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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (29 page)

BOOK: ¡Hágase la oscuridad!
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—¿Qué mensajes? —preguntó Goniface.

—Esto es lo más extraño de todo, Eminencia. Tan sólo un nombre, repetido una y otra vez. El nombre de un fiel: Knowles Satrick.

Para Goniface, en su estado de trance, esta coincidencia aterradora no le pareció ni coincidencia ni aterradora. Era algo que, según le parecía ahora, ya había previsto que sucedería. ¿Así que la voz simplemente le estaba llevando hacia sus propios apartamentos? Había esperado un viaje más largo.

Sin embargo, lo que le sorprendió fue el tono despreocupado de su propia voz, al preguntar:

—¿Dices que has oído mi voz procedente de mis apartamentos? ¿Y no has visto mi cara en la pantalla del televisor?

—No, Vuestra Suprema Eminencia, pero vi otra cosa que me sorprendió mucho. Voy a retransmitíroslo si todavía es posible.

El rostro del sacerdote inferior desapareció y por un momento la pantalla quedó a oscuras. Después Goniface se encontró viendo su propio apartamento. Dispuesto de tal manera que casi ocupaba toda la pantalla del televisor, había un trozo grande y rectangular de papel de color grisáceo, como el que utilizaban habitualmente los fieles. En él eran visibles las mismas letras arcaicas que había visto impresas en su mente: Knowles Satrick.

Goniface se levantó e hizo una señal al hermano Jomald para que tomara temporalmente el mando. Se sentía muy tranquilo y le parecía lo más natural del mundo el acudir a sus apartamentos para ver lo que estaba escrito al otro lado del papel. Más que natural. Inevitable. Decidido por el destino.

Su escolta se levantó para acompañarle cuando atravesó la puerta de la galería, pero Goniface negó con la cabeza. Era su viaje privado y no quería a nadie junto a él. Mientras avanzaba solo por los pasillos, se sentía como si estuviera en una corriente temporal diferente que la de los sacerdotes que se apresuraban a su alrededor con los rostros severos y el ceño fruncido. Una corriente de tiempo que le hacía retroceder al pasado.

«Vuelves atrás, Knowles Satrick. Completas el círculo. El viaje ha sido largo, Knowles Satrick, pero al final estás yendo a casa.»

Goniface entró en sus apartamentos que estaban en una semioscuridad y tomó el papel gris que había ante el televisor. La cara posterior estaba en blanco.

Entonces levantó los ojos. Había una mujer de pie, en el umbral de la puerta que daba a los aposentos interiores. Iba vestida con la túnica ordinaria, tejida a mano como la de los fieles y a pesar de la oscuridad pudo verla claramente, como si brillara ligeramente. Era la bruja Sharlson Naurya y —ya que ahora no podía negar el exacto parecido— era también su hermana Geryl.

Por un momento el estado de trance le abandonó y fue reemplazado por un estado de fría alerta. En nombre de la Razón, ¿qué era lo que había hecho? Se había metido en una trampa de la Brujería.

Su antigua naturaleza resucitó y Goniface estuvo a punto de sonreír. ¿Así que ésta era la forma en que la Brujería pretendía asustarle y hacerle ceder? Una trampa, en efecto, una trampa psicológica, pero no lo bastante buena.

Un rayo violeta surgió de su mano extendida y durante un momento terrible la silueta pareció invulnerable. Después el tejido se inflamó, la cara palideció y como una sombra sin forma que se disolvía, cayó hacia atrás, en el aposento interior, fuera de la vista de Goniface que notó el olor de carne quemada.

Por un momento experimentó la intensa sensación de un gran triunfo personal. Era como si hubiera derrotado a su propio pasado que hubiese vuelto para devorarle. Había realizado el último asesinato, tardío, pero de una vez para siempre. Su pasado había muerto para siempre. La voz que todavía parecía empujarle hacia el pasado ya no tendría ningún poder sobre él.

Pero casi en ese mismo momento, se dio cuenta de que su victoria era algo irreal, que era su Neodelos; el último estallido de su vieja energía. A partir de ese momento, el camino iba hacia abajo, descendía, ya que, franqueando el dintel de la puerta, sin ninguna señal de las llamas que la habían destruido, Geryl volvió a surgir caminando lentamente y vestida con la misma túnica ordinaria y hecha a mano.

Tras de ella, avanzaba una extraña procesión: una vieja decrépita que cojeaba apoyándose en una muleta, un sacerdote muy anciano cuya papada, antiguamente rebosante, colgaba ahora fláccidamente, un fiel de rostro triste y agrio, algo mayor que Goniface y otro sacerdote y varios fieles, la mayoría de ellos muy ancianos.

«Has completado el círculo, Knowles Satrick. Tu hora ha llegado. Es el fin, aunque podría no haber llegado nunca.»

Aquella procesión silenciosa estaba formada por personas a las que él había asesinado, pero no eran como él las recordaba, como las había visto en el momento de la muerte. Si hubiera sido así habría sospechado un astuto engaño y hubiese encontrado la fuerza para actuar, movido por esa sospecha.

Al igual que Geryl,
todos eran como habrían llegado a ser si hubieran vivido hasta ese día, envejeciendo normalmente
. No se trataba de delgados espectros, sino de fantasmas sólidos de un infierno material, el infierno de esas corrientes temporales alternativas que se arremolinaban y le engullían. No les había matado. Todo había sido cancelado. O les había matado y habían seguido viviendo… en otro lugar.

Asmodeo tenía razón; había en ello algo más que simple mascarada y ese algo más era horrible.

El cortejo le rodeó, formando un círculo en torno a su cuerpo inmóvil junto a la mesa de despacho. Le miraban con frialdad, sin odio.

Goniface se dio cuenta de que los contornos oscuros de la habitación habían cambiado; los núcleos de sombra eran distintos.

En un último destello desesperado de escepticismo, pensó que podía tratarse de proyecciones telesolidográficas diabólicamente bien concebidas. Con un gran esfuerzo que sabía que no lograría repetir, avanzó a ciegas la mano para tocar a Geryl, el fantasma más cercano.

Entonces, Goniface tocó una carne sólida y viva.

El Infierno se cerró en torno a él, como la puerta de una prisión.

A decir verdad, no se sentía invadido por el terror, ni siquiera por sentimientos de culpabilidad —aunque en cierta forma estaba experimentando ambas sensaciones en su grado máximo—, sino que se sentía sumergido en el presentimiento de un destino inexorable, en un abandono completo, por el hecho de encontrarse ante fuerzas que podían anular todos los logros de su voluntad.

Entonces, surgió frente a él un pequeño cuadrado de luz. Tardó un momento en reconocer la cara del hermano Jomald en la pantalla del televisor y otro momento en recordar quién era el hermano Jomald. Incluso entonces era como si estuviera mirando una pintura que se parecía a alguien a quien había conocido muy bien, mucho tiempo atrás, en otra vida.

—Suprema Eminencia. Hemos estado muy preocupados por vuestra seguridad. Nadie sabía dónde estabais. ¿Quisierais volver ahora al Centro de Comunicaciones? Hay una emergencia.

—Me quedaré aquí, donde estoy —respondió Goniface casi con un tono de impaciencia en la voz. ¡Cuán vano y charlatán era aquel fantasma!— ¡Qué deseáis!

—Muy bien, Suprema Eminencia. La situación en Neodelos vuelve a ser grave. La victoria anterior no ha sido tan decisiva como habíamos supuesto. Después de los primeros éxitos ya no hemos conseguido ninguno más. La Central de Energía vuelve a estar amenazada. Mientras tanto, Mesodelfos y Neotheopolis han sido invadidas. En vista de lo que ha ocurrido en Neodelos, ¿debemos ordenar que se realicen contraataques similares en ambos santuarios?

Goniface recordó con dificultad algunos de los problemas de aquella corriente de tiempo fantasmal en la que la Jerarquía estaba agonizando y le parecieron algo remoto, como si fueran asuntos de otro cosmos.

Levantó los ojos hacia el círculo de rostros marchitos que le miraban. Nadie dijo una palabra, pero todos a la vez negaron con la cabeza. En particular, se dio cuenta de la pequeña sacudida del rostro cansado de su madre, ahora transformado por la edad, lo conocía demasiado bien.

Estaban en lo cierto. La Jerarquía se desvanecía en esa otra corriente temporal, de la misma forma en que él se había desvanecido y era mejor que desapareciera rápidamente.

—Anulad todos los contraataques —dijo, y las palabras fluyeron como por sí solas, casi sin esfuerzo—. Suspended todas las operaciones de este tipo… hasta mañana.

En esa agonizante corriente temporal, el mañana no llegaría nunca.

Después siguió lo que a Goniface le pareció una molesta y aburrida discusión con el fantasma del hermano Jomald, pero Goniface insistió. Le parecía que la caída de la Jerarquía era algo necesario y una consecuencia esencial de su propia caída. También la Jerarquía tenía un círculo que completar; también ella debía volver a sus orígenes.

Y durante todo ese tiempo, detrás de todas las objeciones y oposiciones a Jomald, Goniface notó —vagamente, como si fuera una emoción recordada de otra encarnación— un deseo cansado y atemorizado de terminar con todas las luchas y tensiones, un sentimiento de agradecimiento porque el final estaba a la vista.

Finalmente Jomald dijo:

—Obedeceré vuestras órdenes, pero no puedo tomar yo solo esta responsabilidad. Debéis hablar al Consejo Supremo y al Estado Mayor.

Y una pequeña imagen del Centro de Comunicaciones llenó la pantalla. Aquellos pigmeos fantasmas parecían estar mirándole a él.

—Anulad todos los contraataques —repitió—. Suspended todas las operaciones de este tipo… hasta mañana.

Resultaba extraño que aquel mundo fantasmal tuviera todavía una vaga existencia y era aún más extraño que el fantasmal nombre de Goniface fuese todavía tan importante en aquel mundo.

Todavía una discusión con Jomald. Después, mensajes regulares y monótonos que anunciaban las derrotas de la Jerarquía. Luego, un pesimismo cada vez más profundo, ante la tragedia de una corriente temporal que agonizaba.

Finalmente, una información terrible e inútil que anunciaba la catástrofe inmediata.

—No podemos establecer contacto con el Centro de Control de la Catedral, aquí en Megatheopolis. El Puesto Principal de Observación informa que el fulminador de la Catedral ya no dispara. No hay contacto con el Puesto Principal de Observación. ¿Debemos ordenar un contraataque?

Goniface levantó los ojos por última vez. Sabía de antemano que la respuesta sería, «No» y que sería él quien debería darla, a una pregunta frenética, pero ya desesperanzada. Esta vez notó en particular, su gesto senil al negar con la cabeza, como el oscilar de un péndulo, del viejo sacerdote, de su primer confesor.

—Problemas en el Centro de Control del Santuario. Fallos de iluminación. Los sacerdotes que llegan para refugiarse en el Centro de Comunicaciones, informan de una oscuridad repleta de ojos que avanza por los pasillos y los engulle. Ni una palabra de la Central de Energía. ¿Debemos contraatacar?

Pero Goniface estaba ya pensando en cómo se parecía su propio destino al destino de la Jerarquía y de todos sus sacerdotes. El que hubieran asesinado a sus familias —y su propia juventud— de hecho, o solamente en sus mentes, no cambiaba nada. Les traicionaban y les abandonaban, les consideraban como muertos para poder disfrutar del poder y los placeres de una estéril clase de tiranos.

—Las puertas caen. Oscuridad. Voy a ordenar…

Goniface no respondió. La pantalla se oscureció, aunque no dejó de funcionar la conexión. Igualmente, en su mente, la corriente temporal murió. Su sentimiento de resignación fue completo.

No sabía que, en lo más profundo de su pensamiento, se agarraba firmemente a la única defensa que todavía le quedaba contra las fuerzas que le habían engullido.

20

La luz del día había vuelto a Megatheopolis, bañando las terrazas del Santuario con un blanco esplendor. Reinaba una atmósfera general de vacío y de aturdido alivio, como cuando después de un violento huracán, los pescadores acuden a la playa para hablar en susurros de la violencia de la tempestad y del daño que ha causado, y después examinan con curiosidad los restos que las olas han traído a la playa y se asombran de la altura a que han llegado las olas la noche anterior.

Un sentimiento parecido era visible en las caras de los fieles que deambulaban en pequeños grupos por las terrazas. No eran muy numerosos porque los vencedores de la noche anterior estaban decididos a mantener el control. Más tarde, los fieles empezarían a alzar la voz, a tocarlo todo y a fisgonear, pero por ahora no tocaban nada y hablaban poco; tenían los ojos y la mente demasiado ocupados.

Seguían encontrándose con sacerdotes que deambulaban al azar, aún más perdidos que los fieles. Cuando eso ocurría, simplemente se hacían a un lado para evitarse mutuamente, sin decir palabra. La mayoría de los sacerdotes llevaban brazaletes negros deshilachados, quizá arrancados de la túnica de un diácono muerto, para indicar que habían cambiado de bando, aunque hasta entonces nadie les había pedido que lo hicieran.

De vez en cuando, un hombre o una mujer atravesaban las terrazas con paso rápido y seguro; era obvio que sabían lo que estaban haciendo. La mayoría vestía una simple túnica de color negro, pero algunos iban vestidos como fieles e incluso como sacerdotes. Algunos llevaban sentado en el hombro su familiar como si se tratase de un mono amaestrado.

Un ligero siseo rompió el silencio; los cuellos se estiraron. Inclinada por encima de las estructuras del Santuario, se veía la cabeza del Gran Dios. Habían construido un pequeño andamio sobre sus hombros y unas figuras de pigmeos se afanaban trabajando. Se veían también los destellos de pequeñas llamas azuladas.

En la terraza más elevada aparecieron cuatro siluetas. Una de ellas vestida con la túnica escarlata de los arciprestes, otras dos con túnicas negras y la última, una mujer, con un tosco vestido de fiel.

—Sí, es muy sencillo —estaba diciendo Sharlson Naurya; el vacío de después—de—la—tempestad se traslucía en su voz—. No existe una corriente alternativa del tiempo, ningún muerto que haya vuelto a la vida; no es nada de eso. Eso era lo que Asmodeo había preparado contra ti desde hacía mucho tiempo y tuvo éxito, aunque la situación de emergencia ha obligado a hacer algunos cambios. Era tu familiar el que influía en tus pensamientos por telepatía. Igualmente era él quien pronunciaba tu nombre desde tus aposentos. Con una única excepción, las fantasmales figuras que aparecieron ante ti eran proyecciones telesolidográficas, reconstruidas a partir de viejos duplicados solidográficos guardados en los Archivos de Fieles de la Jerarquía. Los efectos del envejecimiento se han obtenido con cuidadosos retoques. Las proyecciones telesolidográficas también se encargaron del cambio que parecía tener lugar en tu habitación.

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