblar— y terminara diciendo: «No permitiremos que aves de rapiña, sea cual sea su apellido, se aprovechen de la sangre vertida por nuestros soldados. Si es preciso, desenvainaremos de nuevo nuestra espada».
Todo el mundo se quedó de una pieza. Fue una sorpresa de tamaño natural.
Otra, en el transcurso de aquel mes de noviembre, corrió a cargo de Carlota, condesa de Rubí. Carlota anunció a sus amistades que… era casi seguro que estaba encinta. ¡Ah, las diabluras de su marido, alcalde de la ciudad! Por fin le había hecho caso al doctor Morell y se había ido a Barcelona a operarse; y el resultado ahí estaba.
Carlota notaba un temblor inédito en las extrañas. «Puede tratarse de una falsa alarma, pero no lo creo… Tengo el presentimiento de que será verdad». Sus amigas la felicitaron de corazón. Sabía lo que aquello significa para Carlota. Una mujer de la nobleza catalana debía tener hijos. No iban a tenerlos únicamente las pobres mujeres que habitaban en los agujeros de Montjuich. «¡Oh, qué alegría, María del Mar! Ésa será la mejor “Ventana al mundo” que mi marido habrá escrito».
Otra sorpresa, que afectó de manera un poco más trascendental a la colectividad gerundense. Su protagonista fue en esta ocasión el padre de Gracia, el doctor Andújar.
En efecto, el hombre consiguió, ¡ya era hora!, que la gente se enterara de una vez para siempre de que él no era simplemente «un médico de locos», sino que podía ayudar con eficacia a muchas personas, que, siendo normales, padecían no obstante de trastornos ambiguos, ilocalizables, que ni ellas mismas, y mucho menos sus familiares, podían definir.
La fórmula del éxito del doctor Andújar consistió en unas charlas radiofónicas diarias, de cinco minutos de duración, tituladas «Píldoras para pensar». Nunca los gerundenses habían oído nada parecido. Hiciéronse tan populares como los seriales y como los discos dedicados. Cabe decir que el prestigio personal del doctor Andújar había ido en aumento, aparte de que en los escaparates de las librerías acababa de aparecer una monografía suya titulada sugestivamente: «¿Está usted triste sin saber por qué?», que llamó mucho la atención y que mereció un muy elogioso comentario del doctor Chaos en
Amanecer
. A todo lo cual cabía añadir la grata simpatía que despertaba en todas partes el modélico comportamiento, sin ñoñerías, de sus ocho hijos, de los que se decía que iban a formar una orquesta «de cámara». «Un hombre que educa así a su familia —decía la gente— es que tiene algo en la cabeza».
¡Vaya si tenía algo en la cabeza el doctor Andújar! Sus charlas lo demostraron. En ellas trató, manejando un lenguaje al alcance de la mentalidad común, de las personas que iban encerrándose en sí mismas, rehuyendo el contacto con los demás; de las que tan pronto estaban eufóricas como perdían las ganas de vivir; de las que notaban crecientes sentimientos de aversión hacia sus seres queridos; de las que al encontrarse en un local cerrado sentían que les faltaba el aire; de las que se mareaban al cruzar una plaza desierta; de las mujeres que si se les moría un pajarillo salían fuera de la población y, anegadas en llanto, lo enterraban, etcétera.
«Todas estas personas —dijo el doctor— suelen ser víctimas de incomprensión por parte de quienes las rodean. Se dice de ellas, despectivamente, que son histéricas, o neurasténicas, que lo que persiguen es ser miradas, que han nacido para dar la lata y que lo mejor es no hacerles caso o tratarlas con el bastón. Grave error. Los familiares deben saber que tales personas sufren mucho, que su sufrimiento es real, no imaginario ni fingido, y que el hecho de que al preguntárseles: “Pero, vamos a ver, ¿qué te pasa? ¿Por qué estás así? ¿Por qué llevas media hora mirando ese jarrón?”, no sepan qué contestar, no significa que no necesiten ayuda. Todo lo contrario. La necesitan más que si tuvieran el tifus o padecieran de anemia. Porque su mal no es meramente físico sino que de él participa el alma».
Aquel lenguaje era nuevo. Raimundo, el barbero, decía: «A mí me ha ocurrido eso en el cine. Asfixiarme y tener que salir». El patrón del
Cocodrilo
decía: «Conchi, la madre de Paz, cada vez que cruzaba un puente tenía miedo de caerse abajo». Mijares, el abogado Mijares, de la Agencia Gerunda y de la Constructora Gerundense, S. A., confesó que, pese a las apariencias, él sólo estaba lozano por las mañanas, mientras que a media tarde acostumbraba a pasar un par de horas durante las cuales por menos de un céntimo lo hubiera mandado todo bonitamente al cuerno. Pablito bebía materialmente las palabras del doctor Andújar. «A mamá le ocurren esas cosas —pensaba—. Y a mí. ¿Y por qué Cristina, el día que descubrió que se había convertido en mujer, dijo que tenía ganas de morirse?».
¡Sorpresa más que regular la provocada por el doctor Andújar! Despertó la curiosidad. Sobre todo porque a lo último anunció que los miércoles y los sábados, por la tarde, recibiría gratis a quienes tuvieran en casa a algún familiar cuya conducta les pareciera incomprensible. Lo cierto es que la sala de espera, en esos días, se le abarrotó.
El desfile fue tal que el doctor se reafirmó en su idea: su arma principal debía ser la palabra humilde. Hablar de ciencia como mosén Alberto hablaba de las costumbres de los pescadores del litoral y como si el público al que se dirigía no hubiera rebasado los veinte años. Y mostrar una gran compasión por el universo emocional de las mujeres.
En el plano individual, proporcionaron sorpresas más que regulares don Anselmo Ichaso, director vitalicio de
El Pensamiento Navarro
, y Katy, la madre de Esther.
Don Anselmo Ichaso escribió a «La Voz de Alerta», en papel príncipe timbrado en relieve, dándole dos suculentas noticias. Una, que, de acuerdo con lo que le dijo en Pamplona a raíz de su viaje de boda, estaba a punto de ser entregada a Franco una petición, firmada «por una serie de personajes españoles», rogándole que restaurase la Monarquía, «única fórmula viable para salvar al país de la encrucijada en que se encontraba, habida cuenta de la prolongación de la guerra mundial». Otra, que su hijo Javier, el mutilado, había prácticamente abandonado sus estudios de arquitectura y se dedicaba a escribir novelas. «Me he puesto furioso con él, pero ha sido inútil. Dice que tiene muchas cosas que contar al mundo y que quiere contárselo con verbos y adjetivos y no con edificios. ¿Ha oído usted, mi querido amigo, tontería semejante? ¡Ah, y le hace a usted responsable de su decisión! Afirma que usted, en San Sebastián, mientras trabajaban juntos, le descubrió el maravilloso paisaje de las ideas».
En cuanto a Katy, de repente llamó a su hija, Esther, y le comunicó que acababa de recibir una carta de Jerez de la Frontera según la cual su amigo el Duque de Medinaceli había cedido a sus obreros su finca de Villarejo, en la provincia de Jaén, para que fuera parcelada entre los más necesitados. «¿Te das cuenta, hija mía? Entre esos arranques de generosidad, los Sindicatos y la manía de tu marido de defender pleitos perdidos, vamos a tener que vender nuestro cortijo de Jerez».
Naturalmente, la muerte no podía faltar a la cita de las sorpresas. La muerte dio la suya, de gran significado para los gerundenses adultos: falleció, en el Penal del Puerto de Santa María, el doctor Rosselló, de «colapso cardíaco», según la nota escueta publicada en
Amanecer
.
El Gobernador recibió oficialmente la noticia y se la comunicó a Miguel Rosselló y a su hermana, Chelo. Miguel y Chelo se quedaron anonadados. En esa ocasión fue Jorge de Batlle quien tuvo que consolar a su joven esposa, utilizando argumentos similares a los que con anterioridad ella había utilizado con él.
Pero a Miguel, sustituto de Mateo en la Jefatura Provincial de Falange, ¿quién lo consolaba? Con la ausencia había aprendido a querer a su padre, y a perdonarlo. «Pero ¿qué ha ocurrido? —le preguntaba Miguel al Gobernador—. Cuando lo visité lo vi fatigado, pero sano. Y nunca había padecido del corazón». El Gobernador titubeó un momento… y por fin hizo un gesto de impotencia. «La cárcel es dura, mi querido Miguel. Tienes que resignarte».
Miguel y Chelo hubieran querido celebrar funerales públicos en memoria de su padre, el doctor Rosselló, pues estaban convencidos de que en Gerona había mucha gente que lo quería; pero el Gobernador se opuso a ello. «Lo lamento —dijo—, pero no lo considero prudente…» Fue la primera vez que Miguel Rosselló miró a su jefe con ojos coléricos. En cuanto a Chelo, se fue a ver a Marta y le dijo: «Es lamentable que la política no respete a los hombres ni siquiera después de muertos».
Tampoco podía faltar, a la cita de las sorpresas, Pachín… Pachín, en el Club de Fútbol Barcelona, triunfaba en toda la línea. En las ocho primeras jornadas del Campeonato de Liga había marcado siete goles como siete soles y se había convertido en hombre popular en España entera. Tan popular, que se pasaba el día entrenándose, durmiendo, leyendo Tebeos con displicente satisfacción… y olvidándose de Paz.
Todavía no le había hecho a ésta ninguna visita, alegando «que el entrenador no le daba permiso». Y espaciaba las cartas, alegando «que escribir no era su fuerte». La llamaba por teléfono a Perfumería Diana, le decía «mi pichoncito», le prometía que se casarían cuando llegase el momento y colgaba el auricular. Paz echaba una mirada de reto a la tienda y al mundo. Pero ¿qué hacer? Su venganza consistió, al pronto, en ocuparse otra vez con tesón del Socorro Rojo y en pedirle a Ignacio las señas de su primo, José Alvear. Paz aseguró que «necesitaba con toda urgencia ponerse en contacto con él».
Ignacio le dijo: «No sabemos dónde está, Paz. Te lo juro. Escribimos una carta hace tiempo a Toulouse, a la dirección que tenía antes, pero nadie nos ha contestado». El primer perjudicado fue Cefe, el pintor de retratos. Paz le dijo al artista: «Ya no me desnudo ante ningún hombre. Sois todos unos bestias».
Tampoco el señor obispo podía faltar a la cita de las sorpresas… El doctor Gregorio Lascasas, contento por aquellas fechas porque su dilecto amigo, el obispo de Salamanca, doctor Pía y Deniel, acababa de ser nombrado arzobispo de Toledo y Primado de España, comunicó a los feligreses su propósito de abrir otra Causa de Beatificación en la diócesis: la del vicario mosén Francisco…
Al señor obispo le había costado cierto esfuerzo tomar tal determinación. El hecho de que mosén Francisco se hubiese ido en calidad de voluntario con los «rojos» al frente de Aragón, lo había desconcertado, y prefirió meditar una temporada. Pero a medida que pasó el tiempo fue recibiendo más y más noticias de mosén Francisco y todas ellas coincidían en proclamar su santidad. Un miliciano, que fue detenido en Barcelona y que declaró haber sido testigo presencial de la muerte del vicario en la checa comunista de Gorki, relató los últimos momentos de su martirio, verdaderamente patéticos. Las hermanas Campistol, que en los primeros meses de la guerra tuvieron escondido a mosén Francisco en su taller de modistas, fueron llamadas a Palacio y contaron tales detalles que el doctor Gregorio Lascasas, muy sensible a la ejemplaridad de los jóvenes sacerdotes, se las vio y deseó para contener las lágrimas. Si bien el máximo propulsor de la Causa fue, desde el primer momento, mosén Alberto. Mosén Alberto había afirmado una y otra vez que no había razón para suponer santo a César y no a mosén Francisco. «Eran almas gemelas, cada una según su condición», era su tesis. Por fin vio colmados sus deseos y fue nombrado vicepostulador; tocándole en este caso al padre Forteza el papel de «abogado del diablo». Es decir, se invirtieron los términos, lo que arrancó de ambos un comentario socarrón: «Vamos a ver si sincronizamos nuestros disparos…»
* * *
Y sin embargo, la sorpresa mayúscula, la sorpresa que iba a poner un digno colofón a todas las demás, la dio a los gerundenses el mismísimo Gobierno: el día 27 de noviembre, declarado Día del Maestro, el Gobernador Civil, el camarada Juan Antonio Dávila, recibió un oficio del Ministerio de la Gobernación en el que se disponía su traslado al Gobierno Civil de Santander.
El oficio era escueto y terminaba diciendo que el 15 de diciembre recibiría en Gerona a su sucesor y que él debería tomar posesión del nuevo destino el día 20 del mismo mes.
El Gobernador sintió, al leer aquel texto, que no le penetraba aire en los pulmones y por unos momentos temió que sus habituales y expertos ejercicios respiratorios no le sirvieran para nada. ¡Inesperado golpe! No conseguía comprender, hacerse a la idea.
Estaba en su despacho, solo. Lo miró, con calma musitada. Miró el techo, las paredes, la mesa, los sillones, las alfombras, los teléfonos… El teléfono amarillo no consiguió, en esta ocasión, hacerlo sonreír. Parecióle incluso que había allí objetos que no había visto nunca. ¿Desde cuándo aquella lámpara, de pie caracoleante, detrás de la puerta?