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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (25 page)

BOOK: ¡Hágase la oscuridad!
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La gata se había adelantado y con sus patas delanteras dirigía gestos amenazadores a Dickon.

—¿Así que tu engreído amo ha caído finalmente del alambre sobre el que bailaba?

—Sí, Madre Jujy, y toda la Nueva Brujería se hundirá con él. Han capturado y apresado a muchos más. Sólo había una ligera esperanza: que Dickon hubiera sido capaz de cumplir la tarea que su hermano le había confiado. Quizá, de ese modo, las cosas habrían cambiado. Pero ahora Dickon yace desamparado en la oscuridad del subterráneo. Mata a Dickon antes de que la miseria le mate.

—¡Habla más fuerte, enano inmundo. Sólo puedo oír la mitad de lo que dices! —gritó la Madre Jujy inclinándose un poco más—. ¿Por qué no puedes cumplir tu misión, desagradecido saco de piel y huesos? ¿Por qué te has detenido aquí, como un aprendiz perezoso, a lloriquear y sollozar? —decía empujando al familiar con el bastón.

—Se ha terminado la sangre de Dickon. Las pocas gotas que le quedan no le permitirían recorrer ni cien pasos y se está enfriando por momentos. Si Dickon tuviera sangre fresca, volaría como el viento, pero no hay sangre fresca por aquí.

—¿Y encima nos insultas, enano inmundo? —gritó la Madre Jujy furiosa, levantando el bastón—. «Grimalkin» y yo tenemos sangre y aunque estemos secas y marchitas, deberías saber que nuestra sangre es suficientemente fresca.

—Perdonadme, Madre Jujy. Dickon no quería insultar. Dickon hablaba de la sangre que podría beber.

—¡Engreído montón de pelusa! ¿Qué te hace pensar que tienes derecho a decidir qué sangre debes beber y cuál no?

El familiar alzó hacia la vieja unos grandes ojos llenos de reproche.

—No le tomes el pelo a Dickon con tanta crueldad. Odias a Dickon. Tan pronto como hayas acabado de atormentarle, tú y tu feroz gata le mataréis.

—¡Calla, pequeño sabelotodo! — la Madre Jujy siseó esas palabras con un tono de furia tal que el familiar se encogió al oírlas—. ¿Te crees que puedes decir a tus superiores lo que deben hacer? ¡Beberás la sangre de «Grimalkin», te guste o no!

La anciana cogió por el pescuezo al ingrávido familiar y lo levantó. Sin embargo, «Grimalkin», como si se diera cuenta de que su ama pretendía implicarla en algo desagradable, escapó. Al mismo tiempo, la voz aguda del familiar chilló:

—La sangre de un gato mataría a Dickon al igual que sus garras. Incluso tu sangre, Madre Jujy, podría matarle.

Por un momento la Madre Jujy estuvo a punto de usar el bastón para golpear al exhausto familiar y enviarlo tras «Grimalkin».

—¿No soy lo bastante buena para ti? ¿No soy lo bastante buena para ti? —gritó con voz estrangulada por la indignación—. ¿La sangre de la Madre Jujy no es lo bastante buena para un inmundo y arrugado enano? ¡Ven aquí en seguida, antes de que la Madre Jujy te deje hecho trizas y haga con tu piel una chaqueta roja para «Grimalkin»!

La anciana abrió su túnica a la altura del cuello, dejando al descubierto un hombro amarillento que era todo huesos.

—¿ La Madre Jujy está segura? —preguntó débilmente el familiar, mientras la examinaba colgado inerte de su mano—. ¿No está engañando a Dickon?

—¡Y además, me llamas mentirosa! —gritó la vieja bruja—. Una pregunta más y verás cómo te engaño. ¡Te voy a engañar a golpes de bastón! ¡Bebe, enano inmundo!

La mujer acercó el familiar a su hombro desnudo.

Durante unos segundos se hizo el silencio. Después la Madre Jujy dio un respingo.

—Me haces cosquillas —dijo.

—Tu piel es dura, Madre Jujy —se detuvo el familiar para excusarse.

De nuevo parecía que la Madre Jujy iba a lanzarle al túnel. Casi bailaba de rabia.

—¿Dura? ¿Dura? ¡Cuando era una muchacha, la Madre Jujy tenía la piel más suave de toda Megatheopolis! ¡Obscena marioneta sin sexo! ¡Solo tocarme es ya un honor para tu boca asquerosa!

Sus comentarios furiosos se perdieron en un murmullo y después cesaron. Durante un largo rato el silencio glacial y húmedo sólo fue roto por los maullidos celosos de «Grimalkin» que iba y venía en las sombras, moviendo la cola y lanzando miradas asesinas al nuevo animalito de su ama.

Finalmente el familiar levantó la cabeza. Sus movimientos eran ahora rápidos y curiosamente enérgicos.

—Dickon se siente tan ligero como el aire —parloteó con voz estridente—. Ninguna tarea es demasiado difícil para él. —Su tono se hizo más respetuoso—. Era sangre muy, muy buena aunque bullía de emociones extrañas. No ha hecho ningún daño a Dickon. Oh, Madre Jujy, ¿cómo podrá Dickon pagarte? ¿Cómo podrá su hermano y sus compañeros pagar esta deuda? Tu ayuda puede hacer que se realice algo que ni el mismo Dickon llega a comprender. Dickon no tiene palabras para describir…

—¿Qué? ¿Pierdes el tiempo en palabrerías y halagos cuando el mundo espera que cumplas tu misión? —interrumpió la Madre Jujy —. ¡Largo de aquí!

La anciana con la mano libre, dio un pequeño empujón al familiar.

Dickon le respondió con una sonrisa pícara. Después avanzó con un movimiento rápido que hizo que «Grimalkin» se alzara sobre sus patas, siseando y lanzando arañazos al aire. En un momento, Dickon había desaparecido en el túnel, en la misma dirección por la que había venido.

Por largo tiempo, después que la sombra espectral hubiera huido en la oscuridad, la Madre Jujy siguió inmóvil, mirando hacia donde Dickon había desaparecido, apoyada pesadamente en su bastón. Gotas de cera caían de la vela inclinada que se endurecían y se solidificaban inmediatamente al contacto con el suelo frío.

—Tal vez lo logren —murmuró para sí, con la voz cargada por una emoción que no habría dejado entrever a nadie más que a «Grimalkin»—. ¡Que Satanás les ayude! Tienen que conseguirlo.

18

Lentamente, como frenado por la densidad del aire, Jarles se dirigía hacia su apartamento privado en las criptas. Su mente se hallaba invadida por un negro sentimiento de culpa que se le hacía aún más intolerable porque se detestaba y despreciaba a sí mismo por sentirlo.

En todos los pasillos se cruzaba o era adelantado por sacerdotes que iban a toda prisa, con el pánico reflejado en los ojos. Uno de ellos se detuvo e intentó iniciar una conversación con Jarles. Se trataba de un inútil sacerdote, pequeño y grueso, del Segundo Círculo.

—Quisiera felicitaros por vuestro ascenso al Cuarto Círculo —dijo apresuradamente retorciéndose las manos regordetas con gesto nervioso y como pidiendo excusas—. Seguro que me recordáis, eminencia. Soy el hermano Chulian, vuestro antiguo compañero…

Parecía como si aquel tipo estuviera haciendo acopio de todo su coraje para solicitar un favor. O quizá, sumergido en la oleada general de inseguridad y temor, intentaba tan sólo asegurarse el máximo de ayudas.

Jarles miró con desprecio a su antiguo acompañante, le dio un empujón y siguió su camino sin dignarse responder.

Las criptas estaban casi desiertas. Las patrullas de choque, después de haber peinado todo el Santuario en busca de los Fanáticos, habían marchado llevándose sus prisioneros para encerrarles en la prisión central del Santuario. Aquella prisión era independiente de la que había utilizado Goniface para sus prisioneros particulares, antes de convertirse en Jerarca del Mundo.

Jarles se acercaba a su apartamento. La desesperación que sentía aumentó bruscamente hasta casi llegar al sufrimiento físico. Para mayor horror, la niebla negra de la culpabilidad que había ensombrecido su mente hasta entonces, tomó una nueva forma y le susurró a la oreja:

«¿Me oyes, Armon Jarles? ¿Me oyes? Soy tú mismo. Corre. Tápate las orejas. No te servirá de nada. No puedes evitarme. Estás obligado a escucharme, porque yo soy tú mismo. Soy el Armon Jarles que has mutilado y hecho prisionero, el Armon Jarles que has pisoteado y del que has renegado. Y sin embargo, en el fondo, soy más fuerte que tú.»

Y, horror supremo. No se trataba de su propia voz, sino de una voz muy parecida. Ni siquiera disponía del recurso —pese a lo terrible que pudiera ser— de creer que se trataba de una alucinación, una proyección de su propio subconsciente. Era demasiado real, demasiado identificable para confundirla. Era como la voz de un pariente muy cercano; la voz de un hermano que nunca hubiera nacido.

Jarles se precipitó en su apartamento como si tuviera a todo el Infierno persiguiéndole y reactivó los cerrojos con unas manos que temblaban a causa de la prisa.

Pero una vez en el interior, las cosas empeoraron.

«No puedes escaparte de mí, Armon Jarles. Allí donde estés, allí estaré yo. Me oirás hasta que mueras y ni siquiera las llamas del crematorio impedirán que me oigas.»

Nunca había sentido un odio tan feroz como el que le provocaba aquella voz sin origen. Nunca había sentido tales deseos de aplastar, desgarrar o destruir una cosa, pero tampoco se había sentido nunca tan impotente para poder hacerlo.

En su mente se formaron unas imágenes. Estaba tendido entre las ruinas, la mano huesuda de la Madre Jujy le cogía por la muñeca. Hubiera querido gritar a sus perseguidores, estrangular a la vieja, golpearla en la cabeza con su propio bastón, pero no podía hacerlo.

Estaba sentado en una sencilla mesa toscamente labrada, compartiendo una sobria cena con su familia. Había envenenado la comida de los demás y esperaba impaciente a que tomaran el primer bocado, pero ellos se retrasaban inexplicablemente.

Estaba en el laboratorio del hermano Dhomas, pero esta vez la situación era la inversa. Una oscura forma humana estaba sentada en el sitio del hermano Dhomas. Unos brujos de sonrisa diabólica y unos familiares charlatanes manejaban los diversos instrumentos.

De repente, se miró en un espejo y en lugar de su propia imagen, vio el cuerpo resucitado de Asmodeo, en pie, mirándole. Asmodeo trataba de explicar algo con gestos; primero señalaba a Jarles, después el agujero humeante de su propia túnica, así una y otra vez. Cuando Jarles sintió que ya no podía soportar más, Asmodeo se detuvo. Entonces, a través del agujero carbonizado, surgió la pequeña cabeza del familiar, arrugada, de color gris plata y manchada de sangre y empezó a repetir los gestos de su compañero.

El odio de Jarles por la vida, por todas las cosas, alcanzó el paroxismo. Se le ocurrió que un hombre solo, si era lo bastante sutil y decidido, podría destruir a toda la raza humana a excepción de sí mismo. Podía hacerse. Era posible.

Con un tremendo esfuerzo, miró en torno suyo. Por un momento pensó que la habitación estaba vacía. Después, en cuclillas sobre la mesa reluciente, entre el proyector y las dispersas bobinas de cintas de lectura, vio a una bestia repugnante, un familiar de pelaje oscuro y ojos escrutadores cuya cara era una copia minúscula, delgada y sin nariz de su propio rostro.

Al momento, se dio cuenta de que era aquella criatura la que estaba pensando lo pensamientos que le torturaban y que eran sus palabras, transmitidas por telepatía, las que resonaban sin cesar en el interior de su cerebro.

Inmediatamente decidió matarle. No usaría el rayo de la ira. Sus procesos mentales le habían llevado a un estado demasiado primitivo como para adoptar este tipo de solución. Quería estrangularlo con sus propias manos.

La criatura no se movió mientras Jarles avanzaba. Su paso era lento, como en una pesadilla, como si se desplazara en el seno de una atmósfera gelatinosa y mientras avanzaba, paso a paso, penosamente, se formó una última visión en su mente.

Estaba terriblemente solo. Sus manos manejaban los controles de un fulminador enorme, situado en la cima de una pequeña colina en el centro de una inmensa llanura yerma y grisácea. No había ningún signo de vida, nadie excepto él mismo. Hasta donde alcanzaba su vista —y parecía que pudiera verlo todo, siguiendo la curvatura de la Tierra — se alzaban las tumbas de las especies que había aniquilado, o quizá se trataba de las tumbas de todos los hombres y mujeres de todas las épocas que habían sufrido y muerto en la lucha por la libertad, en la lucha por conseguir un mundo que no podía proporcionarles la actual sociedad envidiosa, conservadora y absurda.

Sentía mucho miedo aunque no hubiera nadie que pudiera significar una amenaza. Se preguntaba, sin cesar, si el fulminador sería lo bastante potente.

Tan sólo unos pasos le separaban de la mesa. Tenía las manos extendidas y crispadas como garras de mármol. La odiosa criatura le miraba fijamente, pero la visión se interponía entre ellos dos.

De repente la tierra baldía empezó a rizarse y agitarse, como si fuera un terremoto, pero con un movimiento más genérico, menos violento, como si un millón de topos cavaran túneles subterráneos. Aquí y allá la tierra gris se agrietaba y despedazaba y de ella emergían formas esqueléticas, cubiertas de carne putrefacta y sudarios andrajosos. Eran muchos, muchísimos, como un ejército. Se agrupaban y ordenaban a sí mismos y avanzaban desde todas partes hacia el montículo y, al andar, se sacudían de encima la tierra gris.

Sin cesar de mover el voraz fulminador en círculos, Jarles les abatía. Cayeron a docenas, a centenares, como grano podrido, hundiéndose en una segunda muerte, pero sobre sus cadáveres, a través del humo que despedían sus cuerpos calcinados, surgían y avanzaban muchos más. Jarles sabía que miles de kilómetros más allá, había también otros que se levantaban y marchaban contra él, desde todos los rincones de la Tierra.

Un paso más y podría alcanzarle. Sus manos se cerrarían sobre aquella garganta descarnada. Faltaba sólo un paso.

Seguían acercándose, desfilaban en perfecta formación y el humo fétido de sus cuerpos calcinados oscurecía el cielo de plomo y le ahogaba. Los muertos formaban un gran anillo mucho más alto que la colina y tenía que dirigir el fulminador hacia arriba para alcanzar a aquellas siluetas que saltaban ágilmente por encima de la cresta, excepto cuando tenía que bajar el arma para acabar con algún esqueleto en llamas que se arrastraba o se alzaba en medio del montón.

Ya estaba al lado de la mesa. Las manos de mármol se acercaban a aquella negra caricatura de sí mismo.

Pero también los otros se acercaban. Oleadas y oleadas. Jarles sudaba, respiraba con dificultad y se ahogaba. A cada descarga del fulminador aquellos a los que mataba estaban un poco más cerca y un esqueleto negro había logrado acercársele y le arañaba débilmente el tobillo con las falanges carbonizadas.

Jarles apretó las manos en torno al cuello de aquella peluda abominación pero era como si llevara un collar de plástico transparente, no podía ni siquiera tocar su negro pelaje. Un supremo esfuerzo…

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