Read ¡Hágase la oscuridad! Online

Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (11 page)

BOOK: ¡Hágase la oscuridad!
12.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El pavimento de guijarros. Las correas de las sandalias que mordían su piel. El roce de la túnica en el hombro. El brazo herido que colgaba inerte en su costado. La oscuridad. Un rectángulo de luz. La cara pintada de una mujer. Gritos.

Correr. Correr. Correr.

Repentino aumento de gatos que le persiguieron cuando logró alcanzar la entrada del callejón. El rayo violeta de la ira por encima de su cabeza.

Pero antes de resultar partido en dos, había logrado desviarse por la calle siguiente, la había cruzado y había desaparecido en el sector lleno de ruinas al que sus pasos le habían guiado instintivamente.

Escombros. Matojos enmarañados. Hierbas. Grandes bloques de piedra y plásticos rotos. Paredes desmanteladas que posiblemente eran anteriores a la Edad de Oro. Pasajes estrechos y tortuosos. Callejones sin salida. Un laberinto formado por las ruinas de enormes estructuras.

Gritos tras él. Un círculo luminoso proyectado justamente encima de su cabeza, sobre un enorme bloque de forma irregular. Agacharse. Inclinarse. Arrastrarse.

Más gritos. Esta vez más cercanos. Jarles buscó frenéticamente un refugio y sintió un dolor agudo cuando su hombro chocó contra una pared de piedra. Se mordió la lengua para no gritar y un gusto salado le llenó la boca.

Ahora su único objetivo era huir hacia adelante por entre las ruinas, eligiendo siempre el camino más oscuro y tortuoso. Algunas veces los gritos se alejaban, otras veces se oían más cerca. Ya ni siquiera se daba cuenta de que su huída alocada podía llevarle, finalmente, a caer en manos de sus perseguidores.

Le pareció oír todavía la música de baile, latiendo al mismo ritmo que su hombro, chirriando obscenamente, lamentando roncamente su desesperación y que todo el universo oscilaba perezosamente al son de aquella música. También él quería bailar, pero sentía mucho dolor. Era otra persona. Era Armon Jarles, pero Armon Jarles era otro. Su padre…, su padre era un arcipreste. Aquellos viejos brazos le estrechaban y no le dejarían marchar. Su hermano era un bebé regordete que ronroneaba. Se llamaba hermano Chulian. Su madre…

Una muchacha de gran belleza le hacía señales desde un portal. Se acercó poco a poco y notó cómo su recelo desaparecía lentamente. De repente, ella se adelantó, le cogió por el hombro herido y se lo retorció con violencia. Tras de ella avanzaba una marea de túnicas escarlatas. Los rasgos de la muchacha parecieron envejecer y llenarse de fatiga y su madre, vestida con una túnica andrajosa, le dirigió una mirada burlona.

Pero aquellos rasgos estaban envejeciendo demasiado, demasiado para ser el rostro de su madre. Las mejillas se hundían, los labios se arrugaban, la nariz se convertía en un gancho delgado y la barbilla adquiría la forma de una protuberancia parda.

—Despierta, hermano Jarles —oyó un ronco cuchicheo.

Algo no cuadraba en aquella cara. Era real y ahora no quería contemplar la realidad. Pero la mano que le sujetaba seguía haciéndole daño. Intentó soltarse, levantó los ojos y a la luz del rayo buscador que pasaba ahora por encima del estrecho callejón, vislumbró una cara decrépita y la reconoció.

—¡Ven conmigo, hermano Jarles! ¡Ven con la Madre Jujy!

Jarles casi sonrió.

—Prefiero que recibas tú la recompensa antes que mi padre —murmuró Jarles.

La palma de una mano que era toda huesos le cerró la boca.

—¡Cállate! ¡Van a oírnos! Levántate, hermano Jarles. No estamos lejos, pero habrá que correr. ¡De prisa, de prisa!

Era menos doloroso levantarse que seguir en el suelo y dejarse atrapar. Al cabo de un momento logró ponerse en pie, aunque el esfuerzo hizo agitar vertiginosamente la oscuridad y trajo de nuevo las alucinaciones. Jarles vaciló y se apoyó en la espalda huesuda de la vieja y aún le pareció que aquel rostro seguía cambiando de aspecto. Primero, su madre. Después, Sharlson Naurya. De nuevo la Madre Jujy. Después, la muchacha del portal. Otra vez su madre…

—Deja que les llame —dijo sonriendo tontamente—. No hace falta ir a buscarles. Deja que les llame y vendrán. ¿Te das cuenta? Entonces podrás tener la recompensa para ti sola. O, ¿quizá temes que no te la den?

Por toda respuesta, Jarles recibió un golpe de bastón en la boca.

—¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Hay alguien con él!

Entonces giró en dirección a una calle lateral y oyó más voces que llenas de excitación, atronaban en todas direcciones. De nuevo giró bruscamente y vio a la Madre Jujy remover unos matojos y levantar una plataforma.

—¡Entra! ¡Entra! —gritó la anciana.

El golpe que había recibido le había devuelto algo de cordura. Jarles se deslizó por el oscuro agujero que la anciana había puesto al descubierto y bajó a trompicones por una pequeña escala hasta llegar al final de la misma. Allí se dejó caer al suelo y quedó tendido cuan largo era.

Los gritos habían enmudecido. La oscuridad era total. Reinaba el silencio.

Al cabo de un momento, surgió una luz y pudo ver el anciano rostro sin dientes, que le sonreía, iluminado por una vela.

—¡Ahora verás cómo la Madre Jujy va a buscar la recompensa, hermano Jarles! —dijo la mujer con voz temblorosa.

La anciana tocó su hombro y apartó la ropa. A Jarles le rechinaron los dientes.

—Hay que curar esto —dijo refunfuñando—. También la fiebre. Pero antes debemos marcharnos de aquí. Bebe un poco.

La anciana puso un pequeño frasco ante los labios de Jarles. El líquido le quemó la garganta y casi le ahogó.

—Quema, ¿no es cierto? —Observó la anciana satisfecha—. No es como los vinos de la Jerarquía. La Madre Jujy fabrica su propio néctar. La Madre Jujy tiene su propio alambique.

Jarles echó una ojeada alrededor suyo.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En uno de los túneles de la Edad de Oro —replicó la mujer—. No me preguntes para qué servían. No lo sé. Pero sé para qué sirven ahora. —La mujer rió maliciosamente, sacudiendo la cabeza—. ¡Sólo somos viejas brujas ignorantes! ¡Los sacerdotes lo saben todo de nosotras! ¡Oh, sí!

El joven la miró desconcertado.

—No te esfuerces en comprenderlo, hermano Jarles. Ven con la Madre Jujy.

Jarles la siguió. En algunos tramos el túnel estaba intacto (un tubo circular de metal deslustrado, suficientemente ancho para estar de pie en su interior), pero la mayor parte del trazado estaba abollado y lleno de polvo y suciedad. Una o dos veces pasaron al lado de toscos puntales que evidentemente eran recientes.

El camino parecía interminable. Jarles se sentía cada vez peor. La fiebre había aumentado a causa de la fatiga y quizá también por efecto del ardiente néctar de la Madre Jujy.

Empezó a dar tumbos y las alucinaciones volvieron, pero esta vez Sharlson Naurya caminaba a su lado mordisqueando una granada. Ellos eran el Rey y la Reina del Infierno y visitaban el Mundo Subterráneo conducidos por su primer ministro, la Madre Jujy cuyo bastón se había convertido en una vara de mando adornada por serpientes vivas enrolladas en espiral. Tras ellos seguía un hombre que era una sombra completamente negra y alrededor de sus pies retozaban y brincaban pequeños antropoides semihumanos.

De nuevo otra escalera. La Madre Jujy le ayudó a subirla. Jarles vio un catre que parecía una caja, uno de cuyos lados estaba abierto. Era demasiado corto para él, pero sorprendentemente mullido. De pronto, el agradable frescor de una venda empapada en un líquido negro y perfumado invadió su hombro dolorido. Jarles sintió un poco de aprensión porque hasta entonces sólo había sido curado por sacerdotes. Los sacerdotes curaban a todo el mundo. Un líquido tibio descendió por su garganta. Suavidad. Sueño.

Tuvo aún algunas alucinaciones provocadas por la fiebre en las que se mezclaban de vez en cuando retazos de realidad. El primer momento de consciencia llegó cuando vio una forma borrosa y negra sentada en cuclillas sobre la colcha de la cama, a la altura de sus pies. Jarles se concentró pacientemente en ella hasta que consiguió identificarla.

Se trataba de una gran gata negra que se lamía las patas y le contemplaba con ojos fríos y sagaces.

No era normal. No tenía que haber sido una gata. La Madre Jujy debería tener una criatura pequeña y peluda, pero no una gata.

Durante un período de tiempo interminable reflexionó sobre aquel problema. De vez en cuando miraba a la gata, casi esperaba que ésta le hablara, pero la gata seguía lamiéndose las patas y le observaba con ojos impasibles.

Gradualmente empezó a darse cuenta de lo que le rodeaba. Su cama era evidentemente una caja. Una caja construida en la pared de una habitación. Jarles no podía ver la parte inferior de la sala porque se lo impedía el borde de la cama que sostenía las sábanas y la colcha.

El techo de la pieza era muy bajo y una gran variedad de objetos colgaban de las vigas. Jarles podía oír el crepitar de un fuego y el hervor de una marmita. Olía bien.

Luego, intentó darse la vuelta, pero sintió unas punzadas dolorosas. El dolor no era excesivo, pero lo suficiente como para hacerle contener la respiración.

En aquel momento la vieja arpía apareció cojeando.

—Así que ya te has despertado. En algún momento a la Madre Jujy le pareció que iba a perder a su muchachito.

Jarles seguía obsesionado con su problema.

—¿Es sólo una gata? —preguntó con voz débil.

Los ojos de la bruja que brillaban en el fondo de sus negras órbitas, le miraron atentamente.

—¡Naturalmente! ¡Aunque sea algo pretenciosa!

—¿No chupa la sangre?

La Madre Jujy hizo chasquear la lengua con desprecio.

—Quizá le gustase hacerlo. ¡Deja que lo intente!

—Pero…, entonces…, ¿eres una bruja, Madre Jujy?

—¿Te crees que acepto ser tan impopular sólo por diversión?

—Pero…, yo creía…, me parece que…, las otras brujas que he conocido…

—Oh,
ésas
. Así que has conocido a alguna de
ésas.

Jarles asintió con un leve movimiento de cabeza.

—¿Quiénes son?

La vieja echaba fuego por los ojos.

—Ya has hecho demasiadas preguntas. Además es hora de cenar.

Más tarde, mientras la mujer daba a Jarles un caldo caliente, la gata vino a husmear el cuenco y seguía con los ojos el movimiento de la cuchara. De pronto, llamaron a la puerta.

—¡No hagas ruido! ¡Que no te vean! —siseó la Madre Jujy.

Luego, deslizó un panel de la pared delantera de la caja y dejó a Jarles completamente a oscuras. El joven oyó un ruido como el de una cortina al cerrarse.

Después sintió que la gata se instalaba encima de su pecho; podía sentir la presión de sus cuatro patas, como si fuesen las de una mesa pequeña.

Desde la habitación llegaban retazos de conversación, pero Jarles no podía distinguir lo que decían.

Ahora la gata se había tendido encima de su hombro sano y empezó a ronronear. Jarles se durmió.

Durante los días siguientes la vieja ocultó la cama varias veces, pero muy pronto dejó de correr la cortina y esto le permitió seguir las conversaciones con bastante claridad. Jarles oyó a la vieja bruja pronunciar dudosos sortilegios y dar consejos cínicos a toda clase de fieles, principalmente a las Hermanas Caídas que nunca se cansaban de que les predijera el porvenir. Así tuvo conocimiento, de forma indirecta, del hampa de Megatheopolis con la que la Madre Jujy parecía tener muy buenas relaciones. Al parecer actuaba como encubridora y receptora de cosas robadas.

Pero también había otra clase de visitantes. Por dos veces vinieron a verla los diáconos. La primera vez Jarles estaba tenso ante la posibilidad de que le prendieran, pero, por extraño que pudiera parecer, el diácono solamente quería utilizar los servicios de la Madre Jujy para reconquistar a una muchacha que un sacerdote le había robado. La segunda vez fue mucho peor. El diácono se puso a husmear por todas partes como si sospechara algo, amenazó con represalias a la Madre Jujy por fabricación ilícita de alcohol y otras actividades ilegales y en un par de ocasiones golpeó contra la pared que ocultaba la cama. En realidad trataba simplemente de obtener los servicios de la bruja gratuitamente, ya que al final acabó contando una historia muy parecida a la del primer diácono. Jarles se sintió bastante animado cuando oyó que la Madre Jujy le vendía una poción mágica cuya utilización exigía llevar a cabo varias acciones fatigosas y degradantes.

Alguna vez pensó en el Hombre Negro y en Sharlson Naurya, pero aquel aquelarre y la reunión de brujas, ahora le parecía que formaban parte de las alucinaciones provocadas por la fiebre, aunque volvía una y otra vez a recordarlas y agobiaba a la Madre Jujy con muchas preguntas sobre ello. De ese modo llegó obtener bastante información, pero tenía la impresión de que la vieja sabía muchas más cosas de las que reconocía.

Según la Madre Jujy solamente hacía unos años que habían aparecido las «nuevas brujas». Al principio, ella había creído que estaban inspiradas directamente por la Jerarquía y que los sacerdotes habían decidido «hacernos perder el trabajo a las viejas brujas de siempre».

Al cabo de un tiempo había cambiado de opinión sobre las nuevas brujas y ahora parecía que la Madre Jujy las consideraba como una competencia directa pero amigable. La vieja admitía mantener vagas relaciones con ellas, pero nunca quiso decirle a Jarles qué clase de relaciones eran.

Mientras cicatrizaba el hombro quemado y disminuía la fiebre —muy lentamente ya que no tenía a su disposición los regeneradores maravillosos de los médicos de la Jerarquía —, Jarles meditaba sobre toda esa información que iba obteniendo y, un día, decidió por fin preguntar a la Madre Jujy:

—¿Por qué me rescataste?

Ella le miró, primero con perplejidad y después maliciosamente, antes de responder:

—¡Quizás esté enamorada de ti! Ha habido muchos jóvenes apuestos a los que he salvado y ayudado cuando era la más bonita de todas las Hermanas Caídas.

Después, añadió con malhumor:

—Además, te portaste bastante bien conmigo cuando llevabas túnica.

—Pero ¿cómo lograste encontrarme? ¿Cómo es que estabas entre las ruinas cuando me perseguían?

La Madre Jujy le contó que fue por pura casualidad, cuando ella acababa de salir del túnel. Más tarde pretendió haber tenido una «visión» del peligro que Jarles corría, pero él supo en seguida que no le estaba diciendo la verdad.

Un día, al anochecer, Jarles se sentía nervioso e insistió en levantarse y pasear arriba y abajo de la habitación, agachándose y esquivando los objetos que colgaban de las vigas. Estaba impaciente por afrontar la realidad. De pronto, llamaron a la puerta. Era un ruido bastante distinto de todos los que ya había aprendido a reconocer, como un tamborileo ligero con los dedos. «Grimalkin», la gata, gruñó amenazadoramente. La Madre Jujy condujo a Jarles de nuevo hasta la cama en la pared, después se acercó a la puerta, la abrió y salió fuera cerrándola tras ella.

BOOK: ¡Hágase la oscuridad!
12.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Arielle Immortal Awakening by Lilian Roberts
Day of Reckoning by Stephen England
Everfair by Nisi Shawl
The Gift-Giver by Joyce Hansen
Hostile Desires by Melissa Schroeder