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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (15 page)

BOOK: ¡Hágase la oscuridad!
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Dhomas, que parecía hablar como si estuviera ante una clase de novicios, continuó su discurso imperturbable.

—Para una persona reflexiva no hay sensación más desconcertante que la provocada por el recuerdo de puntos de vista que ya ha abandonado y puede, incluso, recordar, a veces, con gran exactitud, cómo justificaba aquellos puntos de vista que ya ha descartado, pero los viejos argumentos ya no le parecen válidos. Quizá tiene ahora un nuevo punto de vista totalmente opuesto al antiguo y, sin embargo, la memoria y una especie de intuición le dicen que entonces era la misma persona que es ahora. De nuevo volvemos a este tema confuso que causa gran perplejidad.

»La respuesta es obvia. La memoria es el único enlace entre los puntos de vista pasados y presentes.

»Pero la memoria puede enlazar cualquier cosa. La memoria es algo frío y desapasionado. No tiene ningún tipo de moral. Piensa en la persona a la que más admiras y a la que más detestas. Imagínatelas como dos etapas de la vida de una única persona. Imagina ahora a la memoria enlazando esas dos etapas. Ya lo ves. Incluso eso es posible.

»Sí, la personalidad cambia. El problema es… acelerar el cambio.

»¿ Empiezas a comprender qué es lo que pretendo intentar contigo? ¡Eso es! ¡Eso es!

Cualquier barrera mental que Jarles hubiera intentado no habría impedido que el hermano Dhomas leyera o adivinara sus temores.

—No, no. Tu consciencia actual no será suprimida, ni reemplazada por otra. Eso sería como matarte. Te has olvidado de lo que he dicho sobre la memoria. La personalidad cambiará, pero la memoria, la consciencia individual, seguirá intacta.

Jarles casi se sintió aliviado. Al menos ya sabía de dónde vendría el ataque y podría preparar sus fuerzas. Su odio por la Jerarquía. Su lealtad hacia la Brujería, tan recientemente adquirida. De pronto, sintió un extraño estremecimiento al pensar que podía considerarla como «recientemente adquirida». Su amor por Naurya. Su odio por criaturas como el Primo Deth, pero sobre todo y más importante que todo los demás, su firme convicción acerca del derecho de todos los fieles a la libertad, a la igualdad y a una distribución equitativa de las riquezas del mundo y su enemistad implacable contra todo grupo o todo individuo que quisiera tiranizar a los fieles. Con toda seguridad esas creencias no podrían ser cambiadas; las otras, las que se referían a las organizaciones y a los individuos, podían cambiar en función de lo que uno iba conociendo sobre ellos. Pero la creencia en la libertad del hombre era básica; no podía cambiar. El hermano Dhomas faroleaba.

—Es cierto —dijo el hermano Dhomas—, parece imposible, pero fíjate en mi cara. ¿No es la de un hombre que ha cambiado varias veces su personalidad? ¿No te diste cuenta de ello nada más verme, tan pronto oíste mi voz? ¿Cómo habría podido adquirir la experiencia y la habilidad necesarias, casi un sexto sentido, excepto experimentando conmigo mismo? No he descubierto la telepatía, ¿sabes? Mi conocimiento sobre la mente humana, sobre tu mente, se basa en la capacidad de deducción y en el gran conocimiento empírico que he obtenido gracias… a la experiencia.

»No he dudado en hacer experiencias con mi propia mente. Mi único pesar es no haber osado cambiar mi personalidad lo suficiente como para interferir con mi orientación básica de investigador en el campo de la psicología, no haber podido más que bordear la locura…

Aquellos ojos escrutadores se habían convertido para Jarles en unos abismos infinitos de los que podía surgir cualquier amenaza, pero dijera lo que dijera, el hermano Dhomas estaba faroleando. Si admitía que no había podido cambiar su personalidad básica, tampoco podría cambiar la de Jarles.

—Perfecto —dijo el hermano Dhomas— Sigue confiado en tus fuerzas. Ello te hará más vulnerable cuando empieces a hacerte preguntas. Y ahora, vamos a ello.

Lentamente, uno tras otro al principio, después con mayor rapidez y varios a un mismo tiempo, los diversos instrumentos de la habitación empezaron a funcionar. Jarles fue asaltado por visiones, sonidos, gustos, olores, contactos y tensiones interiores; y por emociones. Emociones mucho más simpáticas y parasimpáticas que ya le eran familiares. Quizá la inyección le había hecho más permeable. Jarles luchó contra todas aquellas sensaciones. Apretó los dientes y cerró los labios para contener una risa que no tenía nada que ver con sus pensamientos, pero la risa atravesó todas las barreras y estalló en carcajadas convulsas. Intentó evitar las lágrimas inexplicables que empezaron a brotar a continuación, pero seguía llorando y sollozaba como si tuviera el corazón destrozado por una gran pena. Luchó contra la cólera que formaba un espeso nudo en su estómago; luchó contra el miedo que le ponía la piel de gallina y le hacía castañetear los dientes; luchó contra las emociones, pero todo fue en vano. Tenía la impresión de haber sido desposeído de su cuerpo y de ser un espectador impotente, atormentado por una desesperación puramente mental y una especie de vergüenza también mental, mientras el hermano Dhomas extraía de su cuerpo todas las reacciones posibles, como un músico hábil al ensayar el registro y las posibilidades de un nuevo instrumento.

Ahora la habitación estaba casi sumergida en una semioscuridad y desde un panel situado detrás del hermano Dhomas, se alzaban más de una docena de pilares de luz, distintas todas ellas que fluctuaban sin cesar siguiendo el ritmo de las reacciones fisiológicas y neurofisiológicas de Jarles. Los ojos del hermano Dhomas iban incesantemente de los pilares de luz a Jarles y de nuevo a los pilares, y sus dedos regordetes se movían como gusanos blancos sobre el tablero de mandos, lentamente, probando.

La invasión continuaba. De las emociones a los pensamientos, de la mente al cuerpo. Jarles sintió que su mente era como un planeta en el cual la consciencia era el lado iluminado y que una fuerza inexorable provocaba la rotación. Las ideas que intentaba atrapar y retener firmemente se escapaban, se deslizaban bruscamente hacia la oscuridad y desaparecían fuera del alcance de su pensamiento, como una palabra que tuviera en la punta de la lengua y no lograra pronunciar. Del otro lado de su mente, del lado oscuro de la noche, emergía una multitud de cosas olvidadas que nunca hubiera imaginado; rencores y envidias que habían aforado una vez en su mente y habían sido reprimidas. Después, los recuerdos; recuerdos de la infancia. Su primera confesión. Sharlson Naurya, una muchacha que acababa de llegar a Megatheopolis desde otra ciudad lejana. Miedo a un matón. Lucha con un matón. Trabajo en el campo. La clase. Recuerdos que
iban demasiado atrás
, hacia la niñez. Él, tendido en una especie de caja, contemplando un mundo de gigantes. El rostro de su madre, un rostro de mujer joven, inclinado sobre él. Después un reinado tenebroso en el que todos los objetos inanimados estaban vivos y en el que había símbolos de poderes desconocidos y las palabras eran las fórmulas mágicas para controlarlos. Después ya no había palabras. Los poderes invisibles se convertían en torbellinos sensoriales y ya no había ninguna distinción entre él mismo y el resto del cosmos.

Los recuerdos oscuros iban desapareciendo. Lentamente las sensaciones extrañas abandonaron su cuerpo. Durante un momento sólo tuvo la impresión de estar exhausto, como vacío. Después sintió una creciente sensación de júbilo. Seguía siendo Armon Jarles. Sus creencias no habían cambiado. El hermano Dhomas había fracasado.

—No —intervino el hermano Dhomas—, esto era tan sólo una exploración preliminar. Una búsqueda al azar de los puntos débiles en la coraza de tu personalidad. Ahora las cintas que contienen los estímulos se correlacionarán automáticamente con las cintas que han registrado tus emociones y el resultado será extraordinario. Sin embargo, si he de ser sincero, te diré que trabajo basándome esencialmente en mi instinto.

»También es necesario que adquieras experiencia y conocimiento de las posibilidades ocultas de tu mente. Después podrás trabajar mejor conmigo; contra tu propia voluntad, por supuesto, pero esa resistencia puede ser muy útil.

»Como ves, las radiaciones cambian el gradiente y los potenciales neuronales en ciertas áreas de tu cerebro cuyos límites y posibilidades sólo pueden ser conocidos empíricamente. El resultado es que ciertos pensamientos y ciertos recuerdos se desplazan, algunos por encima y otros por debajo, a ambos lados del umbral de la consciencia.

»La experiencia te ha mostrado cómo cualquier mente humana dispone de los recursos, aunque sea tan sólo en dosis infinitesimales, para fabricar cualquier tipo de personalidad a partir de ellos. Toda persona ha tenido en algún momento un destello fugaz de odio y crueldad que con sólo ser ampliado y reforzado suficientemente puede convertirle en un monstruo. Todos los hombres, por lo menos durante una fracción de segundo en su vida, han querido destruir el mundo. ¿Comprendes?

»Sólo hay que maniobrar en tu mente para llevarla hasta el estado deseado, eso es precisamente lo que requiere mi mayor concentración y perspicacia y el fijar la mente en ese estado por medio de una repentina intensificación de las radiaciones que sea suficiente para modificar el gradiente y los potenciales neuronales de forma
permanente
. Si me equivocase y malinterpretase el estado de tu cerebro en ese momento y éste quedase fijado en un estado de locura temporal, sería realmente lamentable.

»La siguiente exploración será tan metódica como empírica ha sido la primera. ¡Sigamos!

De nuevo el bombardeo sensorial, el trastorno emotivo, la rotación mental. Pero al no ser tan caóticos como la primera vez, no le asustaron de inmediato. En particular, la emoción inducida casi no era molesta. Era una curiosa mezcla de miedo y placer que estimulaba una autocontemplación lúcida que le permitió, por un momento, sonreír desdeñosamente al hermano Dhomas.

Pero las sensaciones adquirieron rápidamente una calidad muy específica y precisa que era extremadamente perturbadora, aunque las emociones producidas tendieran a convertir esa perturbación en algo puramente mental. No sabía dónde habían obtenido aquel solidógrafo de su propia persona, pero estaba hablándole, se hablaba a sí mismo y oía a su propia voz repetir:

—Armon Jarles no existe, nada más que el cosmos y las entidades electrónicas que lo constituyen, sin alma ni finalidad, excepto si una mente neurótica le impone un objetivo.

»Armon Jarles, la Jerarquía encarna la forma más elevada de tal finalidad.

»Armon Jarles, lo sobrenatural y lo ideal tienen un rasgo en común: No existen. Tan sólo existe la realidad.

Incontestable. Sin embargo aquellas declaraciones podían haber sido montadas a partir de grabaciones de recitados en las clases que había seguido, o de los exámenes orales, pero la voz, que seguía siendo la suya junto con su propia imagen, fue haciéndose más íntima:

—Fíjate en mí, Armon Jarles. Soy tú mismo, tal y como serás cuando hayas aprendido a contemplar la realidad de cara y olvides tus sueños sentimentales… ¡Fíjate en mí! Armon Jarles. ¡Ríete de ti mismo! Armon Jarles, de lo que eres en este momento.

También debían ser un montaje aquellas últimas frases; palabras tomadas de aquí y frases de allá, mezcladas con una habilidad diabólica. Él nunca había dicho tales cosas! ¿O sí?

El Armon Jarles del solidógrafo le sonreía ahora con un cinismo lleno de crueldad. Debía ser —¡sólo podía ser!— la prolongación de una expresión fugaz de la que se habían servido en este solidógrafo móvil de sí mismo, pero le detestaba y Jarles cerró los ojos para no verle más.

Rápidamente le ajustaron un instrumento en la cabeza y entonces notó una ligera presión en los párpados. Suavemente le forzaban a abrirlos a intervalos regulares; el instrumento le imponía un lento parpadeo mecánico.

—No tenemos ninguna intención de torturarte —le llegó la voz del hermano Dhomas, durante un respiro en las sensaciones auditivas—. El dolor podría crear un núcleo en torno al cual podría concentrarse tu personalidad y lo que queremos precisamente es dispersarla.

Jarles lograba desviar los ojos de aquel horrible retrato de sí mismo, pero esto no impedía que lo percibiera vagamente en la periferia de la retina. Reía, le hacía muecas, hablaba sin parar.

De nuevo, los pensamientos y los recuerdos reprimidos empezaron a surgir de lo más profundo del subconsciente. Todas eran de un mismo tipo: antiidealistas y parecían avanzar en formación, como un ejército. En cambio, los pensamientos a los que trataba de asirse para defenderse iban desvaneciéndose, hasta que encontró una idea básica: su creencia en la libertad y en la justicia y su odio a la tiranía. Y aquel pensamiento no se desvaneció, a pesar de que la forma en que se expresaba se modificaba continuamente, sino que mantuvo en jaque a todos los demás.

De nuevo un respiro en la barrera sensorial y, se oyó la voz del hermano Dhomas:

—¿Qué es el idealismo? Es una deformación. Es dar falsos valores a cosas que no poseen tales valores. Las personalidades difieren principalmente en la escala de valores que poseen. Y cuando los valores son, en su mayor parte, falsos, la personalidad es inestable.

Una nueva zambullida en la caótica oscuridad interior. De nuevo la lucha contra las fuerzas del antiidealismo. ¡La libertad y la igualdad son valores correctos! Pero ¿por qué? ¿Por qué el ser humano debe tener más derechos que cualquier otro animal? ¿Porque se trata de una forma superior de vida? Pero una forma superior sólo significa mayor complejidad y, ¿qué mérito tiene esa complejidad? ¿Por qué todos los hombres tienen derecho a la libertad y a la igualdad? ¿Por qué no unos cuántos, solamente? Aquel razonamiento era completamente arbitrario. El mismo concepto de «derecho» era ya una ficción idealista. Uno tenía una cosa o no la tenía. Uno deseaba algo o no lo deseaba. No existía el tener derecho a las cosas.

Jarles intentaba desesperadamente resucitar los conceptos en los que siempre había creído. Otras veces, cuando esta clase de razonamientos le había desconcertado, había buscado refugio en la cólera, en el odio hacia la opresión, pero ahora sus emociones no le pertenecían y la marea purificadora de la cólera no llegaba. Se encontraba ante un mundo vacío y estéril de hechos y de fuerzas que se le enfrentaban.

Jarles se esforzó en recordar a alguno de los fieles a los que había visto sufrir, de los que se había compadecido, a los que había intentado ayudar, pero ahora le parecían tan sólo grotescas máquinas fisiológicas; no le conmovían.

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