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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

¡Hágase la oscuridad! (18 page)

BOOK: ¡Hágase la oscuridad!
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La voz continuó:

—Ahora el juego ha terminado. O mejor dicho, entra en una etapa más seria. Hasta ahora habéis tenido un éxito sorprendente a pesar de vuestras temeridades y vuestros descuidos. Y lo que es más importante: la Jerarquía ha tardado en reaccionar porque es una organización conservadora que nunca, desde su fundación, había tenido que enfrentarse con una oposición digna de ese nombre, pero en este momento está siendo agitada por disensiones internas. Pero eso, en parte por su conservadurismo, en parte por la táctica, en parte como un compromiso, ha adoptado una actitud expectante.

»Pero ¡no debéis subestimar a la Jerarquía! Porque ha empezado a tomar conciencia —ya casi plenamente— de los peligros que la amenazan y utiliza, cada vez más, su vasto sistema de espías para descubrirnos. En miles de santuarios, sacerdotes investigadores del Quinto Círculo están a punto de descubrir y poder duplicar los secretos científicos de la Brujería y hay signos de que la disensión interna de la Jerarquía se resolverá pronto con una drástica operación de cirugía.

»¡No debéis subestimar a la Jerarquía! Es tan poderosa que puede permitirse un retraso. ¡Los sacerdotes no mienten cuando amenazan con obtener la ayuda del Cielo!

«Muy pronto», pensó Jarles, «atacará» el Primo Deth. Según sus cálculos, el diácono ya debía haber franqueado el panel de la capilla y seguía sin oírse ninguna señal de alarma. Mejor así. Sin embargo, Jarles sintió una repentina punzada de temor. No temía por su propia seguridad, un temor evidente que le mantenía constantemente alerta; aquel temor era central y preciso, mientras que el otro era vago, informe. En vano intentó comprenderlo.

—En período de guerra, el elemento tiempo es esencial —decía la voz que hablaba desde el trono; una voz que sugería unos ojos brillantes y maliciosos no desprovistos de humor ni compasión—. Y, ¡cuán más importante es el tiempo en esta guerra psicológica que estamos llevando a cabo! El miedo es nuestra única arma y tiene una gran limitación: pierde muy pronto su eficacia. Hasta ahora, gracias a una creciente oleada de terror cuidadosamente planificada, hemos logrado preocupar profundamente a los sacerdotes de los niveles inferiores y hemos sembrado una semilla de pánico sobrenatural en los círculos superiores, pero si nos detenemos perderemos la ventaja obtenida. Debemos crear un pánico total.

»Por eso os he reunido a todos los dirigentes y me he decidido, excepcionalmente, a aparecer ante vosotros en persona.

«Mejor todavía», pensó Jarles. Todos los líderes atrapados de una vez. ¡Y también Asmodeo! Sin embargo, un temor lóbrego e indefinible le seguía agobiando. ¡Si al menos Deth se decidiera a atacar!

—He venido para discutir con vosotros los planes de las operaciones finales. Las instrucciones que transmito en las cintas ya no bastan ni son suficientemente seguras, así que trataré esos temas individualmente con cada uno de vosotros después de la reunión.

»Pero antes debo advertiros de la gran responsabilidad que puede recaer sobre vosotros y que también afecta a mí mismo y a mis colaboradores. Nosotros y vosotros, los dirigentes, estamos en una posición particularmente vulnerable y puede ocurrir que, antes de que llegue la crisis, seamos descubiertos y aniquilados. En ese caso, seríais vosotros, los agentes de la Brujería en la ciudad clave de Megatheopolis, quienes tendríais que ocupar nuestros puestos.

Jarles apretaba los puños nerviosamente. Su oscuro temor se había convertido en algo extraño y desagradable y tenía la sensación de un peligro inminente, de algo que podía frustrar sus planes y que podría prevenir fácilmente, tan sólo con saber de qué se trataba. Se sintió torpe y acalorado, como si tuviera fiebre.

—En vista de una eventualidad como esta ya hace tiempo que habíamos preparado los planes adecuados, pero se habían confiado a uno de vosotros que ha desaparecido; presumiblemente esté muerto o prisionero de la Jerarquía. Por tanto, es necesario prever nuevas medidas.

Esta referencia al Hombre Negro tendría que haber interesado a Jarles, pero casi había dejado de escuchar a Asmodeo a causa del extraño miedo que le atenazaba. Sentía la garganta seca y entumecida y al tocar sus labios con los dedos, se dio cuenta de que apenas notaba el contacto.

Y sin embargo, ¡si consiguiera saber qué era los que se preparaba, podría evitarlo! Era desesperante. Si esto empeoraba, se vería forzado a activar el trazador y llamar a Deth, aunque se suponía que no debía hacerlo a menos que le apresaran.

—…Y el momento crítico se acerca. —Oía sólo vagamente las palabras de Asmodeo—. Cada movimiento que hagáis a partir de ahora… de gran importancia… Y no sólo por vuestra propia seguridad…, el destino del mundo… Esta ciudad… crucial… El futuro de la humanidad.

En ese momento, un espasmo convulso se apoderó de los órganos vocales de Jarles y, con gran horror y consternación, se oyó a sí mismo gritar:

—¡Habéis sido traicionados! ¡Esto es una trampa de la Jerarquía! ¡Escapad ahora que podéis!

Después recuperó el control de sus músculos. Fuera de sí por el odio que sentía hacia el Jarles que había hablado y con un gruñido de rabia y de vergüenza, activó al máximo el trazador atado a su brazo izquierdo. Si Deth estaba cerca, recibiría la alerta a través de las fuertes vibraciones del aparato receptor.

Y Deth debía estar muy cerca, ya que, antes de que las brujas y los hechiceros hubieran tenido tiempo de levantarse, los diáconos que portaban varas del rayo de la ira y otras armas, entraron en la sala.

Del semicírculo de brujas y hechiceros un montón de sombras se escabulleron a toda prisa, como ratas huyendo hacia sus madrigueras y antes de que Jarles pudiera tener dispuesto su propio rayo de ira, habían desaparecido.

Asmodeo, que era el único ser humano que había reaccionado con rapidez al oír aquel grito de alerta, se precipitó en dirección a la escultura demoníaca que estaba al lado del trono. El grueso haz violeta de un rayo de la ira atravesó el cuerpo de una bruja y le alcanzó. Durante un breve instante, la silueta negra se iluminó con una brillantez sobrenatural, mientras el campo protector absorbía toda la potencia, pero antes de que el campo se apagara, Asmodeo se había situado tras la escultura que parecía insensible a los rayos.

Jarles dio la vuelta, con la esperanza de poder dispararle por un lado. Asmodeo estaba rodeado y sus atacantes le superaban ampliamente en número. Había logrado llegar a un refugio, pero no iba a poder resistir mucho rato.

Pero Asmodeo no estaba detrás de la escultura, sino en su interior.

Un violento golpe el borde de un campo repulsor hizo caer a Jarles. La figura demoníaca se reanimó, se elevó y con el fuego de una docena de lenguas de un color violeta incandescente, salió a través del agujero del techo.

Tendido en el suelo, Jarles comprendió con amargura que la primera impresión que había tenido era la correcta. La estatua misteriosa era móvil como un ángel. El agujero por el que había desaparecido debía llevar a la superficie y probablemente estaba camuflado como una chimenea.

Deth había dicho que habría ángeles patrullando por encima del techo. Era la última esperanza, aunque muy débil, de capturar a Asmodeo.

13

En la sala gris perla del Consejo Supremo, Goniface vio que el hermano Frejeris se levantaba para acusarle. La voz del Moderado tenía un tono suave.

—¿He comprendido realmente tu propósito al hacer que tu sirviente, el Primo Deth, trajera esos instrumentos?

Con un gesto de la mano Frejeris indicó los brillantes aparatos dispuestos ante la Mesa del Consejo. El elemento esencial era una silla con accesorios para atar a quien estuviera sentado en ella. Un grupo de técnicos del Cuarto Circulo se ocupaba de probar el aparato, bajo la dirección del Primo Deth.

Goniface asintió.

—¡Tortura! —Frejeris pronunció la palabra con indignación— ¿Nos hemos convertido en bárbaros, al igual que pudo ocurrir en la Edad de Oro y nos rebajemos a tales actos de brutalidad?

«Está realmente impresionado ante la idea de brutalidad», pensó Goniface divertido. «Me pregunto cómo llamará a los trabajos forzados que exigimos a los fieles y a los sufrimientos que les imponemos.»

Frejeris continuó hablando:

—De repente nuestro hermano Goniface nos anunció que sus agentes han capturado a un grupo de individuos peligrosos para la Jerarquía, según dice él. Sus agentes lo han hecho sin que el Consejo Supremo lo supiera y sin que diera su consentimiento, en una violación directa de todas las reglas de procedimiento. Después, nos dice que esos prisioneros suyos son miembros de la Nueva Brujería y además olvidando los métodos científicos de que disponemos para que confiesen la verdad, nos propone aceptar que sean interrogados utilizando la tortura física y, también en secreto, hace todos los preparativos para ello. ¿Por qué, pregunto al Consejo, por qué este retorno a la barbarie?

»Voy a deciros por qué —siguió Frejeris tras una dramática pausa. Su voz majestuosa disminuyó de tono y se hizo más vibrante—. Y al hacerlo, voy a mostraros un Goniface ambicioso, sin escrúpulos, que intenta obtener el poder absoluto. Os demostraré que ha organizado una jerarquía dentro de la Jerarquía, una camarilla de diáconos y sacerdotes que solo son leales a su persona. Os probaré que se está aprovechando de esta historia de la Brujería y que exagera el peligro que representa, para fomentar una crisis mundial y apoderarse del poder contra todo precedente, con la excusa de salvar a la Jerarquía.

Frejeris abarcó toda la mesa con una mirada y se preparó a lanzar las acusaciones de forma detallada.

Nunca llegó a hacerlo. El arcipreste Jomald, portavoz de los Realistas, se levantó y dijo simplemente, como si se tratara de algo completamente normal:

—El hermano Frejeris pone en grave peligro a la Jerarquía al obstruir y retrasar las acciones contra la Brujería. Si le dejamos seguir por este camino, lo hará. Sus motivos parecen extremadamente sospechosos. Pido su excomunión inmediata por un período de un año y pido además que votemos inmediatamente.

Frejeris le lanzó una mirada fría y desdeñosa, como si simplemente se sintiera ultrajado por la descortesía sin precedentes de aquella interrupción.

—¡Apoyo la moción! —dijo inesperadamente el delgado hermano Sercival, desde su asiento junto a Goniface.

«Incluso el viejo Fanático se une a nosotros», pensó Goniface.

Mientras tanto, Frejeris seguía de pie sin comprender; como si esperara a que aquellas bruscas interrupciones terminaran para poder proseguir con su perorata. Era un hombre imponente, majestuoso.

Sus propios compañeros Moderados comprendieron lo que estaba sucediendo antes que él y parecían más asustados que indignados, lo que era un mal presagio para Frejeris.

—¿Hay alguna objeción para pasar a votar? —preguntó Jomald.

La voz resonó como el martillo de un juez.

Muy lentamente, con gran indecisión, uno de los Moderados empezó a levantarse, pero antes echó una mirada inquieta a la mesa y lo que vio le hizo cambiar de intención. De modo que volvió a sentarse, evitando los ojos de Frejeris.

Solo entonces comprendió Frejeris lo que ocurría. Hay que decir en su favor que ello no alteró su calma. Su rostro desafiante y noble siguió impasible.

Uno tras otro, los puños cerrados se posaron sobre la mesa. Frejeris lanzó una mirada de desdén a los arciprestes que votaban en su contra. Más parecía un hombre que censura una descortesía que un sacerdote enfrentándose a su propia excomunión.

Al final, no hubo ni una sola mano que se posara plana sobre la mesa para indicar un voto negativo; sólo dos Moderados se abstuvieron y parecían muy incómodos.

—¡Ejecutad la sentencia! —ordenó Jomald al grupo de técnicos del Cuarto Círculo.

Varios arciprestes que estaban atónitos comprendieron entonces que todo aquello había sido cuidadosamente preparado.

Frejeris seguía conservando la calma. Los Moderados que estaban a ambos lados se apartaron de él, pero Frejeris ni siquiera parpadeó y se mantuvo firme como una estatua de mármol.

Y como una estatua de mármol cayó. Unas emanaciones invisibles le alcanzaron, bloqueando sus nervios sensoriales. Los nervios ópticos fueron los primeros que quedaron afectados. A tientas, alzó las manos hacia los ojos ciegos, pero antes de alcanzarlos, perdió el sentido del tacto. El sentido del equilibrio también le abandonó y, oscilando hacía adelante, cayó pesadamente sobre la mesa; una mesa que ya no podía sentir.

Allí quedó tendido. más indefenso que un bebé, como una ruina inerte, incomunicado del universo, de la Jerarquía y de todo contacto sensorial, condenado durante todo un año que sería como una eternidad, ya que no dispondría de ningún medio para medir el paso del tiempo.

Mientras los sacerdotes inferiores se adelantaban para retirar el cuerpo, el hermano Jomald habló de nuevo.

—Propongo que invistamos al arcipreste Goniface de la potestad de emplear todos nuestros recursos contra el enemigo común y que le nombremos Jerarca del Mundo, hasta que la Brujería deje de ser una amenaza para nosotros. Durante este período, el Consejo Supremo actuará como un comité de consejeros.

También esta moción fue aprobada unánimemente. Incluso el viejo Sercival, de quien se temía que se aferraría desesperadamente a su independencia, se unió a los demás. Goniface, que no había pronunciado ni una palabra en todo el tiempo, no hizo ningún comentario. Simplemente se levantó para decir:

—Traed a los prisioneros y empecemos a interrogarlos.

Sercival, el viejo Fanático hizo, entonces una objeción inesperada. Su cara apergaminada encarnaba el odio más apasionado.

—Os suplico, Suprema Eminencia, que no tengamos ningún trato con los agentes de Satanás. Si vos mismo certificáis que son realmente hechiceros o brujos, matémosles inmediatamente. Son un baldón demasiado vergonzante en la creación para permitir que existan.

»He votado a favor de concederos el poder supremo —continuó Sercival—, porque os considero un hombre enérgico, con la voluntad y la capacidad necesarias para luchar denodadamente contra el Señor del Mal. No tengáis piedad de los brujos. Es mi consejo.

—Os he oído —respondió Goniface con frialdad—. Seréis testigo de que no trato con indulgencia a nuestros enemigos, pero es necesario interrogarles.

Sercival volvió a sentarse de mala gana.

—Sigo opinando que debemos matarles —murmuró con obstinación.

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