Namarti no se había movido. Seldon se abalanzó sobre él y le atrapó el cuello en el hueco de un brazo. Los estudiantes ya habían empezado a subir a la plataforma gritando «¡De uno en uno! ¡De uno en uno!», y se apresuraban a interponerse entre los guardaespaldas y Seldon.
Seldon aumentó la presión sobre la tráquea de Namarti.
–Namarti -le susurró al oído-, sólo hay una forma de hacer esto y yo la sé. Tengo años de práctica. Si intenta liberarse le dejaré la laringe tan destrozada que nunca podrá volver a hablar, salvo en murmullos. Si aprecia su voz, obedézcame. Aflojaré la presión y usted dirá a sus matones que se marchen. Si dice cualquier otra cosa, serán las últimas palabras que pronunciará con voz normal, y si vuelve a este
campus
no me andaré con tantos miramientos. Acabaré el trabajo, ¿entiende?
Aflojó la presión durante unos momentos.
–Fuera todos -dijo Namarti con voz enronquecida.
Los matones se apresuraron a retirarse llevándose consigo a su camarada lesionado.
–Lo siento, caballeros -dijo Seldon unos momentos después, cuando llegaron los agentes de seguridad-. Ha sido una falsa alarma.
Salió del campo y reanudó el trayecto a casa sintiéndose bastante preocupado. Había revelado una faceta de sí mismo que no deseaba revelar. Él era Hari Seldon, matemático, no Hari Seldon, luchador de torsión con tendencia al sadismo. «Y además Dors se enterará de lo ocurrido», pensó lúgubremente.
De hecho sería mejor que se lo contara él mismo para impedir que oyera una versión que pintase el incidente peor de lo que realmente había sido. Y sabía que a Dors no le haría ninguna gracia.
No se la hizo.
Dors le esperaba en la puerta de su apartamento en una postura tranquila y relajada. Tenía una mano apoyada en la cadera y su aspecto era parecido al que había tenido cuando la conoció en la Universidad de Streeling hacía ocho años: delgada, bien proporcionada, cabellera rizada entre rojiza y dorada. Él la encontraba muy hermosa aunque no lo fuera en ningún sentido objetivo de la palabra, pero tras los primeros días de su amistad nunca pudo juzgarla objetivamente.
¡Dors Venabili! Pensó al ver su rostro sereno. Había muchos mundos e incluso sectores de Trantor, en los que habría sido normal llamarla Dors Seldon, pero él siempre había pensado que equivalía a marcarla con una señal de propiedad, a pesar de que la costumbre estaba sancionada por una larga existencia que se perdía en las nieblas del pasado preimperial.
–Ya me he enterado, Hari -dijo Dors en voz baja y con un triste menear de cabeza que agitó casi imperceptiblemente sus rizos-. ¿Qué voy a hacer contigo?
–Un beso no iría nada mal.
–Bueno, quizá, pero sólo después de hablar del asunto. Entra. – La puerta se cerró detrás de ellos-. Querido, ya sabes que debo ocuparme de mi curso y de mi investigación. Sigo escribiendo esa horrible historia del Reino de Trantor que resulta esencial para tu trabajo. ¿La abandono y me dedico a ir contigo a todas partes para protegerte? Sigue siendo mi trabajo, ya sabes, y ahora que estás progresando con la psicohistoria lo es más que nunca.
–¿Progresando? Ojalá… Pero no necesito que me protejas.
–¿No? Envié a Raych en tu busca. Después de todo, estaba preocupada por tu retraso. Normalmente cuando llegas tarde me avisas de antemano y… Siento dar la impresión de que soy tu guardiana, Hari, pero la verdad es que soy tu guardiana.
–Guardiana Dors, ¿se te ha ocurrido pensar que de vez en cuando me gusta librarme de la correa durante un rato?
–Y si te ocurre algo, ¿qué le diré a Demerzel?
–¿Llego demasiado tarde a cenar? ¿Hemos avisado al servicio de cocina?
–No. Te estaba esperando, y ya que estás aquí puedes avisar tú. Eres más quisquilloso que yo en lo que respecta a la comida: Y no cambies de tema.
–Supongo que Raych te informó de que no me había ocurrido nada, así que no veo de qué hay que hablar.
–Cuando te vio tenías la situación bajo control, pero se marchó un poco antes que tú. Desconozco los detalles. Venga, dime… ¿Qué estabas haciendo?
Seldon se encogió de hombros.
–Hubo una reunión ilegal, Dors, y la dispersé. Si no lo hubiese hecho la Universidad habría tenido un montón de problemas que no necesita para nada.
–¿Y era tu misión evitar que los tuviera? Hari, ya no eres un luchador de torsión. Eres un…
–¿Un viejo? – se apresuró a interrumpir Seldon.
–Para lo que se espera de un luchador de torsión, sí. Tienes cuarenta años. ¿Cómo te sientes?
–Bueno… Un poco entumecido.
–Lo imagino. Y como sigas fingiendo que eres un joven atleta heliconiano uno de estos días te romperás una costilla… Bien, cuéntame lo ocurrido.
–Bueno, ya sabes que Amaryl me advirtió de que Demerzel iba a tener problemas por culpa de ese demagogo llamado Jo-Jo Joranum.
–Jo-Jo. Sí, ya lo sé. Pero, ¿qué es lo que no sé? ¿Qué ha ocurrido hoy?
–Había una reunión en el
campus
. Un partidario de Jo-Jo llamado Namarti estaba pronunciando un discurso…
–Namarti es Gambol Deen Namarti, la mano derecha de Joranum.
–Bueno, ya sabes más que yo. En fin, el caso es que estaba pronunciando un discurso y no tenía permiso, que había mucha gente, y creo que tenía la esperanza de que se produjera alguna clase de disturbio. Tales desórdenes son su sustento, y si hubiese conseguido cerrar la universidad, aunque sólo fuese temporalmente, habría acusado a Demerzel de reprimir la libertad académica. Supongo que le echan la culpa de todo, así que se lo impedí… Hice que se marcharan sin que se produjera disturbio alguno.
–Pareces orgulloso de ti mismo.
–¿Por qué no? No está mal para un hombre de cuarenta años.
–¿Es eso lo que hiciste? ¿Averiguar de qué eres capaz a tus cuarenta años?
Seldon tecleó pensativamente el menú de la cena.
–No -dijo por fin-. Estaba realmente preocupado porque temía que la universidad tuviese problemas innecesarios, y también por Demerzel. Me temo que las obsesivas historias de Yugo han acabado por impresionarme más de lo que había creído al principio. Fue una estupidez, Dors, porque sé que Demerzel puede cuidar de sí mismo. No podía explicar eso a Yugo o a nadie que no seas tú.
Seldon tragó una honda bocanada de aire.
»Es asombroso lo placentero que me resulta hablar de esto contigo. Tú sabes, yo sé y Demerzel sabe que es intocable, y nadie más lo sabe…, o, al menos, eso creo.
Dors pulsó un botón disimulado en un hueco de la pared y el comedor de su apartamento quedó iluminado por una suave claridad color melocotón. Ella y Hari fueron hacia la mesa, que ya estaba preparada con la mantelería, la vajilla y los cubiertos. Se sentaron y la cena empezó a llegar -a esas horas de la noche nunca había demasiado retraso-, y Seldon la aceptó sin darle importancia. Hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a la posición social que hacía innecesaria su presencia en los comedores de la facultad.
Seldon saboreó las especias y aderezos que habían aprendido a disfrutar durante su estancia en Mycogen
1
, las únicas cosas de aquel extraño sector dominado por los varones, impregnado de religión y anclado en el pasado, que no habían detestado desde el primer momento.
–¿A qué te refieres con eso de que es «intocable»? – preguntó Dors en voz baja.
–Vamos, querida… Demerzel tiene el poder de alterar las emociones. No lo habrás olvidado, ¿verdad? Si Joranum llegara a ser realmente peligroso… -Seldon movió las manos-, podría ser alterado. Se le podría hacer cambiar de ideas.
Dors puso cara de sentirse incómoda y la cena fue más silenciosa que de costumbre. Dors no volvió a hablar hasta que terminaron de comer y los restos -platos, tenedores y todo lo demás- cayeron por el conducto de eliminación que había en el centro de la mesa (que se apresuró a ocultarse en cuanto hubo acabado de cumplir su función).
–No estoy segura de querer hablar de esto, Hari -dijo-, pero no puedo permitir que seas víctima de tu propia inocencia.
–¿Inocencia?
Seldon frunció el ceño.
–Sí. Nunca hemos hablado de ello. En realidad nunca pensé que llegara el momento en el que fuera preciso, pero Demerzel no es omnipotente. No es intocable, se le puede dañar y sin duda Joranum supone un serio peligro para él.
–¿Hablas en serio?
–Por supuesto. No entiendes a los robots…, y, desde luego, no a uno tan complejo como Demerzel. Yo, en cambio, sí.
Volvió a haber un breve silencio, pero sólo porque los pensamientos no se oyen. Los que se agolpaban en la cabeza de Seldon formaban un auténtico torbellino mental.
Sí, era cierto. Su esposa poseía conocimientos realmente increíbles sobre los robots. A lo largo de los años, Hari se había cuestionado tantas veces su procedencia, que había acabado por rendirse y confinar el enigma en un rincón de su mente. De no ser por Eto Demerzel -un robot-, Hari jamás habría conocido a Dors. ¿Por qué? Porque Dors
trabajaba
para Demerzel. Fue él quien le «asignó» el caso de Hari ocho años atrás, ordenándole que protegiera su huida a través de los sectores de Trantor. Actualmente era su esposa, su confidente y su «mejor mitad», pero Hari seguía preguntándose por la extraña relación que unía a Dors con el robot Demerzel. Era la única zona de su vida en la que Hari se sentía un intruso… y no bien acogido. Y eso trajo a su mente la pregunta más dolorosa de todas, la de si Dors seguía con él por obediencia a Demerzel o porque le
amaba
de verdad. Quería creer que era porque le amaba, pero…
Seldon era feliz con Dors Venabili, pero esa felicidad se había obtenido a cambio de un precio y con una condición. La condición no se había establecido a través de la discusión o el acuerdo, sino mediante un entendimiento mutuo sin palabras, y eso la hacía aun más pesada y difícil de soportar.
Seldon comprendía que había encontrado en Dors todo cuanto deseaba de una esposa. Cierto, no tenían hijos, pero no esperaba tenerlos porque, en realidad, nunca los había deseado. Tenía a Raych, quien emocionalmente era tan hijo suyo como si hubiese heredado todo el genoma seldoniano…, y quizá más.
El mero hecho de que Dors le hiciera pensar en el asunto rompía el acuerdo que les había permitido llevar una existencia tranquila y agradable durante aquellos años. Seldon sintió un leve resentimiento que iba creciendo poco a poco. Volvió a relegar esos pensamientos y esas preguntas a un rincón de su mente. Había aprendido a aceptar el papel de Dors como protectora, y seguiría haciéndolo. Después de todo, con él compartía una casa, una mesa y una cama…, no con Demerzel.
La voz de Dors le sacó de su meditación.
–He dicho… Hari, ¿estás enfadado?
Seldon se sobresaltó ligeramente. El tono de su voz indicaba que repetía lo mismo, y Seldon comprendió que durante los últimos momentos se había sumergido en las profundidades de su mente hasta alejarse de la conversación.
–Lo siento, querida. No, no estoy enfadado…, y no intento ponerme de mal humor. Me preguntaba cómo responder a tu afirmación.
–¿Sobre los robots?
Cuando pronunció la última palabra la voz de Dors no podía ser más serena.
–Dijiste que no sé tanto sobre ellos como tú. ¿Cómo he de responder a eso? – Hizo una pausa, y cuando siguió hablando lo hizo en voz baja porque sabía que corría un riesgo-. Sin ofenderte, quiero decir -añadió.
–No he dicho que no supieras nada sobre los robots. Si vas a citar mis palabras hazlo con precisión. He dicho que no entendías a los robots. Estoy segura de que sabes muchas cosas sobre ellos, quizá más que yo, pero saber no significa necesariamente entender.
–Vamos, Dors… Utilizas deliberadamente paradojas para irritarme. Una paradoja surge única y exclusivamente de una ambigüedad engañosa, ya sea por casualidad o porque así se desea. No me gusta que haya paradojas en la ciencia y tampoco me gusta encontrarme con ellas en una conversación, a menos que tengan una finalidad humorística, y no creo que ése sea el caso ahora.
Dors dejó escapar su típica risa suave y no muy ruidosa, esa leve carcajada que daba a entender que la diversión era algo demasiado valioso para ser compartido de una forma excesivamente generosa.
–Al parecer la paradoja te ha irritado lo suficiente para caer en la ampulosidad, y cuando te pones así resultas muy gracioso, pero me explicaré. No tengo la más mínima intención de irritarte.
Alargó un brazo para darle una palmadita en la mano, y Seldon se sorprendió al darse cuenta de que había cerrado las manos en forma de puño.
–Hablas mucho de la psicohistoria, por lo menos cuando estás conmigo -dijo Dors-. ¿Lo sabías?
Seldon carraspeó para aclararse la garganta.
–En lo que a eso concierne confiaré en tu misericordia. El proyecto es secreto por su misma naturaleza. La psicohistoria sólo funcionará si las personas a las que afecta no saben nada sobre ella, por lo que sólo puedo hablar del tema con Yugo y contigo. Para Yugo todo se reduce a la intuición. Es muy brillante, pero los saltos a ciegas en la oscuridad se le dan tan bien que debo jugar el papel de eterno cauteloso que siempre tira de él haciéndole retroceder. Yo también tengo ideas atrevidas de vez en cuando, y exteriorizarlas en voz alta me ayuda incluso… -y sonrió-, incluso cuando estoy seguro de que no entiendes ni una sola palabra de lo que digo.
–Ya sé que me utilizas como oído en el que rebotan tus ideas, y no me importa. No, Hari, de veras, no me importa, así que no empieces a tomar decisiones sobre tu conducta en el futuro. No comprendo las matemáticas que utilizas, por supuesto. No soy más que una historiadora, y ni siquiera soy historiadora de la ciencia. La influencia del cambio económico en el desarrollo político es lo que ocupa todo mi tiempo…
–Sí, y en lo que respecta a eso yo soy el oído en el que haces rebotar tus ideas…, ¿O es que no te habías dado cuenta? Necesitaré esos datos para la psicohistoria cuando llegue el momento, por lo que sospecho que serás una ayuda indispensable para mí.
–¡Bien! Ya sabemos cuál es la razón de que sigas conmigo, estaba segura de que no era por mi etérea belleza; permíteme ahora explicarte que de vez en cuando te alejas de los aspectos estrictamente matemáticos, y en esos momentos me parece que comprendo adónde quieres llegar. En varias ocasiones me has explicado lo que tú llamas la necesidad del minimalismo, y creo entenderlo. Al usar esas palabras te refieres a…